viernes, 9 de abril de 2010

Las palabras del borrachín desconcertaron por un segundo a la Madre Superiora, pero recuperó su entereza e implacable, aunque con tono conciliador, se dirigió de nuevo a su interlocutor.

-Este cerdo acaba de escapar de nuestro convento y si no lo devuelves ahora mismo condenarás tu alma. Tus pecados no te serán perdonados.

El hombre que bien hubiera podido alimentar a su prole de cinco hijos durante todo el invierno con las carnes de Durriti, enseguida comprendió que no había nada que hacer. Nadie osaba, en esos tiempos, enfrentarse a la Iglesia. Así pues, a regañadientes soltó a Durriti y lo mismo hicieron sus compadres.

-Todo suyo hermana- dijo, mientras se santiguaba y hacía una pequeña reverencia.

El marrano no desechó la oportunidad de luchar por su libertad a pesar de estar exhausto y reemprendió su huida. Martín, Pascual y las tres monjas se disponían a salir tras él cuando la providencia pareció hacerle un guiño a Durriti.

En ese instante, apareció el secretario del Obispo que al ver a las religiosas en semejante situación quedó horrorizado. El amanuense no daba crédito a lo que acababan de ver sus ojos: la madre superiora colorada del sofocón y con la falda arremangada enseñando más de lo que el decoro aconsejaba; sor Genoveva sin toca, con su corto cabello rojo ensortijado mojado del sudor y blandiendo una hogaza de pan amenazante y junto a ellas sor Virtudes, que parecía no haber dormido en toda la noche y para más Inri estaba acompañada de un muchacho sucio y con apariencia de temer algo. El hombre las miraba de hito en hito sin dar crédito e intentando comprender qué razón había llevado a las hermanas a protagonizar tal estampa.

Las monjas quedaron rezagadas dando explicaciones. Martín y Pascual iban ya en busca de Durruti.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:39 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. La tapia de la estación se prolongaba interminable protegiendo las vías. Su afán por escapar le había llevado en atolondrada

    carrera pegado a su sombra, buscando una salida que no llegaba nunca. De pronto, apareció ante sus ojos un siniestro

    personaje que, chuzo en mano, se disponía a detenerlo por las bravas. Lejos de arredrarse, se tornó aguerrido jabato que,

    impulsándose sobre los cuartos traseros, envistió con el resto de sus fuerzas al hombre, guardagujas a la sazón, que acabó

    rodando por el suelo en ovillo con Durruti. El instinto de conservación le hizo incorporarse en una pirueta casi felina y

    retomar su loca marcha hacia otro lado, dejando en el suelo al abatido ferroviario, confundido y buscando la gorra a su

    alrededor.

    Había logrado salir del encuentro pero no se acabaron allí sus cuitas. Las voces de sus perseguidores, casi de repente, se

    volvieron cercanas y no cabía ninguna duda de que se había incrementado notablemente su número. Sin darse cuenta, estaba

    corriendo en dirección contraria y se iba a encontrar de un momento a otro sin ninguna salida. Atrás no podía volver.
    El arco de ladrillo se mostraba majestuoso justo desde la perspectiva de su nacimiento. Junto a su sólida base se apilaban

    en varios grupos unas traviesas que le facilitaron el ascenso. No quedaba otra. La huida, esta vez, fue ascendente. A medida

    que subía, casi trepando por el ladrillo con enorme dificultad, se daba cuenta de que sus “admiradores” también elevaban sus

    gritos. Ignoraba las razones.


    Arriba soplaba el aire y sintió que momentáneamente se le despejaba la cabeza. La ciudad presentaba una vista excepcional

    desde allí. Hasta ayer no la conocía pero ahora tenía una magnífica visión de conjunto.

    -Durrutiiiiiiiiii, ¡que te vas a matar!

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  2. Durruti era escurridizo pero no tan rápido. Entró por una puerta, salió por la de enfrente, y logró atravesar la estación ante la mirada atónita de cuantos estaban en ella antes de enfilar hacia el Campo Grade. Martín y Pascual lo seguían de cerca. Al fin, el cansancio hizo mella en una animal que estaba más pensado para provocar la sonrisa con sus andares que para correr largas distancias y aflojó el paso. Sin detenerse aún, y seguido por dos hombres también exhaustos, avanzaron hacia la puerta de entrada. Pascual y Matín no se dirigieron la palabra en todo el camino. A Martín le empezaba a parecer descabellada su idea de la noche anterior y Pascual no sabía qué pensar del aprendiz, pues se negaba a creer que hubiese traicionado a los compañeros.

    Durruti se paró a la entrada del parque y Pascual y Martín aprovecharon para caer sobre él, uno a cada lado del marrano, abrazándolo por donde podían. Ya frente a frente, y a muy escasa distancia, Martín, que hacía esfuerzos para no llorar víctima del agotamiento y de sus propias emociones, miró a los ojos a su compañero:

    -Pascual, Durruti no puede morir.

    Pascual bajó la cabeza, la alzó de nuevo y miró a Martín con una expresión que podía estallar por cualquier lado. Finalmente, comenzó a reír a carcajadas y, casi ahogado por sus risas comenzó a hablar:

    -Míranos, Martín... podríamos estar reproduciendo la estampa del general... tal vez asesinado por quienes estaban, en apariencia, tan cerca de él. Solo que estamos aquí, ¡abrazados a un cerdo!

    Sus risotadas se unieron, esta vez, a las de Martín, que también empezó a reír ante semejante visión de sí mismos.

    -Venga, Martín. Vámonos antes de que vengan tu tía y las otras dos monjas. Ya veremos cómo arreglamos esto.

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  3. A Durruti no le costó demasiado alcanzar la estación. Lo que no sabía cuando buscó refugio en ella era que un sitio cerrado, en lugar de protegerlo, serviría para que sus perseguidores lo acorralaran. De espaldas a la puerta de salida a la calle, con Pascual y Matín delante, el marrano no sabía muy bien a qué atenerse. Los miraba entre curioso y desconcertado, primero a uno, luego al otro. Tenia a favor que tanto Pascual como Martín defendían su propio negocio en aquella esperpéntica contienda con un marrano, por lo que el enemigo ya estaba dividido sin necesidad de más.

    -”A ver, Matín” - intervino Pascual-. ¿A qué estás jugando, muchacho? Este marrano es de los compañeros del taller. No puedes robarlo y llevárselo a tu tía para que las monjas lo conviertan en manteca. ¿Es que se lo has vendido o qué?

    -Que no Pascual. Que lo que yo buscaba en el convento era refugio para Durruti. Que no quiero matarlo. Pero la superiora y la pastelera han decidido otra cosa. Y, por cierto... ¿tú qué hacías en el convento?

    -Llegué buscándote. Las monjas me dijeron que ahí no había llegado nadie, pero que ya que estaba allí, si podía ayudarlas en la matanza del cerdo. No dijeron que era Durruti. De eso tuve la certeza cuando te vi aparecer. De lo de no querer matar al marrano no te culpo, pero vete recapacitando y ayúdame, que ya la has armado suficiente.

    A Martín no le dio tiempo a decir ni mu. En ese momento la pareja entró por la puerta de la estación, justo frente a ellos. Y en ese preciso momento, a sus espaldas oyeron la voz gélida de la Madre Superiora:

    -”Guardias. Detengan a estos dos hombres. Nos están robando un cerdo del convento”.

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  4. Pasito a pasito, con su gracioso trotar cochinero haciendo temblar sus jamones, Durruti alcanzó el Campo Grande. No hubiera imaginado el gorrino, ni en el mejor de sus sueños, un sitio mejor para camuflarse que aquel enorme jardín. Diseñado bajo los efectos de los ideales románticos, el Campo Grande parecía crecer descabalado, en un laberinto plagado de zonas umbrías por culpa de unos árboles de copas desatadas y enormes. Buen sitio para esconderse, debió pensar el marrano, que en un plis plas se hizo invisible a ojos de sus perseguidores.

    -Cuando cojamos a ese maldito cerdo lo degollaré, y detrás irás tú como alguien se entere de esto y acaben por quitárnoslo -amenazaba Pascual a su compañero Martín, ambos con el resuello ahogado a la caza del animal.

    -Déjalo, Pascual -interrumpió Martín haciendo un esfuerzo más para poder hablar.- Encontrémosle primero, antes de que esas monjas llevadas por el diablo convenzan al secretario del Obispo y se nos venga encima toda la Santa Madre Iglesia con arcángeles y coros celestiales.

    -Sí, pero los dos juntos. No te pienso quitar el ojo de encima -concluyó Pascual, y se arrimó un poco más a Martín mientras ambos se internaban por la Puerta del Príncipe. Frente a ellos, el largo paseo central permanecía desierto, con la única vida de un pavo real que lo cruzaba y dos palomas picoteando migas debajo de un banco. Nada más poner el pie dentro del recinto notaron cómo el silencio se espesaba, el tiempo ralentizaba su marcha y la ciudad y sus ruidos se alejaban.

    -Durruti, viejo amigo -pensó Martín en voz alta-, ¿dónde te has metido?

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  5. Martín y Pascual corrían uno al lado del otro, resoplando.

    -Este año vamos a tener dos matanzas –Decía pascual casi sin aliento-. La de Durruti y la tuya. Porque en cuanto solucionemos lo del cerdo a ti no sé qué te hago.

    Martín callaba, incapaz de confesar que no había robado el marrano, sino que intentaba protegerlo. Bastantes chanzas solían traer ya en el taller a costa de él como para ponérselo en bandeja. Prefería ser tratado de ladrón que de sensiblero. Y, además, en este caso las chanzas probablemente tardarían en llegar años… todos los necesarios hasta que a sus compañeros se les pasara el monumental cabreo por su huída con el cerdo.

    No tardaron en darle alcance. Durruti, como todos los de su especie, no tenía madera de velocista, y el trote era para casos excepcionales, no para largas distancias. A las puertas del Campo Grande, los tres se miraban entre sí. No se preguntaban qué hacer ahora, sino cómo, ya que todos tenían muy claro qué quería cada uno.

    -Disculpen caballeros.

    Un hombre relativamente bien vestido, con aspecto de payo y porte gitano, y con un provocador y enorme anillo de oro en el dedo contemplaba la situación sin quitarle ojo a Durruti.

    -Este marrano tiene aspecto de estar, sano, bien cuidado y ser joven aún. ¿Lo tienen ustedes en venta? Soy tratante.

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