El nombre de todas las mujeres


Soy Efrén Balboa. ¿No cae usted? ¿Mi nombre no le suena? Déjeme que pruebe con mi mote, entonces, a ver si le dice algo: el Vecino Loco. Así es como me bautizaron los periodistas cuando ocurrió lo de la calle Prosperidad. Seguro que se acuerda, ¿verdad? El Vecino Loco, sí señor. Ese soy yo. Y se preguntará a qué se debe esto. Por qué después de tanto tiempo —tres años son una eternidad, créame, especialmente en un lugar como éste—, por qué después de tanta desgracia, decido ahora abrirme paso en su memoria. La razón es simple: quiero contar la verdad. Dirá usted que es demasiado tarde, que el caso está cerrado, que todo lo que podía decirse se dijo ya durante el juicio. Pero no es cierto, al menos no del todo. Aquel juicio fue una farsa, un circo de tres pistas, y lo único que se dijo en él fue mentiras. No soy un monstruo. No hice lo que afirman que hice. Puede que sea tarde, eso sólo Dios lo sabe, pero quiero quitarme esta losa de encima. Quiero contar lo que de verdad sucedió. Con que usted me crea, me basta. Entiéndame bien: la única recompensa que busco con esta confesión es la paz.
          
Empecemos, pues, por el principio.

Primero llegó ella, Felicia Böcking. Supe que se llamaba así porque la misma tarde de su llegada, al salir a hacer la compra, vi su nombre escrito en el buzón. Alemana, pensé mientras llenaba el carro del supermercado, y me gustó la idea de que lo fuera porque los alemanes suelen ser gente educada, que respeta las normas y no molesta a sus vecinos. Soy conductor de autobús. —bueno, lo era, ahora ya no soy nada—. Por aquella época me levantaba a las cinco de la mañana y necesitaba dormir bien para no perder la concentración al volante. La seguridad de mucha gente dependía de ello. Con el anterior inquilino del 2ºA no había tenido problema alguno. Jaime, se llamaba. Era un hombre prudente, cuyos sonidos domésticos jamás atravesaron la pared que compartían su cuarto de estar y mi dormitorio. Pensé que con Felicia sería igual. Que con una vecina alemana mi descanso estaba asegurado. Pero a eso de la una de aquella primera noche, estalló la música —un chunda-chunda estentóreo, con un bajo reverberante que hacía temblar la pared—, y supe que se avecinaban tiempos difíciles.


Rubén Abella © 2012


Quizá esta conclusión le parezca exagerada, a fin de cuentas aún no la conocía personalmente y tal vez lo más lógico hubiera sido pensar que se trataba de una fiesta de bienvenida a las que tan dados son en otros países. Puede, pero no se lleve a engaño conmigo. No soy hombre de prejuicios, ni mucho menos. Llámelo intuición de perro viejo. Créame cuando le digo que si hay una cosa que desde niño jamás he podido soportar es la mala educación. Supongo que sabrá -porque mi vida estuvo expuesta durante el juicio como los menudos de una casquería-, que me crié en ambiente sencillo. Mis padres fueron gente de campo, pero me inculcaron a fuego los principios del respeto a todo lo que me rodease. Respetar y hacerme respetar. Estará de acuerdo en una cosa no quita la otra, ¿verdad? No todo el mundo tiene claro este principio básico. Y no piense que le hablo sin conocimiento de causa, quince años al volante del autobús viendo subir y bajar a tanta gente da para mucho. Conozco bien a las personas. Durante años he visto cientos de pasajeros enfilando la rampa del autobús, pasando delante de mí con la mirada clavada directamente en el lector de tarjetas, sin articular ni media palabra. Sólo “Buenos días”, tampoco se hubiera necesitado más, digo yo. Uno no es invisible, por mucho que algunos se empeñen. A ver, entiéndame, que tampoco hubiera pretendido que a alguno de los habituales se le ocurriera preguntar “¿Qué tal, Efrén, cómo va esa vida?”, aunque he de reconocer que en según qué ocasiones me hubiera gustado más allá de la simple pregunta. Por otra parte, mejor; cuanto menos contacto, menos problemas. Nada mejor que el propio aire para respirar. Sé lo que digo, se puede estar encapsulado en medio de un montón de gente y he aprendido a valorarlo por necesidad.

Convendrá conmigo en que cuando Felicia inauguraba su convivencia vecinal de manera tan estruendosa no hacía sino enarbolar descaradamente una bandera de guerra, ¿no lo cree así? Porque con esa actitud no realizaba un asentamiento pacífico, sino que invadía sin piedad mi espacio acústico, mi territorio.

Desde luego, en aquel momento, a la una de la mañana y con los latidos aún desbocados por el sobresalto, lo único que pensé es que hay extranjeros que tienen poco de extranjeros.

Felicia, un nombre un poco raro, me suena a felicidad, ahora mismo también a un modelo de un coche polaco o algo así, la verdad es que no estoy muy seguro. Yo esperaba que con ella iba a seguir la felicidad de la paz en el edificio, y al final debía llamarse más bien Malicia, que me recuerda también ahora mismo a mala leche. En fin, dicen que la convivencia entre personas no es fácil, y sobre todo en comunidades de vecinos, donde casi siempre suele haber alguno o alguna, y puede ser hasta una familia entera, que te complica la vida y la del resto de residentes en el edificio. 

Felicia vivía sola, o al menos eso pensaba yo, porque no había visto entrar o salir y menos hablar a nadie a lo largo del día en su apartamento. Mi turno en el autobús acababa casi siempre antes del mediodía, cuando volvía poco después a casa a tomar una buena ducha y descansar un rato antes de hacer alguna actividad en la tarde. Yo sí vivía solo, me estaba acercando a los cuarenta pero no me preocupaba la soledad del hombre solitario, porque aunque no tenía muchas amistades las disfrutaba siempre que podía, además de las obligadas de la familia, padres y un hermano bufón como el que más. En fin, no mucho que contar en una vida sencilla, algo monótona se podría decir pero yo era feliz, aunque fuese a mi manera, eso era lo importante al fin. Si nadie se metía conmigo, menos yo me iba a meter. La verdad hasta que esta …, bueno, esta señora se metió en mi vida, y lo fue desde el momento que supe de ella y conocí su nombre, unas pocas horas después, a una hora inusual, muy humillante con razón para mí.

Y no era música clásica o ambiental la que sonaba en el ambiente para amansar las fieras; el sobresalto me hizo sentarme en la cama, el corazón jaleaba al ritmo del bajo que atravesaba las finas paredes. No recordaba otro momento como ese, salvo algún que otro frenazo brusco del autobús para evitar un accidente y que te lleva el corazón cerca del cuello. La fiera, adormecida a lo largo de toda mi vida, despertaba y vaya que con qué fuerza. 

Firmemente decidido a dejar las cosas bien claras desde el primer día, me levanté furibundo de un salto. Estaba a oscuras, pero sentía la cara roja de rabia como si por sí sola iluminara todo. Se lo aseguro: pocas veces he estado tan fuera de mí. Avancé torpemente por el pasillo casi a ciegas, dando tumbos hipnóticos por las paredes. Al apoyarme en ellas seguía percibiendo con nitidez las vibraciones de la música en las palmas de las manos. Igual que las patadas de un feto diabólico, créame. Además había olvidado las zapatillas y con tanto ímpetu predador, me enganché de sopetón el meñique del pie en la pata de la consola. Le confieso que no tengo ninguna fe en el más allá, pero ahora pienso si eso sería un aviso de los hados para no caminar hacia mi destino inexorable. De semejante guisa –en pijama, descalzo, trastabillando por no poder apoyar más que el talón y maldiciendo de dolor en todas las lenguas babélicas-, logré llegar renqueante hasta la puerta de la vecina. 

Cuando las cosas están por no marchar, nada va bien desde el principio. Recuerdo que Jaime tenía un timbre de tono suave, algo parecido a un sonido de campanas. Eso unido a que también era hombre de pocas visitas, exactamente igual que yo, convertía el ding-dong hasta en compañía ocasional. Pero el “riiiiiiing” que ahora sonaba se me antojaba agudo e impertinente. Insistí unos segundos sin despegar el dedo. Reconozco que a pesar de lo antipático, el maldito timbre fue efectivo: la música cesó y en su lugar se oyeron pisadas calmas por el pasillo. El hecho de no mostrar prisa alguna me impacientó aún más. Al situarse exactamente al otro lado de la puerta, sentí la tapa de la mirilla. El pequeño hilo de luz revelaba que me estaba observando. Esperé. Miré al suelo, miré a los lados; luego de nuevo a la puerta, de frente. Seguí esperando a que ella confirmase su presencia. Nos sosteníamos la mirada, aun sin vernos cara a cara. Nada, ni una palabra. De repente, las pisadas se alejaron. Me quedé atónito. Estaba dispuesto a volver a llamar y arriesgarme a una denuncia por escándalo público, cuando volví a escuchar los pasos acercándose. Sorpresivamente, una nota sucinta se deslizó bajo la puerta: 

-“No sea imprudente; le espero en Paraíso 4, mañana a las ocho. Felicia Böcking”

Y, entonces, sucedió. No espero que entienda en estos momentos lo que la mención de aquel lugar, Paraíso 4, supuso para mí, porque para eso tendría que haber conocido una de las páginas de mi vida que escondo más celosamente desde hace dos lustros. Pero obligado es que aquí lo refiera, aunque se trate de otro más de los fracasos de mi vida amorosa. Sin embargo, éste fue realmente singular.

El local de Paraíso 4 está a tres manzanas de mi casa, y reconozco que entré por primera vez gracias a la invitación de aquellas escaleras negras que iniciaban el descenso hacia el subsuelo. Me atrajo la incongruencia del nombre del establecimiento, “Paraíso”, que no estaba en consonancia con unos escalones de boca de metro que parecía adentrarse en el reino de Mefistófeles. Fuera por la contradicción o por ese número que indicaba un cuarto intento de establecer un paraíso en tierra, el caso es que cedí al reclamo y bajé.

Recuerdo la negrura que me envolvió, donde sólo era consciente de una música electrónica fuera de todo límite legal de decibelios, al ritmo de la cual una gran masa humana se desplazaba casi en bloque por el reducido espacio central, empujándome como si fuese un cuerpo extraño invadiendo su organismo. Hubiera continuado en este magreo colectivo si no fuera por la oportuna mano que me atenazó el brazo con lo que creí garras y luego supe que eran uñas postizas que lograban una largura antinatural. La dueña de las manos de arpía poseía, sin embargo, el aspecto inocente que no tenían sus uñas, así que me dejé arrastrar hacia el único rincón sin danzantes del local, ocupado por un amplio sofá de cinco plazas tenuemente iluminado por una lámpara verde fosforescente situada a su izquierda.

—Has venido—dijo ella, sentada a mi lado, mirándome con una mezcla de admiración y respeto, y tuve la certeza de que me estaba confundiendo con otro.

Acercó una de sus uñas hacia mí y con ellas dibujó un signo en mi mejilla. Me pareció que trazaba una E. Lo que no dudo es de los escalofríos que me recorrieron.

“Soy yo. Mi nombre es Efrén”. Y eso me consoló cuando ella volvió a acercarse, esta vez directamente a mi boca. 
Y sus labios profirieron un conjuro en el que quedé atrapado. Llevaba mucho tiempo sin sentir la sequedad en la garganta, los latidos acelerados del corazón, el desasosiego del estómago y la respiración entrecortada. Mi turbado pensamiento se vio arrastrado por un deseo que yo creía olvidado. Ansiaba beber, pero sus labios, próximos a los míos, anulaban cualquier intención que devolviera a mi mente el control sobre mí. Sé que me ruboricé y que mi embotada cabeza vetaba cualquier intención racional que intentara restablecer el mundo real. Sólo vi sus labios rojos como el fuego eterno del infierno. Sólo oí palabras sin sentido que siseando me ofrecían el clandestino fruto. Sentí sus uñas hendiéndose en mi rostro hasta arañarlo. Sus manos abandonaron mi cara desplazándose hacia mi espalda y allí se clavaron como un afilado tridente haciéndome prisionero de su lujuria. Despojado de juicio intenté besar a aquella criatura de las tinieblas, pero algo me lo impidió. Un escalofrío invadió mi cuerpo mientras Felicia, convertida en una extraña criatura de inmensa belleza, aumentó de tamaño cubriendo el local con su presencia. La obscuridad se tornó azul marejada, y su vaporoso vestido irisó tonalidades que variaban del bermellón al índigo. El potente resplandor cegó mis ojos y el deseo ofuscó mi alma. Cerré los párpados y fue entonces cuando descubrí su mirar de hielo y fuego, y su maligna sonrisa. Créanme cuando les digo que no recuerdo cómo llegué al hospital. Me incorporé de la cama con cierta dificultad y toqué el timbre para llamar a la enfermera. —Buenos días, ¿cómo se encuentra? —preguntó. —Bien. Me quiero ir a mi casa. —Ha tenido Vd. un ataque epiléptico. Ahora, cuando le reconozca el neurólogo, si él lo cree conveniente, puede irse. —No soy epiléptico. —Bueno, eso lo tiene que decir el neurólogo. Tiene todo su cuerpo cubierto por hematomas y cortes. Ha debido caerse sobre algo afilado porque en la espalda hay incisiones profundas que le han hecho perder bastante sangre. No nos explicamos cómo se lo ha podido hacer. Su mujer va a venir a buscarlo —fue lo último que me dijo según abandonaba la habitación. Totalmente exhausto me encaminé al baño y apoyando las manos sobre el lavabo contemplé mi acuchillado rostro en el espejo. Cerré los ojos intentando librarme de aquella pesadilla, y cuando los abrí de nuevo, Felicia estaba junto a mí.

Su repentina aparición se me antojó una alucinación y volví a cerrar los ojos para hacerla desaparecer. Al volver a abrirlos continuaba en al mismo sitio.
Con top y minifalda de cuero negro y, maquillada del mismo color, tenía todo el dominio sobre la luz blanca de la habitación.

- Anoche te acompañé en la ambulancia-dijo- y aquí me presenté como tu mujer para tener facilidades.
-Y a todos tus supuestos maridos-dije mientras me volvía a la cama- los marcas así
- No a todos, solo a los que sacan la fierecilla a pasear.
- Pues te diste un paseo de cojones-dije ya tumbado.
- ¡Venga! no seas así. Hasta el soponcio te lo estabas pasando muy bien.
- No te sabría decir.
- Yo sí. El ratoncito movía la cola.

Me alegró que el neurólogo interrumpiera tan inaudita conversación.
- ¡Buenos días! ¿Cómo se encuentra?
- Desde el punto de vista que usted lo pregunta: ¡estupendamente!
- Pues nada, pude irse a casa, pero le damos un informe para su médico de familia por si le volviera a pasar otra vez.
- Creo que conozco los cuidados preventivos.
- Y yo también- dijo Felicia.
- Haga caso a su mujer-apostillo el doctor- ellas siempre saben más.

Llegado este punto, yo ya no sabía si me había convertido en el personaje de un chiste, de un relato surrealista o, peor aún, de uno de suspense.
Evidentemente ella cumplió con su función marital y me llevó a casa en un “Mini” que por dentro olía a canela.
- Anoche vestías vaporosa y hoy de gata ceñida-comenté por el camino.
- ¿Tu solo tienes una camisa?
- Tres. Todas iguales.
- Eso habrá que cambiarlo.

Al fin estábamos ante la puerta de mi apartamento.
- Gracias por traerme-dije. Ya nos veremos.
- No invitas a entrar a la gatita.
- ¡Miedo me da!
- Solo es para ver tu ropero-, dijo con marcada inocencia.

Sentí un súbito escalofrío que me recorría todo el cuerpo, fruto del contacto de mis pies descalzos sobre las frías baldosas del pasillo. No sé decir cuánto tiempo llevaba frente a su puerta con la nota en la mano. De regreso a mi apartamento, acusando aún una leve cojera, recordé de nuevo aquellas paredes donde diez años antes me fue quitando los botones a dentelladas, haciendo jirones mi camisa y destrozando con sus uñas mis pantalones. No era una gata, sino una pantera en celo. Me dejó desnudo con las llaves en la mano, impune a la vergüenza de ser descubierto por algún vecino en semejante circunstancia. No era capaz de razonar en aquel estado, embriagado por su boca, sus manos…

El resto puede usted imaginárselo, no soy hombre que alardee de sus devaneos sexuales, pero aquel encuentro tengo que reconocer que fue la experiencia más salvaje de mi vida. Pasamos horas interminables, con el único apetito que nos proporcionaba nuestros sudorosos cuerpos. Ya de noche, caí exhausto por sus exigencias, inagotable en el sexo.

Huelga decir que al despertar, y como puede suponer, ella ya no estaba allí. La busqué de manera enfermiza por todas partes durante los meses siguientes. Volví al local donde la conocí, noche sí, noche también, dejándome engullir por la masa de gente que bailaba con espasmos mecánicos, pero ninguna mano me rescató. Me fui abandonando y a punto estuvo de costarme el trabajo. Felicia había plantado en mí la semilla de la desesperación, del deseo de sus curvas interminables, de sus envites, de su ansia de mí.

Siento haberle destrozado parte del misterio, al anticiparle que aquella mujer que conocí esa aciaga y agitada noche era Felicia, mi vecina de al lado, pero el subconsciente me ha traicionado y he acabado mezclando pasajes del pasado. Le confieso que su identidad no le resta intriga al relato. Quizás esté pensando que al jurado no le faltaron razones para incriminarme y condenarme, si mi alegato fue tan enmarañado. Y tal vez no esté del todo equivocado, pues la cordura la perdí cuando rasgó mis ataduras y me despojó de mi vida encorsetada. Pero puedo asegurarle de nuevo que nada hice de lo que se me acusó en aquella pantomima de juicio.

Cerré los ojos, aún con su imagen en mi mente, ajeno al trance que acontecería al día siguiente.

A las cinco en punto, sonó mi radio despertador, tan eficiente como poco dado a la indulgencia. La misma voz pizpireta que me despertaba cada día se abrió paso entre la música: “¿Sabes cómo conseguir una buena mañana? ¡Claro que sí, quédate con nosotros! Estaremos ayudándote para que sea la mejor. Ahora, ahorita, una ducha y… ¡a rodar!”.

Como bien puede usted imaginar, con el cuerpo hecho polvo como lo tenía desde los pies a la cabeza, ese día estaba para pocas arengas de optimismo. ¿Se ha parado a pensar cómo demonios consiguen algunos locutores parecer tan sumamente felices a horas en las que casi no están puestas ni las calles? Es increíble, no puedo ni imaginar qué hubiera hecho yo en caso de tener que dar los buenos días a medio mundo después de la noche infernal que había pasado. La cabeza me martilleaba; me sentía mareado, falto de descanso, y sobre todo, estaba tremendamente desconcertado. Acerqué la mano a la mesilla para apagar la radio y rocé la nota. La releí. “No sea imprudente”. ¿Por qué ese tratamiento tan distante a través de una nota fría cuando tiempo atrás había llegado a devorarme lascivamente como una Mantis en celo? Estaba claro que había utilizado el ruido estridente de su música como reclamo para atraerme hasta su puerta, pero una vez allí ¿por qué impedía que la viese? Por otra parte, parecía demasiada coincidencia. Puede que no fuera la misma Felicia. Eso sería lo ideal. Porque si no era así, sólo quedaba algo peor: que ésta fuera la segunda ocasión en la que yo viviera una realidad soñada, o que soñara una realidad, quién sabe. En aquella primera, se sospechó del ataque epiléptico; en ésta, si fuera cierto, yo mismo hubiera sido el primero en calificarme de rematadamente loco, el loco vecino obsesionado por algo que quizá jamás hubiera sucedido. Ojalá la cita vespertina lograse aclararme las cosas: sin duda, las horas se me iban a hacer eternas hasta las ocho.

Súbitamente, algo parecido a fuertes golpes contra la pared de mi habitación me sacó de mis elucubraciones. Retumbaron violentamente una, otra vez, y otra más, hasta que algo se quebró y los golpes cesaron. Por alguna extraña intuición, volví a correr hacia su casa. La puerta estaba entreabierta.

Ese día no fue el trabajo lo único que perdí. 

No sé por qué, probablemente fruto del nerviosismo, golpeé con los nudillos en la puerta, abriéndola aún más. Escuché un tintineo y advertí que las llaves colgaban de la cerradura, por la parte exterior. Las quité con intención de dar aviso de ello a mi vecina en cuanto la hubiera localizado. La casa era prácticamente simétrica a la mía -excepto en la pared compartida de mi dormitorio y su cuarto de estar-, así que pude intuir fácilmente la disposición de los espacios. Me adentré a tientas por el pasillo, evitando tropezar con las cajas de embalaje de mudanza y guiado por la luz que salía de la primera habitación a la derecha. En ella observé atónito que sobre una cama sin deshacer estaba cuidadosamente dispuesta ropa de cuero negra; junto a ella, una colección de postizos que incluía pestañas, uñas y varias pelucas. Sobre la alfombra, decenas de fotografías dispuestas una a una en filas, como un cuidadoso solitario de naipes. 
En ese momento hubiera podido jurar que el corazón me fuera a explotar en el pecho: yo aparecía absolutamente en todas.

Comprendo su cara de perplejidad, tampoco yo entonces daba crédito. Todas aquellas fotos eran de mi época de adolescente. En ellas reconocí a esos viejos amigos a los que perdí la pista una vez que terminó la época del Instituto: allí estaban Ángel, Carlos, Sara, Manuel, Irene… todos. Bueno, todos no. Observé que faltaba… ¿cómo se llamaba? Era menuda, poco agraciada, tímida; muy peculiar. Si somos políticamente incorrectos, puede interpretar que era una chica fea y rara de narices. Para más desgracia, creo que yo le gustaba, porque nunca me quitaba ojo y se hacía la encontradiza conmigo constantemente. Cuando la pandilla le tomaba el pelo diciéndole que la “E” gigantesca de su carpeta era la inicial de Efrén, contestaba sonrojada que eran unos imbéciles, mientras se alejaba muerta de vergüenza. ¡Pobre chica…!

Algo me hizo reaccionar. Un hilo de voz lastimero en el cuarto de estar pedía socorro ahogadamente. Lo que vi a continuación aún hoy me eriza el vello: en el hueco entre dos sillones estaba mi antiguo vecino Jaime con la cara destrozada, sangrando por la boca. La pared también tenía manchas de sangre; al parecer, le habían golpeado cruelmente contra ella hasta partirle la cabeza. A pesar de contar apenas con fuerzas, me susurró agónico:

-Efrén, es usted… Efrén… ¿qué ha pasado con mi casa?

Sentí un filo helado que barría mi garganta hasta secarla. Un sudor frío humedeció mi ropa mientras las gotas se escurrían por mi frente intentando refrescar mi ardiente cara. No pude evitar las arcadas que promovía mi estómago convertido en nido de culebras. Apoyé mi temblorosa mano en la pared presintiendo el desfallecimiento que vino después. Mis pensamientos se agolpaban desbocados, mientras diversas imágenes violentaban mi razón haciéndome ver algo que yo no deseaba. El asedio a la cordura dio su fruto cuando me vi extrayendo las fotografías del álbum que guardaba en la estantería del despacho, pero, ¿cómo habían llegado a casa de Felicia?

Algo estalló en mi cabeza, algo que resucitó momentos pasados que había guardado con celo en el olvido. Un descuido hizo bajar la guardia de mi yo y mi subconsciente entró victorioso en mi cerebro provocando recuerdos de sucesos que habían sido abandonados en el ayer y que suponía prescritos. Aquella oleada de atávicos pensamientos evocó iconos satánicos sujetados por unas manos jóvenes que se movían al compás de una letanía recitada en latín. El ceremonial proseguía con una persona que sujetaba una vela inclinada permitiendo verter la cera derretida sobre el suelo. Las primeras gotas trazaron una línea vertical, a continuación otra horizontal que la cortaba por uno de los extremos y después otra por el centro y por último… Cerré mis ojos intentando perder aquella visión, pero no era dueño de las percepciones que recibía. Mi aturdida mente visualizó un tablero, naipes y dados que ordenaban la página del manual que relataba el desafío y la persona encargada de realizarlo. Un individuo encapuchado daba órdenes. Un ser que ocultaba su rostro para conferir a su persona un halo sagrado y que tenía por objeto liderar aquel ritual mágico que él mismo había creado. La última visión antes de recobrar el conocimiento fue un círculo compuesto por un único sujeto.

Supongo que el golpe con el suelo me hizo regresar de aquella espeluznante pesadilla. Me incorporé hasta quedarme sentado sobre el parqué. Presioné la sien con los dedos de las manos y apartando, deliberadamente, la mirada del moribundo, le pregunté:

— ¿Dónde está Felicia?

—Esa pregunta ya la hizo Vd. anoche —respondió Jaime con una voz apenas audible.

Puedo asegurarle que jamás hubiera imaginado que nadie a tres estertores de irse al otro barrio tuviera fuerzas para usar la cortesía incluso en un momento tan crítico. Jaime seguía siendo educado hasta el final, pero estaba claro que el pobre hombre desbarraba. ¿En qué momento anterior hubiera podido preguntarle por Felicia? Siempre he sido tan reservado a la hora de dar publicidad a mis asuntos de cintura para abajo que no me cuesta identificar a mis escasos confidentes sobre el tema. Puede que en algún momento de resaca se lo largara todo, aunque me resultaba poco probable. Él y yo teníamos una relación cordial, pero sin duda bastante lejana de lo que se pudiera considerar amistad. No, decididamente no; jamás había podido escuchar de mis labios el nombre de Felicia. De eso estaba tan seguro como de que usted está ahí. Y mucho menos durante la noche pasada, en la que acudí a esa puerta con la certeza de que ya se había mudado. Ni el nombre del buzón ni los nuevos hábitos acústicos me habían indicado lo contrario. Porque a nadie se le ocurre poner su nombre en el buzón si no se ha ido el inquilino anterior… ¿no?

En ese preciso instante, una serie de concatenaciones lógicas comenzó a despertar del letargo a mi lucidez como una súbita bofetada. Recordé de nuevo la nota, remitida por Felicia Böcking tratándome de usted, algo ajeno totalmente a las maneras descaradas de la Felicia que yo había conocido; igualmente insólito el que la firmase con nombre y apellido, como una extraña cualquiera. Ahora lo veía: esa nota no había sido escrita por ella. De ahí lo imprudente –y probablemente peligroso para mi integridad- que hubiera resultado comprobar que la identidad de la persona cuyo nombre figuraba en el buzón no se correspondía con la de quien no debía estar ya en la casa. Por eso la cita en Paraíso 4, intentando alejarme rápidamente de quién sabe qué o quién, sabiendo por alguna razón lo que ese lugar significaba para mí. ¡Qué estúpido…! Todo empezaba a casar como las piezas imposibles de un puzzle.

Jaime aún respiraba entrecortadamente.

-¿Cómo pude no darme cuenta? Fue usted, ¿verdad? ¡Usted me mandó la nota…!

Creí atisbarle media sonrisa de satisfacción en el mismo momento en que escuché el golpe de la puerta, justo un segundo antes de cerrar los párpados.


Créame si le digo que ni un solo instante de estos tres años he podido olvidar aquella sonrisa. Permanece grabada a fuego en mi cabeza la satisfacción que en ella se adivinaba. Me ha acompañado todo este tiempo sin proporcionarme un momento de calma. Cada vez que cerraba los ojos, ahí estaba la maldita mueca. Existía en ella una inquietante mezcla de venganza y crueldad que le transfiguraba la expresión de un modo mucho más desagradable que las lesiones sufridas. 

Pero volvamos al momento en que me desperté maniatado. Sí que sabe que alguien me ató mientras estuve inconsciente ¿verdad? Desconozco el tiempo que permanecí descansando en brazos de Morfeo pero debió ser bastante a juzgar por el aspecto de la casa al despertarme. Brillaba de tal manera que nada hacía suponer que había sido el escenario de una atroz agresión. Y yo, pobre de mí, a esas alturas aún no sospechaba nada. El vecino loco, manda narices, el Vecino Loco ¿yo? Aunque continuaba muy confuso, intentaba encontrar un sentido a los últimos acontecimientos y fue entonces cuando percibí unas voces susurrando en la habitación contigua. Una voz varonil y una voz ¿femenina? No estaba seguro. ¿Quiénes eran? ¿Jaime? ¿Felicia? ¿Juntos? 

Pero mis dudas fueron inmediatamente despejadas al presentarse ante mí, completa y milagrosamente curado, Jaime y detrás de él… No, desde luego no era Felicia. Pero ¿quién era? Esa forma de caminar, esa estatura, esa cara… recuerda Efrén, recuerda, busca en tu pasado… ¡Henar! Dios mío. Era ella. Ese era el nombre de la muchacha que faltaba en las fotos de mi juventud. 

—Ahora empieza a entender ¿verdad? —preguntó Jaime adivinando mis pensamientos. 

Claro. Ahora sí. Ahora entendía el porqué del volumen de la música de aquella noche y los golpes en las paredes. Todo era un montaje para amortiguar el ruido del escenario que estaban preparando y de paso para alimentar mi intriga ante la llegada de la nueva vecina…. 

—Entonces ¿Qué han hecho con Felicia? —acerté a preguntar con la voz entrecortada. 

Al igual que tengo grabada en mi retina aquella maligna sonrisa, recuerdo con la misma certeza el eco de la carcajada en estéreo de los dos hermanos, porque resultó que eran hermanos, cuando me respondieron: 

—Nunca ha estado aquí ¿de verdad creyó que aún se acordaría de usted? 

— Al menos viva, Jaime.— puntualizó Henar, en claro reproche correctivo hacia su hermano. 

Un espeluznante alarido partió de mi diafragma, desgarrándome en su camino la tráquea y estallando estridente en mi boca. De repente, las piezas del puzle comenzaban a encajar una tras otra, en mi mente se empezaron a agolpar las imágenes como fotogramas de una película que yo mismo protagonizaba, instantáneas desterradas que ahora cobraban una lucidez inusitada. Pude ver sus torsos desnudos enmarcados por una enorme inicial de cera trazada sobre un suelo de mármol negro. Eran los cuerpos de las mujeres a las que yo había amado, las que me habían despreciado posteriormente con su indiferencia, desfallecidos sobre una inmensa letra “E” cérea, en épocas dispares de mi vida. 

Vino a mi pensamiento el cuchillo dentado, su mango de marfil engastado de piedras preciosas y unas manos temblorosas asiendo la empuñadura. Reconocí al pobre diablo que sostenía la daga dentro de un círculo sagrado. Observé como una joven aferraba las manos del iniciado y hundía el filo en el vientre de la víctima, una y otra vez, en diferentes ceremonias ahora concatenadas en mis recuerdos. Pude rememorar entonces los rostros camuflados de los dos hermanos en distintos parajes de mi existencia. Escruté los ojos de Jaime bajo la capucha del maestro ceremonioso, el gesto obsceno de Henar en la joven que declamaba letanías, los vi bailando espasmódicos en Paraíso, en los pacientes que esperaban en la sala del hospital, escurridiza entre mis sábanas en mis poluciones nocturnas… Los intuí vigilando cada uno de mis pasos, con identidades falsas y postizos que los encubría, pero siempre con la misma mirada de rencor con la que en aquel momento me taladraban. Supe que de alguna manera había sido narcotizado, drogado e incluso embrujado. De ahí mis desfallecimientos, mis ataques epilépticos y mis desvaríos. 

— Ellas no te merecían, Efrén, y Felicia menos que ninguna.— me susurró Henar acariciando mi cara. 

— ¿Por qué ahora, después de diez años?— le espeté girando bruscamente la cabeza. 

— Porque la semana pasada encontraron sus huesos en las excavaciones del nuevo centro comercial a las afueras de la ciudad, y no les costará mucho hallar sus cráneos en el doble fondo de tu armario…


Final, por Carlos Aganzo:

Sí. No voy a negar ahora, como me empeñé entonces a lo largo del juicio, que los cráneos estaban ahí. Sucios y malolientes. Colocados unos encima de otros de manera estratégica: cuatro, tres, dos, uno… formando una pirámide azteca. No. Ya dije que aquello fue un auténtico circo de tres pistas. Los jueces y los abogados disfrutaron de lo lindo. ¡Y qué decir de los periodistas! Y yo no tenía cabeza para dar explicaciones sobre los cuchillos, sobre los restos que encontraron entre las telas del sofá del cuarto de estar, sobre la colección de pendientes y de uñas postizas en los cajones de la cómoda… sobre nada. Pero al fin, después de tres años metido dentro del círculo, repasando día y noche, noche y día, los perfiles de la letra E que tanto me tranquiliza, por fin entiendo lo que ha sucedido.

En realidad, todas aquellas mujeres eran la misma mujer. Todas se llamaban Felicia, aunque cada una tuviera su propio apellido (alemán, danés, persa, griego, qué más da), cada una su manera de hablar, sus pendientes, su color de uñas, su falda, el detalle de su lencería… Pero a la hora de irse a la cama todas eran iguales. Voraces, insaciables, incontrolables, egoístas. La casualidad hizo que me encontrara con ellas y que terminaran subiendo a mi casa, pero lo que entonces yo creía fruto de la embriaguez, del entusiasmo del momento, en realidad obedecía a un plan oscuro y premeditado. Probablemente no hice el amor con ninguna. A la hora de la verdad, Felicia desaparecía y aparecía Malicia. Quiero decir Henar. A estas alturas usted ya me entiende, ¿verdad? Debí sospecharlo por su sonrisa maligna. La misma sonrisa de su hermano Jaime, el maestro de ceremonias. Ellos las mataron. No yo.

Cuando vi las fotografías lo entendí todo. Cuando recordé en los labios de Felicia que me susurraban: “Ellas no te merecían, Efrén; ellas no te merecían”, todo empezó a cobrar sentido… He pensado contárselo al abogado, ahora que por fin lo comprendo. Pedir que reabran el caso. Pero la verdad es que aquí, metido en el círculo, no se está del todo mal. No hay que soportar el despertador a las cinco de la mañana. No hay que aguantar el olor a colonia barata de las personas entrando en el autobús. Su falta de educación. A mí mis padres me enseñaron por lo menos a decir buenos días, y buenas tardes, y buenas noches… Y aquí también estoy a salvo de ellos. Ahora solo busco la paz. La paz. La paz. Con que usted me crea es suficiente.


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