LA VERDAD NOS HIZO EXTRAÑOS

No sé por qué me asaltaron aquellos pensamientos cuando estaba a punto de llegar a mi destino. Había olvidado dar las cuatro vueltas de rigor a la llave, que solían resonar como cuatros estruendos dentro de la cerradura de la puerta. Tampoco conecté la alarma, y me sobresalté al recordar que había dejado la luz de mi habitación encendida y la cama sin hacer. Resulta absurdo cómo la vida insiste en alimentar tus remordimientos incluso cuando estás a punto de traicionarla. El pasado jamás volvería a tener consecuencias en mi presente y mucho menos alteraría un hipotético futuro. Sonreí al notar como la mochila que desde hacía años cargaba a la espalda se iba haciendo cada vez menos pesada. De haberlo sabido, habría tomado esta decisión mucho antes.

Apagué la radio del coche: no me interesaba ni la previsión del tiempo para los próximos días ni la agenda cultural que una voz demasiado engolada para mi gusto se empeñaba en detallar. Quizá fue el silencio el que depositó en mi cabeza una frase de Ernesto Sábato que había leído en el periódico unos días antes mientras desayunaba en la misma cafetería donde lo hice durante los últimos 5 años: “Vivir es construir recuerdos futuros”. Lo llevaba claro. Sábato no pudo haberse columpiado más conmigo.

Después de atravesar la enorme verja de seguridad y recorrer los cuatro kilómetros que separaban la entrada principal de la magnánima mole de piedra sobre la que se levanta la casa familiar, aparqué el coche. Esperé unos segundos. No sabía si apagar el motor o dejarlo encendido. Me resultaba indiferente y eso me gustó. Cualquiera que fuera mi decisión al respecto, tampoco me acarrearía consecuencias.  No entendí por qué me reconfortó ver las hojas de la nutrida arboleda que custodiaba la mansión teñidas de un intenso tono rojizo que anunciaba que el otoño ya había llegado para barnizarlo todo de colores nacarados. No debería importarme. No estaría allí para verlo ni para esbozar una ridícula sonrisa como si la naturaleza y yo compartiéramos alguna suerte de complicidad secreta. Nada de lo que sucediera, viera o escuchara en los próximos minutos u horas alteraría mis planes. Eso era lo único que sabía con una seguridad tan firme que acrecentaba una desconcertante, y hasta ese momento desconocida, sensación de libertad. Era lo único que necesitaba saber. Lo único que me importaba. Sonreí al imaginar la cara de Carlos si pudiera escuchar mis pensamientos: por primera vez mi principal preocupación no era él, y estaba convencida de que eso le irritaría. Imaginé sus ojos negros inyectados en incredulidad, los mismos ojos que brillaban intensamente el día que me prometió que solo miraría por mí y que siempre me querría más que a su vida. Adiviné una mueca de placer naciendo en mi boca y decidí conservarla en un acto de rebeldía.

Me sentí más fuerte que nunca y curiosamente lo hacía cuando más cerca estaba del final. Rompiendo con la tradición familiar, sería yo la que sorprendiera a todos con mi decisión, y ni siquiera tendría que anunciarla. Tan sólo debía llevarla a cabo. Y eso es lo que iba a hacer.



Aquella casa... Parecía más grande, como si sus muros se fuesen a derrumbar en cualquier momento sobre mí, mucho antes de que pudiese ejecutar aquello por lo que había emprendido el viaje en coche. Al mismo tiempo, había encogido; la magnanimidad que la impregnaba en mis recuerdos se había esfumado y ya solo quedaba un viejo caserón, cimientos de lo que en otro tiempo fuera esplendor, auge... Un poco como los locos años 20 antes del crack de la bolsa de finales de la década. Pero sin suicidios de banqueros.

Finalmente dejé el motor del coche apagado. Era bastante probable que el ruido me hubiese delatado ya, pero la mañana apenas si había comenzado a desperezarse y tampoco era plan de hacerse notar. Todavía quedaba un largo camino por recorrer. Tal vez no literalmente, cierto, pero aquellos pasos hasta la puerta de la mansión ('mi casa familiar' me decía a cada golpe de talón entre la hojarasca arremolinada en el camino) transcurrieron casi tan lentos como un recorrido hasta el altar. Se me enganchó una hoja seca en el roto de las medias. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaban desgarradas en la cara externa del muslo derecho. La aparté de un manotazo suave para no volver a hacerme sangre en el corte aún fresco que escondían.

El altar. Carlos. Sus oscuros ojos iluminándose por momentos al intentar contener una lágrima furtiva que se escapó discretamente. Para cuando quise ponerme a su lado ni quedaba el surco del recorrido suicida de aquella minúscula gota de agua salada por su mejilla, recién afeitada. Siempre supo disimular tan bien... En aquel momento pensé que la libertad debía ser aquello. Qué equivocada estaba.

Sábato habla de los recuerdos futuros. Yo siempre he creído, en realidad, que vivir es saber deconstruir los recuerdos pasados hasta poder caminar sobre ellos sin riesgo de caída al vacío. Teorías y manías de cada uno, supongo. Como mi manía de no ponerme tacones nunca, tampoco para aquel paseíllo hasta el matrimonio. Una cosa fue segura: en el trayecto no tropecé ni una sola vez. El golpe vino más tarde, de la manera más inesperada.

Toc. Toc. Toc.

Al golpear los nudillos contra la puerta me di cuenta de que aún llevaba el anillo en la mano derecha. Lo saqué despacio y deslicé dentro del bolsillo izquierdo junto a algo que esperaba no tener que usar otra vez en mucho tiempo. 






Pasaron algunos segundos hasta que por fin oí el sonido de una llave dando hasta cuatro vueltas para abrir la puerta. Esa era una de tantas manías heredadas, que no se había acomodado en mí de una manera natural, sino como una opción inapelable. Los instantes me parecieron una eternidad, un reloj de arena cuyas partículas no caen por el efecto de la gravedad, sino que se mantienen suspendidas en el espacio hasta acomodarse con suavidad en el fondo. Al verme, el semblante de Valeria, el ama de llaves, mutó de un estado que podría definirse entre el tedio y el cansancio a una sonrisa de alegría.

—¡Niña, qué sorpresa!

Aquella mujer de pelo cano y espaldas anchas me seguía llamando niña a pesar de haber superado la treintena hace ya un par de años. Era lógico, estaba allí cuando yo nací y también cuando me marché. De hecho, a veces he sospechado que brotó de los propios ladrillos de la casa, como un árbol que germina de manera espontánea en el campo. Incluso guardaba cierta similitud con el edificio. Ojos grandes, como las ventanas, piernas fuertes como los cimientos y una piel muy blanca al igual que la fachada. Extendió los brazos y me dio un caluroso abrazo.

—Yo también me alegro de verte. ¿Está mi madre? ¿Y Juan?

—Debe de seguir acostada, no sé si se habrá despertado. Voy a avisarla. Tu hermano se fue a trabajar hace ya un rato y no creo que vuelva hasta bien entrada la tarde.

Me senté en una silla del vestíbulo a esperar e intenté poner la mente en blanco. Aquel lugar me traía recuerdos que jamás podría borrar y que me hicieron huir de allí demasiado joven. Creí que Carlos era mi príncipe azul y que gracias a él escapaba del dragón y del castillo montada en un bello corcel blanco. El problema es que, al contrario que en los cuentos, se volvió rana.

Metí de nuevo la mano en el bolsillo izquierdo para comprobar que todo seguía en su sitio, tanto el anillo como el USB. En las películas siempre aseguran que la información es poder y a mí siempre me gustó la frase: “la realidad supera con creces la ficción”. Parte de su contenido ya lo había utilizado antes de emprender el viaje, aunque aún no había cumplido su cometido y las consecuencias tardarían por lo menos unas horas en aparecer. Quizá estaba aún a tiempo de pararlo pero no tenía ni la más mínima intención de hacerlo. Pasos atrás ni para coger impulso. Quién me ha visto y quién me ve. El resto era un plan B por si las cosas se torcían. Sin duda, el cine negro había causado buena mella en mí.


Mientras aguardaba impaciente el encuentro con mi madre, mi mente fue asaltada por una maraña de imágenes que acudían una y otra vez a mi memoria. Poco a poco, empecé a notar de nuevo aquel malestar que absorbía mi salud cuando era tan sólo una adolescente. Era evidente que aquel lugar jamás había sido mi hogar, y esto se hacía evidente cuando después de algunos días de estar ingresada en la residencia psiquiátrica, sanaba. Tardé mucho tiempo en entender por qué en la comarca era conocida nuestra casa como “El Nido”. Los míos la apodaban “El Refugio” porque dentro de aquellas inmundas paredes ellos se sentían protegidos de miradas que, en un futuro, pudieran ser acusadoras. Durante algunos años también fue un refugio para mí, un refugio lleno de tiernas promesas y cándidas creencias. Las promesas pasaron a ser coacciones mientras las creencias desaparecían engullidas por aquel hipócrita entorno que me envolvía. 

No me di cuenta de que Valeria había regresado hasta que ésta me tocó el hombro.


—Señorita, venga conmigo a la cocina y la preparo un desayuno. 


—Gracias, pero no tengo tiempo. ¿Está mi madre?


—Sí, enseguida baja.


Me levanté de un brinco y subí los escalones de dos en dos. Cuando llegué al último peldaño giré a la derecha y sin llamar con los nudillos, abrí la puerta que estaba al fondo del pasillo. 


—Tan impulsiva como siempre —fue el saludo de mi madre al verme entrar—. No te ha dicho Valeria que yo no recibo visitas hasta que me ducho y tomo un par de cafés.


—Madre, esto se acabó. 


—No son horas para que vengas contándome tus problemas. Bastante tengo yo con los míos.


—Madre, esto se acabó. Tengo las pruebas —grité mientras la mostraba la USB que acababa de sacar del bolsillo.


Se dirigió a mí con la mano levantada. Cerré los ojos pensando que otra vez iba a pegarme como hacía cuando yo era pequeña y decía una verdad que ella consideraba que debía haber callado, pero no, esta vez tan sólo me tapó la boca.


— ¿Te has vuelto loca? —me dijo en un susurro apenas audible—. Voy a cerrar la puerta. No digas nada más hasta que lo haga.


Antes de echar el pestillo, miró afuera, a ambos lados del pasillo. 


—Casi seguro que te han oído. Con lo que acabas de decir te has dibujado una diana en el pecho. 


—Me ha oído ¿quién?, madre. ¿A quién proteges?


—Te protejo a ti. Por eso insistí tanto para que te casaras, pero tú has decidido desafiarnos a todos.


—Pero, ¿de qué me estás hablando? —pregunté—. ¿Qué es eso que tienes en la cómoda?



El huesudo dedo índice de mi madre hizo un gesto dictatorial para que me sentara en un butacón mientras ella seguía rebuscando en aquel viejo mueble. Preferí tumbarme en la cama. Un repentino mareo había dibujado manchas de colores frente a mis ojos y habría caído en redondo de no haber tenido los reflejos de ponerme en posición horizontal. Volvía a pasar. Mis impulsos habían tomado el mando y el cerebro se había colocado en modo off. Después de jurar que iba a llevar a cabo mis planes sin anunciarlos y de proponerme no utilizar el USB si no era imprescindible, había sido poner un pie en aquella casa y, en cuestión de minutos, hacer todo lo contrario.

—Madre, ¿puedes decirme qué estás buscando?

—El medallón viejo de la abuela. Lleva décadas escondido en esta antigualla y se me ha olvidado dónde está el resorte.

—¿Qué resorte? ¿Para qué quieres eso ahora?

—¿Tú crees que habría guardado una cosa tan fea durante tantos años si no tuviera alguna utilidad? Está cómoda la encargó hacer mi madre hace más de medio siglo y tiene un cajón secreto. Estoy convencida de que se acciona apretando algún punto del fondo de un cajón, pero con tanto cachivache por todas partes no hay forma de encontrarlo.

La mujer no cejaba en su empeño y repetía las mismas acciones una y otra vez. Abría un cajón, sacaba algunas carpetas con papeles y metía la mano. Sacaba un joyero y volvía a meter la mano. Después, algo de ropa interior y de nuevo los dedos sonaban dando golpes en la madera. Cerraba el cajón y la misma rutina con el siguiente. Yo no comprendía su obsesión con aquel objeto, pero me estaba subiendo la tensión intentando entender qué querría decir el comentario sobre una diana en el pecho.

—Madre, ¿por qué has dicho que estoy en peligro? ¿Puedes dejar eso y hacerme caso?

—Eso, como tú lo llamas, es nuestro seguro de vida.

Unos golpes secos sobre la puerta fueron el preludio de la dulce voz de Valeria.

—¿Por qué están encerradas? ¿Se encuentran bien? ¿Me pueden abrir?

Me puse en pie dispuesta a hacer caso a aquellas palabras, pero mi madre me cogió del brazo antes de dar siquiera el segundo paso.

—¿No has escuchado nada de lo que te he dicho?

—Creo que estás paranoica.

—Préstame atención y graba esta frase en tu cabeza: a partir de ahora, no te fíes de nadie.

—Estamos hablando de Valeria.

—Lo sé. Y lo mantengo. Nadie es nadie. Y eso incluye a Valeria.

—¿Y cuál es la estrategia? ¿Quedarnos aquí para siempre?

—Estoy sopesando las opciones. Podemos salir fuera, disimular y esperar la oportunidad o escapar de otra manera. Pero necesito el medallón. Entretanto, ¿serías tan amable de explicarme qué contiene exactamente el USB y qué tenías pensado hacer con él?


La voz de Valeria continuaba sonando al otro lado de la puerta.

—No te preocupes Valeria, mi hija y yo estamos teniendo una conversación familiar. ¿Qué tal si vas a preparar unas tostadas?

—Muy bien señora. Si pasa algo o necesitan alguna cosa, ya sabe que puede confiar en mí.

—Muchas gracias. Con las tostadas será suficiente.

Los pasos del ama de llaves se fueron diluyendo hasta que el silencio se hizo dueño del momento.

—Parece que estamos solas, aunque no creo que por mucho tiempo. ¿Vas a contestar a mi pregunta?

—Hay dos carpetas. La primera son fotos de Carlos con sus amantes, por lo menos con las que he localizado. Estará a punto de llegarle el e-mail que dejé programado antes de salir. Esto de haber crecido con obsesivos alrededor ha servido para algo. Le expongo las condiciones del divorcio si no quiere que salgan a la luz. Y créeme, no le interesa. Algunas de esas mujeres son esposas de personas influyentes.

Mi madre dejó su labor durante un instante al escuchar aquellas palabras.

—¿Vas a divorciarte de Carlos?

—¿No has oído nada de lo que te he contado? ¡Tengo más cuernos que una manada de reses bravas!

—En fin, no hay tiempo para hablar bien de este tema—dijo, mientras volvía a su labor.—¿Y la segunda carpeta?

—Esa información confío en no tener que utilizarla, aunque creo que te harás una idea de por dónde van los tiros. Sí, madre, cómo ya imaginarás esa carpeta contiene…

El chirrido de un compartimento que se abría después de un largo tiempo aletargado me interrumpió.

—¡Aquí está!

Mi madre sacó de aquel rincón oculto un medallón grande de color pajizo con piedras incrustadas rojas y azules. Sopló sobre él para arrastrar los vestigios del tiempo convertidos en polvo y después comenzó a frotarlo y moverlo de forma extraña, como si fuera un puzle. 


—Creo que empiezo a entenderte—dije yo, convencida de que mi progenitora estaba mal de la cabeza—. Los que me han escuchado son fantasmas y ese amuleto nos protegerá de ellos. 


—¡No digas sandeces! ¡El peligro es de carne y hueso! Este medallón es hueco por dentro y tiene un mecanismo especial. Lo que me interesa está en el interior.


Los dedos de mi madre se movían raudos y elegantes al mismo tiempo. Me di cuenta de que siempre tuvo unas manos cuidadas y maravillosas, porque decía que se podía conocer a cualquiera a través de ellas. De repente se oyó un clic y aquel objeto se abrió dejando al descubierto su secreto.


Se le iluminaron los ojos como jamás los había visto, y toda ella pareció de repente albergar una energía que la rejuvenecía en extremo.

Metió el medallón y su contenido en un bolso y me miró decidida y fijamente.

- Vale hija, sé lo de la segunda carpeta, y ellos sabrán pronto que la tienes. Por eso tenemos que marcharnos. Lo de las amantes de tu marido no es más que una tontería. ¿O es que crees que tu padre no las tenía a capazos? No eres la primera de la estirpe.

Por mi expresión debió darse cuenta de que no estaba asumiendo nada, y decidió tomar las riendas en solitario.

- Alba, hazme caso, llevo toda la vida protegiéndote aunque no lo hayas podido intuir. No te lo puse fácil, pero ahora ya estamos en peligro las dos. Esta casa no ha sido nunca lo que tú creías.

Me convenció de que bajaríamos a desayunar y que cuando Valeria no pudiera vernos ni oírnos, nos iríamos rápidamente a mi coche y huiríamos.

No podía creer lo que me estaba pasando, había ido a ajustar cuentas con mi pasado y ahora era este el que se hacía presente con matices que no conseguía comprender. Esta no era mi madre, por lo menos la que yo recordaba. Sentía su cariño por primera vez en mi vida, y resultaba tan agradable que no podía por menos que aceptarlo y seguir sus instrucciones.

- ¿Vas a confiar en mí? –me dijo con una dulzura desconocida.

- Lo haré –le dije- aunque no entiendo por qué tenemos que escondernos de una empleada como Valeria.

- Porque ella no es lo que tú crees, sino la guardiana del Refugio. Los ojos y los oídos más peligrosos para nosotras en estos momentos.

Sinceramente, no entendía nada, pero decidí convertirme en una marioneta en manos de mi nueva madre.

-Bajemos a desayunar tranquilamente – me dijo mientras me cogía del brazo.

Ya en el salón, Valeria nos sirvió tostadas, café y zumo de naranja con la amabilidad que yo recordaba de ella.

- Si no necesitan nada más voy a hacer la habitación –se excusó Valeria.

- No, nada –dijo mi madre-, pero cuando acabes ven para hablar de la comida, Alba se queda a comer.
En cuanto le pareció el momento, mi madre se puso en acción.

-¡Ahora! ¡Vámonos!

Corría tanto que casi me costaba seguirla.

Ya en el coche me instó a arrancar como el rayo y me dijo que mirara a la ventana de su habitación.

Allí estaba, observando nuestra huida. La expresión de su rostro me resultó escalofriante.

Cuando el estrés respiratorio me lo permitió, pude preguntar: ¿a dónde vamos?

-Donde nos indica lo que estaba en el medallón. El único lugar seguro para las mujeres de nuestra familia. Un legado que hasta ahora no había sido necesario, pero que tu has hecho útil e imprescindible.

Tras un breve silencio, añadió: yo tenía la estúpida esperanza de que a Carlos no lo captarían.
 


Sonreí pensando cómo aquel castillo de naipes, que mi madre había construido en torno a Carlos, se le venía encima. No comprendía cómo ella no había sido capaz de darse cuenta de que, desde hacía mucho tiempo, Carlos no formaba parte de mi vida. Carlos, el caballero andante, el filántropo de causas perdidas, se había convertido en un mezquino cortesano de la saga familiar. Hacía más de un año que había descubierto a sus amantes. A decir verdad, lo supe por un mensaje anónimo que alguien había dejado en mi correo electrónico. Hasta ese día, había sospechado que la persona que lo había delatado era Valeria, pero ya no estaba tan segura de ello. Mientras mi mente se sumergía en dolorosos recuerdos, mis ojos se habían depositado en el ventanal. Estaba tan absorta en mis pensamientos que ni tan siquiera me había percatado que la criada ya no se encontraba tras los cristales.

— ¡Quieres arrancar de una puñetera vez! —gritó mi madre— ¿No te das cuenta de que el tiempo se acaba?

Sin entender qué había querido decir, giré la llave y encendí el motor. Metí la marcha, di un volantazo brusco a la izquierda y pisé a tope el acelerador. El coche derrapó y se incrustó contra un muro de aligustre. Las dos nos fuimos contra el parabrisas, pero tan solo yo me golpeé la cabeza. Me asusté mucho cuando noté que algo me resbalaba por la cara. Me llevé la mano a la frente y comprobé que me había hecho sangre.

—Pasa a este lado. Yo conduzco. No hay tiempo que perder.

Se bajó del coche, lo bordeó y se puso al volante. Dio marcha atrás y emprendió el camino que nos sacaba a la carretera comarcal. La goma de los neumáticos quedó abandonada en la grava mientras las hojas otoñales, al paso del vehículo, se alzaban intentando alcanzar de nuevo las ramas desde las que habían caído.

Hasta que no empezó a lloviznar, no me había fijado que el cielo se había cubierto. Me sentí acorralada por aquel manto gris que prestaba vasallaje a las tapias que cercaban la villa.

— ¿No te parece que vas demasiado rápido?

—Cuanto menos tiempo estemos dentro de la finca mejor. Te crees que lo sabes todo, pero te confundes. Y encima has gritado que tienes las pruebas. Y te habrán oído. Seguro. No me cabe duda.

—Acelera, están cerrando las verjas —chillé asustada.

Sé que cruzamos las rejas. Sé que salimos a la carretera y que algo nos embistió. Y luego… silencio y oscuridad.


Los ojos negros de Carlos brillaban intensamente mientras me declaraba por primera vez su amor, lo mismo que después cuando también hacía lo propio de forma eterna, y ya no solos, frente a muchos testigos. Él llevaba una chaqueta de color claro, como suele hacerlo incluso fuera del trabajo, y nunca me ha querido confesar que lo hace para que le resalten más sus ojos. Desde el primer día que lo conocí es la eterna afirmación que todavía espero escuchar de su propia boca.

Yo vestía de sport, lo hago incluso en mi trabajo, y siempre con colores oscuros. Ese día estábamos entonces de blanco y negro, como casi siempre. Yo era muy feliz, tanto que he recordado muchas veces después ese momento, incluso sabiendo que Carlos estaba liado con otras, por lo que desde ese entonces puedo decir que estamos también en blanco y negro.


El beso que siguió a ese momento fue breve pero tierno, y mientras lo saboreaba como en sueños escuchaba a lo lejos, viniendo poco a poco hacía mí, una voz extraña que me pedía inútilmente que tratara de abrir los ojos. Hasta que lo hice me pareció una eternidad, sintiendo un dolor enorme en mi cabeza.


-Ya por fin, parece que esta señorita regresa al presente de nuevo.


-¿Está bien doctor?, ¿no parece muy grave lo de la cabeza?, el golpe se lo dio dos veces,  la peor la segunda y en el mismo sitio. No me preocupe por favor.


Tratando de ubicarme, lo veía todo borroso; me aguantaba el dolor y, reconociendo por lo menos la segunda voz, traté de hablar.


-No, no hables todavía. Si sientes mucho dolor me lo indicas con la mano para tratar de aliviártelo. Y no te preocupes, estás en buenas manos.


-Alba, hija mía, como dice el doctor, tranquila. No te volviste a poner el cinturón en el coche, y que susto nos has dado.


-Señora, por favor, esperemos un rato; ella irá dándose cuenta poco a poco de todo. Dejémosla ahora descansar.


-Sí doctor, es sólo para tranquilizarla un poco. Hija, descansa, yo cuido de ti, aquí no vendrá nadie. Por suerte una ambulancia llegó pronto, ya que pasaba por casualidad cerca de ahí, y ni Valeria nos ha podido ver ni nadie nos ha podido seguir.


Lo que mi madre me contaba me volvía a la realidad. No sabía si estar contenta por estar de nuevo de vuelta. Me preocupaba también lo que decían de mi cabeza, o si prefería estar en el mundo de los sueños, aunque fuese recordando momentos dulces pasados con el ahora cabrón de Carlos. Todo se había desmoronado, nada iba en absoluto como había planeado.



El médico nos dijo que sería conveniente permanecer en observación al menos veinticuatro horas, a pesar de que las pruebas realizadas no mostraban en principio ningún tipo de lesión interna. Mi madre le dijo que por supuesto, mientras de manera sutil lo arrastraba hacia la puerta sin que él se diera cuenta. En menos de dos minutos lo tenía fuera del cuarto y estábamos solas.

—¿Vamos a quedarnos aquí el día entero?

—Me temo que no va a ser posible, pero ¿qué querías que le dijera? Trata de dormir un poco mientras yo salgo a ver como consigo un nuevo medio de transporte.

—¿Vas a dejarme sola? ¿Y qué hay de lo de la diana en el pecho?

—Por el momento creo que nadie sabe dónde estamos, aunque es probable que lo descubran pronto. Aquí no puede pasar nada porque es demasiado público y llamarían la atención. Aun así, cuando antes nos vayamos, mucho mejor. Luego podríamos tener problemas para salir.

—¿Por qué no llamas a Juan para que venga a buscarnos?

—Alba, Juan es tu hermano y mi hijo y lo quiero más que a mi vida, sin embargo debes saber que no va a sernos de ayuda. Avisarlo sólo le pondría en peligro y en una situación muy comprometida.

—No lo comprendo. Entiendo que no quieras que se arriesgue, pero no podemos seguir con esto solas.

—Es más que un riesgo. Tu hermano forma parte de ese otro mundo que yo esperaba que no llegaras a conocer. No puedo ponerlo entre la espada y la pared. En cambio, tienes razón en lo de no continuar solas. Vamos a dar un pequeño rodeo para contactar con alguien.

—¿Vas a decirme alguna vez dónde vamos?

—¿Qué quieres, unas coordenadas? No es importante el dónde, sino lo que hay allí.

La irrupción de una enfermera que venía a darme un analgésico interrumpió la conversación. La pausa fue aprovechada por mi madre para preguntar la ubicación de la cafetería y marcharse con un sencillo “ahora vuelvo, voy a buscarte algo para que repongas fuerzas”.

Ambas salieron y me quedé sola. Necesitaba un abrazo y abracé la almohada, aferrándome a ella como si fuera otro ser humano. No funcionaba. La ausencia de calor chocaba con mi frío interno. Miré el reloj. A esa hora Carlos ya debía de haber visto el email. Me pregunté cuál habría sido su reacción y si habría respondido al mensaje o salido a buscarme. ¿Suponía también él una amenaza como había insinuado mi madre? Aunque había prometido no pensar en ello, la tentación fue demasiado grande y quise comprobar el móvil por si había noticias al respecto. En ese momento caí en la cuenta de que mi bolso no estaba allí. ¿Lo llevaba en el coche o lo habría dejado en la casa? ¿Lo tendría mi madre?


La cabeza me repiqueteaba en las sienes, como si allí compitieran por saber quién golpea más fuerte. Me palpé el cuerpo por debajo del horrendo camisón de hospital. No encontré nada preocupante, tan sólo me alarmaba el zumbido de las estentóreas máquinas que me tenían atrapada entre sus cables y ventosas. Después me toqué la frente y comprobé que ahí es dónde había recibido por partida doble el golpe con el parabrisas. Un aparatoso apósito cubría la pequeña avería…

Una sensación de inquietud que me revolvía las entrañas comenzaba a apoderarse de todo mi ser. Sin saber de dónde me venía la orden, me incorporé en la cama y me desenganché de aquellos ominosos aparatos. Toqué el frío terrazo con los pies descalzos. El olor a lejía lo invadía todo. En mi cerebro se repetían un par de palabras de un modo machacón: “mi bolso”, “mi bolso”. Anduve hasta el armario empotrado de la habitación. Al abrir la oblonga puerta sólo vi en el interior mi ropa colgada. Mi bolso no estaba allí, y por supuesto, ni mi teléfono ni el USB con las pruebas.

Me acerqué a la ventana con una sensación de pesadez sumada al persistente dolor de cabeza. El enorme vidrio me mostró una escena que provocó que mi corazón ejecutara un doble tirabuzón sin red. Divisé con mis ojos, ya acuosos, como charlaban de un modo amigable y hasta jocoso, mi madre con… Carlos, sí, Carlos, mi todavía esposo, causante de infinidad de sinsabores y alguna que otra pizca de felicidad y placer, aparecía de nuevo. La altitud del quinto piso les mostraba más pequeños, más vulnerables e incluso más humanos. Él reía con soltura enseñando esos dientes tan blancos, dientes de escualo asesino. Ella, mi madre, portaba el bolso y se lo ofrecía a él. Una ofrenda henchida de traición y decepción. Sentí como si me estuvieran fusilando, acuchillando a las puertas del Senado…

Alguna fuerza superior e ignota izó la cerviz de Carlos hacía mi ventana. Mi mirada se encontró con la suya en un segundo intenso y agónico. El rostro del que fuera mi hombre se ensombreció como si de pronto le hubieran comunicado la peor noticia esperada. En ese instante supe lo que debía hacer. Me aparté de la ventana y en movimientos casi automatizados recogí la ropa y mis zapatos del armario. Ya en el pasillo, ante la mirada atónita de una enfermera y un par de visitantes me adentré en las escaleras de emergencia. Allí, en el rellano, me vestí como pude y emprendí veloz carrera hacia la salida. En esos momentos estarían llegando a su habitación, ellos, los dos, su enemigo y la que creía única aliada. Salí por la puerta de urgencias, tropezando con un celador cargado de sábanas que al chocar volaron por toda la recepción. En la calle, aturdida por el miedo y el tremendo dolor de cabeza, me pitó un taxi. Sin pensarlo, me introduje en él. En el asiento de atrás me esperaba Valeria… 


—Arranque —ordenó al taxista antes de que yo pudiera reaccionar.

Aturdida, intenté tirar de la manija de la puerta pero su mano firme me lo impidió.

—Nada de eso niña.

—¿Hacia dónde, señora? —el cuello del chófer no podía estirarse más mientras nos observaba por el retrovisor.

—Hacia la salida norte de la ciudad, al polígono —ordenó Valeria— ¡y corra, por Dios, buen hombre, que no tenemos todo el día!

Sólo cuando el coche alcanzó la velocidad suficiente como para asegurarse de que ya no podía escaparme, soltó mi mano para acomodarse en su asiento. Mientras se colocaba el cinturón de seguridad me indicó con un golpe de cabeza que hiciera lo mismo. La obedecí mecánicamente. No sabía si era buena idea atarme en un coche con Valeria. Aún me recorría un escalofrío por la espalda cuando recordaba la imagen de su rostro desde la ventana. Y las palabras de mi madre regresaban a mi mente: “A partir de ahora, no te fíes de nadie. Nadie es nadie. Y eso incluye a Valeria”. Mi cabeza era un hervidero de ideas, todas desordenadas. Afloraban las imágenes de las últimas veinticuatro horas como aparecen en una película sin editar. Saltos de escenas, cierres en negro, accidentes, reencuentros, traiciones…

—Alba, no puedo contarte lo que está sucediendo, lo que yo creo que está sucediendo — acentuó esta última frase— porque no estoy segura de todo. Sólo quiero que estés tranquila. Conmigo estás a salvo.

Debió leerme el pensamiento, tal y como hacía cuando era niña, y eso me atemorizaba. Valeria me conocía como nadie. Me giré hacia la ventanilla para que no lo advirtiera, a la vez que intentaba poner en orden los últimos acontecimientos.

La vida en las calles transcurría con absoluta normalidad. Los niños corrían esquivando los charcos camino del colegio. Las cafeterías estaban llenas de gente apurando el primer café de la mañana. El autobús número doce, lleno de jóvenes con la mirada fija en las pantallas de sus teléfonos móviles, paró a nuestro lado en el semáforo. Un grupo de jubilados, cruzó charlando animadamente y yo envidié su libertad.

—¿Vas a hacerme daño Valeria? —acerté a articular mientras pestañeaba apresuradamente para que las lágrimas, a punto de desbordarse, no escaparan de mis ojos.

—¿Qué? ¿Cómo puedes siquiera pensarlo? —respondió casi en un susurro —tú eres mi vida, mi niña, mi vida entera. Jamás haría nada que te perjudicara. Mejor dicho: jamás volveré a hacer nada que te perjudique.

—Mi madre dice… —me interrumpí al pensar en mi madre junto a Carlos hace apenas unos minutos.

—¿Tu madre? De eso tenemos que hablar, pero no ahora. Ya casi estamos llegando. 


- Pare aquí, caballero.- se inclinó Valeria hacia delante con un billete de veinte euros en la mano.- Se puede quedar con el cambio.
- Gracias, señora.

Abrí la puerta y cuando quise bajar del taxi ya tenía al ama a mi lado. La agilidad de aquel corpachón me asombraba. Era un espíritu vivaz, en continuo ajetreo.

- Valeria, ¿qué insinuabas con eso de que mi madre…?

- Tranquila, mi niña, no es lo que piensas.- se regodeaba Valeria, una vez más leyendo mis pensamientos. – Simplemente sugería que una madre no sólo debe ser biológica, sino también emocional. Alguien me pidió un día que cuidara de ti como si de mi hija se tratase y así lo he hecho a lo largo de estos años. Reconozco que te he fallado a veces, y he sufrido por ello. Sufrí con tus idas y venidas del maldito “Refugio”, disfruté de tus momentos de felicidad, de tu infancia y posterior adolescencia, de tu compromiso y de la ceremonia, pese a que ambos intuíamos que Carlos no era trigo limpio.

- ¿Ambos?

- Todo a su tiempo, pequeña. Ahora necesito que sigas confiando en mí y me dejes ponerte esta venda. No quiero que sepas a dónde vamos exactamente, no por ti, sino por ellos.

Dudé por un instante seguir las indicaciones de Valeria. Ya no sabía de quién fiarme, sentía que al final todo el mundo me acababa defraudando y traicionando. Eché un vistazo alrededor y aprecié el bullicio de aquellas horas de la mañana, derivado del trasiego de camiones y furgonetas en su quehacer diario en el mercado municipal. ¿Qué era lo que Valeria no quería que viese?

Cerré los ojos como claro gesto de claudicación, mientras Valeria me los tapaba con la tela oscura que había visto sacar de su abrigo. Mis sentidos se agudizaron y escuché con mayor notoriedad el ruido de los vehículos que deambulaban a nuestro alrededor.

Me dejé guiar por Valeria, cogida de su mano, como cuando nos acompañaba a Juan y a mí al parque, o a la entrada y salida del colegio. Me reconfortó aquella nostálgica calidez y me infundió una tranquilidad de la que no disfrutaba desde hacía mucho tiempo. Creía estar segura y esperaba no confundirme de nuevo.

Quise concentrarme para tratar de averiguar hacía donde me conducía, pero comprobé contrariada que Valeria daba rodeos deliberados para despistarme.

Finalmente paró y oí como abría un portón metálico, que volvió a cerrar tras franquearlo. Sentí un cierto escalofrío en su interior, pues nuestros movimientos se hacían eco a cada paso. Se respiraba la humedad de aquellos días lluviosos encerrados tras sus paredes.

Cuando Valeria me liberó de la venda, pude comprobar que nos encontrábamos en una amplia nave con estrechos ventanales, que sumía sus contornos en penumbras. Enfrente nuestro divisé una figura que se fue acercando, iluminada escasamente por unos tibios rayos ocres que se colaban diagonales.

Pese al paso del tiempo, reconocí en sus facciones avejentadas unos rasgos remotamente familiares. 



No sabía si debía alegrarme o, dadas las circunstancias, abandonarme al temor y al rechazo. No pensé, no razoné. 

Impulsivamente mi cuerpo se acercó al suyo, dejándome abrazar con fuerza.

-Juan, ¿En qué bando estás?, le susurré contra su pecho.


-Tranquila, Alba, estoy a tu lado.


-Hermano, perdona pero no me creo nada. ¿Tú vas a resultar mi salvador? Tú, precisamente, que me dejaste de hablar sin conocer la causa, que ni acudiste a mi boda, que se nos han pasado los años sin vernos y…


-Valeria, acompáñala a mi despacho, regreso en cinco minutos.
Mi corazón palpitaba desbocado a caballo entre la emoción y el miedo. Recuperar a mi hermano había sido una de mis obsesiones insatisfechas, pero no era el mejor momento. Ahora necesitaba respuestas y soluciones rápidas a tanto enigma. Mi ánimo requería un baño de luz claro y reconfortante, como los que disfrutábamos de críos en el barreño de latón, bajo el sauce centenario del “Refugio”. Quizás esa palabra encerraba la clave de todo aquel misterio que me mantenía anclada en un plano irreal, en una dimensión desconocida y atemporal…


Seguí a Valeria hasta un cuartucho levantado en mitad de la lúgubre nave con paneles prefabricados. Una lámpara de mesa iluminaba la fría estancia con una luz mortecina. Yo me sentía como aquella luminaria, apagándose por momentos, sin conocer si alguna vez volvería a refulgir. No hablé ni una palabra con Valeria, no pregunté ni indagué. Esperaba la respuesta definitiva de los labios de Juan.


Al poco rato mi hermano entró con un semblante sombrío y circunspecto.


-¿Malas noticias?, preguntó Valeria.


-Están más cerca de lo que pensaba. Debemos darnos prisa, madre.
Mis ojos debieron asemejar los de una lechuza cuando en la noche atisba su presa. Esa palabra emergida de la boca de mi hermano resquebrajaba aún más las escasas certezas que todavía me acompañaban.


-¡No pudo más!, grité sollozando. ¿Me queréis contar qué está ocurriendo?


Juan me miró con unos ojos inundados por las lágrimas que en seguida rebosaron las compuertas y resbalaron por sus mejillas morenas. Unos trocitos de alma que parecían querer narrarme lo inexplicable. Me sentía como Alicia en el País de las Maravillas cayendo por aquel agujero negro y profundo, sintiendo como mi realidad saltaba en pedazos, como mis percepciones y mis recuerdos pertenecían a una inmensa falacia, a una farsa en la que yo era el bufón engañado y burlado. Nada era lo que parecía. Ya ni siquiera sabía quién era yo, una mujer que armándose de valor se había desligado de su esposo para caer en brazos de la incertidumbre y la nada…


-¿Has visto alguna vez esto?, me inquirió mi hermano, mientras Valeria, en calidad de ama o de madre, no lo sé, le limpiaba su rostro con un pañuelo. 


En sus finas manos de niño bien, ahuecaba con mimo, como si fuera el fuego eterno, un medallón ya conocido… 


-¿Es el medallón de la abuela? ¿Qué has hecho con mamá? Lo tenía ella, me lo mostró esta mañana.

-Mamá...-. Susurró Juan mientras negaba con la cabeza.

Sentía cómo mi cabeza se iba fracturando poco a poco, a medida que los sucesos iban desmontando cada uno de los conceptos que sobre mí y mi familia había forjado a lo largo de mi vida. Fuera lo que fuese que estuviera ocurriendo, algo muy gordo se traían entre manos mi hermano y Valeria, por un lado, y mi madre, o la que yo había considerado siempre como mi madre, por el otro. Era como si no hubiera suelo firme bajo mis pies, como si el mundo entero se hubiera desmoronado. La humedad del lugar parecía un signo más del fin de una realidad en la que siempre, para bien o para mal, había confiado. El miedo y la curiosidad pugnaban con igual éxito en mi interior, y ante tal desasosiego no pude más que echarme a llorar.

-Tranquilízate, niña-. Valeria se abrazó a mí con un afecto... maternal.

-¡Suéltame!-. Caí presa de la histeria ante tanta confusión.

-Basta, Alba-. Gritó Juan, que enseguida moderó su tono, un tanto avergonzado por el pronto que había sufrido -Verás, tu madre no es quien tú crees que era.

-Déjala, Juan-. Lo reprendió Valeria -Debemos preocuparnos de cosas más importantes en este momento.

Los dos esperaron a que me tranquilizara y, entonces, me invitaron a sentarme para conocer su versión de todo lo que estaba ocurriendo. Según ellos, aquel medallón, aquella reliquia, tenía un gran valor, pero no sentimental ni económico, sino estratégico, pues contenía las coordenadas del lugar donde una presunta organización tenía su sede. Una organización con la que mi pretendida familia tenía mucho que ver, pero no así Valeria ni Juan.

-Hemos de impedir que el USB llegue allí, pero la inútil de tu madre, tu supuesta madre, se lo ha entregado a Carlos, y ahora nos llevan ventaja. Por suerte, te tenemos a ti y al medallón. No pueden conseguirlo sin él.

-Pero, quién sois vosotros-. Me revolví.

-Tu única familia ahora mismo, aunque nos lo has puesto difícil. Debes hacer todo lo que te digamos a partir de ahora, o las cosas empeorarán para todos.

El recuerdo de la diana en mi pecho de la que habló mi madre me puso los pelos de punta. Mi hermano y Valeria se pusieron en pie y me indicaron que me levantara. Era hora de irse. Sin embargo, un fuerte estruendo hizo que las paredes de aquel lugar tan húmedo temblaran. Una nube de humo se adueñó del entornó y pude notar cómo alguien que antes no estaba allí, pero que no era capaz de verlo, me llevaba en volandas fuera de la sala. Juan sacó una pistola e intentó evitarlo, pero alguien, entre el humo, efectuó varios disparos que atravesaron el pecho de mi hermano.

Lo último que recuerdo antes de desmayarme es un fuerte dolor de cabeza en la zona en la que sufrí el golpe, y cómo gritaba desconsolada mientras veía a mi hermano en el suelo.

Valeria también lloraba, arrodillada junto al cadáver de su hijo.


Poco a poco fui recobrando la consciencia. Sentía un insoportable dolor de cabeza y era incapaz de abrir los ojos, en parte aterrorizada por la vívida imagen que aún perduraba en mi retina del cuerpo inerte de mi hermano Juan acribillado por las balas. Advertí mi cuerpo entumecido, y me invadió la inquietud de que la reiteración de golpes en la zona occipital del cerebro me hubiese causado algún tipo de inmovilidad.

Percibí que el habitáculo donde me encontraba postrada se desplazaba velozmente. Comenzaron a llegar a mi mente como regueros de manantiales montañosos los acontecimientos de las últimas horas. ¿En qué momento había perdido las riendas de mi premeditada determinación? Llegué a mi casa familiar y me encontré con la trama conspirativa de mi madre, la huida precipitada y el consiguiente accidente. La posterior traición de mi madre, si es que aquella mujer era en realidad mi progenitora, su alianza con el libertino de mi ex marido, la aparición por sorpresa de Valeria, el reencuentro con Juan… La intriga encerraba demasiadas incógnitas. ¿Por qué tantas molestias por ocultarme tras una venda si ellos sabían perfectamente nuestro paradero? ¿Cómo nos encontraron con tanta rapidez? ¿En qué momento Valeria se hizo con el medallón que llevaba mi madre al salir de la casa? ¿Qué relación tenían el medallón y el USB? ¿Quién había matado a mi hermano? ¿Quién era realmente mi familia, quién era yo? Excesivas aristas como para configurar un círculo perfecto.

Paulatinamente fui sintiendo que mi cuerpo se desperezaba. Me percaté que mi mano izquierda estaba pegajosa y al mismo tiempo que mi mano derecha aferraba con fuerza un objeto con el puño cerrado. Abrí ligeramente los ojos y me escandalicé con la viscosidad sanguínea que impregnaba mis manos y parte de mi ropa. Me palpé alarmada buscando en mi cuerpo la herida que derramaba toda aquella sangre, pero comprobé aliviada que me encontraba intacta. Incluso la herida de mi muslo derecho había cicatrizado. Separé los dedos de mi mano izquierda y observé horrorizada como en la palma reposaba el medallón de mi abuela, tintado de rojo intenso. ¿Cómo había llegado a mi poder y en aquellas siniestras circunstancias? Acaso Valeria también… La sola idea hizo que me asaltase una desconsolada tristeza.

Destapé el medallón y al instante volví a cerrarlo. Sonreí con histérica emoción, había descubierto el nexo que le unía a la segunda carpeta del USB. ¿Cómo podía ser tan tonta?

Justo en ese momento se abrió el portón trasero del vehículo que me transportaba. Supe, por los ondulantes brazos de los sauces llorones que me saludaban desde el exterior, que había llegado al lugar que marcaban las coordenadas, y que ellos me estaban esperando. 


De pequeña, cuando me asaltaban aquellos ataques agudos que me dejaban sin fuerzas durante semanas, mi madre siempre me enviaba por temporadas a una residencia psiquiátrica donde mejoraba en cuestión de días. No era ella la que me llevaba hasta el lugar, sino que hacía una llamada telefónica, avisaba de mi crisis, y un chófer que conducía un auto de cristales tintados me recogía y me devolvía en cada ocasión.

Los ataques fueron remitiendo con el paso del tiempo y desaparecieron con la pubertad. Sin embargo, a pesar de que habían transcurrido casi veinte años, al abrirse el portón trasero del coche y ver los sauces llorones, los recordé como si acabara de contemplarlos el día anterior. Había vuelto a aquel lugar de mi infancia donde sanaba de mi extraña enfermedad.


No reconocí a las dos chicas que me ayudaron a salir del vehículo y que, con amabilidad y cuidado, me guiaron hasta un banco, a la sombra de un frondoso sauce. Me senté, aliviada al no sentir más que el lógico entumecimiento por la postura prolongada en el coche. El silencio allí era paradisíaco, aunque hubiera jurado que la suave brisa de ese amanecer me hablaba a través de su roce con las ramas, con voz apaciguadora.


Alguien más se había acercado hasta mi banco. Le dirigí la mirada, a la persona que había conducido el vehículo hasta aquel lugar, ése que yo siempre había considerado una residencia psiquiátrica, pero del que ahora no sabía qué pensar.


—Hola tío Ángel.


Él me sonrió. Tenía la misma sonrisa que en el medallón de la abuela, donde la fotografía acartonada de su rostro infantil se acoplaba en el escondite secreto de la joya.


—Siempre supe que eras una niña lista. ¿Quién te habló de mí? ¿Tu madre?


Asentí.


—Me habló muchas veces de su hermano gemelo, el que trabajaba con papá. Me dijo que los dos habíais muerto —le observé con atención y añadí—: Tú me curaste muchas veces cuando estuve aquí. Pero entonces no sabía quién eras. No lo supe hasta que no vi la foto.


—Y hasta que no leíste los archivos que le pasé a Carlos. Entonces hiciste la conexión.


A aquellas alturas de la conversación nos habían dejado a solas. Mi tío se sentó a mi lado.


—Tendrás muchas preguntas qué hacer, ¿verdad? Quizá debiera disculparme en nombre de tu madre y mío por no haberte contado antes lo que sucedía con Carlos.


Me indigné, pero él me contuvo con un gesto y explicó deprisa:


—Necesitábamos las habilidades de Carlos para “infiltrarse” en determinados ambientes. Él realmente quiso casarse contigo y pensamos que hacíais una buena pareja. Tú, de hecho, estabas enamorada de él hasta que descubriste sus supuestas infidelidades. Déjame decirte que se trata de meros flirteos para acceder a documentos importantes relacionados con el campo neuronal, ésos que te llevaste en tu USB.


Mi tío me observó con seriedad y añadió:


—Porque ya sabes lo que sucede con las mujeres de nuestra familia, ¿verdad?




FINAL: Los Perros del Coloquio



Me sentía totalmente abatida. Perdida. Mientras me hablaba mi tío Ángel, pensaba que mi vida era un desastre, una farsa. En realidad yo no había sido más que un títere de todos. Mi vida era una locura, una pesadilla. ¿Qué les había hecho yo para que me hubieran tratado así?

 -Todas las mujeres de la familia no llegan a los cincuenta años –me decía mi tío-. Una enfermedad neuronal degenerativa acaba con ellas...

No quería seguir escuchándolo. Miré al cielo, que se estaba empezando a encapotar, y sopló un fuerte viento en ese instante. Qué hermoso es el mundo, pensé, qué bonito podía ser todo...

No quería seguir escuchándolo, pero sus palabras retumbaban en mi cabeza.

-Tienes que confiar en mí-. Me insistió mi tío Ángel aproximándose de forma cautelosa a mí –Estoy aquí para ayudarte, pero no podré hacerlo si no me dejas. Necesito saber qué contiene ese USB.

-Fotos que demuestran las infidelidades de Carlos.

-¡Alba!

Mis dudas estaban desesperando a mi tío, que a pesar de todo me trataba con un cariño exquisito. Era el momento de la verdad, de decidir si confiaba en él, de arriesgarme a que también mi tío fuera un traidor. Era mucho lo que me jugaba, pero estaba acorralada y me sentía rendida. Debía actuar para terminar con aquella pesadilla, retirar esa soga que me asfixiaba lentamente.

Me lo pensé todavía un poco más, ante la impaciencia de Ángel, pero al fin me decidí.

-Está bien. No imaginas lo que me cuesta esto. Por favor, no me falles, tío.

-Confía en mí, Alba. ¡Ánimo!

-Muy bien.

La cara de mi tío se convirtió en un poema mientras le iba relatando cada uno de los detalles de aquel pincho de memoria. A Ángel no le llegaba la camisa al cuello. Estaba a punto de decir algo, algo que me demostraría hasta qué punto estaba de mi lado, pero de nuevo el destino me tenía guardada una terrible sorpresa.

De repente se escuchó el sonido de un vehículo aparcando en el exterior. El motor se silenció y sentimos pasos que se aproximaban. Ángel comenzó a frotarse las manos con el pantalón y varias gotas de sudor atravesaron los surcos de su frente. Su ansiedad se incrementaba por conocer el contenido del USB, ya que apenas habíamos rascado en la superficie, y mi instinto me dijo que aguardara unos momentos, que algo iba a suceder.

La puerta fue franqueada por Valeria y Carlos, que, con determinación, se dirigieron a nosotros, con una mirada cómplice que se cruzó con la de Ángel, pero que capté para mi desgracia. ¿Podía confiar en alguien? Mi corazón comenzó a palpitar vertiginosamente, y me distancié con celeridad de aquel entorno familiar enfermizo y envenenado. El turbio ambiente me ahogaba, así que salí apresuradamente al porche, pero Ángel me detuvo con firmeza, con un brillo irreconocible en sus ojos, como si tuviesen fuego y me quemaran. Y ese brillo mató mi ingenuidad para siempre.

Carlos, en actitud amenazante, mostró un pequeño revólver, mientras Valeria avanzaba con la frialdad propia de un psicópata a punto de degollar a su víctima, como si todo estuviera bajo su control. Valeria había dejado de ser la complaciente sirvienta que había conocido toda mi vida, era un ser diferente a quien recordaba en mi infancia en El Refugio.

-Mátalo-. Ordenó Valeria con mirada glacial, y ante mi sorpresa, Carlos levantó su arma dispuesto a obedecer su orden.

-¡No!-. Me interpuse de forma instintiva, convirtiéndome en un peligroso escudo humano.

-¡Ya basta, niña!-. Me reprendió la antigua criada –Es hora de que conozcas toda la verdad sobre tu madre y sobre la enfermedad neuronal que arrastra tu estirpe, tienes derecho a saber  lo que tu hermano Juan trató de contarte antes de morir. Verás…

Un disparo seco irrumpió estrepitosamente en la escena, precediendo al desplome del cuerpo de Valeria, ante mi atónita mirada. Carlos la había asesinado a sangre fría. Un intenso olor a pólvora invadió la estancia, abrasando mi garganta.

-Buen trabajo, muchacho-. Lo felicitó mi tío –Es mejor que Alba nunca lo sepa.

-Siempre a sus órdenes, señor.

-¡Carlos! ¡Tío Ángel! ¿Qué está ocurriendo?

Mi cabeza estaba a punto de explotar, me sentía incapaz de asimilar y aceptar todo lo que sucedía a mi alrededor. Después de todo, mi tío parecía ser el cerebro de toda la trama, y me había desposeído de una vida que ya no me pertenecía… y en unos pocos días. En compañía de mi todavía marido, se dispuso a marcharse. Mi madre, no sé si la verdadera o no, pero a la que siempre había llamado como tal, la misma que le había dado mi bolso con el USB a Carlos, los esperaba en un elegante coche de gama alta.

-No puedo decirte nada, Alba. Sólo quiero que sepas que todo lo que hicimos fue por ti. Valeria y tu hermano estaban a punto de echarlo todo a perder. Hay verdades que es mejor que nunca salgan a la luz. –Carlos mantuvo mi mirada de forma comprensiva, como si hablase con una niña, pero sus ojos lo delataban, acababa de matar a un ser humano a bocajarro, y su semblante dibujaba los rasgos duros y rígidos, como una máscara que encarnaba el mal.

-¡Maldita sea! ¿Qué está pasando?

-Déjalo, sobrina, es mejor así.

-¿Y el USB? ¿Acaso ya no te interesa?

-Sabemos de sobra lo que contiene ese USB, sólo queríamos probar tu lealtad, y me la demostraste al interponerte entre mí y la pistola. Créeme, es mejor que ciertas cosas nunca se sepan. No olvides cuidarte, ya sabes que tu salud es frágil.

Al ver a mi madre a lo lejos, dudé de si era ella o Valeria quienes llevaban en sus genes la terrible enfermedad, y de nuevo me sumergí en un mar de dudas y desazón.

Completamente sobrepasada por los acontecimientos, observé cómo Carlos y Ángel se alejaban junto a mi madre en aquel coche de lujo, llevándose el secreto de mi origen para siempre, y quedándome con una información que nadie en su sano juicio desvelaría jamás.

Fin



Reyes Monforte

Blanca María Muñoz Rubio
Carmen Mínguez Sabater
Israel Villaescusa Mendo
Javier Casado Alonso
Javier Palanca Corredor
Leticia de Juan Palomino
Maje Muñiz Sevilla
Rocío de Juan Romero
Antonio Ortuño Casas

Jorge David Alonso Curiel
Dioni Arroyo Merino
Juan Martín Salamanca
Gloria Rivas Muriel

 

Valladolid, 26 de abril de 2014






 





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