Las proezas de Proaza


Cualquier autobús urbano tiene algo de siniestro un domingo a la hora de comer. Si no fuera por el conductor, uno pensaría que viaja solo dentro de un vehículo automático que se desliza como fantasma por una ciudad de calles vacías. Tuve esta sensación inquietante hace pocos días, en el 7 que une el barrio Belén con Arturo Eyries.

Yo habría jurado que no viajaba ningún pasajero al subirme en la segunda parada, frente a la iglesia de la Pilarica. Me senté en uno de los asientos dobles del fondo, junto a la ventana y me dediqué a transitar mis habituales ensoñaciones. Pero cuando el bus cruzó la Esgueva, me sorprendió un llanto desbordado a mis espaldas. No me atreví a volver la cabeza, por respeto y ese pudor que a algunos nos invade todavía cuando presenciamos sin querer escenas de la vida privada de desconocidos. Una mujer lloraba con todo el dolor del mundo recogido en su garganta. Los murmullos de consuelo de su acompañante pespunteaban palabras que me costaba comprender. Necesité llegar hasta la Plaza de San Juan para reconstruir un poco de aquella historia trágica.

Lo que me maravillaba era su acento: parecía que hablara Cervantes, o Teresa de Ávila. Aquella señora hablaba un castellano de hacía quinientos años, y con igual entonación le respondía su amiga. Mencionaban lugares de la geografía de Valladolid que ya no existían. Se referían al Hospital de la calle Esgueva. En un principio creí que hablaban del Clínico, por la cercanía, pero no.

En el Hospital de Esgueva estuvo ingresada la protagonista. Un conocido médico portugués, un tal Andrés Proaza, estaba muy interesado en llevar su embarazo a feliz término, dadas ciertas complicaciones. Dos días pasó en el hospital, todo iba bien. En el parto fue atendida por el mismo doctor y una comadrona monja. Oyó llorar al niño, pero no le vio la cara.

Sin embargo, al día siguiente Proaza acudió personalmente a su cama, le cogió la mano y le dijo:

─ Como me temía, ha gestado un engendro de la naturaleza. Y como tal, nació muerto. Mejor será que no lo vea. Purifíquese cuando salga en San Martín. Vuesa merced es joven, puede tener más descendencia.

La mujer volvió a llorar, con más rabia. Estaba convencida de que su hijo estaba vivo. Ahora era tan vieja que había perdido la cuenta de los años, pero no había noche que no soñara con los ricitos de la nuca de su bebé. Y juraba que no moriría, aunque pasaran mil años, hasta ver a Proaza y a la monja entre rejas, y saber del paradero de su hijo…

Imbuido estaba en la intriga de la historia que la anciana relataba a su amiga, cuando llegamos a la plaza de España, donde un nutrido grupo de forofos del equipo que aquella tarde se enfrentaba al Real Valladolid consiguió frenar el autobús e invadieron su interior. Aquel bullicio provocó el silencio de mis acompañantes. Uno de los aficionados se sentó a mi lado, y su aliento emanaba un aroma a exceso de tinto de Ribera, que al buen hombre le animó a narrarme su vivencia del viaje, y tratar de convencerme de las excelencias de su club de fútbol, todo ello amenizado con cánticos en ocasiones soeces. Qué pensarían estas mujeres de semejante espectáculo.

Bajaron en tropel en la parada del paseo Zorrilla, frente a la plaza de toros, precisamente donde yo me apeaba. Me esperaba la comida familiar de los domingos, aunque hoy me retrasaba. Había trasnochado y desperté más tarde de lo debido. Eché un último vistazo a la parte posterior del autobús, pero allí ya no había nadie. Supongo que las señoras acabarían engullidas en el desalojo por la marea multicolor.

Nada conté en la mesa de lo ocurrido durante mi trayecto, pero mi curiosidad me llevó al día siguiente a investigar algo sobre el Hospital de Esgueva. Las fechas no cuadraban, el hospital hacía más de cien años que no funcionaba como tal. Tampoco encontré nada en las últimas décadas acerca del doctor Andrés Proaza, curiosamente homónimo de un afamado galeno de la ciudad en el siglo XVI. ¿Tanto efecto me había causado la jarana de la noche del sábado?

Repetí ceremonioso el ritual durante toda la semana. Idéntica línea, misma hora, pero nada acontecía. Ninguna anciana se subió en las primeras paradas, ni nadie de los que fueron accediendo durante el resto de la ruta utilizaba el lenguaje que el primer día había escuchado. Deambulaba de un lado al otro del autobús, con el oído atento a todas las palabras allí dispersas. Hasta el punto de llegar al final del recorrido en la plaza Uruguay, y de ahí de vuelta, con el consiguiente mosqueo del conductor, que recelaba de mi dinero para adquirir un billete nuevo y me invitaba cortésmente a bajar en la próxima parada. Ya estaba convencido de mi paranoia, fruto de la deuda de una larga noche y el poco sueño. Hasta ayer domingo, al cruzar la Esgueva.

No sé en qué momento aparecieron allí, en uno de los asientos dobles detrás del mío. Juraría no haberlos perdido de vista ni un instante, aunque quizá había cerrado los ojos una fracción de segundo.

El caso es que allí estábamos, solos en la parte de atrás del autobús, las dos mujeres, quizá esta vez más calmadas que la semana anterior, pero con la misma mirada de pérdida y desesperación en los ojos de la anciana. Por mi parte, me encontraba paralizado, casi sin respirar. Después de toda la semana obsesionado con ellas, ahora era incapaz de hacer nada. Las manos frías y sudorosas y la espalda tensa. Me encontraba medio girado, intentando que no se fijaran en mí, lo que no era difícil: se comportaban como si estuvieran en otro lugar, en otro tiempo. Ausentes, como flotando sobre los incómodos asientos del autobús, su silueta borrosa y recortada contra el ventanal trasero.

Agucé el oído, por encima del rumor del motor y el chirrido desagradable de los frenos y conseguí entender algunos fragmentos de conversación, o mejor, de monólogo, en el que la anciana, con su particular acento, iba desgranando detalles de la historia. Contó a su acompañante cómo en los primeros días después del parto, su marido, Guzmán, había intentado por todos los medios presionar a Proaza, primero con razones y después con amenazas, pero nada había conseguido más que pasar una noche en una oscura y fría celda, acurrucado sobre un montón de paja lleno de chinches y orines.

Mientras tanto, Catalina, que así se llamaba la anciana, se recuperaba lentamente de su difícil parto en el hospital. Con la ayuda de una comadrona, amiga de su infancia, pudo saber que el doctor Proaza tenía en el hospital una merecida fama de jugador y pendenciero, y que sus turbios contactos con la alta sociedad de la ciudad le daban un respaldo que le hacía invulnerable.

Sin embargo, la noche que Guzmán pasó bajo arresto, una imposible casualidad dejó entrar un rayo de esperanza en el afligido corazón de Catalina…


Recostado estaba Guzmán, insomne, cuando la puerta de la celda se abrió y un cuerpo fue lanzado al interior como un guiñapo, cayendo sobre su costado. 



- ¡Maldito portugués! - espetó el recién llegado- Si no fuese por sus influencias con la nobleza, ya habría sucumbido al acero de mi daga. ¡Ruin perro tramposo!



Guzmán apenas mostró atención a los improperios, tan indignado y avergonzado estaba por la situación en la que se encontraba, rabioso por no poder estar a la vera de su consorte en el estado en que aquélla se hallaba y sin lograr quitarse de la cabeza la pérdida de su primogénito. Era hombre de temperamento fuerte, pero unas lágrimas de impotencia se le escaparon sin poder evitarlo.



- ¿Y a ti compadre quién te preparó la emboscada? Me basta ver tu porte y tus húmedos ojos para discernir que este no es tu sitio. Aquí todos nos conocemos y tarde o temprano acabamos encontrándonos las mismas almas perdidas por estos andurriales. 

Guzmán se incorporó, pasó la manga del jubón por sus mejillas y reseñó a su compañero de calabozo lo ocurrido en las horas precedentes a su encarcelamiento. 



- ¿Y cómo dices que se llama ese matasanos?



- Andrés Proaza.

- ¡Ese canalla portugués, debí imaginarlo! - clamó colérico el reo.



“Baraja“, que así se hacía llamar el enojado prisionero, asiduo tahúr de las casas de tablaje, le contó a Guzmán que aquella noche, en una partida clandestina, apareció Proaza con una bolsa repleta de doblones. La borrachera postrera le condujo a confesar al resto de jugadores que lo había cobrado tras un encargo, cuya entrega había llevado a cabo pocos días antes. Luego de embaucar al médico con un ardid de picardía, Baraja ganó la última baza con todas las monedas sobre la mesa, y Proaza, viéndose desplumado, le acusó de fullero y mandó prenderle. 



- ¿En ningún momento dijo en que consistía aquel encargo? - se interesó el marido de Catalina.



- No. ¿Sospechas que tiene algo que ver con el parto de su señora?



Guzmán guardó silencio y se limitó a encogerse de hombros en señal de incertidumbre.
Catalina no vaciló ni un momento al día siguiente, cuando Guzmán, ya libre, fue a visitarla al hospital y le relató la confidencia del preso. 



- Mi niño está vivo …

Aquella certeza de Catalina parecía una invitación personal. Una pelota en mi tejado. Esa sensación fue en aumento durante las dos semanas siguientes, en las que las dos mujeres no volvieron a hacer su aparición. A medida que relataba su historia, me había acostumbrado tanto a su presencia que ya me sorprendían menos las repentinas apariciones y desapariciones de las peculiares pasajeras que su conversación. Cada vez tenía más preguntas. Las dudas iniciales habían sido fáciles: un poco de documentación aquí y allá y había podido comprobar la existencia del hospital y de Proaza. Pero ahora me asediaban otras mucho más complicadas. ¿Por qué no veía nunca subir y bajar a las mujeres? ¿Por qué contaban las cosas en ese castellano antiguo tan raro? ¿Serían de algún pueblo perdido? Una vez una mujer sanabresa que conocí por casualidad me había dicho que se había leído el Quijote varias veces. Que no le costaba nada, puesto que ese castellano antiguo se parecía aún al que ella había aprendido de niña, en pleno siglo XX.

Inmerso en estos pensamientos, con los que intentaba aportar un poco de lógica a todo aquello, llegué a la parada y a la comida familiar de los domingos. Era descabellado que aquellas mujeres esperaran algo de mí: ni las conocía ni deseaba meterme en los asuntos de nadie. Mientras subía las escaleras hacia la casa de mi madre decidí olvidarme definitivamente del asunto, y mi sobrina hizo el resto en cuanto abrí la puerta. Como cada semana, me llenó de besos y abrazos, y logró en un minuto lo que no había conseguido el Valium en las dos semanas anteriores. Ella comía antes y jugaba un rato a su aire mientras los mayores disfrutábamos de la mesa. María había comenzado a tener su amiguita imaginaria.

-Amiguito – corrigió mi hermana-. Y se llama Zaqueo, como el amigo que tú tuviste de niño. Que ya es casualidad que lo haya bautizado igual con ese nombre tan raro.

El corazón me dio un vuelco y no sabía por qué. Pero aún quedaba lo peor. Mi hermana anunció la sorpresa que llevaba tiempo preparando:

-He logrado completar nuestro árbol genealógico hasta el mil quinientos y algo.

Y sacó un cuaderno en el que lo había ido pegando y ordenado todo escrupulosamente, antepasados y documentación hallada. Lo dejó abierto por la última página, la del siglo XVI. Las seis letras de un nombre me saltaron al cuello: Proaza.

................



La determinación estalló en el corazón de Catalina. Su primera sonrisa en dos semanas tenía un matiz inquietante, se diría que incluso feroz e inhumano, por la frialdad de sus ojos. Era el punto álgido en la sucesión de sentimientos que se habían venido acumulando. Primero la desesperación y la incredulidad, después el abatimiento. Los días habían ido alimentando el ansia de venganza, pero su buen fondo había podido más y a raíz de la información que Guzmán había conocido empezaron a concebir una estrategia para entrar en contacto con Proaza. 

Ahora que el plan estaba perfilado, era el momento de apartar las dudas y llevarlo a cabo hasta sus últimas consecuencias. Todo se basaba en una presunción: Proaza tenía que ser un hombre sin escrúpulos y cegado por su avaricia. No se entendía de otra forma que fuera capaz de hacer algo tan repugnante como arrebatar un recién nacido a una madre.

La idea no era especialmente original ni brillante, pero confiaban en que diera resultado. 

 - “¡Les he desplumado a todos ustedes, caballeros!” –dijo Proaza, ya un poco achispado. La partida se había alargado y para ventura del médico, el azar le había sido muy propicio.

 - “Ha jugado bien sus cartas, doctor. Enhorabuena. Déjeme que se lo reconozca invitándole a un último trago”. 

El licenciado no era uno de los habituales, pero la euforia del triunfo y el alcohol y, por qué no, la perspectiva de la invitación, hizo que Proaza aceptara. Ya en la calle, el licenciado adoptó un tono más reservado y le dijo al doctor: “Amigo Proaza, sé que es usted un hombre de negocios, y quiero proponerle uno”.

En una pequeña mesa y con la compañía de varias jarras de buen tinto, el licenciado le contó al doctor cómo pese a ser un hombre afortunado y en posición acomodada, Dios no había bendecido su matrimonio con ningún vástago, y ahora, ya perdida la esperanza, estaba dispuesto a cualquier cosa para conseguir un heredero.
A Proaza se le iluminaron los ojos, y con el entendimiento un poco embotado por el alcohol, mordió el anzuelo con decisión: “Licenciado, no será fácil, pero puedo ayudarle a aliviar ese pesar suyo y de su esposa”.

“¿Y cómo va a hacerlo? ¿Conoce a alguna madre que quiera desprenderse de su hijo?

“Puedo ayudarle a aliviar su dolor pero no puedo hacer lo mismo con su curiosidad”--- Contestó Proaza. “Ahora toca descansar. Después de la suerte que he tenido hoy no quisiera que nada me la estropeara. Le espero mañana a las ocho de la mañana en el Café del Norte de la Plaza Mayor. Tenemos que concretar cuánto estaría dispuesto a pagar y cuándo sería la entrega”.

“En mi opinión deberíamos tratar los asuntos del encargo en un sitio privado, no público. No quiero arriesgarme ni lo más mínimo y me imagino que usted también querrá ser discreto. Mi casa está llena de gente y no estaríamos solos ni un minuto. ¿Qué le parece si quedamos en la suya?

“Bueno… Creo que tiene razón, un sitio público puede traernos grandes riesgos. Pásese por mi casa mañana a las nueve de la noche. –Proaza saca un bolígrafo y un papel del bolso del pantalón, escribe una dirección y le entrega la nota al licenciado-.

“Muchas gracias. No sabe cuánto me ha ayudado. Hoy dormiré mejor que nunca.”- dijo el licenciado.

“Antes de que nos vayamos me gustaría saber cuál es su nombre. No acostumbro a hacer favores a desconocidos.”

“Perdóneme doctor, no suelo ser tan descortés. Mi nombre es Arturo Blanco”.

“Un placer, -contestó el doctor Proaza. Ahora ya podemos irnos”.

Mientras Arturo caminaba por las oscuras calles vallisoletanas hasta llegar a su hogar una voz familiar le recordó lo que estaba haciendo.

Guzmán había esperado hasta el final de la partida en un callejón para poder hablar con Arturo y ahora quería saber si su trampa había funcionado.

“Buenas noches Arturo. -Le dijo con voz amistosa. Espero que el plan haya salido bien”.

“Buenas noches amigo Guzmán. La verdad es que no pudo haber salido mejor: el pez ha picado el anzuelo hasta el fondo”.

Arturo Blanco desdobló el papelillo que le había entregado Proaza. El galeno no parecía reparar en 'gastos'. Al licenciado, hombre hábil en los negocios, no se le escapó la excelente idea del portugués: llevar pequeños documentos con su nombre y dirección escritos -con una caligrafía perfecta, por cierto-. Así era fácil ofrecer sus servicios con discreción a cualquiera y en cualquier momento, como acababa de ocurrir, además de impresionar al destinatario. La maniobra tenía también una parte de imprudencia. Con aquel billete escrito de puño y letra del médico se podría demostrar que había vinculaciones entre él y Arturo Blanco, o al menos sembrar la duda, en el caso de que Proaza negara conocerle, cosa que sin duda ocurriría si el plan seguía su curso.

Con más esperanzas que miedos, Arturo Blanco se despidió de su querido amigo de la infancia, Guzmán. Entre la partida y la negociación la noche había ido avanzando y el lucero del alba confirmaba en qué medida. Arturo Blanco decidió asearse a fondo y cambiarse de camisa: cuanta mejor presencia demostrase, más inclinado se sentiría Proaza a no dudar de él.

El licenciado se dirigió hacia las señas que había leído en el papel antes de aprendérselas de memoria y poner el billete a buen recaudo. Era una casa en la calle Esgueva. Se plantó ante el portón y dio dos aldabonazos bien firmes. Una criada le mandó pasar al despacho del médico, un lugar escrupulosamente limpio y ordenado, lleno de rollos y hatillos de manuscritos. En un armario, una sucesión de libros encuadernados.

-¿Le gusta alguno especialmente, licenciado? – interrumpió Proaza. Ese que contempla de Tomás Moro, Utopía, es realmente interesante.

-Lo he leído. Pero creía que usted se centraba en las enseñanzas médicas.

-Considero que aspirar a alcanzar metas superiores no corresponde a ninguna disciplina en concreto, y que nada debería interponerse en esas aspiraciones.

Hizo una pausa intencionada, cargada de misterio.

-Por ejemplo, ¿qué no haría un buen amigo para que un alma querida encontrase la paz? Ahora el misterio era más bien tensión.

-Tenga usted, Arturo Blanco. Dele a su amigo Guzmán el documento de defunción de su vástago. Está firmado por mí y sellado. Y como vuelva a molestarme con una patraña como la de que su esposa quiere hijos, le denuncio.

El licenciado se quedó atónito. Y yo, sentado en el autobús, recordé repentinamente el documento que había visto en el cuaderno de mi hermana.

La inocente Isabel se había pasado días enteros completando el árbol genealógico de nuestra familia y había logrado recopilar documentación que podía aportar luz a la investigación que yo mismo había puesto en marcha.

En ese mismo momento me bajé del autobús y me dirigí a la Biblioteca de la Facultad de Medicina para conocer qué prácticas se solían llevar a cabo por aquel entonces, años en los que había nacido Cervantes y Don Juan de Austria, y también para intentar buscar algún dato que pudiera relacionar con el doctor Proaza.

Cogí un pesado libro de aquellas estanterías enormes y comencé a leer…

Hasta el siglo XVI la práctica de la anatomía había estado poco menos que prohibida por la Iglesia y por el pueblo en general, pues suponía como profanar los cuerpos de los muertos. Justo en estos años se extendió por toda Europa la fama del médico francés Andrés Vesalio, anatomista flamenco y autor de uno de los libros más influyentes sobre anatomía humana, “De humani corporis fabrica” (Sobre la estructura del cuerpo humano). Pero lo que más me impactó de lo que averigüé es que este médico basaba sus estudios anatómicos en la observación directa, por lo que es considerado el fundador de la anatomía moderna.

En 1548 el doctor Alfonso Rodríguez de Guevara regresa a España, tras haber cursado estudios de anatomía en Italia, y consigue que se inaugure la Cátedra de Anatomía en la Universidad de Valladolid, primera cátedra de anatomía de España. Por aquel entonces Proaza era un joven curioso de 22 años que estaba muy interesado por la anatomía humana y, por eso, comenzará a asistir a sus clases. Ese mismo año es precisamente cuando desaparece el hijo de Catalina y Guzmán.

Todos los datos que iba descubriendo me iban encaminando a una sola dirección: la muerte de ese niño a manos de Proaza no podía ser natural.

Hasta ese momento no me había planteado la posibilidad de que el bebé pudiese haber sido asesinado, estaba completamente seguro de que la intención de Proaza era venderlo, pero la información que recopilé en la Facultad de Medicina me hizo dar la vuelta a la historia de una manera desagradable. Se me revolvían las tripas cada vez que me imaginaba al recién nacido en manos de aquel médico sin escrúpulos.

Quería continuar con la investigación, saber cuál fue realmente el destino de aquel niño, no sólo por satisfacer mi curiosidad, ni tampoco para hacer justicia, había algo más en toda aquella historia que me empujaba a averiguar la verdad…

La siguiente pista la encontré de nuevo en uno de mis habituales viajes en la línea 7.

-No estábamos dispuestos a darnos por vencidos –susurró Catalina en uno de los últimos asientos del autobús, antes de comenzar a narrar otro de los episodios de aquella macabra historia.

-Puede que a mí me flaquearan las fuerzas, la pérdida de mi hijo me hizo caer en un pozo de tristeza. Pero Guzmán estaba cada vez más dispuesto a vengarse, a llegar hasta donde fuera necesario.

El marido de Catalina llevaba días siguiendo al médico, estaba tan obsesionado que no le importaba descuidar su trabajo, sus comidas o sus horas de sueño, y todo aquello le había pasado factura. El aspecto de Guzmán se había deteriorado tanto desde el fallido plan con el Licenciado Blanco que parecía un vagabundo desequilibrado, y la mirada de odio que se veía reflejada en sus ojos hacía que los viandantes evitaran cruzarse con él.

El sol hacía rato que se había puesto cuando Proaza regresó a su casa. Guzmán lo había seguido y, protegido por la oscuridad de la noche, esperó.

De pronto, la tenue luz de un candil asomó en una de las ventanas de la planta baja. El marido de Catalina se pegó a la fachada del edificio para observar mejor.

La sangre de Guzmán se congeló al contemplar la escena que tenía ante sí. Proaza, con su ropa empapada en sangre y sentado en un viejo sillón, pronunciaba un extraño rezo en latín con una sonrisa macabra dibujada en su rostro. Pero eso no fue lo peor, el corazón de Guzmán se paralizó al oír el llanto de un niño proveniente del sótano.

El estado de enajenación de Guzmán le impidió reflexionar un momento y buscar una solución meditada para afrontar semejante situación. Por el contrario, llevado por la ira, comenzó a dar aldabonazos con vehemencia al grito de “abre la puerta, asesino”, sin importarle el escándalo que aquellas horas intempestivas estaba provocando.

Proaza salió del trance de su ritual, alarmado por los golpes que alguien estaba dando en su puerta. No sabía cómo habían podido averiguar su oscuro secreto. Se había encargado de silenciar y comprar los favores de la aristocracia y la autoridad pública, pero alguno de ellos le había delatado. Recordó su camisa y sus calzas ensangrentadas, que agravarían aún más la tesitura. Apenas tenía tiempo para cambiarse de indumentaria y quien estuviera ahí fuera le requería cada vez con más insistencia.

- ¿Quién va?- preguntó intentando ganar tiempo.

- Soy Guzmán de Cantalapiedra, maldito bastardo. Abre inmediatamente la puerta, sé que mi hijo está adentro.

El ademán del médico cambió por completo. Despreocupado por su apariencia, dotado de una frialdad escalofriante, se dirigió inmutable hacia la puerta. Al abrirla, sorprendió a Guzmán en postura de volver a golpear la aldaba. El esposo de Catalina, aunque impresionado por el aspecto dantesco de Proaza, arremetió contra él, queriendo entrar en la casa.

- Sé que lo tienes en el sótano, le oí llorar.- forcejeaba con el galeno.

Superó el quicio pero, en un gesto rápido e inapreciable, Proaza sacó una daga de su espalda y la hundió en el pecho de Guzmán. Los ojos de éste se desencajaron, sorprendido por la reacción del médico. Poco a poco las fuerzas le fueron fallando, desplomándose en el preciso momento en que Proaza extrajo el filo, hendido con asombrosa minuciosidad y precisión entre las costillas.

Proaza introdujo el cadáver de Guzmán en su morada, mientras una figura oculta al otro lado de la calle era testigo de la escena.

Minutos después unos nudillos llamaban a la puerta de la casa de Catalina. Ésta, creyendo que se trataba de su esposo, abrió sin preguntar. En la entrada se encontró con la presencia de un individuo al que no conocía.

- Señora, algo horrible le ha pasado a su marido.

- ¿Quién es vuesa merced y por qué dice semejante barbaridad?

- No es momento de presentaciones. Si quiere salvar su propia vida y la de su hijo, necesito que me acompañe con celeridad.

Las calles negras, iluminadas tan solo por un escaso hálito lunar, resonaron con el apresurado paso de Catalina y su improvisado acompañante. La forma en la que había irrumpido en su casa poco después de que Guzmán la hubiese abandonada con ese fulgor de odio en sus ojos le provocaba una desazón infinita. Los últimos días había vivido en una espiral obsesiva en la que la idea de recuperar a su hijo había borrado el resto de su vida. La errática actitud de su esposo y su decisión de abordar a Proaza para obligarle a confesar lo que él consideraba su verdad no constituían motivos para aplacar su malestar. Con la llegada en mitad de la noche de ese hombre que clamaba por su seguridad el pánico hizo definitivamente acto de presencia.

Mientras avanzaban por las estrechas callejuelas que servían de escolta a la Esgueva y se aproximaban a la iglesia de Santa María de la Antigua, Catalina trató de comprender lo que sucedía.

-¿Qué le ha sucedido a Guzmán? ¿A dónde me lleva? ¿Y qué sabe de mi hijo, cómo sabe que está vivo?

El hombre se mantuvo en silencio y apretó el paso cuando distinguió dos figuras enfundadas en una especie de túnicas que doblaron la esquina delante de ellos. Al llegar al punto en el que la pareja había desaparecido, un súbito resplandor detuvo a Catalina, incrédula ante lo que veía frente a ella. Una poderosa luz refulgía desde el interior del templo al que se habían acercado desde un principio. Al fondo distinguió a los dos hombres con los que se acababan de cruzar pero también a otras dos docenas de individuos vestidos con idéntica indumentaria. Un capuz ocultaba los ojos de cada uno de ellos, silenciosos e inmóviles frente a la iglesia.

-Se lo ruego, dígame qué es lo que hacemos aquí. Y dónde está Guzmán.



Catalina no parecía dispuesta a contar más por ese día. Al menos, la historia se detuvo ahí y comprendí que tendría que esperar a un nuevo viaje para enterarme de algo más. Sin embargo, me sonaba raro eso de que gente cubierta y vestida igual entrase en La Antigua así, a plena luz de la noche. Lo que yo tenía entendido era que las sociedades secretas, los masones, operaban completamente en la sombra, por lo que no conseguía entender qué hacía toda aquella gente entrando en una iglesia, en grupos y a la vista de cualquier curioso apostado en una esquina de la calle. Sólo se me ocurría que pudieran ser cofradías, así que empecé a documentarme de nuevo.



Al parecer, a mediados del siglo XVI, momento en el que debía estar ocurriendo todo lo que narraba Catalina, había ya tres cofradías: la de la Sagrada Pasión de Cristo, que se fundó en 1531 y se llamaba, en sus orígenes, Cofradía de la Sagrada Pasión de Cristo y Cofradía de la Santísima Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Al parecer, su misión era acompañar a los condenados a muerte al cadalso, darles sepultura y cuidar de sus familias gracias a las limosnas que pedían a tal efecto. Pero en la historia que narraba la acongojada madre no había ningún condenado a muerte, o al menos ella no había mencionado nada aún, así que no veía la relación.



Las otras dos cofradías que existían entonces eran la Cofradía Penitencial de la Santa Vera-Cruz, fundada en 1498, y la Ilustre Cofradía Penitencial de Nuestra Señora de las Angustias, nacida en 1536 o en 1543, la fecha no parece muy segura, a tenor de la documentación al respecto. La de la Vera Cruz, ligada en sus orígenes a los franciscanos y con 'sede' en la llamada Puerta del Campo, donde está ahora la Plaza de Zorrilla, por lo que nada parecía indicar que pudieran ir a La Antigua a algo. En cuanto a la de las Angustias, al parecer uno de sus cometidos, además de asistir a los hermanos de la cofradía, era mantener un hospital y enterrar a los muertos cuyo cadáver nadie reclamaba.



¿Había reclamado Catalina el cadáver de su esposo? ¿Podría reclamar el cadáver sin 'saber' que le habían matado? ¿Estaría Proaza intentando quitarse de en medio a Guzmán vía 'oficial' para curarse en salud?



Todas aquellas dudas me quitaban el sueño.


Pero esa noche llegué totalmente agotado a casa y cuando apenas me eché sobre la cama me quedé profundamente dormido, con restos del dentífrico todavía entre los dientes, pues apenas atiné para cepillarme un poco los dientes; no probé bocado en casi todo el día y tampoco lo hice al llegar a casa. Mi apetito también se estaba resintiendo.


Lo de profundamente dormido fue apenas el principio, pues las pesadillas inundaron mi sueño inmediatamente.


-Señor, por favor usted me tiene que ayudar, no me deje morir. Apiádese de mi señor. No, no deje que lo haga.


Un bebe recién nacido se aparecía llorando hablándome en esos términos, y yo le contestaba que no podía hacer nada mientras un señor con bigotes y acento extraño se jactaba de la escena exhibiendo una espada llena de sangre.


-Señor, dígale a este caballero que me diga dónde está mi esposo, ¿es cierto que mi hijo está vivo?


Me preguntaba una señora envuelta en una extraña túnica detrás de un gran resplandor, mientras discutía con un extraño individuo que parecía un sacerdote.


Durante la noche sudé, me moví en todos lados de la cama, murmuré como respondiendo a todas las preguntas que me lanzaban desesperados los personajes de los sueños.


En la mañana, bien temprano desperté más cansado de lo que me había acostado, tembloroso, asustado, hasta después de reaccionar unos segundos y comprobar que todo habían sido pesadillas. Más tarde recibí una llamada de mi hermana Isabel, preguntando por cómo estaba y demandándome el abandono que exhibía con ella y toda la familia desde que me mostró el cuaderno con el árbol genealógico, además me dijo algo que me dejó más preocupado aún de lo que yo ya estaba.


-Hermanito, quería decirte además que descubrí algo más, muy extraño por cierto, y quiero hablarlo contigo antes de crear ningún estúpido malentendido o que te enteraras por otros. La verdad es que me quita el sueño y está empezando a cambiar mi vida.

Sepultado en el enorme sillón que presidía el salón de la casa de Isabel, me sumí en un estado de irrealidad cuando concluyó su narración. La llamada del día anterior me había llevado a una situación de sobreexcitación que las semanas previas se encargaron de fraguar. Durante toda la noche me sorprendí haciendo cábalas acerca de lo que mi hermana tenía que contarme. Si algo envidiaba de ella era su capacidad para relativizar cualquier situación, por complicada que fuera, y saber encontrar la salida más oportuna a todo tipo de laberintos. Que me dijera que algo le inquietaba hasta el punto de quitarle el sueño escapaba a mi entendimiento.

Ahora, todavía desconcertado ante la revelación, me mantuve mudo durante algunos instantes.

-¿No vas a decir nada? ¿Tú tampoco habías sospechado nada durante este tiempo? Me cuesta creer que hayamos sido tan estúpidos como para no haber caído en ello todos estos años.

Traté de aflojar el nudo que me oprimía la garganta pero la tarea se me antojaba demasiado complicada en aquel momento. Me levanté, abracé a mi hermana, musité un casi inaudible “después te llamo” y salí a la calle.

La lluvia, amenazante durante toda la semana, al fin se había decidido a empapar a los viandantes poco prevenidos que caminaban por las aceras sin el pertrecho de un buen paraguas. Sin ánimo para afrontar la caminata que me esperaba hasta mi casa, menos en esas condiciones, esperé al autobús, al que le faltaban, si la tecnología y los satélites no fallaban, tres minutos para hacer acto de aparición. Por fortuna no era la línea 7 la que me habría de llevar a mi refugio desde aquel barrio.

De poco sirvió ese detalle. Cuando accedí a él y las puertas se cerraron a mis espaldas comprobé que, salvo el conductor, no viajaba nadie más en su interior. Salvo, claro, la anciana a quien me encontraba una y otra vez en un vehículo muy similar a ella. Me dirigí a ella, ya sin nada que perder.

-Perdone, ¿es usted…?

- ¿Es usted consciente del daño que está causando a mi familia? - interrogué impetuoso a la figura acomodada en el asiento trasero. 

Una cínica sonrisa se dibujó en sus labios y un inquietante silencio fue su única respuesta.

- Es tan sólo una cría … - balbuceé, desarmada mi inicial seguridad ante el vacío de sus ojos. 

Allí, arrodillado ante sus pies, doblado por la rabia contenida, me percaté que era la primera vez que la encontraba sin compañía en el autobús. Aquella apenada anciana, que narraba sus penurias en mis viajes, era ahora un frío témpano de hielo sin sentimientos.

Esa tarde Isabel me había explicado el entramado de nuestros antepasados. Releyendo un día su cuaderno, apreció por casualidad la amplia cantidad de fallecimientos acontecidos en el árbol genealógico de forma prematura, todos ellos de mujeres, más bien niñas. No sólo eso, las defunciones correspondían a la primera hija de cada matrimonio. Jamás concedimos importancia alguna a la muerte de la primogénita de mis abuelos, víctima de una infección respiratoria incurable, ni a la de mi hermana Sara, la que nunca conocimos, apenas con 3 años, con un sarampión que acabaría complicándose. Tampoco la de las primas Clara y Soledad. Muchas otras fueron apareciendo según iba indagando Isabel en sus documentos. Parecía una especie de maldición, que seguía el mismo patrón a lo largo de los siglos.

Pero lo peor estaba por venir. La noche anterior a que Isabel me llamase, María, mi sobrina, comenzó a sufrir unos terribles dolores de cabeza. A la mañana siguiente ingresó con una fiebre sumamente elevada, sin diagnóstico concreto y todos los médicos desorientados. Si la calentura no bajaba, corría el riesgo de morir.

Allí postrado por la impactante noticia, no me fue fácil atar cabos, ni deducir que aquello tenía que ver con el suceso que me había perseguido las últimas semanas. Oculté a mi hermana aquellas estrambóticas vivencias y mis sospechas fundadas. Necesitaba descansar antes de enfrentarme a Catalina, pero ella decidió presentarse antes de tiempo. Aquella mujer que ahora se erguía orgullosa ante mí, tenía la llave de todo lo que estaba ocurriendo.

- Dígame, Catalina, ¿en qué momento descubrió que había dado a luz a una niña?

La pregunta la pilló por sorpresa y ligeramente desorientada volvió a sentarse. Fijó su mirada perdida en los cristales salpicados por la lluvia y rompió su mutismo. 


-En el momento en el que el desconocido me llevó dentro de La Antigua. Allí, en plena reunión de una cofradía, contemplé cómo una monja entregaba a una niña a un hombre. Él ni siquiera se había quitado el capuz en muros sagrados, así que no pude verle la cara, pero sí oí claramente cómo la monja citaba a un doctor, que sin duda era Proaza, y cómo le decía que la niña venía de una mujer joven y sana, que había pasado por su primer parto para traerla al mundo. “Así vuestra esposa tendrá su ansiada niña y vuestro hijo Zaqueo, una hermana”, le dijo la monja, que espero que esté en el infierno.

Me dio un vuelco en ese punto del relato de Catalina, que ahora me contaba a mí los pormenores de su historia en vez de a su acompañante. 

-¿Cómo se llamaba su hija?, pregunté, consciente de que si había atravesado los siglos buscándola, sin duda lo habría hecho poniéndole un nombre. Su respuesta confirmó mi peor presentimiento:

-Para mí siempre fue María.

Quería preguntarle qué pintaba yo en medio de todo aquello, pero ella siguió hablando:

-Busqué a alguien, en la ciudad, que tuviera un hijo que se llamara Zaqueo. No era fácil: 41.000 habitantes daban para mucho, así que comencé mis indagaciones por las familias más ricas e influyentes. En esto me ayudó nuestro buen amigo Arturo Blanco. El cadáver de mi esposo no apareció nunca. La familia que se hizo con mi hija, tampoco. Las puertas parecían cerrarse una a una, y por supuesto nadie sabía ni había oído hablar de ninguna dama que hubiese tenido una niña sin embarazo previo. Me pregunto desde cuándo tenían acordado Proaza y aquellos señores que le entregaría a mi niña, ni con cuántas mujeres embarazadas estaría contando, hasta tener una niña.

Estaba a punto de preguntarle a Catalina cómo romper aquella historia de muertes cuando recordé, de repente, cuál era el juego preferido de Zaqueo, mi amigo invisible, y también el de mi sobrina… ¡Sí! ¡Ahí estaba la clave!

A Zaqueo le encantaba disfrazarse, como a mi sobrina. “María, ¿llegaré a tiempo? Aguanta, mi niña”, pensé por un instante. Recordaba vagamente sus atuendos estrafalarios, sus representaciones sin sentido, al menos para mí, pero que me divertían sobremanera. Siempre andaba buscando nuevos disfraces para su puesta en escena. Todo nos servía, las toallas, las sábanas, la falda y los zapatos de mamá, las corbatas y la chaqueta de mi padre, el bastón del abuelo, los collares de la yaya, la escoba, la fregona, el gorro de paja de las fiestas del pueblo … Y el momento más feliz para Zaqueo era cuando nos sumergíamos en las reliquias del trastero.

Necesitaba ahondar en mis recuerdos, no en vano había transcurrido más de veinte años desde mis juegos con Zaqueo. Ahora comprendía que todos aquellos personajes que Zaqueo y yo interpretábamos no eran más que recreaciones del pasado, de su presente en otro siglo distante. Era un espíritu atormentado como el de Catalina. Confiaba en que si resolvía aquel rompecabezas aliviaría sus almas y salvaría a nuestra familia.

Tras el encontronazo con Catalina, me refugié en casa apuntando todo lo que rememoraba de mi niñez. Con María por desgracia no podía contar, pero tras sopesarlo unas cuantas veces llamé a mi hermana Isabel.

- “Dime que sigue viva”- deseé sin preguntárselo - Isabel … - titubeé - Sé que te parecerá una locura, pero necesito que recuerdes todo lo que puedas acerca de los juegos de María, de sus disfraces, cualquier detalle que se te ocurra por absurdo que te parezca. - Imaginaba la cara perpleja de mi hermana al otro lado del teléfono- Confía en mí.

Pasé el día entero y la noche en vela juntando toda la información que me venía a la mente y la que me proporcionaba Isabel en cada llamada. Mantuvimos una continua comunicación durante todas esas horas.

Despuntaba el alba de un nuevo día y mi cara amaneció pegada a los folios desparramados por la mesa del salón. Me froté los ojos, y tras un café que me devolvió al mundo real, una mueca de satisfacción asomó a mi cara. En el breve intervalo en que me venció el sueño, volvieron a visitarme los protagonistas de la pesadilla de noches anteriores. Ellos terminaron por encajar todas las piezas.

Tenía ante mí la solución al enigma.


La sensación de alivio que recorrió mi cuerpo no podía ser, aun así, plena ni definitiva. El puzle encajaba, era cierto, pero lo hacía, de momento, tan solo en mi cabeza. Hasta que no comprobara que mi suposición era cierta y que eso servía para proteger a mi sobrina, aquello no serviría de nada.

De lo que no tenía ninguna duda, claro, era del hecho de que el Zaqueo de mi infancia y el que ahora perseguía a María en sus ensoñaciones de niña era el mismo crío que, varios siglos antes, ejerció de falso hermano de la niña perdida de Catalina.

Sentado junto a la cama en la que la pequeña luchaba contra su repentina enfermedad me concentré en que mis palabras le llegaran con absoluta claridad. Había convencido a sus padres de que me dejaran unos minutos a solas con ella. Sospechaba que, de esta forma, Zaqueo no encontraría problemas para salir a nuestro encuentro. Aunque todo aquello, visto con la distancia que únicamente el tiempo es capaz de proporcionar, parezca ahora una locura, o una estupidez, o una temeridad impropia de alguien que presume de poseer una racionalidad extrema. Lo cierto es que, no sabía por qué, confiaba en que nuestro amigo ‘invisible’ apareciera para poner orden todo ese caos que aquel primer encuentro en el autobús, hacía como un millón de años, había iniciado.

En el bolsillo guardaba la pieza del tesoro que había pasado a través de las generaciones de mi familia durante generaciones. Esos días había vuelto a recordar cómo, en compañía de Zaqueo, registraba hasta el último rincón de cada habitación en busca, creía yo, de ropas con las que convertirnos en otros. No era eso lo que mi amigo quería claro. Para cualquiera no sería más que un trozo de metal, pero para él representaba mucho más, el vínculo con un tiempo del que no había podido escapar durante todos estos años y que debería poner fin a esa pesadilla.

María abrió los ojos y esbozó una raquítica sonrisa que era, pese a todo, el primer síntoma que me aliviaba la desazón que me comía las entrañas. Giré la cabeza para observar qué era lo que había provocado esa sensación en mi sobrina y allí estaba. Veinte años después pero con el mismo aspecto que yo recordaba.

-Zaqueo –dejé resbalar por mi garganta–, me alegro de volver a verte…

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