El día de San Martín
La historia que voy a contar se la escuché a un albañil del Barrio de las Delicias al que todos llamábamos Pirelli, en recuerdo de los conocidos neumáticos. Le había sucedido a su padre durante la posguerra, en un taller mecánico en el que trabajaba como aprendiz. Aquellos eran tiempos de escasez. La Guerra Civil había arruinado a los españoles, que tenían dificultades hasta para conseguir los alimentos más elementales, sujetos a un riguroso plan de racionamiento por parte de las autoridades. Pues bien, en aquel taller, Carrocerías Molina, tenían un cerdo al que habían puesto de nombre Durruti, en emocionado recuerdo del general anarquista. Uno de los obreros se lo había traído de su propio pueblo, escondido bajo la chaqueta, burlando los controles policiales, y lo cuidaban en el mismo taller a la espera de que alcanzara el tamaño adecuado para hacer la matanza y repartirse sus exquisitas carnes. Lo alimentaban con las sobras de sus casas, y tenía un apetito tan voraz que hasta era capaz de comerse papeles de periódico y las virutas de la madera. Pasaron los meses y Durruti creció sano y apacible, pues la compañía y las atenciones que el padre de Pirelli y sus compañeros le prodigaban hizo de él un animal confiado y afectuoso, que seguía a sus amos por el taller y les acompañaba en sus trabajos como si fuera un perro faldero, pues los cerdos son unos animales limpios e inteligentes, contra lo que se suele creer, capaces de convivir en complacida vecindad con los hombres. Hasta que se hizo grande, y tuvo que plantearse en el taller el aplazado tema de su matanza. No era fácil conservarle con aquel tamaño, sin despertar las sospechas de los que iban por allí, como tampoco lo era enfrentarse al espectáculo de sus carnes rosadas y prietas sin que el hambre les hiciera pensar al momento en chorizos, jamones y tortas de chicharrones. De forma que un buen día, y haciendo de tripas corazón, decidieron que había llegado el tiempo de su sacrificio. ¿Pero quién de ellos lo haría? Lo echaron a suertes y le tocó al padre de Pirelli y a otro de los obreros. Ambos estuvieron de acuerdo en que esperarían al anochecer de ese sábado, y en que lo harían a oscuras, conscientes de que no habrían podido enfrentarse a la mirada de Durruti sin flaquear...
Por desgracia aquella noche se colaba por el ventanal del taller una rutilante luna llena, cuyo brazo de luz incidía directamente sobre el rincón en el que dormía acurrucado Durruti. Aquel cerdo había adquirido dotes de sabueso y en cuanto entraron el padre de Pirelli y su compañero, Pascual, abrió los ojos, movió el hocico en señal de saludo y volvió a acomodar su cabeza en el suelo. Pascual oficiaría de matarife, no en vano había participado en su infancia en numerosas matanzas en su pueblo materno. Aún resonaban en su cabeza los estridentes chillidos en el brutal momento en que brotaba la sangre a borbotones de la garganta del cochino.
Pascual desplegó sobre una mesa un fardo de cuero, cual cirujano y fue comprobando uno a uno aquellos utensilios que le había cedido un vecino de su pueblo.
- Ve atándole las patas, que este bendito ni se mueve.
Extrajo una piedra de afilar, el machete, el cuchillo tripero, aquel otro largo para degollar y por último el gancho, que brilló en la oscuridad. El resplandor desperezó a Durruti, para comprobar que en cuclillas, a su lado, le observaba en silencio el padre de Pirelli. Durruti clavó su mirada en sus trémulas pupilas y enseguida comprendió lo que venían a hacer, y aún así ni se inmutó.
Pascual buscó a trompicones un banco de madera en el que colocar al gorrino una vez que el gancho se incrustara en su papada, paso previo al estoque final. Tropezó con las gamellas, lo que hizo que hincara la rodilla en el suelo. Se reincorporó, no sin blasfemar un par de veces y al darse la vuelta, en el rincón donde yacía el verraco, sólo quedaba un halo lunar. Durruti y el padre de Pirelli habían desaparecido.
Sigilosamente, y aprovechando el traspiés de Pascual, convenció a Durruti para que le acompañara hasta la trasera del taller, con la inestimable ayuda del exquisito señuelo de los caramelos que aquella tarde había comprado a Dimas, el tendero de la plaza del Carmen.
Supo desde el principio que la matanza era inconcebible. Cualquier persona con “dos dedos de frente”, tendría que haber supuesto que dos tipejos como ellos, él desgarbado y patilargo, Pascual fornido, aunque cenutrio y obtuso, no podrían acabar por sí solos con la plácida existencia de Durruti sin convertirlo en una escabechina. Por muy dócil que fuera, a la amenaza del filo hubiese surgido el espíritu revolucionario del “general“.
Martín, que por cierto así se llamaba el padre de Pirelli, por aquello de haber nacido el día de su onomástica, y que no pocas mofas tuvo que soportar el día del sorteo, a costa del célebre refrán de “a cada cerdo le llega su San Martín”; pues Martín, y Durruti, ocultos en silencio tras la camioneta que Federico, el frutero, había llevado el viernes a la mañana a reparar, vieron pasar a Pascual encendido en cólera, cuchillo en mano, con los ojos inyectados en sangre, la sangre del marrano que ni siquiera había llegado a coagular, indignado por las viandas que se le escapaba de las manos. Humano y bestia, voz y gruñido, quedos.
Durruti contemplaba con parsimonia a Martín, absorto y cómplice, conminándole a resolver sin dilación aquella situación que él solito había provocado. Además hacía un rato que del festín de caramelos ya no quedaban ni las esquirlas.
No restaba mucho tiempo hasta el amanecer y Martín necesitaba con premura una solución al recién creado problema. No había vuelta atrás, había tomado la férrea determinación que Durruti moriría de viejo. Debía elucubrar un plan.
Azorado por la apremiante resolución, Martín sentía como la vena de la sien le latía a ritmo vertiginoso, lo cual le imposibilitaba la fluidez de pensamiento. Para colmo Durruti comenzaba a inquietarse, emitiendo un gruñido crecientemente delatador. Caminar sin ton ni son entrañaba un tremendo riesgo, a sabiendas de topar in extremis con Pascual, bien solo, o aún peor, acompañado.
“¿Cómo no se me había ocurrido antes? Es una locura, pero es lo único a lo que aferrarnos, Durruti”
El talismán al que se refería Martín era su tía Eugenia, sor Virtudes desde hacía dieciocho años, cuando encomendó su vida, incluida la espiritual, a la obra de la devota orden de las Hermanitas de la Cruz. Las monjas no ejercían entre sus tareas diarias el curado de jamones, ni la gula de derivados porcinos se encuadraba en su saludable dieta. Dentro de los muros del convento hallarían el indulto temporal.
La trasera de Carrocerías Molina daba a la carretera de Segovia. Bastaba con cruzar la plaza del Carmen, atravesar la calle de Embajadores y llegar hasta la calle del Arca Real. El trayecto no era complicado.
Bastaron un par de pasos para sentirse defraudado por su quimérica intuición. Durruti sufrió un arrebato de libertad, dueño de un universo que descubrir más allá de las aceitosas paredes del taller. Aquellos trescientos metros se convirtieron en una peregrinación y los escasos quince minutos se antojaron eternos.
Martín asió el picaporte con mano trémula, temeroso del castigo divino por importunar a tan intempestivas horas a sus fervientes servidoras. Ningún murmullo al otro lado, ni atisbo de movimiento. Los gritos de Pascual a lo lejos detonaron que el segundo aldabonazo fuese estrepitoso, presa del pánico. Si no se abría ipso facto aquel postigo la fuga resultaría frustrantemente efímera.
El segundo golpe de aldaba retumbó en las estancias en las que pernoctaban las hermanas. No era la primera vez que algún grupo de borrachos soliviantaba la paz de la congregación. Las tascas habían proliferado en el barrio al calor del peculio ferroviario. Sor Remedios abrió la portilla para cerciorarse de que se trataba una vez más de una gamberrada de embriaguez. Para sorpresa suya se topó con el rostro imberbe de un adolescente espigado y contrahecho, y cuya expresión facial aterrada le causó curiosidad.
- Ave María, purísima.
- Sin pecado concebida, madre. Necesito urgentemente ver a Sor Virtudes. Es un asunto familiar.
El postigo se cerró, se oyeron pasos alejarse y no se escuchó en minutos nada más que los juramentos próximos de Pascual. La aventura parecía tocar a su fin. “Durruti las tropas enemigas se ciernen sobre nosotros y la retaguardia nos ha abandonado”.
En esas estaba cuando la portilla mostró el semblante níveo de Sor Virtudes.
- Martín, ¿qué haces aquí a estas horas?
- Tía, necesito que me abras inmediatamente. Es cuestión de vida o muerte.
En todo momento el escueto ventanillo enrejado favoreció el camuflaje de Durruti, fuera del alcance de su ángulo visual. En cuanto el cerrojo quejumbró, Durruti aprovechó para colarse por el primer resquicio que le concedió el portalón, con ímpetu, no en vano la vida que estaba en juego era la suya.
Una vez dentro, asistió sorprendido a un grupo de espectadoras enfundadas en amplios camisones blancos, igualmente estupefactas ante su presencia. Sonrisas histéricas, carreras de gritos alterados.
- Este cerdo debe salir inmediatamente del convento.- conminó una voz autoritaria surgida del epicentro del alboroto.
Durruti y Martín adoptaron miméticamente y al unísono idéntica mirada conmiserativa, buscando aplacar la rudeza de corazón de la que supusieron Madre Superiora.
Acompañando a la voz, una figura enjuta, de manos nervudas y ojos sobresaliendo de las cuencas hizo acto de presencia en el vestíbulo. A su tono ronco le siguió el silencio más absoluto, incluido el de Durruti, que no osaba ni siquiera respirar. Ese esqueleto recubierto de piel y hábito era, efectivamente, la Madre Superiora, que miraba con desprecio al cerdo, con ira al intruso y con un interrogante a Sor Virtudes. Todo ello con esos ojos negros que remataban su aspecto cadavérico.
-Verá, Madre... -balbuceó Martín.
-Lo siento muchísimo, Madre -intervino Sor Virtudes, cortando el discurso de su sobrino con un tirón de manga muy efectivo.- Es mi sobrino, Martín. Sin duda debe haber una explicación para esto, ¿no deberíamos primero escucharle? No resulta habitual, desde luego, que un hombre y un cerdo llamen a las puertas de un convento a estas horas, así que deduzco que habrá una buena causa para ello.
La Madre Superiora, apenas un metro y medio de estatura pero con una presencia que cuajaba el aliento en el aire, apretó los labios. Diríase que iba a proferir un “¡Fuera de aquí!” que haría correr a Durruti hasta dejarse la grasa en el esfuerzo, pero en lugar de eso algo ocurrió. Una monja regordeta, de mofletes sonrosados y nariz respingona y echada para atrás, de asombroso parecido, visto así, con el gorrino que la observaba, se acercó a la Superiora. Tímidamente, le susurró algo al oído. La Madre Superiora relajó los labios e inclinó la cabeza levemente, como pidiendo más información. Y la regordeta volvió a hablarle despacio, bajito, en secreto. Mientras lo hacía, el resto de las monjas permanecía pie a tierra, sin mover una pestaña. Incluida Sor Virtudes. Y Martín, acobardado, se agachó y abrazó a Durruti por el cuello.
Una vez que aquella monja entrada en carnes hubo terminado de hablar, la Superiora la apartó con un zigzag de ojos. Tornó su gesto de desagrado iracundo en una mueca de simpatía forzada que no engañaba a nadie y se dirigió a Martín y a Sor Virtudes en voz alta.
-Encuentro esta situación totalmente anómala y desagradable. La presencia de ese cerdo es, y coincidiremos en eso, una ofensa a un lugar de recogimiento y fe como éste. Por otro lado, como me ha hecho notar Sor Genoveva, la primera enseñanza de nuestra fundadora, Sor Ángela de la Cruz, era considerar y amar a los necesitados como nuestros amos y señores.
Durruti asistía al discurso con sus enormes orejas colgando, el hocico húmedo y la sensación de que algo no iba bien, mientras notaba la respiración entrecortada de Martín, que seguía aferrado a su cuello.
-Dicho esto, -concluyó la Madre Superiora- creo que lo primero es auxiliar a su sobrino, Sor Virtudes, y mañana buscar las explicaciones pertinentes. Mozo, su tía le acompañará al claustro. Allí podrá dejar al gorrino para que pase la noche. Usted puede quedarse en la capilla.
Martín se deshizo en gracias y reverencias, le besó la mano a la Superiora, que la retiró inmediatamente con un punto de asco, y conminó a Durruti.
-Vamos, ya te dije que aquí nos ayudarían y estaríamos a salvo del cuchillo de Pascual.
Mientras caminaban hacia el claustro, preguntó a su tía por la monja regordeta que había intercedido ante la Superiora.
-¿Sor Genoveva? Es la maestra repostera del convento.
Justo en ese momento, Martín habría jurado que Durruti se estremecía.
No tardó Durruti en recuperar su gracejo. Accedieron al claustro por la galería este y Durruti corrió raudo al patio ajardinado. Poco le importó la escarcha que comenzaba a posarse sobre los hierbajos, propia del relente de aquella noche rasa de plenilunio, reflejada en toda su grandiosidad en las aguas reposadas del pozo.
Allí dejaron al bueno de Durruti manducando, mientras Sor Virtudes indicaba a Martín el camino hacia la capilla, al fondo del panda norte. Martín entró cauto en el oratorio, envuelto en un silencio sepulcral y tenuemente iluminado. Minutos después apareció Sor Virtudes con un par de mantas en la mano, luego la fría estancia se hallaba en el extremo opuesto al calefactorio.
- Duerme tranquilo, mañana aclararemos el entuerto.
Las palabras de Sor Virtudes, lejos de apaciguarle, le inquietaron empero. Martín no lograba conciliar el sueño. Se sentía sobrecogido ante la presencia de las imágenes del retablo, acurrucado debajo del altar. Además no dejaba de pensar cómo hallaría la manera de averiguar lo que la Madre Superiora y la hermana confitera se traían entre manos. No podía pegar ojo, atento a cualquier posible ruido que proviniese del patio. Estaba aterido, pese al refugio de las mantas, acrecentado por la preocupación que sentía por Durruti. No cerraría los ojos, inseguro de no encontrar a su preciado amigo una vez que los abriese. Pese a su resistencia, poco a poco la somnolencia le fue venciendo, entregando al muchacho a los brazos de Morfeo.
En el duermevela, a Martín se le aparecieron jamones tratando de esquivar a orondas religiosas en denodado esfuerzo, desfile marcial de cerdos mutilados marchando sobre muletas, a Pascual con pezuñas y apéndice rizado…
Clareaba la mañana del domingo cuando Martín despertó sobresaltado, alarmado por un escalofriante gañido que provenía del claustro.
Apenas fueron suficientes cuatro zancadas para que el padre de Pirelli se plantara en el claustro y se diera cuenta de que, para las allí presentes, los minutos de Durruti en este mundo estaban contados. No hacía falta preguntar nada. Los rostros albos y repetidos de las hermanas no podían disimular sus deseos de ver cuanto antes al cerdo sobre la mesa matancera, altar pagano que con las primeras luces de la aurora habían rescatado del desuso y el olvido en el que yacía en la bodega del convento. Tentadas por aquellas carnes, acaso las únicas ante las que podían flaquear sin miedo a cometer pecado de lujuria –nadie pecaba entonces de gula-, bajo el ceñido griñón las religiosas más veían ya los embutidos secando que las carnes vivas del cerdo, más los jamones y las paletillas que las patas ágiles del marrano. Por ver veían hasta más tocino que magro, que dadas las necesidades y penurias de la época no dejaba de ser una bendición. Así las cosas, y dando ya Martín por perdido al cerdo, antes de asomarse al patio, dijo para sí entre dientes: Durruti, con la Iglesia hemos topado. Pero aún no había acabado la frase cuando llegó a sus oídos la voz ronca de un hombre:
-Vamos bonito, ven aquí, vamos, ven aquí bonito.
Y allí estaban: Durruti en una esquina del patio con la mirada clavada en el hombre de la voz ronca, dispuesto a embestir; la Madre Superiora y Sor Genoveva con el monjil remangado, no se sabe bien si dispuestas a huir o también a embestir; y Pascual, el hombre de la voz ronca, aguantando la mirada del ahora retador Durruti y blandiendo un brillante, largo y fino cuchillo mientras dice:
-Vamos bonito, vamos, ven aquí bonito, que me cago en…
El buen Durruti, viéndose acorralado, pese a la plácida vida que había tenido hasta ese momento, se dejó llevar por el instinto y tornó en bestia enfurecida. Babeaba espuma, gruñía y enseñaba los colmillos, promesa segura de falanges cercenadas.
-Ven aquí, bonito —decía Pascual con una falsa sonrisa mientras agitaba el cuchillo.
-Aquí, aquí, cerdito —rebatía Sor Genoveva desde el otro extremo del claustro ofreciendo al animal una hogaza de pan, vianda por la que en aquellos tiempos azarosos más de uno hubiera matado.
El animal trotó hasta situarse detrás de Martín, su único amigo. Las miradas se clavaron en el mecánico. El cerco se estrechaba.
-¡Tía Eugenia! —exclamó el hombre en un desesperado intento por hallar una salida.
La religiosa desvió la mirada. La tentación de la carne era demasiado poderosa. Como decían las novicias en los escasos momentos de asueto de que disponían, una puede pasar sin catar hombre, pero no...El metro y medio de la Madre Superiora tembló de rabia. Sus labios se fruncieron hasta convertirse en una delgada línea.
-Antes es Dios que todos los santos —resopló.
Durruti, animal listo como pocos, viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, decidió vender caras sus carnes. Con un berrido furioso cargó contra las monjas, derribando a quienes se interpusieron en su camino, y escapó por el portón que Pascual había dejado abierto. Martín, un tanto aturdido, siguió el pasillo que había abierto el animal antes de que se cerrara.
Así, a la zaga del gorrino, perseguido de cerca por Pascual y la Madre Superiora, y un poco más lejos por una sofocada Sor Genoneva, cuyas carnes botaban a cada zancada, emprendió el padre de Pirelli su fuga calle Arca Real adelante. El cielo clareaba.
Durruti corría calle arriba con bastantes pocas posibilidades de éxito. Sus patas no estaban preparadas para transportar a demasiada velocidad sus casi 150 kilos de peso, y mucho menos para enfrentarse al maratón que suponía escapar de todos sus seguidores. Martín, Pascual y las monjas ganaban terreno, incluso sor Genoveva lo hacía. El cerdo pensó que un lugar con obstáculos era más seguro que un espacio abierto, así que cuando logró alcanzar el Arco de Ladrillo se encaminó, vía férrea adelante, hacia la estación. Vagones en vías de servicio y edificaciones varias podían darle cobijo o, cuando menos, ponérselo más difícil a sus perseguidores.
La estrategia funcionó durante un rato. Durruti desapareció y matarifes y religiosas se miraban desconcertados. No sabían si debían buscarlo entre todos o separarse para ver quién daba antes con él. Lo segundo era más rápido, pero además de que suponía dividir fuerzas exigía un ejercicio de confianza en el prójimo que nadie estaba dispuesto a llevar a la práctica.
En esas estaban cuando escucharon una algarabía que incluía los gruñidos de Durruti y varias voces aguardentosas y de pronunciación poco definida. Tres borrachos asomaron por detrás de un vagón sujetando al cerdo, entre risas y juramentos. Cuando levantaron la cabeza se encontraron de frente con un muchacho que miraba al cerdo fijamente, un hombre armado con un cuchillo y los ojos inyectados en sangre que los miraba a ellos fijamente y tres monjas, la Superiora, sor Genoveva y sor Virtudes, que miraban a Martín y a Pascual fijamene conminándoles a recuperar al marrano.
-Señores, devuelvan ese cerdo a la Santa Madre Iglesia – dijo la Superiora-.
-Hermana, este cerdo lo acabamos de encontrar deambulando por las vías, sin dueño. Ahora es nuestro.
El borracho que hablaba perecía repentinamente lúcido.
Las palabras del borrachín desconcertaron por un segundo a la Madre Superiora, pero recuperó su entereza e implacable, aunque con tono conciliador, se dirigió de nuevo a su interlocutor.
-Este cerdo acaba de escapar de nuestro convento y si no lo devuelves ahora mismo condenarás tu alma. Tus pecados no te serán perdonados.
El hombre que bien hubiera podido alimentar a su prole de cinco hijos durante todo el invierno con las carnes de Durruti, enseguida comprendió que no había nada que hacer. Nadie osaba, en esos tiempos, enfrentarse a la Iglesia. Así pues, a regañadientes soltó a Durruti y lo mismo hicieron sus compadres.
-Todo suyo hermana- dijo, mientras se santiguaba y hacía una pequeña reverencia.
El marrano no desechó la oportunidad de luchar por su libertad a pesar de estar exhausto y reemprendió su huida. Martín, Pascual y las tres monjas se disponían a salir tras él cuando la providencia pareció hacerle un guiño a Durriti.
En ese instante, apareció el secretario del Obispo que al ver a las religiosas en semejante situación quedó horrorizado. El amanuense no daba crédito a lo que acababan de ver sus ojos: la madre superiora colorada del sofocón y con la falda arremangada enseñando más de lo que el decoro aconsejaba; sor Genoveva sin toca, con su corto cabello rojo ensortijado mojado del sudor y blandiendo una hogaza de pan amenazante y junto a ellas sor virtudes, que parecía no haber dormido en toda la noche y para más Inri estaba acompañada de un muchacho sucio y con apariencia de temer algo. El hombre las miraba de hito en hito sin dar crédito e intentando comprender qué razón había llevado a las hermanas a protagonizar tal estampa.
Las monjas quedaron rezagadas dando explicaciones. Martín y Pascual iban ya en busca de Durruti.
Pasito a pasito, con su gracioso trotar cochinero haciendo temblar sus jamones, Durruti alcanzó el Campo Grande. No hubiera imaginado el gorrino, ni en el mejor de sus sueños, un sitio mejor para camuflarse que aquel enorme jardín. Diseñado bajo los efectos de los ideales románticos, el Campo Grande parecía crecer descabalado, en un laberinto plagado de zonas umbrías por culpa de unos árboles de copas desatadas y enormes. Buen sitio para esconderse, debió pensar el marrano, que en un plis plas se hizo invisible a ojos de sus perseguidores.
-Cuando cojamos a ese maldito cerdo lo degollaré, y detrás irás tú como alguien se entere de esto y acaben por quitárnoslo -amenazaba Pascual a su compañero Martín, ambos con el resuello ahogado a la caza del animal.
-Déjalo, Pascual -interrumpió Martín haciendo un esfuerzo más para poder hablar.- Encontrémosle primero, antes de que esas monjas llevadas por el diablo convenzan al secretario del Obispo y se nos venga encima toda la Santa Madre Iglesia con arcángeles y coros celestiales.
-Sí, pero los dos juntos. No te pienso quitar el ojo de encima -concluyó Pascual, y se arrimó un poco más a Martín mientras ambos se internaban por la Puerta del Príncipe. Frente a ellos, el largo paseo central permanecía desierto, con la única vida de un pavo real que lo cruzaba y dos palomas picoteando migas debajo de un banco. Nada más poner el pie dentro del recinto notaron cómo el silencio se espesaba, el tiempo ralentizaba su marcha y la ciudad y sus ruidos se alejaban.
-Durruti, viejo amigo -pensó Martín en voz alta-, ¿dónde te has metido?
Como es obvio, Durruti no contestó a la llamada. Bastante tenía con meter su corpachón en uno de los recovecos de la cueva escondida tras la pequeña cascada que surtía de agua al estanque. No podía haber elegido mejor, porque de avanzar un poco más hacia el pequeño lago artificial habría organizado un revuelo de patos y pájaros que le habría delatado. En aquel escondrijo se quedó durante un buen rato, sin mover siquiera el hocico, mientras a lo lejos se escuchaban las voces de los dos mecánicos.
Pascual y Martín caminaban uno junto al otro adentrándose en el laberinto de caminos de tierra. Iban de lado, con una oreja adelantando el paso, como si así quisieran escuchar unos metros más allá, anticipándose. Era inútil. Todo lo que consiguieron fue oír el leve rumor de los pavos reales moviéndose entre los árboles y algún que otro sonido procedente de las pajareras del Campo Grande. Y así siguieron, con paso sigiloso y atento, hasta que un tumulto inoportuno les hizo volver la cabeza. El secretario del Obispo y las tres monjas, todos con los faldones en ristre, habían seguido sus pasos a la carrera y ahora, colorados y sudorosos por el esfuerzo, iniciaban la búsqueda del huidizo gorrino. Por fortuna para Durruti, eligieron tirar hacia su izquierda desde la Puerta del Príncipe, camino de la Pérgola donde en las tardes veraniegas se solazaban sus paisanos, baile va, baile viene, mientras los chiquillos correteaban de un lado a otro.
El cochino, para entonces, se temía que era cuestión de tiempo que le dieran caza, y sus ojitos parecieron volverse más vivarachos. Su deseada cabeza había urdido un nuevo plan.
Durruti sabía que debía entregarse. No tardaría en convertirse en longanizas y tocinos si seguía dando tumbos sin rumbo fijo por el parque. Además las patas le dolían una barbaridad tras la maratón de las últimas horas y para colmo sus tripas celebraban cada minuto de ayuno con un nuevo rugido de protesta. Pronto se encontró añorando el sabor del papel de periódico que solía mordisquear en Carrocerías Molina cuando faltaban manjares más suculentos que llevarse a las fauces. Cualquier cosa le hubiera sabido a deliciosa trufa en aquel instante.
Estaba decidido a llegar a viejo en este mundo hostil y para ello tenía que renunciar a la libertad y encomendarse a la única persona que había demostrado tener más grande el corazón que el estómago.
Salió de su escondrijo y elevó los morros buscando olores que indicaran el paradero de Martín. Arrugó disgustado sus hocicos al percibir un leve tufo a incienso pero le embargó la alegría al reconocer el familiar aroma de los caramelos que su amigo le había obsequiado durante la precipitada huida.
Atravesó raudo el Campo Grande, trazando una línea recta en pos de la dulce esencia y la sorpresa fue mayúscula al descubrir que se encontraba frente a una bella vallisoletana que se regocijaba en la lectura de un libro sentada en un banco del parque. A su costado reposaba el objeto de la confusión, la bolsa de caramelos de la plaza del Carmen.
La chica apartó el libro y contempló risueña al cerdito. Durruti se acercó y resopló sobre la bolsa de caramelos. Ella extrajo uno, cuya dulzura lanzó sus sentidos en un sublime viaje hacia la autocomplacencia. Tal era el gozo de Durruti que no se percató de las figuras que se aproximaban por el sendero de tierra en su dirección.
-Tranquila, señorita, no se asuste –comenzó a decir Pascual-. Este cerdo no le hará nada.
-Ya lo veo –respondió la joven-. Le gustan los caramelos, como al cochinito que yo crié de pequeña en mi casa.
Ante la mirada de extrañeza de Martín y Pascual, la muchacha tuvo que explicar, un poco avergonzada, que su papá le había permitido criar un cerdito en la planta baja de la casa de una dehesa propiedad de la familia. Que, cuando niña, tuvo que pasar allí varios meses hasta recuperarse por completo de una enfermedad contagiosa, y aquel cochinillo fue su única compañía. Que le era fiel, la seguía a todas partes, lo bañaba para evitar que se le resecara la piel a falta de un charco de barro en el que revolcarse… y que ahora, casi diez años después, de vez en cuando volvía a visitarlo a la finca.
-Discúlpenme el tono. Debo parecerles una mimada estúpida. Pero no puedo evitar pensar que ya empieza a estar viejito, y que cualquier día morirá.
-Pero hija de Dios –intervino Pascual-. ¿Y por qué no lo sacrificaron pasado el primer año y se lo comieron? Al fin y al cabo, el cerdo va a morir tarde o temprano…
La última frase la dijo mirando fijamente a Martín. La joven ató todos los cabos de inmediato: un cerdo que se acercaba a la gente al olor de los caramelos, dos hombres que sabían que no iba a hacerle daño... Podía haberle explicado a Pascual que diez años antes no estaban en plena posguerra, que provenía de una familia de grandes posibles, que un cerdo más o un cerdo menos comiendo bellotas por una finca era lo de menos. Pero tras mirar a Martín, posó sus impresionantes ojos azules en Pascual y le espetó:
-¿Se comería usted a su perro, señor?
El argumento de la joven desarmó por unos instantes al mecánico. Hasta donde él alcanzaba a comprender, poco tenían de semejante un perro y un cerdo, más allá de que se movieran a cuatro patas. Aunque, bien mirado, el tiempo que Durruti había pasado en el taller, acudiendo a la mano de quien le ofreciera una migaja de pan con ese trotecillo que despertaba sus carcajadas lo aproximaba, y mucho, a la idea que tenía de los chuchos.
-Mire, señorita. Entiendo que le pueda coger a un cochino el cariño que guarda por un perro, pero las cosas no son así. Aquí el muchacho y yo hemos alimentado al cerdo y ahora ha llegado la hora de que nos devuelva el favor. Así que, si no le importa, nos lo llevamos.
Martín apenas escuchaba ya la conversación entre Pascual y la joven del banco. Se había perdido en el interior de sus ojos y ahora era incapaz de encontrar el camino de salida. Voces amortiguadas resonaban en su cabeza, aunque no llegaba a comprender el sentido de las palabras.
-Vamos Martín. Agarra al cerdo y tira delante de mí. Y esta vez no te voy a quitar ojo de encima. Así que venga, al taller. Martín, ¿me estás escuchando, hijo? No sé qué le pasa, parece tonto.
El insulto sacó a Martín de su ensimismamiento y entendió toda la situación.
-La señorita tiene razón. Ya no es un cerdo cualquiera. Tiene un nombre. Es Durruti.
Pascual no salía de su asombro. Definitivamente al chaval se le habían fundido los plomos.
-Muy bien, pues ahí te quedas. No necesito tu ayuda.
La voz dulce pero firme de la joven resonó de nuevo.
-No tienen por qué discutir. Si quieren, les compro el cerdito.
¿Vender el cerdo? Esa idea nunca se barajó en el taller. Aparte de repartir sus productos, lo único que se propuso entre todos y que Pascual esperaba con impaciencia, era una buena merienda con sus colegas de oficio, asando la careta en la caldera de carbón y animando el festín con un buen tinto joven de la ribera. ¡Cuántas veces trabajando se había relamido solo con pensarlo!
-Estoy dispuesta a ofrecerles un buen precio -dijo la chica.
-No es cuestión de precio señorita. Después de estar persiguiendo horas a este marrano por medio Valladolid, esto ya es cuestión de principios. Además, el cerdo no es solo nuestro. Es propiedad de todos los compañeros del taller y a ellos también les corresponde la decisión de cambiar su destino.
-Vamos. Piénsenlo un momento.
La joven miraba a Martín buscando su apoyo, pero éste volvía a estar pensativo. En su mente seguía resonando el nombre del reo animal: Durruti...y las palabras de la chica: '¿se comería usted a su perro?'. La mirada de Martín se había perdido por el camino del parque que desembocaba en la Acera de Recoletos. Por allí se acercaba un hombre con gafas y gorra de visera. Delante de él, con la cabeza muy alta y la lengua fuera, marchaba una perrita cazadora.
Durruti, que hasta entonces había estado completamente absorto en la tarea de degustar los aromáticos caramelos, levantó su hocico y divisó al can.
-Fita, Fita, ven aquí.
La perrita en vez de obedecer a su dueño apresuró el paso y se dirigió al banco donde se estaba negociando el futuro del cerdo. La muchacha sonrió al reconocer en él a su vecino.
-Buenos días don Miguel ¿Cómo se encuentra? Quizá usted, que es tan amante de los animales, pueda ayudarnos a resolver este pequeño dilema.
Y comenzó a explicar:
- Pues en el banco me hallaba, ensimismada en la lectura del libro que me dedicó la semana pasada, disfrutando de las peripecias del Mochuelo. Y he aquí que me encontré ante tamaña disyuntiva. Estos dos hombres en busca de un cerdo al que dar matanza, aunque uno de ellos dubitativo. Les he propuesto un intercambio pecuniario, que superaría con creces las viandas que obtendrían del cerdo y que les ayudaría a comprar alimentos de primera necesidad, para ellos y para todos los compadres del taller, donde por lo visto trabajan.
Don Miguel miró con curiosidad a los dos individuos, a la vez que escuchaba con atención la exposición de la joven. “Que curiosos personajes para uno de mis relatos”, acertó a pensar en aquel instante. A su vez, Martín y Pascual, observaban con suspicacia a aquel paseante, cuya identidad desconocían por completo, sin saber el uno si intervendría con éxito en el indulto de Durruti y desconocer el otro si sería otro candidato al yantar del gorrino. Tras la minuciosa aclaración de la chica, don Miguel decidió intervenir, con verbo sobrio y sosegado.
- Cristina, mi niña, me encantará ayudarte. Por la confianza que ha entablado la Fita deduzco que no es un cochino cualquiera. Déjame interceder en la negociación con estos caballero -continuó, dirigiéndose a ellos.- En ningún momento la joven pretende que traicionen sus ideales, si bien tiene razón que su oferta mejoraría la situación de todos sus compañeros, que les recibirían con los brazos abiertos.
Pascual, seducido por las palabras serenas de aquel sujeto, fue tornando a comprensivo.
- ¿Y de cuántas pesetas estaríamos hablando?
- Deje el precio para más tarde. Les invito a un carajillo, que sus ojerosos rostros sabrán agradecerlo. Y por favor, buen hombre, guarde ese cuchillo no acabemos todos en el cuartelillo.
Pascual tomó el suyo, el de Martín y otro de regalo. Sus ojos pasaron del rojo irascible a la mirada multicolor salpicada de chiribitas. Su verborrea etílica alimentaba la expectación de don Miguel, que no perdía ripio de las andanzas nocturnas en busca del cerdo.
- Y aquí, el botarate de Martín, mi compañero, que no se le ocurre otra cosa que llevarle a un convento …
- expresaba con vehemencia descontrolada, exagerando los gestos.
Pasó a relatar las vivencias con el aquelarre de monjas, las carreras sin tregua de Durruti, los borrachos de la estación, el marrano escabullido en el Campo Grande.
- No, eso no es verdad, se lo está inventando. Que me quiere usted tomar el pelo, amigo mío.- carcajeaba don Miguel, regocijándose con la epopeya del mecánico, cada vez más crecido en su papel de cronista.
Martín apenas ni asentía a lo que Pascual estaba contando, pese a que éste buscaba a cada instante su corroboración. Hacía unos minutos que el muchacho andaba de nuevo embrujado por el iris azulado de la joven Cristina. Ella tampoco participaba, ni en la conversación de los dos hombres, ni por indecisión, en el silencio del padre de Pirelli, arrebolado ante su belleza.
En el umbral de la tasca, Durruti daba cuenta de unos chuscos de pan que don Miguel atentamente había solicitado al tabernero, y la Fita husmeaba zalamera al cochino como si de un semejante se tratara.
- Si me dejan, le rebano el cuello al Martín, al cochino y al secretario del obispo … - desvariaba entre estruendosas risotadas Pascual.
Tal era el bullicio que estaba provocando, merced a la borrachera de carajillo y la liberación del pesado traje de matachín, que no escucharon los ladridos reiterados y reclamantes de la perrita grifona.
Apuró el contenido del vaso de un solo trago y salió en busca de la perra. Sus ladridos aumentaban de intensidad y no parecía que tuviera intención de calmarse. No era un animal nervioso, por lo que la escandalera que acababa de montar en la tasca escapaba del entendimiento de Don Miguel. Durante sus jornadas de caza la perra sí mostraba un carácter aguerrido e impetuoso que quedaba inmediatamente apaciguado cuando regresaba a la ciudad.
El espectáculo que ofrecía en ese momento la Fita provocaba las carcajadas de un puñado de paseantes que en ese momento rodeaban el Campo Grande en dirección a la calle Santiago. Completamente desencajada, brincaba alrededor del mansurrón de Durruti con la intención de alejar del cochino a un desconocido que intentaba echarle la mano al cuello.
-Ven aquí Durruti, que si estos dos desgraciados no han podido contigo ya sabré yo cómo tratarte.
Pascual y Martín ya se habían apresurado al exterior para contemplar la sorprendente aparición en escena de un tercer miembro de Carrocerías Molina.
Apuró el contenido del vaso de un solo trago y salió en busca de la perra. Sus ladridos aumentaban de intensidad y no parecía que tuviera intención de calmarse. No era un animal nervioso, por lo que la escandalera que acababa de montar en la tasca escapaba del entendimiento de Don Miguel. Durante sus jornadas de caza la perra sí mostraba un carácter aguerrido e impetuoso que quedaba inmediatamente apaciguado cuando regresaba a la ciudad.
El espectáculo que ofrecía en ese momento la Fita provocaba las carcajadas de un puñado de paseantes que en ese momento rodeaban el Campo Grande en dirección a la calle Santiago. Completamente desencajada, brincaba alrededor del mansurrón de Durruti con la intención de alejar del cochino a un desconocido que intentaba echarle la mano al cuello.
-Ven aquí Durruti, que si estos dos desgraciados no han podido contigo ya sabré yo cómo tratarte.
Pascual y Martín ya se habían apresurado al exterior para contemplar la sorprendente aparición en escena de un tercer miembro de Carrocerías Molina.
Martín se olió desde el principio que la repentina entrada en escena de Canales no podía significar más que nuevos y, posiblemente, decisivos contratiempos. Hasta ese momento aún creía en una solución rápida y nada traumática del embrollo en el que se había metido por culpa de su falta de decisión. Ese buen hombre que la providencia había puesto en su camino pagaría un buen dinero por el animal, Durruti viviría despreocupado un tiempo más y a sus compañeros no les quedaría más remedio que aceptar el trato, generoso por otra parte, del que informarían al día siguiente en el taller.
Con el recién llegado en el medio de la puja por Duruti todas sus esperanzas se desvanecían. Una cosa era convencer de las bondades del acuerdo con el fajo de billetes en la mano y otra muy distinta quitarle a 'Canalón' la idea de la cabeza de acabar con el marrano cuando éste se mostraba frente a él contoneando sus sugerentes carnes.
-Mira, Canales, no vas a creer lo que ha ocurrido. Tenemos la posibilidad de sacarle más partido al cerdo de lo que habíamos pensado. Aquí este señor y una señorita muy simpática nos ofrecen unos buenos cuartos por Durruti.
-No sigas por ahí, Martín, que me enciendo. -La voz del tercer mecánico en liza se incrementó en varios tonos-. Al cerdo no lo vendes ni tú, ni Pascual ni la madre que lo parió. Y menos a escondidas.
Cuando acercó su mano diestra para sujetar a Durruti del trozo de cuerda que colgaba de su pescuezo, Martín sólo rezaba para que con la otra no le soltara un pescozón por su atrevimiento.
Estaba claro que con Canales poco se podía hacer. Afortunadamente para todos, llegaba casi seguido del resto de los compañeros, todos preocupados por el destino de Pascual, Martín y Durruti, que no daban señales de vida desde la noche anterior y quien más quien menos se hacía mil preguntas. Ni los peor pensados podían creer que los elegidos por la fortuna como matarifes hubiesen huido con el marrano sin más, pero el hambre podía ser muy traicionera. Verlos allí, con el cerdo, resultaba tranquilizador, aunque no respondía, por el momento, a ningún interrogante.
-A ver, un poco de tranquilidad- dijo Pascual-. Nos hemos pasado Martín y yo toda la noche persiguiendo a este cerdo y ahora tenemos dos opciones: o seguir con el plan inicial o venderlo y sacarle unos buenos cuartos.
El resumen de lo sucedido incluía una mentira, aunque fuera por omisión de datos, pero no estaban las cosas como para empeorarle la situación a Martín. Lo que urgía ahora era convencer a todos de que la venta de Durruti era más beneficiosa para todos que su sacrificio. Allí, en medio de la calle como estaban, se trató la cuestión. ‘Canalón’, al final, paso por el aro.
-Muy bien, señorita. El cerdo es suyo. Ese caballero avala el trato por su parte.
Pascual, tras dar el buen provecho, tendió la mano hacia Cristina.
-Señor, no puede vender algo que no es suyo –pronunció una voz femenina a sus espaldas.
- Este cerdo pertenece a la congregación de las Hermanas de la Cruz- continuó la demacrada imagen de la Madre Superiora, con la cara ligeramente descompuesta por el ajetreo de aquella jornada. -Y el que ose negarlo se verá condenado a la excomunión. Y tampoco admitiremos limosnas a cambio.
Todos, salvo Martín y Pascual, se miraron perplejos, sin comprender aquella irrupción de un grupo de monjas y del amanuense del obispo. Y menos la firme sentencia que acababa de pronunciar la que parecía la abadesa.
Los empleados de Carrocería Molina comenzaron a rezongar, pese a la amenaza de la monja, sin concebir por qué aquella religiosa reclamaba la posesión de un cerdo que llevaba meses conviviendo con ellos, al que quisieron ajusticiar y por el que al final, y previa votación, habían llegado a un acuerdo monetario con la señorita adinerada de cabellos rubios y ojos azules.
De pronto, se vieron todos agarrando del dogal que pendía del cuello de Durruti, cual soga-tira, como si de aquella pugna resultase como ganador el legítimo dueño del cerdo.
Don Miguel carraspeó con fuerza, en ademán de hacerse oír entre semejante gallinero. Aquel era un claro ejemplo del pueblo llano de Castilla, en el que no se sentía ni mucho menos extraño, sino más bien le gustaba mezclarse, y que tantas veces relataría en sus novelas. Adoptó porte diplomático y con un tono rayano lo ceremonial, procedió a disertar un argumento que satisfaría los intereses de los presentes.
Hasta hace unos instantes pensé que esta historia no era más que retazos de un cuento. Pero ahora compruebo que el devenir del cerdo era cierto, en el que todos ustedes son partícipes, sin quererlo o queriéndolo. Sé que es una época de grandes y perentorias necesidades, de ello soy consciente ...
Los oyentes relajaron el gesto y la tensión de sus cuerpos, escuchando atentamente el discurso de don Miguel.
- Hermanas, conozco por estas dos personas la verdadera crónica, aunque fuese contada bajo los efluvios del alcohol, pero ya sostiene el dicho que ni los niños ni los borrachos mienten. Creo que a su orden le puede complacer en grado sumo alguna que otra obra pía, que no limosnas, madre. En lo concerniente al taller, certificaremos el compromiso al que llegamos antes de la injerencia de las monjas, corroborándolo por fin con un firme apretón de manos.
Apunto estaba de intervenir la Madre Superiora con mueca contrariada, cuando la atajó don Miguel.
- Pero siempre queda la segunda alternativa, que es que todo este suceso aparezca mañana en la rotativa del Norte de Castilla, del que soy subdirector desde hace pocos meses. Y poco me importa la censura, como bien conocen en la redacción.
La Madre Abadesa se mordió la lengua, mientras que el secretario del obispo le susurraba al oído la inconveniencia de continuar reclamando la propiedad del cochino, conocedor de la fama que por aquel entonces se estaba labrando el hombre que estaba frente a él y al que por fin logró reconocer.
Finalmente, convinieron en ceder en venta al bueno de Durruti a la joven Cristina, con la consiguiente recompensa tanto para los mecánicos como para el convento de las Delicias.
Andaban celebrando el acuerdo alcanzado cuando Martín tuvo un raro presentimiento.
Hizo un aparte con Don Miguel y le preguntó al oído si sabía algo sobre los verracos y cómo se puede saber si un marrano tan decente y bien parecido como Durruti sería un buen procreador.
-Lo digo -decía Martín- porque este cochino siempre ha tenido un toque extraño, casi galante. Cuando algún cliente entraba al taller con una perra o una gata, aun siendo muy pequeño, se quedaba parado en seco en la trastienda y se erguía, con el hocico temblón, como si fuera un conquistador.
-Pues bien podría ser que su amigo Durruti fuera todo un machote. De hecho, he notado que todavía está sin capar, pero por el tamaño que tiene me atrevo a decir que no puede pasar mucho tiempo más con su virilidad intacta. Si no, su carne no valdrá demasiado, adquirirá ese sabor hormonado del cerdo viejo y no habrá quien le meta el diente.
-Y sin embargo, si le ponemos en contacto, ya me entiende, con alguna cerdita cariñosa, podríamos tener una camada de ¿cuántos? ¿Ocho o diez chonitos?
-Probablemente, amigo Martín. Creo que ya sé por dónde va usted, y esto nos sitúa en un nuevo escenario que convendría contemplar antes de cerrar definitivamente el trato.
Don Miguel invitó a Cristina a unirse al corrillo y la puso al corriente de las tribulaciones que turbaban al joven mecánico.
Martín se limitaba a asentir ensimismado, enfrascada su mente en la elaboración de una versión porcina del cuento de la lechera. La mera idea de convertirse en el orgulloso propietario de toda una ventregada de berreantes Durrutis lechales bastaba para estampar en su rostro una sonrisa bobalicona.
Ni borracho volvería a trabajar en aquel taller cochambroso. Lanzaría su mono de trabajo al despótico rostro del señor Molina, diría “adiós, muy buenas” a una vida de privación y servidumbre y se lanzaría a la aventura de dirigir su propia explotación de puercos. Sólo la penetrante intensidad de unos ojos azules pudo arrancarlo de tan utópica ensoñación.
-¡Ya lo tengo, Martín!- exclamó Cristina entusiasmada. - Don Arturo, amigo de mi familia, tiene una granja a las afueras de Valladolid. Mi cerdita Trufelina fue un regalo que me hizo por mi sexto cumpleaños. ¿Qué me dices?
Una repentina e inusitada determinación se apoderó del padre de Pirelli al percatarse de que no le temblaban las piernas en presencia de una moza tan lozana. Quería impresionarla, actuar. Era hora de coger al toro por los cuernos y solucionar el problema que su vehemente comportamiento había causado.
-Señores- dijo volviéndose hacia sus camaradas de taller.- Cristina tiene a bien ponernos en contacto con un experto conocido suyo. Su mediación garantizará que todas las partes implicadas salgan igualmente beneficiadas de este peliagudo asunto. Lo que no sé es cómo vamos a llevar a Durruti hasta la otra punta de Valladolid sin dar el demasiado el cante.
-Parece que tienes algo más que serrín en esa mollera- contestó Canales.- Menos mal que el tito Canalón está aquí para sacarnos a todos las castañas del fuego.
Pocas cosas en esta vida podían alterar el carácter agrio del irascible Canales y saber que otros dependían de su persona era la madre de todas ellas. La repentina atención que todos parecían prestar le enardecía y exultante esbozó una amarillenta sonrisa que reveló dos hileras desiguales de minúsculos y amarillentos dientecillos retorcidos.
No sin sorna explicó como el señor Molina le había confiado la furgoneta del taller para buscar a las ovejas descarriadas, haciéndole prometer que las traería de vuelta al redil aunque fuera a coscorrones. Con un gesto confiado les invitó a seguirle y condujo al nutrido grupo hacia el lugar donde había estacionado el dichoso vehículo.
La grasa era inherente a la vida de los mecánicos y el rostro de Martín se enrojeció al comprobar el grosor de la negra costra que cubría cada rincón del destartalado vehículo. Le faltó tiempo para quitarse la chaqueta y extenderla sobre uno de los banquillos donde Cristina habría de sentarse. El gesto no pasó desapercibido y la chica le agasajó con una sonrisa de sincero agradecimiento en la que el joven quiso detectar un toque de complicidad.
Don Miguel les deseó la mejor de las suertes y se marchó complacido, sabiéndose artífice de la dicha de tan variopinto grupo de conciudadanos. Fita trotaba elegantemente detrás de él y a cada rato se volvía para ladrar una despedida para su amigo Durruti, que la observaba atento con los ojillos tan húmedos como su inquieto hociquito.
El motor arrancó con gran estruendo y el tembleque hizo castañear cuatro dentaduras y un juego de colmillos. Habían emprendido la marcha hacia la finca de Don Arturo, y pronto atravesaban las adoquinadas calles.
-Martín.-dijo Cristina, reflejada en su mirada la oscura idea que la llenaba de preocupación.-Hay algo que debes saber sobre Don Arturo.
Y diciendo esto, acercó su cara a la de Martín para susurrarle algo al oído. La cercanía de su rostro angelical. La frescura de su aroma que le recordaba al de las flores silvestres en la pradera de San Isidro. La suavidad de su voz y la calidez de su aliento tan cercano, dejaron al muchacho sin palabras, y hasta se diría que sin pensamientos.
Canales prestaba la máxima atención a la conducción del vehículo y por eso fue el único que no se dio cuenta del detalle.
Todos los demás, incluido Durruti, habían visto cómo crecía la simpatía que desde el primer momento se instaló entre los dos muchachos. Y ahora se mostraban curiosos y expectantes ante lo que parecían dos tortolitos. La cara de Martín, ruborizado y sumido en un atolondramiento inusual, expresaba claramente la importante confusión que reinaba en su cerebro.
El silencio se rompió con un bocinazo que sobresaltó a todos. Acto seguido, la camioneta efectuaba una brusca maniobra intentando evitar el atropello de una persona que cruzaba la calle sin mirar, haciendo que fueran a frenar contra una farola estruendosamente.
Se produjo un tremendo caos en el interior y, tras unos momentos de indecisión y comprobar que habían salido ilesos, se bajaron inmediatamente del vehículo para ver lo que había pasado. La gente empezó a arremolinarse en torno al accidentado grupo intentando, más que ayudar, resolver las incógnitas que a priori planteaba la heterogénea presencia de mecánicos, señorita, muchacho y cerdo.
No tardó en aparecer un policía municipal que, avisado por el tumulto y las insistentes bocinas de los coches atascados detrás, pudo ver al acercarse lo que supuso razón y causa del accidente que había producido tamaña algarabía.
-¿De quién es este animal? Espetó nada mas llegar dirigiéndose a un señor con boina.
El silencio fue la respuesta al unísono de todos, que mirando al señor de la boina esperaban que éste respondiera algo y no sólo el encogerse de hombros como queriendo decir que eso no iba con él.
Ante la situación, el policía cambió de pregunta y escenario dirigiéndose hacia la furgoneta para ver si quedaba alguien dentro, pero no pudo terminar la pregunta por un tremendo olor que salía de ella nada mas meter su cabeza por una de las ventanas.
- ¿No hay ningún…? ¡Mier...cola..!, que olor a gorrino hay aquí dentro, no sé como la gente que iba dentro aguantaba este olor. Ya comprendo por qué se accidentó.
El pobre Durruti que había estado aguantándose todo el tiempo desde la madrugada el hacer sus necesidades fisiológicas, con el susto del golpe de la furgoneta se le aflojaron de pronto las tripas y no pudo evitar el desenlace. Tan acostumbrado estaba a hacerlo en su rincón del taller, desde que llegó cuando era un lechón, que no sabía cómo hacerlo en otro sitio.
Tras las palabras del policía los ocupantes de la furgoneta, y quien más la joven Cristina, comenzaron a reírse a carcajada limpia no tanto por la reacción de aquel sino más bien por la producida tras el susto del accidente, como un mecanismo de defensa.
Reían de tal manera que el municipal enfureció pensando que se mofaban de él. Tratando de ponerse sería Cristina se dirigió al policía en tono de disculpa y dar las explicaciones del caso, contando con el apoyo del resto de compañeros de viaje que trataban de guardarse las risas y confirmar con muecas y afirmaciones la verdad que Cristina trataba de darle.
-Silencio, un respeto a la Autoridad. Quedan todos detenidos.
El jefe de la Policía Municipal era un hombre de principios. Sus recias maneras no hacían pensar al verle que sus sentimientos pudieran llevarle en alguna ocasión a la benevolencia, la compasión o quizás al perdón. ¡Las ordenanzas son para cumplirlas!, solía decir a sus subordinados.
En aquella ocasión, cuando el grupo -cerdo incluido- hizo su aparición en las dependencias municipales, se escuchaban tremendas voces y exabruptos provenientes de su despacho, que pusieron a todos los presentes en la pista de lo que estaba ocurriendo. En aquel momento se abrió la puerta con violencia y, como despedido por una fuerza huracanada, Albino Domínguez, policía municipal nº 109, salió acompañado de un ¡¡¡Y NO QUIERO VOLVER A VERLO POR AQUÍ SIN EL UNIFORME EN PERFECTAS CONDICIONES DE REVISTA!!!
Acto seguido apareció el jefe. Su cara se ocultaba parcialmente detrás de un enorme bigotón que lucía con orgullo, al igual que su padre y su abuelo en el álbum familiar. Ellos también fueron policías y a mucha honra. El ceño fruncido imprimía más firmeza a su rostro y a sus palabras. ¡Es intolerable! Un miembro de este insigne cuerpo municipal, con la camisa llena de lámparas de aceite. ¡Intolerable! No se puede permitir. ¡Vaya un ejemplo!
Los recién llegados, estupefactos ante el espectáculo que acababan de presenciar, no podían disimular el espanto que tenían en sus cuerpos. Los que abrieron la boca al principio eran incapaces de modificar el gesto. Se miraban unos a otros sin mediar palabra, pero intuían que allí las cosas se podrían complicar un poco.
Efectivamente, el jefe, después de soltar su diatriba, reparó en la presencia del grupo que además de por el olor, se hacía notar por su aspecto descuidado y sucio.
¡Y no había visto al cerdo!
El cerdo, exhausto de tanto cambalache y receloso de aquellos hombres que se miraban unos a otros con cara de pocos amigos, haciendo buena la palabra aplicada tantas veces a los de su especie, “omnívoro”, arremetió con la begonia asiática, que estaba en la puerta de las dependencias interiores de la policía, cuyos pétalos eran el orgullo del cuerpo; nada más acabar con ella, mientras el grupo trataba de entenderse con el jefe de policía, Durruti se aplicó concienzudamente con el mazo de folios del despacho contiguo, no sin antes haberse bebido el agua de todas las botellas que fue tirando de las tres mesas que componían el mobiliario policial.
De pronto, alguien advirtió la ausencia del cerdo.
¡Dios! El cochino ha tomado las de Villadiego, soltó el nº 109 tratando de poner en antecedentes al jefe de policía.
Éste, ajeno a Durruti y a lo que traían entre manos sus hombres, trató de serenarse, y no contento con echar una reprimenda a Albino Rodríguez por su facha, que a estas alturas era ya lo de menos, ordenó detener al cerdo.
En aquel momento cesó la detención del grupo para centrar los esfuerzos en encontrar al cerdo, salieron todos disparados hacia la zona ajardinada mientras el inocente Durruti se echaba al coleto las viandas de todos los números de la policía del turno de tarde, incluido el bocata de mortadela de Albino Rodríguez. Una vez terminado el festín, Durruti se acurrucó bajo la mesa del despacho de la sala de juntas, a la que sólo entraban cuando algo extraordinario lo requería. Allí, sobre el suelo fresquito de terracota, se entregó al sueño, un sueño tan profundo que, en lo que quedaba de día, nadie sospechó de su presencia.
Los agentes del turno de día de la comisaría, después de despotricar todo lo habido y por haber, de limpiar el desaguisado y de intentar recuperar los informes mensuales que cada uno de ellos había realizado sobre su actividad, ordenaditos todos ellos en un taco en el despacho del jefe, dieron por perdido a Durruti, al que tomaron por huido. El cabreo de todos ellos era tal, que a ninguno se le ocurrió hacer el menor caso a las quejas de mecánicos y muchacha. Sin duda, eran unos mentirosos, unos maleantes y, tal vez, unos ladrones. A ver, si no, de dónde había sacado sus ropas aquella chica, que si fuera una niña bien de verdad jamás se dejaría acompañar de semejante caterva de hombres rudos y grasientos. Bien mirado, no habían hecho nada, salvo estazarse contra una farola y llevar un cerdo en una furgoneta. Nada ilegal. Perlo un poco de cura de calabozo por el follón que habían preparado en la comisaría no les venía mal.
Las cosas cambiaron radicalmente al anochecer, en el cambio de turno, cuando llegaron los agentes que se quedarían de guardia toda la noche.
-¿A qué huele aquí? –Preguntó Federico Fernández, segundo de a bordo y con peor carácter aun que el jefe.
-Probablemente a la chusma que está en el calabozo. Nosotros ya ni lo notamos. Los hemos tenido ahí desde por la mañana.
Inmediatamente puso al corriente de la situación a Fernández, que bajó a comprobar el estado de la cuestión. Su sorpresa fue mayúscula.
-¡¡¿Cristina??!! –preguntó.
Palideció primero, enrojeció como una guinda después, y su voz enronqueció:
-¿Qué hace aquí esta muchacha? ¿Por qué nadie ha escuchado lo que tuviera que decir? ¡¿Sabéis de quién es hija?!
Meditándolo bien, Federico decidió guardar en el anonimato ante sus hombres la identidad del padre de Cristina, para no convertir la comisaría en el hazmerreír de la ciudad. Tomó la iniciativa de ponerse personalmente en contacto con él, no sin advertirle que sería aconsejable enviar a alguien de confianza para que su filiación no fuese descubierta.
Era ya de madrugada cuando compareció en dependencias policiales el tan mencionado don Arturo, un elegante caballero, rayana la cuarentena, de escaso cabello y gesto adusto, que se presentó como el prometido de la señorita Cristina, fruto de mutuo acuerdo entre sus familias.
-¿Así que ese era tu secreto?- susurró Martín cuando Cristina cruzó a su altura.
La joven fue incapaz de mirar directamente al muchacho, escondiendo las lágrimas que se escapaban en la zozobra de sus azulados ojos marinos.
Despertó Durruti del sopor, deambulando campechano por los pasillos hasta llegar al meollo de la discusión, al incitante olor del refrigerio del nuevo turno. Don Arturo dio por zanjado el incidente, cogiendo del brazo a Cristina.
-Vamos, querida, si así lo deseas, este gorrino será tu regalo de compromiso.
Y desaparecieron tras la puerta don Arturo, Cristina y el cochino...
-¡Pues esto es todo!- exclamó Pirelli alargándome la factura por sus servicios de albañilería.
-No me jorobes. ¿Y qué fue de la vida de Durruti?
- Afortunadamente se cotizó como verraco de perenne prestigio, y murió de anciano pelaje, como bien quiso desde el principio mi padre.
-¿Y todos los demás? ¿Pascual? ¿Tu padre? ¿Cristina? ¿Finalmente se casó con don Arturo? -le lancé puñaladas de preguntas intentando lacerarle en su avance e inmovilizar su despedida.
A cambio de semejante batería de interrogantes, se limitó a regalarme una sencilla mueca burlona.
- Esa, querido amigo, es otra historia...
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