No olvides decir adiós
Inmóvil frente a la puerta de casa, solo pienso en meterme en la cama. Todavía no son las nueve de la noche, pero mi instinto me dice que es lo mejor que puedo hacer para poner punto final a esta aciaga y agónica jornada marcada por una interminable concatenación de desmesuradas desgracias. Olga y Hugo aún no han llegado a casa, lo cual agradezco; no quiero que me vean llorar. Me tiemblan las manos. Tengo que tranquilizarme, ya casi estoy a salvo.
O eso creo.
Me paraliza el sonido de la puerta al cerrarse a mi espalda. Cierro los ojos, aprieto los puños y me preparo para lo peor. El corazón no late. Inesperadamente, nada sucede y, encogido en mí mismo, saco fuerzas para avanzar timorato por el pasillo. El dormitorio está arriba; sin embargo, tengo que evitar las escaleras a toda costa.
–Minimizar riesgos –balbuceo insistentemente con voz trémula.
Por unos instantes, me debato entre la posibilidad de encerrarme en la despensa o arriesgar mi vil existencia iniciando el ascenso, pero me veo tropezando con el antepenúltimo peldaño, caer rodando hasta aterrizar con los incisivos y partirme la columna con un único crujido, cual rama seca. Finalmente, exprimo mis últimas reservas de serenidad y, aun sabiendo que me estoy jugando el pellejo, decido tumbarme en el sofá y dejarme arrastrar por funestos recuerdos recién horneados.
Como un día cualquiera, me levanté a las 7:10 sin necesidad de despertador y, como cualquier otro día, bajé a la cocina para preparar el desayuno; mientras, Olga activaba sus funciones elementales bajo la ducha y Hugo estimulaba su apetito bajo las sábanas. Las primeras luces del día en Valladolid revelaban un cielo gris ceniza, torvo y amenazador, pero no supe leer desventura alguna en aquel presagio. El borboteo del café y su estimulante aroma me sacaron del trance. Me serví en mi taza de desayuno de color verde contenedor, lo corté con un chorrito de leche desnatada y eché las tres sacarinas. En el primer contacto con los labios, se me arrugó la cara y aparté ese brebaje de mí como si se tratara de un bebedizo magnicida. Ante tal rareza, quise cerciorarme bajo el dictamen de otro de los sentidos y examiné el contenido visualmente: color ordinario, pero sin rastro de emanaciones humeantes; extraordinario. Toqué de nuevo el recipiente y hasta introduje el dedo índice en su interior. No había lugar a dudas. El café estaba totalmente frío a pesar de que lo acababa de servir directamente de la cafetera. Dejé la taza sobre la encimera y, todavía descompuesto por aquel enigma, me dirigí al baño. Al cruzarme con Olga en las escaleras, me regaló un «buenos días» y un niño de ocho meses recién despertado.
–Ya se ha cepillado el biberón. Ponle la ropa –me indicó–, te la he dejado preparada en el baño. Hoy tengo que llegar pronto y no quiero pillar el atascazo del colegio San Agustín –se justificó con un beso en la boca.
No hice ninguna observación y, aunque no mencionó que el pañal había sobrepasado su límite de absorción, cumplí mi cometido. Ya vestido, dejé a Hugo en el suelo y le rodeé de juguetes buscando proporcionarle una sobredosis de entretenimiento. Procedí entonces con el ritual que precede al rapado de la cabeza y, a falta de espuma de afeitar, tiré de jabón de manos. Tocaba estrenar cuchilla, algo que nunca debí hacer si hubiera hecho caso a los signos premonitorios que lo desaconsejaban.
Cuchilla nueva, más cabeza enjabonada, más niño de ocho meses enredado en mis pies, igual a tira de cuero cabelludo de unos tres centímetros de largo por uno de ancho flotando en el agua del lavabo. Y sangre, mucha sangre.
Por suerte, Olga aún estaba en casa.
Mi chica nunca estudió enfermería, así que no pude recriminarle el método que encontró para contener la hemorragia antes de irse: una superposición de gasas y vendas que iban ganando altura en la zona afectada, la coronilla. Deficientemente rapado, escasamente afeitado, medianamente duchado y precipitadamente vestido, traté de serenarme. Mientras, Hugo, ajeno a tanta fatalidad, me miraba buscando las clásicas estupideces verbales de un padre primerizo; no las encontró, ni yo la llave del coche, oculta, cobarde, en lo más recóndito del bolsillo de mi americana. Demasiados minutos después, escocido y azorado por las prisas, no me percaté de que había empezado a llover de camino al coche.
Pavimento mojado, más zapatos de suela lisa, más apremio desenfrenado, igual a resbalón inevitable y golpe en la rodilla mala. Y dolor, mucho dolor.
Por suerte, no llevaba a Hugo conmigo.
Tras aliviarme con una inagotable retahíla de blasfemias e improperios, conseguí subirme al vehículo y, cuando miré por el retrovisor, me percaté de dos cosas: que tenía un aspecto chocarrero rayano en lo grotesco con aquella borla sanguinolenta coronando mi cabeza, y que mi hijo seguía esperando su turno de embarque en el recibidor de casa. Me despojé del apósito e hice el camino de ida y vuelta aguantando estoicamente los aguijonazos que me causaba cada gota de lluvia que caía sobre mi despellejada cabeza. Hugo debió de detectar cierto malestar en mi tono de voz, o quizá fuera por mi rostro desencajado, porque no tardó en romper a llorar como si tuviera hambre. El habitáculo amplificaba los sollozos y chillidos de mi infante pasajero alimentando así mi desasosiego. Apreté con fuerza los párpados y, reteniendo aire en mis pulmones, metí marcha atrás y solté el embrague.
Distracciones visuales, más distracciones auditivas, más dolor a discreción, igual a forzoso accidente en forma de impacto contra la puerta del garaje que había olvidado abrir. Y frustración, mucha frustración.
Por suerte, Hugo llevaba puesto el cinturón, pero a mí no me había dado tiempo y mi cuello lo pagó caro.
Miré el reloj del coche: las 8:36. Todavía tenía que conducir los catorce kilómetros que me separaban de la guardería del niño en Huerta del Rey antes de acudir en hora a mi puesto de trabajo. En aquel momento, se me escapó la primera lágrima del día; no sería, ni mucho menos, la última.
Juro por lo más sagrado de mi vida, el lactante desconsolado del asiento trasero, que nunca había renegado de la decisión que Olga y yo tomamos trece meses atrás, cuando ilusionados con la búsqueda de un sitio idílico para nuestro futuro hijo, nos desplazamos a las afueras de la ciudad, atraídos por el anuncio de aquella famosa urbanización de chalets individuales de Boecillo. Catorce kilómetros no son nada, nos convencimos ambos, a cambio de una casita de dos alturas, garaje propio con capacidad para dos coches, piscina y un jardín ideal para ver corretear a nuestro pequeñín en un par de años.
Traté de sofocar el llanto inconsolable de Hugo, acunando su ligero cuerpo convulso, acentuándose con cada bamboleo el dolor punzante e insoportable de mis cervicales. Arranqué el coche minutos después, con Hugo plácidamente adormecido en su capazo. Había asumido que llegaría tarde a la guardería y tarde a mi trabajo, pues resultaba imposible recorrer el trayecto en apenas diez minutos sin saltarme todas las normas de circulación.
En pleno atasco de la rotonda de San Agustín, desesperado, aproveché para enviar un mensaje al móvil de Olga procurando no preocuparla, notificándola que había dejado como de costumbre sin problemas al niño en la guardería, y que yo ya estaba en mi mesa de trabajo. Pocas horas más tarde me arrepentiría de haber utilizado semejante triquiñuela.
Parpadeaban las 9:31 h. en el panel del coche, al mismo tiempo que a su lado se iluminaba un testigo que no logré reconocer. Aún me encontraba parado en un semáforo a la altura del viejo cuartel de Farnesio, escenario que aparecía en todas las batallitas que mi padre relataba de su añorada mili. Fue la única mueca de alegría que se dibujó en mi rostro durante toda la jornada. Resté importancia a la indicación luminosa, prometiéndome pasar por el taller en cuanto tuviese tiempo.
Continué con mi itinerario, dispuesto a depositar lo antes posible al pasajero durmiente en la guardería, pero mi automóvil se quedó clavado subiendo el Arco de Ladrillo.
Al minuto siguiente el colapso era tremebundo, con bocinazos estentóreos e imprecaciones derivadas de los nervios que el embotellamiento ocasionaba en los apresurados conductores. Al unísono noté vibrar el bolsillo izquierdo de mi americana, inaudible la melodía que acompañaba dicho temblor. Si hubiese asimilado la serie de vicisitudes y desatinos acontecidos en el breve transcurso del día, jamás hubiera atendido aquella llamada.
La caótica situación, así como el poderío de los pulmones de Hugo volviendo por sus fueros, me llevaron a atender la llamada sin fijarme en el número de la pantalla, aunque carecería de importancia, pues como comprobaría a lo largo del día todas las comunicaciones tendrían la misma procedencia: “número privado”.
- No se preocupe, amigo, en breve llegará una grúa para socorrerle y remolcar su automóvil-, me notificaba una voz desconocida al otro lado del teléfono.
- ¿Quién es usted? ¿Cómo sabe…? – las palabras se atropellaban en mi mente, sin saber cómo ordenarlas para interrogar a aquel individuo acerca del certero conocimiento que atesoraba de mi peculiar tesitura.
- Supongo que no ha tenido un buen comienzo de día-. Acompañaba la frase una risilla malévola que me dejó aún más aturdido.
Ser impulsivo es una virtud que favorece el devenir personal y profesional de todo ser humano, pero el día en el que todos los astros se confabulan en contra de uno, ese impulso se convierte en inconsciencia y temeridad. Precisamente esa falta de juicio fue la que me expulsó de mi asiento, con el móvil en la oreja, tratando de mantener la conversación, a la vez que iba pasando alrededor de los coches que se amontonaban en hilera detrás del mío, con la intención de encontrar entre ellos al jocoso y enigmático interlocutor que me hablaba.
La enajenación pasajera, sumada al descuido, hizo que me colara entre los vehículos que pasaban lentamente por el carril izquierdo, uno de los cuales no pudo esquivarme ni frenar a tiempo, con el consiguiente topetazo y mis posaderas aterrizando sobre el asfalto mojado. El golpe me devolvió súbitamente a la realidad y recogí el móvil, con la batería desarticulada a un palmo de distancia. No con poco esfuerzo me incorporé, palpé mis pantalones rasgados y me dirigí de vuelta al coche, recordando que allí había dejado a mi primogénito berreando sin consuelo.
De regreso tuve que soportar las increpaciones de algunos conductores, mientras que otros me contemplaban bien anonadados, o bien indiferentes. Ya a la altura de los cristales traseros, moteados por la lluvia derramada de aquellas nubes plomizas que coronaban la ciudad, sentí que algo no encajaba. Abrí la puerta de atrás y mi cuerpo quedó paralizado al contemplar atónito el capazo vacío.
Confundidas con las gotas de lluvia que resbalaban por mis mejillas, se deslizaron las siguientes lágrimas del día.
Las nubes que cubrían el cielo de Valladolid en aquel momento eran blancas como el algodón, en comparación con las que se agitaban en mi interior.
Me quedé paralizado, sin poder moverme, allí de pie, observando el interior de un coche que estaba vacío. Y seguidamente, la desesperación y el pánico se apoderaron de mí, manejándome como si fuera una marioneta. Me abalancé hacia el capazo vacío, para comprobar que realmente mis ojos no me estaban jugando una mala pasada. Pero no lo hacían, estaba vacío.
Busqué por todos los rincones posibles, frenético, a pesar de saber que era imposible encontrar a Hugo debajo de la alfombrilla del coche.
Con la vista nublada por las lágrimas, me giré y contemplé mi alrededor, escuchando el ritmo frenético de mi corazón.
- ¡¡Hugo!! –exclamé con fuerza.
De pronto, me sentí como si estuviera perdido en la más absoluta soledad, y no pudiera hacer nada para salir de ahí. Porque no había dirección posible que tomar.
- ¡¡Hugo!! –repetí, aún con más fuerza.
Volví a girar sobre mí mismo, hasta que por fin estuve otra vez frente al coche vacío. Un vacío que me golpeó como si fuera la primera vez que lo veía.
¿Quién podría querer llevarse a mi hijo? ¿Por qué alguien me haría algo así?
Lancé un grito de auténtica desesperación, y me llevé las manos a la cabeza, a la vez que cerraba los ojos con fuerza. Pegué un fuerte golpe a la carrocería del coche, como si eso fuera a sacarme de esa horrible pesadilla.
Con las manos temblorosas, traté de colocar la batería del móvil, maldiciendo en voz baja. Jamás me había sentido tan inútil, tan torpe y tan lento.
Me sentí aliviado al ver que funcionaba y que tenía la posibilidad de llamar… ¿a quién? El rostro de Olga apareció frente a mí, enfadado por no haberla avisado de lo que ocurría. Pero, ¿cómo iba a llamar a mi mujer para decirle que nuestro hijo había desaparecido del coche, si tan solo hacía unos minutos, le había dicho que ya estaba en la guardería?
No tuve que pensarlo más, porque en cuanto miré la pantalla, ya había tecleado 112, y era tarde para echarse atrás.
Me llevé el aparato a la oreja, mientras mis piernas y mis manos temblaban como si fueran gelatina, y suspiré al oír los pitidos. Y cuando alguien al otro lado de la línea descolgó el teléfono, me dispuse a contar lo sucedido, y a pedir ayuda urgente. Pero ni siquiera pude empezar. Porque una voz desconocida, con un ligero tono burlón, dijo algo muy distinto de lo que yo esperaba.
- Llamar a la policía no creo que sea lo más correcto, dado que yo soy la única persona que puede ayudarte a encontrar lo que has perdido.
- ¿Dónde está mi hijo, malnacido?- espeté en pleno arrebato de histeria.
Una carcajada socarrona, que congeló mi arrebato inicial, fue el preámbulo de la perorata del misterioso sujeto que se había colado furtivamente en la conversación telefónica.
- No sé dónde se encuentra su hijo, pero le repito que yo tengo la llave para encontrarle. Ahora bien, hallarle sólo depende de usted. Como le anticipé, una grúa acudirá en breve a remolcar su coche. No haga más tonterías. – y de nuevo aquella hilaridad que no lograba comprender; aquel tipo disfrutaba con mi desgracia.- Puede darse la circunstancia de que aparezca la policía, no lo descarte. En tal caso intente deshacerse de ellos lo más rápido posible. Recuerde, ante todo suba a esa grúa.
Por extraño que parezca y con la impotencia de quien tiene las manos atadas ante una avalancha de golpes, caí derrotado en el asiento trasero del coche, al lado del huérfano capazo, esperando que la anunciada grúa apareciese. No tuve que aguardar demasiado, puesto que a los pocos minutos, el vehículo de asistencia aparcó delante de mi automóvil. Se abrió la puerta y descendió un tipo orondo, embutido en una cazadora de color caqui y unos pantalones deficientemente sujetos por el cinturón, provocando que tuviese que subírselos a cada paso. En silencio, comenzó a realizar los preparativos de remolcado, sin dirigirse en ningún momento a mi persona, ni hacer preguntas ni pedir papeles ni explicaciones.
Terminada la tarea, con un inapreciable movimiento de cabeza, tan sutil que no lo hubiese advertido de no ser por la curiosidad que el individuo en sí me causó, me conminó a subir a la grúa. Nunca antes había subido a un vehículo de aquella altura y la inexperiencia, más unas piernas aún trémulas y una rodilla todavía dolorida, dio como resultado un tropezón inapropiado y un impacto seco en toda la cara, que originó que me hincase los dientes contra la parte interior de los labios. En un segundo intento conseguí alzar mi cuerpo y sentarme en el asiento del acompañante, con un pañuelo en la boca, en el que estampé el reguero de sangre que comenzaba a fluir de la misma.
Bajamos el Arco de Ladrillo en dirección al Paseo Zorrilla, pero giramos en la primera rotonda. Volvimos a pasar, esta vez por el carril contrario, por la zona del incidente, que poco a poco se iba descongestionando. Casi al mismo tiempo nos cruzamos con otra grúa que pasaba al lado, aminorando la velocidad, y cuyo operario examinaba el lugar, como si estuviese intentando localizar algo que debería encontrarse en aquel emplazamiento.
Una extraña sensación, unida a una mueca de la voluminosa figura que sujetaba el volante, semejante a una sonrisa, me confirmó que había tomado la grúa equivocada.
— ¿Adónde vamos? —pregunté al observar que salíamos de la ciudad.
No hubo respuesta, ni tan siquiera una mueca que me permitiera entrever qué intenciones llevaba aquel individuo de aspecto grasiento y taciturno.
— ¿Adónde me lleva? —insistí procurando utilizar un tono de voz tranquilo y cordial—. Voy a hacer una llamada con el móvil que tengo en el bolsillo del pantalón —comenté temiéndome que reaccionara de forma violenta. Mi hijo ha desparecido. Es tan sólo un bebé. No me preocupa en absoluto la avería del coche.
Nada modificó el semblante de aquella mole. Intenté marcar el 112, pero un giro brusco y mis temblorosos dedos permitieron que se me escurriera de las manos. Me agaché para recogerlo, pero un repentino frenazo hizo que mi cabeza se golpeara contra el salpicadero.
—Baje —me ordenó abriendo mi puerta sin moverse de su asiento.
No debí de reaccionar tan rápido como él deseaba porque me dio un empujón y me tiró afuera. Arrancó el motor y se dio a la fuga con mi coche. Caí de costado sobre un suelo de grava, pero con el teléfono asido fuertemente. Me levanté y me disponía a teclear el número de emergencias, cuando advertí que había recibido un montón de mensajes. El pulso se me aceleró mientras el corazón golpeaba con fuerza mis costillas, ¿y si habían intentado contactar conmigo? El cargante dolor de cabeza pasó a ser insoportable cuando comprobé que todos los envíos procedían de Olga. Traté de comunicarme con ella, pero fue imposible. Me había quedado sin cobertura. De repente, me fijé en el blanquecino edificio que tenía ante mí. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Estaba en el colegio San Agustín, mi colegio, aquella institución en la que había pasado los años más divertidos de mi infancia y juventud. Me dirigí con paso presuroso hacia el interior para pedir ayuda. Subí las escaleras que guiaban hacia el vestíbulo y empujé la pesada puerta. No se abrió. Puse las manos a modo de prismáticos y las apoyé sobre las rejas que protegían el vidrio del portón. Varios niños jugaban en el hall, y posiblemente, si no me hubiera dado aquel arrebato de locura al ver que vestían como en los años 70, habría podido comprobar que el más penetrante de los silencios había invadido un espacio que siempre fue ensordecedor. Nada reflejó el cristal, pero alguien apoyó su mano sobre mi hombro.
- ¿Qué haces aquí afuera, malandrín? – aquella voz ronca y quebradiza, así como el peculiar apelativo que me dirigía, me devolvieron a otra época de mi vida.
Presa del desconcierto no osé siquiera girarme, por lo que no percibí como la artrítica mano del extraño personaje se abalanzaba hacia mi oreja izquierda.
- Te dije que la próxima vez que te pillase jugueteando fuera te llevaría al despacho del director.
La punzada que me provocaba el pellizco en el lóbulo hizo que mi cuerpo se encorvara. De soslayo me pareció identificar al viejo conserje del colegio, Tomás, pero de aquello hacía tanto tiempo… Sin pensarlo, pisoteé su pie derecho y aprovechando su lastimero quejido, liberé mi oreja y salí corriendo tratando de despistar a aquel sujeto, tal y como recordaba haber hecho muchos años antes en distintas circunstancias. Aún no sé de dónde saqué las fuerzas suficientes para mover mi maltrecho cuerpo y dar esquinazo a mi perseguidor, del cual estuve escuchando durante muchos metros su aliento contra mi nuca.
Al final me encontré a salvo en un rincón del colegio, casualmente el mismo escondrijo que me funcionara como refugio antaño. El sonido de mi móvil me sobresaltó, descolgando al instante, por temor a ser descubierto. Ansiaba oír la voz añorada de Olga y confesarle mi desasosiego, pero mis deseos no se hicieron realidad.
- ¿Le asusta su pasado? - por tercera vez, en apenas unas horas, escuché aquella sonora risotada que me martilleaba la cabeza.
- Definitivamente no entiendo este macabro juego – le respondí todavía jadeando por el esfuerzo de la carrera.
- Tenga paciencia, lo está haciendo muy bien. Ha llegado al lugar adecuado. Ahora acérquese hasta la capilla, quizás allí encuentre más respuestas. Pero tenga cuidado no le alcance antes Tomás. Como bien recordará tiene muy malas pulgas…
No tuve tiempo de rebatirle, pues colgó sin esperar mi réplica. Debía llegar hasta la capilla, pero necesitaba descubrir el modo de acceder adentro. Había comprobado que la puerta de entrada estaba cerrada. Examiné detalladamente todas las ventanas del piso inferior, pero no hallé ninguna abierta. Me desplazaba con sigilo para no delatar mi presencia al viejo conserje. Miré alrededor y vi en el suelo unas piedras. Sin recapacitar ni calibrar futuras consecuencias, agarré una de ellas y procedí a estrellarla contra una de las ventanas. Si hubiese roto en alguna otra ocasión un cristal a poca distancia, hubiera sabido que el golpe produce en la mano que sujeta la piedra unas cuantas laceraciones, máxime cuando la piel no está convenientemente protegida.
Tras comprobar los sanguinolentos cortes, me aseguré de no haber llamado la atención de nadie y giré la manilla, hasta abrir por completo la ventana. Me lancé al interior del edificio y una vez dentro comprobé que me encontraba en el pasillo principal. Aún recordaba cómo llegar a la capilla, aunque no hizo falta recurrir a mi memoria, pues me bastó con seguir el rastro del llanto cercano de un bebé.
Si de algo estaba seguro, era que el llanto que reverberaba por el pasillo era inconfundiblemente el de Hugo. Para quien aún no ha saboreado las mieles -y desgraciadamente según comprobé por primera vez en ese aciago día, también las hieles- de la paternidad o maternidad, el llanto de un niño suena de manera idéntica al de cualquier otro niño. Es sólo eso, un pequeño anónimo, sin nada que lo personalice. Un sonido molesto que emerge del fondo de un cochecito; una presencia ajena que hay que tolerar con fingida cortesía en el autobús o en la cola de un establecimiento; en resumen, un extraño esbozo de alguien que probablemente nunca tenga relevancia en nuestra vida. Antes de que naciera mi hijo, yo también viví esa sensación, por eso sé de qué hablo. Pero cuando en algún momento en el que -bien voluntariamente, o bien porque la vida te pille en un renuncio- te encuentras con una criatura que da sentido al hueco entre tus brazos, junto a él nace una capacidad desconocida e inmensa para reubicar el centro del sistema solar en ella. Se desarrolla una capacidad para identificarlo entre miles, entre millones, quizás. Percibes estímulos inauditos y jamás imaginados en tus sentidos. Su olor blando, el tacto de su piel incluso sólo con mirarlo; el llanto que te eriza el vello si te sabes cerca y lejos a la vez.
Desconocía el tiempo y sobre todo el lugar en el que el viejo Tomás reaparecería de sopetón, hecho que me parecía bastante más que probable, dada la quietud del pasillo en una hora ajena al horario escolar habitual. Con la espalda pegada a la pared, conteniendo la respiración y premura de mis pasos, fui acercándome con sigilo hacia la capilla, tratando de no hacer ningún gesto o ruido que pudiera delatar mi presencia. Hugo seguía llorando, y deseé en lo más profundo que no dejara de hacerlo, puesto que constituía mi único hilo de Ariadna para escapar con él en brazos de ese laberinto. Estaba ya a pocos metros de la capilla, cuando algo llamó poderosamente mi atención. Poco antes de llegar a la puerta, oculto a medias entre las plantas ornamentales que no faltan en casi ningún pasillo de colegio, se entreveía un bulto de tamaño medio. Convencido de que se trataba de Hugo y que por fin podría cubrirle de besos y escapar corriendo de ese lugar de pesadilla, me abalancé sobre él. Mi ilusión se topó con el tacto frío de algo parecido al cartoné. Era un anuario, un viejo anuario que lucía en portada la fecha del curso 1985-1986.
Simultáneamente, el llanto de Hugo cesó. Alertado por esa nueva señal, corrí hacia el interior de la capilla, deseando que llorase de nuevo, que me hiciera saber dónde estaba. En vano, La capilla estaba vacía y allí dentro, una vez más, sonó mi maldito móvil.
Ahí estaba otra vez el número privado, la pesadilla que me estaba acompañando en el peor día de mi vida. Como si leyese mis pensamientos, la voz que respondió al otro lado del móvil inquirió:
–¿Ha experimentado alguna vez el infierno en vida, Javier? Yo sí, y se lo debo a usted.
Durante los siguientes minutos proferí una sarta de palabrotas contra aquel malnacido, hasta que la histeria que me había poseído acabó licuándose en llanto.
–Por favor, si sabe dónde encontrar a mi hijo, dígamelo –supliqué entre sollozos–. ¡Solo es un bebé!
Pero al otro lado de la línea ya no había nadie.
Fue entonces cuando me di cuenta de que me había llamado por mi nombre: Javier. ¿Sería posible que aquel despliegue dantesco fuese la obra de alguien que me conocía y que buscaba vengarse de un modo tan cruel como retorcido? Tendría que rendirme a la evidencia de que así era.
Observé la capilla en la que me encontraba. Aquel psicópata había mostrado gran interés en conducirme hasta allí. ¿Qué había sucedido en la capilla y qué relación tenía con mi verdugo? Cierto es que, de pequeño, yo no había sido precisamente un niño tranquilo; frecuentaba los pasillos casi con tanta asiduidad como las clases, porque me echaban por reír, distraerme y gastar bromas a mis condiscípulos. Pero eran novatadas inocentes, no recordaba haber hecho nada terrible. ¿En la capilla? Bueno, en la capilla también salía a relucir mi vena camorrista, e incluso el pobre cura interrumpía las homilías para echarme de la misa. Sí, reconozco que hasta que Olga llegó a mi vida, he sido un caso de los que llaman “perdido”. Pero había cambiado: ella había sabido bucear dentro de mi alma y rescatar mi verdadero yo. Los demás, sin embargo, puede que se hubieran quedado en la superficie de aquel niño díscolo. ¿Habría torturado el alma sensible de algún niño durante mi estancia en el colegio de un modo que yo desconocía?
Recordé entonces el anuario que había encontrado en el pasillo y regresé para cogerlo, seguro de encontrar alguna pista más tangible. Pasé las hojas con nerviosismo, buscando mi rostro impúber entre las caras sonrientes de los niños que posaban en la foto. En el curso 1985-1986 yo tenía ocho años, así que estaba entre las fotos de grupo de tercer curso. Encontré mi clase y repasé con un dedo tembloroso cada uno de los rostros de mis compañeros de clase hasta que me detuve en uno, espantado.
Había necesitado varios años de terapia superarlo, innumerables horas reposando la cabeza en los sillones de otros tantos psiquiatras infantiles, interminables noches en vela acosado por la misma pesadilla, atormentado por una imagen que no era capaz de eliminar de mi mente. Había desterrado aquel trágico momento, y ahora aquella imagen se mezclaba con la foto en la que reposaba mi dedo índice, hasta tal punto de superponerse la una sobre la otra. Aquellos ojos del anuario se difuminaban y cobraba vida aquella otra mirada congelada para la eternidad debajo del agua; y la sonrisa del retrato perdía su vitalidad enmarcada por unos labios amoratados e inertes.
Los tratamientos de choque y los medicamentos con los que me atiborraron habían conseguido que olvidara aquella estampa hasta el presente, pero nunca lograron liberar el bloqueo mental que me impedía recordar los minutos u horas previos a aquella desgracia: un compañero misteriosamente ahogado en la piscina del colegio.
Una lágrima regresó del remoto pasado, y retumbaron los ecos de los sollozos de todos los asistentes al funeral celebrado en la capilla, exequias previas a su consiguiente entierro. Levanté la yema del dedo y mencioné su nombre, hasta ahora relegado al olvido: Daniel. Aquello fue como pronunciar un conjuro, mediante el cual cayeron los muros de un pasado prefabricado. Los pilares de una infancia idílica se fueron derrumbando, entremezclándose con los pasajes de mi verdadera niñez; mi primer día en el colegio, mi gimoteo al desprenderme de la seguridad maternal, el niño jovial que me agarró la mano tratando de consolarme y con la intención de ser mi amigo, las primeras travesuras compartidas y los primeros castigos… Todas aquellas instantáneas iban configurando una vida distinta a la evocada.
Volví a rememorar los días siguientes al trágico suceso.
Ninguno de los indicios delataron mi culpabilidad en la muerte de Daniel y todo quedó en un dramático y desafortunado accidente. Pero sus miradas decían todo lo contrario, no en vano mi expediente distaba de ser precisamente impoluto. Sin embargo, nadie comprendía que Daniel había sido mi mejor amigo.
El sonido de mi móvil esta vez no fue de llamada entrante, sino que emitió el típico silbido que anunciaba la llegada de un mensaje.
“¿Al final has recordado, Javier?”
Yo había olvidado, pero quizás alguien lo seguía teniendo presente pese al paso del tiempo. ¿Por qué ahora, dieciocho años después?
“Es momento de hallar la verdad”, apareció otro mensaje a continuación. Inconscientemente reviví aquellas mismas palabras pronunciadas por otra persona y supe al instante a dónde debía dirigirme.
Mi mente estalló en un frenesí de imágenes que aparecían en mi memoria recomponiendo parte de mi pasado. Aquellos flashes de recuerdos invadieron la penumbra que durante muchos años habían habitado en mi alma. Un presentimiento aguijoneó mi instinto. Abrí el anuario y entre sus páginas busqué la fotografía del padre Damián. Allí estaba, junto a la piscina, con esa sonrisa cautivadora y benevolente que utilizaba para seducir la voluntad de todos cuantos le conocían. De repente, sentí como el filo de un témpano helado paralizaba mi respiración. Acerqué la imagen a mis incrédulos ojos todo lo que pude y después la alejé. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Sobre el agua azul flotaba algo de color parduzco que parecía hojarasca. Era evidente que la maleza había sido agrupada con la intención de formar letras. En concreto, podía leerse la palabra VERDAD.
—Es momento de hallar la verdad —regresó a mis oídos un consejo sepultado en mi inconsciente.
El ruido de un pestillo cerrando una cancela me sacó de mi abstracción. Levanté la vista de la publicación y la dirigí hacia el confesonario. Una mano, tan huesuda que parecía translúcida, me invitó a acercarme. Me aproximé lenta y pesadamente, como si los pensamientos, que había ocultado durante todos estos años me hubieran aplastado. No podía más. El castigo había sido excesivo y desmesurado. Me postré sobre la dura repisa que ofrecía el confesionario para arrodillarse. Una portezuela se abrió desde dentro del habitáculo.
—Te escucho —me susurró una voz desde el otro lado de la rejilla que nos separaba.
Intenté descubrir alguna característica que me fuera familiar en su fisonomía, pero la escasez de luz me lo impidió. En cambio, aquella voz casi femenina, me resultaba conocida.
— Yo no fui. Era mi amigo. Él siempre me ayudó en los estudios. A mí no me enfurecía que sacase mejores notas que yo, ni que se llevase los premios deportivos del colegio, sólo quería ser su amigo. Yo estaba muy orgulloso cuando delante de todo el mundo decía que yo era su gran amigo. No, nunca me fastidiaron sus bromas. Sé que algunos pensaban que yo era el lacayo de un tirano, pero no estaban en lo cierto. Fue mi mejor amigo.
—Es momento de hallar la verdad —me invocó la voz.
—Yo no fui. Era mi amigo —grité echándome a llorar.
—Busca en tu interior. Ha llegado el momento de hallar la verdad —insistió en un murmullo casi inaudible.
Busca en tu interior, busca en tu interior, reverberaba, una y otra vez, aquella frase dentro de mi cerebro. Y así estuve, durante un tiempo que no sabría precisar, hasta que por fin hallé la verdad.
Volví a sumergirme en mis recuerdos. Unos tan vívidos como si fuera ayer y otros, dispersos, nebulosos, como si hubieran sido enterrados en el fondo del mar para nunca más volver a ver la luz. Sin embargo, las palabras del cura me hicieron retrotraerme una vez más a mi época estudiantil, a los pasillos del San Agustín y a sus alumnos.
Clara, una muchacha tímida que pasaba fácilmente desapercibida entre el gentío, había sido amiga mía y de Daniel. Juntos habíamos formado un trío inseparable, justo hasta el año anterior a la muerte de mi amigo. Compartíamos clases, deberes y tardes de travesuras y juegos habituales en niños de siete años. No nos importaba el resto del mundo. Vivíamos encerrados en nuestra burbuja hasta que ésta estalló el día en que Clara nos anunciaba que trasladaban a su padre, militar, a un nuevo destino. Aquello significaba un adiós definitivo a todas nuestras aventuras y que Daniel y yo termináramos fortaleciendo aún más si cabe nuestra amistad.
Lloramos como descosidos, prometimos enviarnos cartas que nunca llegarían a su destino y, finalmente, el tiempo terminó enterrando su recuerdo. Como si nunca hubiera existido. Como si todo lo que habíamos vivido junto a ella fuera producto de nuestra imaginación. Un juego más en una tarde cualquiera de lluvia.
Ahora recordaba con más claridad aquellos días. El día que Daniel y ella se conocieron, cómo sus ojos conectaron desde el primer momento con un brillo peculiar en la mirada, cómo ella decía su nombre con esa inocencia que caracteriza a los niños, sin darse cuenta de lo que dejaba entrever. Un amor tierno, cálido, sin malicia.
Tal vez por el protagonismo que mi amigo suscitaba en ella y tal vez por la envidia que todo niño siente cuando no es el centro de atención, me integré rápidamente a su conversación. Desde entonces, muchas habían sido las aventuras que habíamos vivido durante todo aquel año. Aún ahora vienen a mi memoria, como si pudiera escucharlas, esas risas compartidas que nos hacían cómplices de alguna fechoría.
Sí, Clara se había marchado un año antes del colegio pero, aquel fatídico día, estaba allí, hablando con Daniel, envueltos en risas y juegos. Los descubrí cuando salí del aula donde llevaba media hora esperándole a él, a mi amigo inseparable del último año. Al parecer, pronto se había olvidado de mí.
Me acerqué y tiré del pelo a Clara. Ella era la culpable de todo. ¿Por qué había regresado? Daniel se interpuso para defenderla y me dio un empujón. La rabia se apoderó de mí y, acto seguido, nos enzarzamos en una pelea. No sé quién iba ganando o perdiendo, el intercambio de impactos se veía en mi mente con una densa capa de niebla, cómo en un televisor averiado. Pero, en algún momento, los golpes cesaron y sentí que mis pulmones se llenaban de líquido y el resto de mi ser se hundía. Estaba en la piscina, aturdido y sin saber cuál era el camino, hasta que una fuerza tiró de mí. Eran los brazos fuertes del padre Damián. Me sacó de allí y me llevó dentro. Después, descubrí que Daniel flotaba en esa misma masa de agua.
Volví a mirar el anuario, pero la palabra verdad que creí haber visto antes, se había desvanecido y la sonrisa del padre Damián ya no me resultaba tan cautivadora. Algo en mi cabeza, invadida por un dolor cada vez más intenso, me estaba jugando malas pasadas.
Sabía dónde debía dirigirme, lo había adivinado unos minutos antes, aunque los recuerdos me habían detenido. Tenía que salir de allí. Desanduve el camino realizado tiempo atrás, aunque no sabría decir cuánto tiempo, y salí al exterior. No había ni rastro de Tomás, ni de los niños, ni del sacerdote de la mano huesuda del confesionario, al que no pude contemplar el rostro. Lo que sí estaba era mi coche, perfectamente aparcado en la puerta, sin rastro de haber sufrido ninguna vicisitud. No estaba seguro de conservar las llaves y sentí un gran alivio al constatar que dormían en el bolsillo del pantalón. Monté en el vehículo y comprobé que arrancaba sin ningún problema. Mientras metía primera y ponía rumbo a mi destino comprobé, con sorpresa, que el agua de la botella que portaba habitualmente en el coche, y de la que bebía con asiduidad, se había vuelto turbia, tomando un color anaranjado. La acerqué a mi nariz, con el fin de confirmar mis sospechas: aquello contenía algo más que H2O. Desprendía un olor ácido y casi tuve que parar el automóvil, por la sensación de mareo y vértigo que me produjo. Faltaba la mitad del contenido. La otra parte reposaba en alguna zona de mi cuerpo.
Una vez más, el móvil volvió a sonar. Aún sin responder, podía adivinar que se trataba de aquel hombre que había estado jugando conmigo. Aquello era lo único que no encajaba en el puzzle. Todas las pistas señalaban a Clara como única culpable pero en cambio la voz que me devolvía el hilo telefónico no era la de una mujer.
Desconcertado y con las manos temblorosas, no acertaba a coger el teléfono. Tras varios intentos, pude sacarlo del bolsillo de la chaqueta y respondí la llamada.
-Enhorabuena Javier, ¿ya has adivinado quién soy? Aunque eso ya no importa, ¿verdad? –dijo con cierta ironía, sabiendo que mi vida pendía de sus manos-. Debes darte prisa si quieres seguir con vida. Ya has comenzado a sentir que tu cuerpo no responde todo lo bien que debería responder, tu visión comenzará a fallar si no lo ha hecho ya y tus extremidades terminarán paralizándose por completo hasta que ya no quede nada de ti.
Mientras oía sus palabras, empezaba a notar mi visión borrosa y aquello me asustó aún más. La justicia había tardado casi veinte años en llegar para mí pero hoy iba a cobrar todos mis pecados juntos y de golpe. Una mano invisible iba a ser la encargada de ser juez, jurado y también verdugo sin necesidad de mancharse.
Lamenté por enésima vez la estúpida pelea con Daniel que nos había causado a todos tanto dolor. Yo había tardado poco tiempo en pasar página, sin embargo, para el resto de gente su recuerdo permanecería vivo como el primer día. Entonces pensé que al igual que él, no podría despedirme de mi familia. Que jamás volvería a verlos.
Sentí como mi corazón se encogía dentro de mi pecho. No sabía si tenía algo que ver con el agua ingerida o si se trataba del sentimiento de culpabilidad que me inundaba. Mi propia estupidez había puesto en peligro la vida de Hugo. Lo único que temía más que perder mi propia vida era saber que mi hijo estaba en manos de aquel chiflado sediento de venganza.
El móvil seguía reproduciendo la voz de aquel condenado pero yo hacía rato que había perdido la conciencia. Mi mano había cedido ante la gravedad como un peso muerto y el teléfono se había deslizado de entre mis dedos hasta el suelo. Mi cabeza, abotargada, cayó sobre el respaldo del coche hasta que quedé finalmente inconsciente.
Los párpados abrasados e inflamados por el llanto me impedían acatar la orden que me obligaba a salir de mi letargo y las pocas fuerzas que me quedaban sólo me permitieron estirar el cuello como un animal moribundo que agudiza los oídos esperando escuchar el rastro de su manada.
- Ábralos despacio, debe estar muy aturdido todavía.
Por primera vez, la voz que me hablaba era serena y tranquilizadora. Una voz que no llegaba desde el otro lado del teléfono sino que estaba tan cerca que aún tardé unos segundos en reconocer el tono de mi secuestrador emocional, el sujeto burlón e inmisericorde que había estado durante todo el día manipulando mi destino y el de mi hijo. Me resistí.
- Javier, por favor – insistió.
Conseguí despegar mis párpados cargados de cemento cuando una luz parpadeante y cegadora me obligó a cerrarlos de nuevo. Escuché como apagaban un interruptor y volví al ejercicio de intentarlo de nuevo. “Abrir los ojos, sólo tengo que abrir los ojos”. Entre la nebulosa que envolvía el espacio, distinguí la figura de un hombre de pelo cano sentado ante mí. El doctor Brian. Me asusté y, al pretender levantarme para escapar de mi condena, caí al suelo. Incapaz de incorporarme, gatee sobre una alfombra de lana buscando desesperadamente entre los muebles borrosos del habitáculo un capazo que confirmara que Hugo estaba conmigo y a salvo.
- ¿Dónde está mi hijo? – balbuceé.
- Cálmese, Javier. Enseguida lo entenderá todo.
Sentí la fuerza de los brazos robustos del doctor Brian tirando de mí bajo las axilas y me dejé arrastrar hacia el sillón del que me había caído minutos antes. El doctor levantó suavemente con una mano firme mi barbilla y con la otra me obligó a ingerir un poco de agua. La escupí.
- ¿Dónde está mi hijo?
- Mire el último mensaje que ha recibido en su móvil.
Enfocando a duras penas la mirada conseguí leer un mensaje que Olga me había enviado a las 17.58. “Cariño, Hugo y yo vamos al Pinar de Antequera a casa de mis padres. Mamá quiere enseñarnos la rosaleda que acaba de plantar al lado de la piscina. No nos esperes para cenar, tomaremos algo en el Llantén.” Me estremecí. No era la primera vez que leía ese mensaje, ¡ya lo había leído!, pero ¿cuándo?... ¡Dios! ¿Qué estaba pasando con mi vida? ¿Qué diablos estaba pasando con mi vida?
- Acaba de someterse a una terapia de EMDR.
¿EMDR? Mi cerebro reaccionó en cuestión de segundos. EMDR: Eye Movement Desensitization and Reprocessing. Había tardado días en memorizar el significado de aquellas cuatro siglas antes de atreverme a llamar al número que aparecía en la publicidad de una revista con la foto del hombre que ahora estaba sentado frente a mí.
- ¿Sabe por qué está aquí? – preguntó el doctor Brian.
A marchas forzadas, mi mente fue reconstruyendo el proceso que me había llevado a la consulta de la calle Bailén. Unos días antes, Olga me había dicho que quería apuntar a Hugo a las clases de natación para bebés que impartían en su gimnasio acercándome entusiasta el folleto que explicaba todas las ventajas de la matronatación: “…iniciarse en el juego y el aprendizaje en el agua le otorgará beneficios cardiovasculares y respiratorios, aumento de apetito y estimulación muscular para el desarrollo de las habilidades motoras…”.
- Sobre todo…- había dicho mi mujer haciendo una pausa y con una sonrisa llena de picardía-, para estar tranquilos cuando dejemos a Hugo en el Pinar con mis padres este verano si nosotros nos escapamos una semana…Ya sabes lo traicioneras que son las piscinas, todos los años hay noticias de ese tipo en los periódicos.
Con la excusa de ajustar números para saber si nos podíamos permitir las clases de natación, me fui al despacho y cerré el pestillo por dentro. Abrí el folleto con manos temblorosas y mi mirada se perdió en la foto de los bebés chapoteando en el agua azul. En ese preciso momento, con el rostro abrasado por las lágrimas, entendí que no podía dejar que la muerte de Daniel siguiera marcando las pautas de mi vida, porque ese día era la posibilidad de unas clases de natación, pero mañana sería el momento en el que Hugo entrara en el colegio, y pasado mañana, el día en el que me presentara a un niño de su clase como su mejor amigo. Doblé el folleto y saqué de un cajón la revista en la que había leído por primera vez la técnica que aplicaba el doctor Brian. Hacía tiempo que había rechazado las visitas al psiquiatra y al psicólogo, pero esto parecía distinto: “EMDR: la nueva terapia para la transformación de recuerdos traumáticos. De forma revolucionaria, ayuda a liberar la mente y el corazón cuando el origen de la conducta disfuncional está en incidente traumáticos del pasado”.
- Javier, - la voz del doctor me sacó del ensimismamiento- la terapia, a través de movimientos rápidos de los ojos motivados por una luz intermitente, trata de abordar pensamientos traumáticos que nos impiden avanzar. El episodio de la muerte de Daniel quedó congelado en su cuerpo y en su mente y estaba atrapado en el recuerdo desde hace tres décadas. Las dos horas que hemos dedicado a reconstruir lo que ocurrió ha provocado en usted un mecanismo que activa sus redes neurológicas para ayudarle a procesar qué pasó y por qué pasó.
Me sobresalté. ¿Dos horas? ¿Dos horas en esta consulta? ¿Dónde estaba entonces la desaparición de Hugo, el accidente, la grúa que había venido a buscarme, la visita al colegio San Agustín, el viejo anuario del 85-86, dónde estaban? ¿Dónde estaba Clara? ¿Dónde Daniel?
- No se angustie. El colegio de su infancia, sus compañeros, el viejo anuario, Clara, Daniel, la piscina, la pelea…Todo estaba dentro de usted y lo único que ha hecho ha sido someterlo a un procesamiento acelerado de información. Yo contestaré a sus preguntas, pero respóndame antes a la más importante: ¿por qué murió Daniel, su mejor amigo?
No titubeé. Por primera vez en mi vida, no titubeé.
- Caímos juntos al agua. El padre Damián consiguió sacarme a mí. Sólo a mí.
El doctor Brian se quitó las gafas y, mientras las limpiaba con la tela de su bata, dijo con calma:
- Pregúnteme ahora lo que quiera.
- ¿Por qué ha desaparecido mi hijo?
- Hugo no ha desparecido, está con sus suegros y su esposa. Es su mente la que le hizo desaparecer como reacción ante el miedo a la pérdida. Perdió lo que más quería, Daniel, y Hugo es ahora lo que más quiere. Es sólo la traducción de sus miedos.
Podía ser, me aferré a la respuesta del doctor como a un hilo que sujetaba mi última esperanza. Desee con toda mi fuerza que fuera una certeza, pero sabía que había otras cuestiones por resolver.
- Si sólo he estado aquí dos horas, ¿qué he hecho durante todo el día? –pregunté.
- Lo de siempre, Javier. Se ha levantado, ha llevado a Hugo a la guardería y se ha marchado a trabajar. Antes de las 18.00 ha recibido el mensaje de Olga y me ha confesado haberse quedado tranquilo, porque ella no sabía que usted estaba aquí. Ha leído el mensaje en alto delante de mí antes de comenzar la terapia.
Hice una pausa. Me pasé la mano por la frente y a la arrastré hacia mi cuello acariciando mi cabeza rapada. Rocé la coronilla suave y resbaladiza y mis dedos tocaron el rastro de la herida que me había hecho por la mañana antes de salir de casa con Hugo hacia la guardería. Respiré profundamente y al expulsar todo el aire que mis pulmones habían sido capaces de abarcar, volví a recordar la voz macabra que había martilleado mi conciencia o mi inconsciencia durante todo el día.
- ¿Por qué me ha manipulado y maltratado como a una marioneta, por qué ha sido usted tan cruel conmigo con sus estúpidas llamadas telefónicas?
- Sólo he sido su guía, Javier. Hablándole desde esta butaca en la que me ve sentado ahora, le he ido llevando por los recuerdos a los que usted necesitaba acudir.
Me levanté despacio, me puse la chaqueta y le tendí la mano. Ya en el descansillo, justo antes de despedirme del doctor Brian para siempre, tuve tiempo de hacerle una última pregunta.
- ¿Qué debo hacer ahora?
- Minimice riesgos. No hable de lo que ha ocurrido hasta que no se sienta profundamente tranquilo y reconciliado con su pasado. Aún está muy alterado, pero verá como, como el paso de los días, va llegando la calma que tanto tiempo ha anhelado. Cuando se sienta con fuerzas, compártalo con Olga. Hágala su cómplice. Ya no tiene nada que temer.
Al salir del portal me dirigí hacia mi coche, aparcado, sin ningún rasguño, frente al hotel Felipe IV.
Inmóvil frente a la puerta de casa, solo pienso en meterme en la cama. Todavía no son las nueve de la noche, pero mi instinto me dice que es lo mejor que puedo hacer para poner punto final a esta aciaga y agónica jornada marcada por una interminable concatenación de desmesuradas desgracias. Olga y Hugo aún no han llegado a casa, lo cual agradezco; no quiero que me vean llorar. Me tiemblan las manos. Tengo que tranquilizarme, ya casi estoy a salvo.
O eso creo.
Me paraliza el sonido de la puerta al cerrarse a mi espalda. Cierro los ojos, aprieto los puños y me preparo para lo peor. El corazón no late. Inesperadamente, nada sucede y, encogido en mí mismo, saco fuerzas para avanzar timorato por el pasillo. El dormitorio está arriba; sin embargo, tengo que evitar las escaleras a toda costa.
–Minimizar riesgos –balbuceo insistentemente con voz trémula.
Por unos instantes, me debato entre la posibilidad de encerrarme en la despensa o arriesgar mi vil existencia iniciando el ascenso, pero me veo tropezando con el antepenúltimo peldaño, caer rodando hasta aterrizar con los incisivos y partirme la columna con un único crujido, cual rama seca. Finalmente, exprimo mis últimas reservas de serenidad y, aun sabiendo que me estoy jugando el pellejo, decido tumbarme en el sofá y dejarme arrastrar por funestos recuerdos recién horneados.
Como un día cualquiera, me levanté a las 7:10 sin necesidad de despertador y, como cualquier otro día, bajé a la cocina para preparar el desayuno; mientras, Olga activaba sus funciones elementales bajo la ducha y Hugo estimulaba su apetito bajo las sábanas. Las primeras luces del día en Valladolid revelaban un cielo gris ceniza, torvo y amenazador, pero no supe leer desventura alguna en aquel presagio. El borboteo del café y su estimulante aroma me sacaron del trance. Me serví en mi taza de desayuno de color verde contenedor, lo corté con un chorrito de leche desnatada y eché las tres sacarinas. En el primer contacto con los labios, se me arrugó la cara y aparté ese brebaje de mí como si se tratara de un bebedizo magnicida. Ante tal rareza, quise cerciorarme bajo el dictamen de otro de los sentidos y examiné el contenido visualmente: color ordinario, pero sin rastro de emanaciones humeantes; extraordinario. Toqué de nuevo el recipiente y hasta introduje el dedo índice en su interior. No había lugar a dudas. El café estaba totalmente frío a pesar de que lo acababa de servir directamente de la cafetera. Dejé la taza sobre la encimera y, todavía descompuesto por aquel enigma, me dirigí al baño. Al cruzarme con Olga en las escaleras, me regaló un «buenos días» y un niño de ocho meses recién despertado.
–Ya se ha cepillado el biberón. Ponle la ropa –me indicó–, te la he dejado preparada en el baño. Hoy tengo que llegar pronto y no quiero pillar el atascazo del colegio San Agustín –se justificó con un beso en la boca.
No hice ninguna observación y, aunque no mencionó que el pañal había sobrepasado su límite de absorción, cumplí mi cometido. Ya vestido, dejé a Hugo en el suelo y le rodeé de juguetes buscando proporcionarle una sobredosis de entretenimiento. Procedí entonces con el ritual que precede al rapado de la cabeza y, a falta de espuma de afeitar, tiré de jabón de manos. Tocaba estrenar cuchilla, algo que nunca debí hacer si hubiera hecho caso a los signos premonitorios que lo desaconsejaban.
Cuchilla nueva, más cabeza enjabonada, más niño de ocho meses enredado en mis pies, igual a tira de cuero cabelludo de unos tres centímetros de largo por uno de ancho flotando en el agua del lavabo. Y sangre, mucha sangre.
Por suerte, Olga aún estaba en casa.
Mi chica nunca estudió enfermería, así que no pude recriminarle el método que encontró para contener la hemorragia antes de irse: una superposición de gasas y vendas que iban ganando altura en la zona afectada, la coronilla. Deficientemente rapado, escasamente afeitado, medianamente duchado y precipitadamente vestido, traté de serenarme. Mientras, Hugo, ajeno a tanta fatalidad, me miraba buscando las clásicas estupideces verbales de un padre primerizo; no las encontró, ni yo la llave del coche, oculta, cobarde, en lo más recóndito del bolsillo de mi americana. Demasiados minutos después, escocido y azorado por las prisas, no me percaté de que había empezado a llover de camino al coche.
Pavimento mojado, más zapatos de suela lisa, más apremio desenfrenado, igual a resbalón inevitable y golpe en la rodilla mala. Y dolor, mucho dolor.
Por suerte, no llevaba a Hugo conmigo.
Tras aliviarme con una inagotable retahíla de blasfemias e improperios, conseguí subirme al vehículo y, cuando miré por el retrovisor, me percaté de dos cosas: que tenía un aspecto chocarrero rayano en lo grotesco con aquella borla sanguinolenta coronando mi cabeza, y que mi hijo seguía esperando su turno de embarque en el recibidor de casa. Me despojé del apósito e hice el camino de ida y vuelta aguantando estoicamente los aguijonazos que me causaba cada gota de lluvia que caía sobre mi despellejada cabeza. Hugo debió de detectar cierto malestar en mi tono de voz, o quizá fuera por mi rostro desencajado, porque no tardó en romper a llorar como si tuviera hambre. El habitáculo amplificaba los sollozos y chillidos de mi infante pasajero alimentando así mi desasosiego. Apreté con fuerza los párpados y, reteniendo aire en mis pulmones, metí marcha atrás y solté el embrague.
Distracciones visuales, más distracciones auditivas, más dolor a discreción, igual a forzoso accidente en forma de impacto contra la puerta del garaje que había olvidado abrir. Y frustración, mucha frustración.
Por suerte, Hugo llevaba puesto el cinturón, pero a mí no me había dado tiempo y mi cuello lo pagó caro.
Miré el reloj del coche: las 8:36. Todavía tenía que conducir los catorce kilómetros que me separaban de la guardería del niño en Huerta del Rey antes de acudir en hora a mi puesto de trabajo. En aquel momento, se me escapó la primera lágrima del día; no sería, ni mucho menos, la última.
Juro por lo más sagrado de mi vida, el lactante desconsolado del asiento trasero, que nunca había renegado de la decisión que Olga y yo tomamos trece meses atrás, cuando ilusionados con la búsqueda de un sitio idílico para nuestro futuro hijo, nos desplazamos a las afueras de la ciudad, atraídos por el anuncio de aquella famosa urbanización de chalets individuales de Boecillo. Catorce kilómetros no son nada, nos convencimos ambos, a cambio de una casita de dos alturas, garaje propio con capacidad para dos coches, piscina y un jardín ideal para ver corretear a nuestro pequeñín en un par de años.
Traté de sofocar el llanto inconsolable de Hugo, acunando su ligero cuerpo convulso, acentuándose con cada bamboleo el dolor punzante e insoportable de mis cervicales. Arranqué el coche minutos después, con Hugo plácidamente adormecido en su capazo. Había asumido que llegaría tarde a la guardería y tarde a mi trabajo, pues resultaba imposible recorrer el trayecto en apenas diez minutos sin saltarme todas las normas de circulación.
En pleno atasco de la rotonda de San Agustín, desesperado, aproveché para enviar un mensaje al móvil de Olga procurando no preocuparla, notificándola que había dejado como de costumbre sin problemas al niño en la guardería, y que yo ya estaba en mi mesa de trabajo. Pocas horas más tarde me arrepentiría de haber utilizado semejante triquiñuela.
Parpadeaban las 9:31 h. en el panel del coche, al mismo tiempo que a su lado se iluminaba un testigo que no logré reconocer. Aún me encontraba parado en un semáforo a la altura del viejo cuartel de Farnesio, escenario que aparecía en todas las batallitas que mi padre relataba de su añorada mili. Fue la única mueca de alegría que se dibujó en mi rostro durante toda la jornada. Resté importancia a la indicación luminosa, prometiéndome pasar por el taller en cuanto tuviese tiempo.
Continué con mi itinerario, dispuesto a depositar lo antes posible al pasajero durmiente en la guardería, pero mi automóvil se quedó clavado subiendo el Arco de Ladrillo.
Al minuto siguiente el colapso era tremebundo, con bocinazos estentóreos e imprecaciones derivadas de los nervios que el embotellamiento ocasionaba en los apresurados conductores. Al unísono noté vibrar el bolsillo izquierdo de mi americana, inaudible la melodía que acompañaba dicho temblor. Si hubiese asimilado la serie de vicisitudes y desatinos acontecidos en el breve transcurso del día, jamás hubiera atendido aquella llamada.
La caótica situación, así como el poderío de los pulmones de Hugo volviendo por sus fueros, me llevaron a atender la llamada sin fijarme en el número de la pantalla, aunque carecería de importancia, pues como comprobaría a lo largo del día todas las comunicaciones tendrían la misma procedencia: “número privado”.
- No se preocupe, amigo, en breve llegará una grúa para socorrerle y remolcar su automóvil-, me notificaba una voz desconocida al otro lado del teléfono.
- ¿Quién es usted? ¿Cómo sabe…? – las palabras se atropellaban en mi mente, sin saber cómo ordenarlas para interrogar a aquel individuo acerca del certero conocimiento que atesoraba de mi peculiar tesitura.
- Supongo que no ha tenido un buen comienzo de día-. Acompañaba la frase una risilla malévola que me dejó aún más aturdido.
Ser impulsivo es una virtud que favorece el devenir personal y profesional de todo ser humano, pero el día en el que todos los astros se confabulan en contra de uno, ese impulso se convierte en inconsciencia y temeridad. Precisamente esa falta de juicio fue la que me expulsó de mi asiento, con el móvil en la oreja, tratando de mantener la conversación, a la vez que iba pasando alrededor de los coches que se amontonaban en hilera detrás del mío, con la intención de encontrar entre ellos al jocoso y enigmático interlocutor que me hablaba.
La enajenación pasajera, sumada al descuido, hizo que me colara entre los vehículos que pasaban lentamente por el carril izquierdo, uno de los cuales no pudo esquivarme ni frenar a tiempo, con el consiguiente topetazo y mis posaderas aterrizando sobre el asfalto mojado. El golpe me devolvió súbitamente a la realidad y recogí el móvil, con la batería desarticulada a un palmo de distancia. No con poco esfuerzo me incorporé, palpé mis pantalones rasgados y me dirigí de vuelta al coche, recordando que allí había dejado a mi primogénito berreando sin consuelo.
De regreso tuve que soportar las increpaciones de algunos conductores, mientras que otros me contemplaban bien anonadados, o bien indiferentes. Ya a la altura de los cristales traseros, moteados por la lluvia derramada de aquellas nubes plomizas que coronaban la ciudad, sentí que algo no encajaba. Abrí la puerta de atrás y mi cuerpo quedó paralizado al contemplar atónito el capazo vacío.
Confundidas con las gotas de lluvia que resbalaban por mis mejillas, se deslizaron las siguientes lágrimas del día.
Las nubes que cubrían el cielo de Valladolid en aquel momento eran blancas como el algodón, en comparación con las que se agitaban en mi interior.
Me quedé paralizado, sin poder moverme, allí de pie, observando el interior de un coche que estaba vacío. Y seguidamente, la desesperación y el pánico se apoderaron de mí, manejándome como si fuera una marioneta. Me abalancé hacia el capazo vacío, para comprobar que realmente mis ojos no me estaban jugando una mala pasada. Pero no lo hacían, estaba vacío.
Busqué por todos los rincones posibles, frenético, a pesar de saber que era imposible encontrar a Hugo debajo de la alfombrilla del coche.
Con la vista nublada por las lágrimas, me giré y contemplé mi alrededor, escuchando el ritmo frenético de mi corazón.
- ¡¡Hugo!! –exclamé con fuerza.
De pronto, me sentí como si estuviera perdido en la más absoluta soledad, y no pudiera hacer nada para salir de ahí. Porque no había dirección posible que tomar.
- ¡¡Hugo!! –repetí, aún con más fuerza.
Volví a girar sobre mí mismo, hasta que por fin estuve otra vez frente al coche vacío. Un vacío que me golpeó como si fuera la primera vez que lo veía.
¿Quién podría querer llevarse a mi hijo? ¿Por qué alguien me haría algo así?
Lancé un grito de auténtica desesperación, y me llevé las manos a la cabeza, a la vez que cerraba los ojos con fuerza. Pegué un fuerte golpe a la carrocería del coche, como si eso fuera a sacarme de esa horrible pesadilla.
Con las manos temblorosas, traté de colocar la batería del móvil, maldiciendo en voz baja. Jamás me había sentido tan inútil, tan torpe y tan lento.
Me sentí aliviado al ver que funcionaba y que tenía la posibilidad de llamar… ¿a quién? El rostro de Olga apareció frente a mí, enfadado por no haberla avisado de lo que ocurría. Pero, ¿cómo iba a llamar a mi mujer para decirle que nuestro hijo había desaparecido del coche, si tan solo hacía unos minutos, le había dicho que ya estaba en la guardería?
No tuve que pensarlo más, porque en cuanto miré la pantalla, ya había tecleado 112, y era tarde para echarse atrás.
Me llevé el aparato a la oreja, mientras mis piernas y mis manos temblaban como si fueran gelatina, y suspiré al oír los pitidos. Y cuando alguien al otro lado de la línea descolgó el teléfono, me dispuse a contar lo sucedido, y a pedir ayuda urgente. Pero ni siquiera pude empezar. Porque una voz desconocida, con un ligero tono burlón, dijo algo muy distinto de lo que yo esperaba.
- Llamar a la policía no creo que sea lo más correcto, dado que yo soy la única persona que puede ayudarte a encontrar lo que has perdido.
- ¿Dónde está mi hijo, malnacido?- espeté en pleno arrebato de histeria.
Una carcajada socarrona, que congeló mi arrebato inicial, fue el preámbulo de la perorata del misterioso sujeto que se había colado furtivamente en la conversación telefónica.
- No sé dónde se encuentra su hijo, pero le repito que yo tengo la llave para encontrarle. Ahora bien, hallarle sólo depende de usted. Como le anticipé, una grúa acudirá en breve a remolcar su coche. No haga más tonterías. – y de nuevo aquella hilaridad que no lograba comprender; aquel tipo disfrutaba con mi desgracia.- Puede darse la circunstancia de que aparezca la policía, no lo descarte. En tal caso intente deshacerse de ellos lo más rápido posible. Recuerde, ante todo suba a esa grúa.
Por extraño que parezca y con la impotencia de quien tiene las manos atadas ante una avalancha de golpes, caí derrotado en el asiento trasero del coche, al lado del huérfano capazo, esperando que la anunciada grúa apareciese. No tuve que aguardar demasiado, puesto que a los pocos minutos, el vehículo de asistencia aparcó delante de mi automóvil. Se abrió la puerta y descendió un tipo orondo, embutido en una cazadora de color caqui y unos pantalones deficientemente sujetos por el cinturón, provocando que tuviese que subírselos a cada paso. En silencio, comenzó a realizar los preparativos de remolcado, sin dirigirse en ningún momento a mi persona, ni hacer preguntas ni pedir papeles ni explicaciones.
Terminada la tarea, con un inapreciable movimiento de cabeza, tan sutil que no lo hubiese advertido de no ser por la curiosidad que el individuo en sí me causó, me conminó a subir a la grúa. Nunca antes había subido a un vehículo de aquella altura y la inexperiencia, más unas piernas aún trémulas y una rodilla todavía dolorida, dio como resultado un tropezón inapropiado y un impacto seco en toda la cara, que originó que me hincase los dientes contra la parte interior de los labios. En un segundo intento conseguí alzar mi cuerpo y sentarme en el asiento del acompañante, con un pañuelo en la boca, en el que estampé el reguero de sangre que comenzaba a fluir de la misma.
Bajamos el Arco de Ladrillo en dirección al Paseo Zorrilla, pero giramos en la primera rotonda. Volvimos a pasar, esta vez por el carril contrario, por la zona del incidente, que poco a poco se iba descongestionando. Casi al mismo tiempo nos cruzamos con otra grúa que pasaba al lado, aminorando la velocidad, y cuyo operario examinaba el lugar, como si estuviese intentando localizar algo que debería encontrarse en aquel emplazamiento.
Una extraña sensación, unida a una mueca de la voluminosa figura que sujetaba el volante, semejante a una sonrisa, me confirmó que había tomado la grúa equivocada.
— ¿Adónde vamos? —pregunté al observar que salíamos de la ciudad.
No hubo respuesta, ni tan siquiera una mueca que me permitiera entrever qué intenciones llevaba aquel individuo de aspecto grasiento y taciturno.
— ¿Adónde me lleva? —insistí procurando utilizar un tono de voz tranquilo y cordial—. Voy a hacer una llamada con el móvil que tengo en el bolsillo del pantalón —comenté temiéndome que reaccionara de forma violenta. Mi hijo ha desparecido. Es tan sólo un bebé. No me preocupa en absoluto la avería del coche.
Nada modificó el semblante de aquella mole. Intenté marcar el 112, pero un giro brusco y mis temblorosos dedos permitieron que se me escurriera de las manos. Me agaché para recogerlo, pero un repentino frenazo hizo que mi cabeza se golpeara contra el salpicadero.
—Baje —me ordenó abriendo mi puerta sin moverse de su asiento.
No debí de reaccionar tan rápido como él deseaba porque me dio un empujón y me tiró afuera. Arrancó el motor y se dio a la fuga con mi coche. Caí de costado sobre un suelo de grava, pero con el teléfono asido fuertemente. Me levanté y me disponía a teclear el número de emergencias, cuando advertí que había recibido un montón de mensajes. El pulso se me aceleró mientras el corazón golpeaba con fuerza mis costillas, ¿y si habían intentado contactar conmigo? El cargante dolor de cabeza pasó a ser insoportable cuando comprobé que todos los envíos procedían de Olga. Traté de comunicarme con ella, pero fue imposible. Me había quedado sin cobertura. De repente, me fijé en el blanquecino edificio que tenía ante mí. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Estaba en el colegio San Agustín, mi colegio, aquella institución en la que había pasado los años más divertidos de mi infancia y juventud. Me dirigí con paso presuroso hacia el interior para pedir ayuda. Subí las escaleras que guiaban hacia el vestíbulo y empujé la pesada puerta. No se abrió. Puse las manos a modo de prismáticos y las apoyé sobre las rejas que protegían el vidrio del portón. Varios niños jugaban en el hall, y posiblemente, si no me hubiera dado aquel arrebato de locura al ver que vestían como en los años 70, habría podido comprobar que el más penetrante de los silencios había invadido un espacio que siempre fue ensordecedor. Nada reflejó el cristal, pero alguien apoyó su mano sobre mi hombro.
- ¿Qué haces aquí afuera, malandrín? – aquella voz ronca y quebradiza, así como el peculiar apelativo que me dirigía, me devolvieron a otra época de mi vida.
Presa del desconcierto no osé siquiera girarme, por lo que no percibí como la artrítica mano del extraño personaje se abalanzaba hacia mi oreja izquierda.
- Te dije que la próxima vez que te pillase jugueteando fuera te llevaría al despacho del director.
La punzada que me provocaba el pellizco en el lóbulo hizo que mi cuerpo se encorvara. De soslayo me pareció identificar al viejo conserje del colegio, Tomás, pero de aquello hacía tanto tiempo… Sin pensarlo, pisoteé su pie derecho y aprovechando su lastimero quejido, liberé mi oreja y salí corriendo tratando de despistar a aquel sujeto, tal y como recordaba haber hecho muchos años antes en distintas circunstancias. Aún no sé de dónde saqué las fuerzas suficientes para mover mi maltrecho cuerpo y dar esquinazo a mi perseguidor, del cual estuve escuchando durante muchos metros su aliento contra mi nuca.
Al final me encontré a salvo en un rincón del colegio, casualmente el mismo escondrijo que me funcionara como refugio antaño. El sonido de mi móvil me sobresaltó, descolgando al instante, por temor a ser descubierto. Ansiaba oír la voz añorada de Olga y confesarle mi desasosiego, pero mis deseos no se hicieron realidad.
- ¿Le asusta su pasado? - por tercera vez, en apenas unas horas, escuché aquella sonora risotada que me martilleaba la cabeza.
- Definitivamente no entiendo este macabro juego – le respondí todavía jadeando por el esfuerzo de la carrera.
- Tenga paciencia, lo está haciendo muy bien. Ha llegado al lugar adecuado. Ahora acérquese hasta la capilla, quizás allí encuentre más respuestas. Pero tenga cuidado no le alcance antes Tomás. Como bien recordará tiene muy malas pulgas…
No tuve tiempo de rebatirle, pues colgó sin esperar mi réplica. Debía llegar hasta la capilla, pero necesitaba descubrir el modo de acceder adentro. Había comprobado que la puerta de entrada estaba cerrada. Examiné detalladamente todas las ventanas del piso inferior, pero no hallé ninguna abierta. Me desplazaba con sigilo para no delatar mi presencia al viejo conserje. Miré alrededor y vi en el suelo unas piedras. Sin recapacitar ni calibrar futuras consecuencias, agarré una de ellas y procedí a estrellarla contra una de las ventanas. Si hubiese roto en alguna otra ocasión un cristal a poca distancia, hubiera sabido que el golpe produce en la mano que sujeta la piedra unas cuantas laceraciones, máxime cuando la piel no está convenientemente protegida.
Tras comprobar los sanguinolentos cortes, me aseguré de no haber llamado la atención de nadie y giré la manilla, hasta abrir por completo la ventana. Me lancé al interior del edificio y una vez dentro comprobé que me encontraba en el pasillo principal. Aún recordaba cómo llegar a la capilla, aunque no hizo falta recurrir a mi memoria, pues me bastó con seguir el rastro del llanto cercano de un bebé.
Si de algo estaba seguro, era que el llanto que reverberaba por el pasillo era inconfundiblemente el de Hugo. Para quien aún no ha saboreado las mieles -y desgraciadamente según comprobé por primera vez en ese aciago día, también las hieles- de la paternidad o maternidad, el llanto de un niño suena de manera idéntica al de cualquier otro niño. Es sólo eso, un pequeño anónimo, sin nada que lo personalice. Un sonido molesto que emerge del fondo de un cochecito; una presencia ajena que hay que tolerar con fingida cortesía en el autobús o en la cola de un establecimiento; en resumen, un extraño esbozo de alguien que probablemente nunca tenga relevancia en nuestra vida. Antes de que naciera mi hijo, yo también viví esa sensación, por eso sé de qué hablo. Pero cuando en algún momento en el que -bien voluntariamente, o bien porque la vida te pille en un renuncio- te encuentras con una criatura que da sentido al hueco entre tus brazos, junto a él nace una capacidad desconocida e inmensa para reubicar el centro del sistema solar en ella. Se desarrolla una capacidad para identificarlo entre miles, entre millones, quizás. Percibes estímulos inauditos y jamás imaginados en tus sentidos. Su olor blando, el tacto de su piel incluso sólo con mirarlo; el llanto que te eriza el vello si te sabes cerca y lejos a la vez.
Desconocía el tiempo y sobre todo el lugar en el que el viejo Tomás reaparecería de sopetón, hecho que me parecía bastante más que probable, dada la quietud del pasillo en una hora ajena al horario escolar habitual. Con la espalda pegada a la pared, conteniendo la respiración y premura de mis pasos, fui acercándome con sigilo hacia la capilla, tratando de no hacer ningún gesto o ruido que pudiera delatar mi presencia. Hugo seguía llorando, y deseé en lo más profundo que no dejara de hacerlo, puesto que constituía mi único hilo de Ariadna para escapar con él en brazos de ese laberinto. Estaba ya a pocos metros de la capilla, cuando algo llamó poderosamente mi atención. Poco antes de llegar a la puerta, oculto a medias entre las plantas ornamentales que no faltan en casi ningún pasillo de colegio, se entreveía un bulto de tamaño medio. Convencido de que se trataba de Hugo y que por fin podría cubrirle de besos y escapar corriendo de ese lugar de pesadilla, me abalancé sobre él. Mi ilusión se topó con el tacto frío de algo parecido al cartoné. Era un anuario, un viejo anuario que lucía en portada la fecha del curso 1985-1986.
Simultáneamente, el llanto de Hugo cesó. Alertado por esa nueva señal, corrí hacia el interior de la capilla, deseando que llorase de nuevo, que me hiciera saber dónde estaba. En vano, La capilla estaba vacía y allí dentro, una vez más, sonó mi maldito móvil.
Ahí estaba otra vez el número privado, la pesadilla que me estaba acompañando en el peor día de mi vida. Como si leyese mis pensamientos, la voz que respondió al otro lado del móvil inquirió:
–¿Ha experimentado alguna vez el infierno en vida, Javier? Yo sí, y se lo debo a usted.
Durante los siguientes minutos proferí una sarta de palabrotas contra aquel malnacido, hasta que la histeria que me había poseído acabó licuándose en llanto.
–Por favor, si sabe dónde encontrar a mi hijo, dígamelo –supliqué entre sollozos–. ¡Solo es un bebé!
Pero al otro lado de la línea ya no había nadie.
Fue entonces cuando me di cuenta de que me había llamado por mi nombre: Javier. ¿Sería posible que aquel despliegue dantesco fuese la obra de alguien que me conocía y que buscaba vengarse de un modo tan cruel como retorcido? Tendría que rendirme a la evidencia de que así era.
Observé la capilla en la que me encontraba. Aquel psicópata había mostrado gran interés en conducirme hasta allí. ¿Qué había sucedido en la capilla y qué relación tenía con mi verdugo? Cierto es que, de pequeño, yo no había sido precisamente un niño tranquilo; frecuentaba los pasillos casi con tanta asiduidad como las clases, porque me echaban por reír, distraerme y gastar bromas a mis condiscípulos. Pero eran novatadas inocentes, no recordaba haber hecho nada terrible. ¿En la capilla? Bueno, en la capilla también salía a relucir mi vena camorrista, e incluso el pobre cura interrumpía las homilías para echarme de la misa. Sí, reconozco que hasta que Olga llegó a mi vida, he sido un caso de los que llaman “perdido”. Pero había cambiado: ella había sabido bucear dentro de mi alma y rescatar mi verdadero yo. Los demás, sin embargo, puede que se hubieran quedado en la superficie de aquel niño díscolo. ¿Habría torturado el alma sensible de algún niño durante mi estancia en el colegio de un modo que yo desconocía?
Recordé entonces el anuario que había encontrado en el pasillo y regresé para cogerlo, seguro de encontrar alguna pista más tangible. Pasé las hojas con nerviosismo, buscando mi rostro impúber entre las caras sonrientes de los niños que posaban en la foto. En el curso 1985-1986 yo tenía ocho años, así que estaba entre las fotos de grupo de tercer curso. Encontré mi clase y repasé con un dedo tembloroso cada uno de los rostros de mis compañeros de clase hasta que me detuve en uno, espantado.
Había necesitado varios años de terapia superarlo, innumerables horas reposando la cabeza en los sillones de otros tantos psiquiatras infantiles, interminables noches en vela acosado por la misma pesadilla, atormentado por una imagen que no era capaz de eliminar de mi mente. Había desterrado aquel trágico momento, y ahora aquella imagen se mezclaba con la foto en la que reposaba mi dedo índice, hasta tal punto de superponerse la una sobre la otra. Aquellos ojos del anuario se difuminaban y cobraba vida aquella otra mirada congelada para la eternidad debajo del agua; y la sonrisa del retrato perdía su vitalidad enmarcada por unos labios amoratados e inertes.
Los tratamientos de choque y los medicamentos con los que me atiborraron habían conseguido que olvidara aquella estampa hasta el presente, pero nunca lograron liberar el bloqueo mental que me impedía recordar los minutos u horas previos a aquella desgracia: un compañero misteriosamente ahogado en la piscina del colegio.
Una lágrima regresó del remoto pasado, y retumbaron los ecos de los sollozos de todos los asistentes al funeral celebrado en la capilla, exequias previas a su consiguiente entierro. Levanté la yema del dedo y mencioné su nombre, hasta ahora relegado al olvido: Daniel. Aquello fue como pronunciar un conjuro, mediante el cual cayeron los muros de un pasado prefabricado. Los pilares de una infancia idílica se fueron derrumbando, entremezclándose con los pasajes de mi verdadera niñez; mi primer día en el colegio, mi gimoteo al desprenderme de la seguridad maternal, el niño jovial que me agarró la mano tratando de consolarme y con la intención de ser mi amigo, las primeras travesuras compartidas y los primeros castigos… Todas aquellas instantáneas iban configurando una vida distinta a la evocada.
Volví a rememorar los días siguientes al trágico suceso.
Ninguno de los indicios delataron mi culpabilidad en la muerte de Daniel y todo quedó en un dramático y desafortunado accidente. Pero sus miradas decían todo lo contrario, no en vano mi expediente distaba de ser precisamente impoluto. Sin embargo, nadie comprendía que Daniel había sido mi mejor amigo.
El sonido de mi móvil esta vez no fue de llamada entrante, sino que emitió el típico silbido que anunciaba la llegada de un mensaje.
“¿Al final has recordado, Javier?”
Yo había olvidado, pero quizás alguien lo seguía teniendo presente pese al paso del tiempo. ¿Por qué ahora, dieciocho años después?
“Es momento de hallar la verdad”, apareció otro mensaje a continuación. Inconscientemente reviví aquellas mismas palabras pronunciadas por otra persona y supe al instante a dónde debía dirigirme.
Mi mente estalló en un frenesí de imágenes que aparecían en mi memoria recomponiendo parte de mi pasado. Aquellos flashes de recuerdos invadieron la penumbra que durante muchos años habían habitado en mi alma. Un presentimiento aguijoneó mi instinto. Abrí el anuario y entre sus páginas busqué la fotografía del padre Damián. Allí estaba, junto a la piscina, con esa sonrisa cautivadora y benevolente que utilizaba para seducir la voluntad de todos cuantos le conocían. De repente, sentí como el filo de un témpano helado paralizaba mi respiración. Acerqué la imagen a mis incrédulos ojos todo lo que pude y después la alejé. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Sobre el agua azul flotaba algo de color parduzco que parecía hojarasca. Era evidente que la maleza había sido agrupada con la intención de formar letras. En concreto, podía leerse la palabra VERDAD.
—Es momento de hallar la verdad —regresó a mis oídos un consejo sepultado en mi inconsciente.
El ruido de un pestillo cerrando una cancela me sacó de mi abstracción. Levanté la vista de la publicación y la dirigí hacia el confesonario. Una mano, tan huesuda que parecía translúcida, me invitó a acercarme. Me aproximé lenta y pesadamente, como si los pensamientos, que había ocultado durante todos estos años me hubieran aplastado. No podía más. El castigo había sido excesivo y desmesurado. Me postré sobre la dura repisa que ofrecía el confesionario para arrodillarse. Una portezuela se abrió desde dentro del habitáculo.
—Te escucho —me susurró una voz desde el otro lado de la rejilla que nos separaba.
Intenté descubrir alguna característica que me fuera familiar en su fisonomía, pero la escasez de luz me lo impidió. En cambio, aquella voz casi femenina, me resultaba conocida.
— Yo no fui. Era mi amigo. Él siempre me ayudó en los estudios. A mí no me enfurecía que sacase mejores notas que yo, ni que se llevase los premios deportivos del colegio, sólo quería ser su amigo. Yo estaba muy orgulloso cuando delante de todo el mundo decía que yo era su gran amigo. No, nunca me fastidiaron sus bromas. Sé que algunos pensaban que yo era el lacayo de un tirano, pero no estaban en lo cierto. Fue mi mejor amigo.
—Es momento de hallar la verdad —me invocó la voz.
—Yo no fui. Era mi amigo —grité echándome a llorar.
—Busca en tu interior. Ha llegado el momento de hallar la verdad —insistió en un murmullo casi inaudible.
Busca en tu interior, busca en tu interior, reverberaba, una y otra vez, aquella frase dentro de mi cerebro. Y así estuve, durante un tiempo que no sabría precisar, hasta que por fin hallé la verdad.
Volví a sumergirme en mis recuerdos. Unos tan vívidos como si fuera ayer y otros, dispersos, nebulosos, como si hubieran sido enterrados en el fondo del mar para nunca más volver a ver la luz. Sin embargo, las palabras del cura me hicieron retrotraerme una vez más a mi época estudiantil, a los pasillos del San Agustín y a sus alumnos.
Clara, una muchacha tímida que pasaba fácilmente desapercibida entre el gentío, había sido amiga mía y de Daniel. Juntos habíamos formado un trío inseparable, justo hasta el año anterior a la muerte de mi amigo. Compartíamos clases, deberes y tardes de travesuras y juegos habituales en niños de siete años. No nos importaba el resto del mundo. Vivíamos encerrados en nuestra burbuja hasta que ésta estalló el día en que Clara nos anunciaba que trasladaban a su padre, militar, a un nuevo destino. Aquello significaba un adiós definitivo a todas nuestras aventuras y que Daniel y yo termináramos fortaleciendo aún más si cabe nuestra amistad.
Lloramos como descosidos, prometimos enviarnos cartas que nunca llegarían a su destino y, finalmente, el tiempo terminó enterrando su recuerdo. Como si nunca hubiera existido. Como si todo lo que habíamos vivido junto a ella fuera producto de nuestra imaginación. Un juego más en una tarde cualquiera de lluvia.
Ahora recordaba con más claridad aquellos días. El día que Daniel y ella se conocieron, cómo sus ojos conectaron desde el primer momento con un brillo peculiar en la mirada, cómo ella decía su nombre con esa inocencia que caracteriza a los niños, sin darse cuenta de lo que dejaba entrever. Un amor tierno, cálido, sin malicia.
Tal vez por el protagonismo que mi amigo suscitaba en ella y tal vez por la envidia que todo niño siente cuando no es el centro de atención, me integré rápidamente a su conversación. Desde entonces, muchas habían sido las aventuras que habíamos vivido durante todo aquel año. Aún ahora vienen a mi memoria, como si pudiera escucharlas, esas risas compartidas que nos hacían cómplices de alguna fechoría.
Sí, Clara se había marchado un año antes del colegio pero, aquel fatídico día, estaba allí, hablando con Daniel, envueltos en risas y juegos. Los descubrí cuando salí del aula donde llevaba media hora esperándole a él, a mi amigo inseparable del último año. Al parecer, pronto se había olvidado de mí.
Me acerqué y tiré del pelo a Clara. Ella era la culpable de todo. ¿Por qué había regresado? Daniel se interpuso para defenderla y me dio un empujón. La rabia se apoderó de mí y, acto seguido, nos enzarzamos en una pelea. No sé quién iba ganando o perdiendo, el intercambio de impactos se veía en mi mente con una densa capa de niebla, cómo en un televisor averiado. Pero, en algún momento, los golpes cesaron y sentí que mis pulmones se llenaban de líquido y el resto de mi ser se hundía. Estaba en la piscina, aturdido y sin saber cuál era el camino, hasta que una fuerza tiró de mí. Eran los brazos fuertes del padre Damián. Me sacó de allí y me llevó dentro. Después, descubrí que Daniel flotaba en esa misma masa de agua.
Volví a mirar el anuario, pero la palabra verdad que creí haber visto antes, se había desvanecido y la sonrisa del padre Damián ya no me resultaba tan cautivadora. Algo en mi cabeza, invadida por un dolor cada vez más intenso, me estaba jugando malas pasadas.
Sabía dónde debía dirigirme, lo había adivinado unos minutos antes, aunque los recuerdos me habían detenido. Tenía que salir de allí. Desanduve el camino realizado tiempo atrás, aunque no sabría decir cuánto tiempo, y salí al exterior. No había ni rastro de Tomás, ni de los niños, ni del sacerdote de la mano huesuda del confesionario, al que no pude contemplar el rostro. Lo que sí estaba era mi coche, perfectamente aparcado en la puerta, sin rastro de haber sufrido ninguna vicisitud. No estaba seguro de conservar las llaves y sentí un gran alivio al constatar que dormían en el bolsillo del pantalón. Monté en el vehículo y comprobé que arrancaba sin ningún problema. Mientras metía primera y ponía rumbo a mi destino comprobé, con sorpresa, que el agua de la botella que portaba habitualmente en el coche, y de la que bebía con asiduidad, se había vuelto turbia, tomando un color anaranjado. La acerqué a mi nariz, con el fin de confirmar mis sospechas: aquello contenía algo más que H2O. Desprendía un olor ácido y casi tuve que parar el automóvil, por la sensación de mareo y vértigo que me produjo. Faltaba la mitad del contenido. La otra parte reposaba en alguna zona de mi cuerpo.
Una vez más, el móvil volvió a sonar. Aún sin responder, podía adivinar que se trataba de aquel hombre que había estado jugando conmigo. Aquello era lo único que no encajaba en el puzzle. Todas las pistas señalaban a Clara como única culpable pero en cambio la voz que me devolvía el hilo telefónico no era la de una mujer.
Desconcertado y con las manos temblorosas, no acertaba a coger el teléfono. Tras varios intentos, pude sacarlo del bolsillo de la chaqueta y respondí la llamada.
-Enhorabuena Javier, ¿ya has adivinado quién soy? Aunque eso ya no importa, ¿verdad? –dijo con cierta ironía, sabiendo que mi vida pendía de sus manos-. Debes darte prisa si quieres seguir con vida. Ya has comenzado a sentir que tu cuerpo no responde todo lo bien que debería responder, tu visión comenzará a fallar si no lo ha hecho ya y tus extremidades terminarán paralizándose por completo hasta que ya no quede nada de ti.
Mientras oía sus palabras, empezaba a notar mi visión borrosa y aquello me asustó aún más. La justicia había tardado casi veinte años en llegar para mí pero hoy iba a cobrar todos mis pecados juntos y de golpe. Una mano invisible iba a ser la encargada de ser juez, jurado y también verdugo sin necesidad de mancharse.
Lamenté por enésima vez la estúpida pelea con Daniel que nos había causado a todos tanto dolor. Yo había tardado poco tiempo en pasar página, sin embargo, para el resto de gente su recuerdo permanecería vivo como el primer día. Entonces pensé que al igual que él, no podría despedirme de mi familia. Que jamás volvería a verlos.
Sentí como mi corazón se encogía dentro de mi pecho. No sabía si tenía algo que ver con el agua ingerida o si se trataba del sentimiento de culpabilidad que me inundaba. Mi propia estupidez había puesto en peligro la vida de Hugo. Lo único que temía más que perder mi propia vida era saber que mi hijo estaba en manos de aquel chiflado sediento de venganza.
El móvil seguía reproduciendo la voz de aquel condenado pero yo hacía rato que había perdido la conciencia. Mi mano había cedido ante la gravedad como un peso muerto y el teléfono se había deslizado de entre mis dedos hasta el suelo. Mi cabeza, abotargada, cayó sobre el respaldo del coche hasta que quedé finalmente inconsciente.
Los párpados abrasados e inflamados por el llanto me impedían acatar la orden que me obligaba a salir de mi letargo y las pocas fuerzas que me quedaban sólo me permitieron estirar el cuello como un animal moribundo que agudiza los oídos esperando escuchar el rastro de su manada.
- Ábralos despacio, debe estar muy aturdido todavía.
Por primera vez, la voz que me hablaba era serena y tranquilizadora. Una voz que no llegaba desde el otro lado del teléfono sino que estaba tan cerca que aún tardé unos segundos en reconocer el tono de mi secuestrador emocional, el sujeto burlón e inmisericorde que había estado durante todo el día manipulando mi destino y el de mi hijo. Me resistí.
- Javier, por favor – insistió.
Conseguí despegar mis párpados cargados de cemento cuando una luz parpadeante y cegadora me obligó a cerrarlos de nuevo. Escuché como apagaban un interruptor y volví al ejercicio de intentarlo de nuevo. “Abrir los ojos, sólo tengo que abrir los ojos”. Entre la nebulosa que envolvía el espacio, distinguí la figura de un hombre de pelo cano sentado ante mí. El doctor Brian. Me asusté y, al pretender levantarme para escapar de mi condena, caí al suelo. Incapaz de incorporarme, gatee sobre una alfombra de lana buscando desesperadamente entre los muebles borrosos del habitáculo un capazo que confirmara que Hugo estaba conmigo y a salvo.
- ¿Dónde está mi hijo? – balbuceé.
- Cálmese, Javier. Enseguida lo entenderá todo.
Sentí la fuerza de los brazos robustos del doctor Brian tirando de mí bajo las axilas y me dejé arrastrar hacia el sillón del que me había caído minutos antes. El doctor levantó suavemente con una mano firme mi barbilla y con la otra me obligó a ingerir un poco de agua. La escupí.
- ¿Dónde está mi hijo?
- Mire el último mensaje que ha recibido en su móvil.
Enfocando a duras penas la mirada conseguí leer un mensaje que Olga me había enviado a las 17.58. “Cariño, Hugo y yo vamos al Pinar de Antequera a casa de mis padres. Mamá quiere enseñarnos la rosaleda que acaba de plantar al lado de la piscina. No nos esperes para cenar, tomaremos algo en el Llantén.” Me estremecí. No era la primera vez que leía ese mensaje, ¡ya lo había leído!, pero ¿cuándo?... ¡Dios! ¿Qué estaba pasando con mi vida? ¿Qué diablos estaba pasando con mi vida?
- Acaba de someterse a una terapia de EMDR.
¿EMDR? Mi cerebro reaccionó en cuestión de segundos. EMDR: Eye Movement Desensitization and Reprocessing. Había tardado días en memorizar el significado de aquellas cuatro siglas antes de atreverme a llamar al número que aparecía en la publicidad de una revista con la foto del hombre que ahora estaba sentado frente a mí.
- ¿Sabe por qué está aquí? – preguntó el doctor Brian.
A marchas forzadas, mi mente fue reconstruyendo el proceso que me había llevado a la consulta de la calle Bailén. Unos días antes, Olga me había dicho que quería apuntar a Hugo a las clases de natación para bebés que impartían en su gimnasio acercándome entusiasta el folleto que explicaba todas las ventajas de la matronatación: “…iniciarse en el juego y el aprendizaje en el agua le otorgará beneficios cardiovasculares y respiratorios, aumento de apetito y estimulación muscular para el desarrollo de las habilidades motoras…”.
- Sobre todo…- había dicho mi mujer haciendo una pausa y con una sonrisa llena de picardía-, para estar tranquilos cuando dejemos a Hugo en el Pinar con mis padres este verano si nosotros nos escapamos una semana…Ya sabes lo traicioneras que son las piscinas, todos los años hay noticias de ese tipo en los periódicos.
Con la excusa de ajustar números para saber si nos podíamos permitir las clases de natación, me fui al despacho y cerré el pestillo por dentro. Abrí el folleto con manos temblorosas y mi mirada se perdió en la foto de los bebés chapoteando en el agua azul. En ese preciso momento, con el rostro abrasado por las lágrimas, entendí que no podía dejar que la muerte de Daniel siguiera marcando las pautas de mi vida, porque ese día era la posibilidad de unas clases de natación, pero mañana sería el momento en el que Hugo entrara en el colegio, y pasado mañana, el día en el que me presentara a un niño de su clase como su mejor amigo. Doblé el folleto y saqué de un cajón la revista en la que había leído por primera vez la técnica que aplicaba el doctor Brian. Hacía tiempo que había rechazado las visitas al psiquiatra y al psicólogo, pero esto parecía distinto: “EMDR: la nueva terapia para la transformación de recuerdos traumáticos. De forma revolucionaria, ayuda a liberar la mente y el corazón cuando el origen de la conducta disfuncional está en incidente traumáticos del pasado”.
- Javier, - la voz del doctor me sacó del ensimismamiento- la terapia, a través de movimientos rápidos de los ojos motivados por una luz intermitente, trata de abordar pensamientos traumáticos que nos impiden avanzar. El episodio de la muerte de Daniel quedó congelado en su cuerpo y en su mente y estaba atrapado en el recuerdo desde hace tres décadas. Las dos horas que hemos dedicado a reconstruir lo que ocurrió ha provocado en usted un mecanismo que activa sus redes neurológicas para ayudarle a procesar qué pasó y por qué pasó.
Me sobresalté. ¿Dos horas? ¿Dos horas en esta consulta? ¿Dónde estaba entonces la desaparición de Hugo, el accidente, la grúa que había venido a buscarme, la visita al colegio San Agustín, el viejo anuario del 85-86, dónde estaban? ¿Dónde estaba Clara? ¿Dónde Daniel?
- No se angustie. El colegio de su infancia, sus compañeros, el viejo anuario, Clara, Daniel, la piscina, la pelea…Todo estaba dentro de usted y lo único que ha hecho ha sido someterlo a un procesamiento acelerado de información. Yo contestaré a sus preguntas, pero respóndame antes a la más importante: ¿por qué murió Daniel, su mejor amigo?
No titubeé. Por primera vez en mi vida, no titubeé.
- Caímos juntos al agua. El padre Damián consiguió sacarme a mí. Sólo a mí.
El doctor Brian se quitó las gafas y, mientras las limpiaba con la tela de su bata, dijo con calma:
- Pregúnteme ahora lo que quiera.
- ¿Por qué ha desaparecido mi hijo?
- Hugo no ha desparecido, está con sus suegros y su esposa. Es su mente la que le hizo desaparecer como reacción ante el miedo a la pérdida. Perdió lo que más quería, Daniel, y Hugo es ahora lo que más quiere. Es sólo la traducción de sus miedos.
Podía ser, me aferré a la respuesta del doctor como a un hilo que sujetaba mi última esperanza. Desee con toda mi fuerza que fuera una certeza, pero sabía que había otras cuestiones por resolver.
- Si sólo he estado aquí dos horas, ¿qué he hecho durante todo el día? –pregunté.
- Lo de siempre, Javier. Se ha levantado, ha llevado a Hugo a la guardería y se ha marchado a trabajar. Antes de las 18.00 ha recibido el mensaje de Olga y me ha confesado haberse quedado tranquilo, porque ella no sabía que usted estaba aquí. Ha leído el mensaje en alto delante de mí antes de comenzar la terapia.
Hice una pausa. Me pasé la mano por la frente y a la arrastré hacia mi cuello acariciando mi cabeza rapada. Rocé la coronilla suave y resbaladiza y mis dedos tocaron el rastro de la herida que me había hecho por la mañana antes de salir de casa con Hugo hacia la guardería. Respiré profundamente y al expulsar todo el aire que mis pulmones habían sido capaces de abarcar, volví a recordar la voz macabra que había martilleado mi conciencia o mi inconsciencia durante todo el día.
- ¿Por qué me ha manipulado y maltratado como a una marioneta, por qué ha sido usted tan cruel conmigo con sus estúpidas llamadas telefónicas?
- Sólo he sido su guía, Javier. Hablándole desde esta butaca en la que me ve sentado ahora, le he ido llevando por los recuerdos a los que usted necesitaba acudir.
Me levanté despacio, me puse la chaqueta y le tendí la mano. Ya en el descansillo, justo antes de despedirme del doctor Brian para siempre, tuve tiempo de hacerle una última pregunta.
- ¿Qué debo hacer ahora?
- Minimice riesgos. No hable de lo que ha ocurrido hasta que no se sienta profundamente tranquilo y reconciliado con su pasado. Aún está muy alterado, pero verá como, como el paso de los días, va llegando la calma que tanto tiempo ha anhelado. Cuando se sienta con fuerzas, compártalo con Olga. Hágala su cómplice. Ya no tiene nada que temer.
Al salir del portal me dirigí hacia mi coche, aparcado, sin ningún rasguño, frente al hotel Felipe IV.
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