Como es obvio, Durruti no contestó a la llamada. Bastante tenía con meter su corpachón en uno de los recovecos de la cueva escondida tras la pequeña cascada que surtía de agua al estanque. No podía haber elegido mejor, porque de avanzar un poco más hacia el pequeño lago artificial habría organizado un revuelo de patos y pájaros que le habría delatado. En aquel escondrijo se quedó durante un buen rato, sin mover siquiera el hocico, mientras a lo lejos se escuchaban las voces de los dos mecánicos.
Pascual y Martín caminaban uno junto al otro adentrándose en el laberinto de caminos de tierra. Iban de lado, con una oreja adelantando el paso, como si así quisieran escuchar unos metros más allá, anticipándose. Era inútil. Todo lo que consiguieron fue oír el leve rumor de los pavos reales moviéndose entre los árboles y algún que otro sonido procedente de las pajareras del Campo Grande. Y así siguieron, con paso sigiloso y atento, hasta que un tumulto inoportuno les hizo volver la cabeza. El secretario del Obispo y las tres monjas, todos con los faldones en ristre, habían seguido sus pasos a la carrera y ahora, colorados y sudorosos por el esfuerzo, iniciaban la búsqueda del huidizo gorrino. Por fortuna para Durruti, eligieron tirar hacia su izquierda desde la Puerta del Príncipe, camino de la Pérgola donde en las tardes veraniegas se solazaban sus paisanos, baile va, baile viene, mientras los chiquillos correteaban de un lado a otro.
El cochino, para entonces, se temía que era cuestión de tiempo que le dieran caza, y sus ojitos parecieron volverse más vivarachos. Su deseada cabeza había urdido un nuevo plan.
Pascual y Martín caminaban uno junto al otro adentrándose en el laberinto de caminos de tierra. Iban de lado, con una oreja adelantando el paso, como si así quisieran escuchar unos metros más allá, anticipándose. Era inútil. Todo lo que consiguieron fue oír el leve rumor de los pavos reales moviéndose entre los árboles y algún que otro sonido procedente de las pajareras del Campo Grande. Y así siguieron, con paso sigiloso y atento, hasta que un tumulto inoportuno les hizo volver la cabeza. El secretario del Obispo y las tres monjas, todos con los faldones en ristre, habían seguido sus pasos a la carrera y ahora, colorados y sudorosos por el esfuerzo, iniciaban la búsqueda del huidizo gorrino. Por fortuna para Durruti, eligieron tirar hacia su izquierda desde la Puerta del Príncipe, camino de la Pérgola donde en las tardes veraniegas se solazaban sus paisanos, baile va, baile viene, mientras los chiquillos correteaban de un lado a otro.
El cochino, para entonces, se temía que era cuestión de tiempo que le dieran caza, y sus ojitos parecieron volverse más vivarachos. Su deseada cabeza había urdido un nuevo plan.



Durruti sabía que debía entregarse. No tardaría en convertirse en longanizas y tocinos si seguía dando tumbos sin rumbo fijo por el parque. Además las patas le dolían una barbaridad tras la maratón de las últimas horas y para colmo sus tripas celebraban cada minuto de ayuno con un nuevo rugido de protesta.
ResponderEliminarPronto se encontró añorando el sabor del papel de periódico que solía mordisquear en Carrocerías Molina cuando faltaban manjares más suculentos que llevarse a las fauces. Cualquier cosa le hubiera sabido a deliciosa trufa en aquel instante.
Estaba decidido a llegar a viejo en este mundo hostil y para ello tenía que renunciar a la libertad y encomendarse a la única persona que había demostrado tener más grande el corazón que el estómago.
Salió de su escondrijo y elevó los morros buscando olores que indicaran el paradero de Martín. Arrugó disgustado sus hocicos al percibir un leve tufo a incienso pero le embargó la alegría al reconocer el familiar aroma de los caramelos que su amigo le había obsequiado durante la precipitada huida.
Atravesó raudo el Campo Grande, trazando una línea recta en pos de la dulce esencia y la sorpresa fue mayúscula al descubrir que se encontraba frente a una bella vallisoletana que se regocijaba en la lectura de un libro sentada en un banco del parque. A su costado reposaba el objeto de la confusión, la bolsa de caramelos de la plaza del Carmen.
La chica apartó el libro y contempló risueña al cerdito. Durruti se acercó y resopló sobre la bolsa de caramelos. Ella extrajo uno, cuya dulzura lanzó sus sentidos en un sublime viaje hacia la autocomplacencia. Tal era el gozo de Durruti que no se percató de las figuras que se aproximaban por el sendero de tierra en su dirección.
Mientras, las cosas se complicaban para Pascual y Martín. El día amenazaba con un agradable solete, el típico del veranillo, y los más mayores, que empezaban a salir de las misas más tempraneras, buscaban el paseíto por el Campo Grande para estirar las piernas y calentar un poco la sangre. En cuanto empezase a llenarse también de matrimonios con sus niños y parejas de novios el panorama se iba a poner muy negro. Las monjas, además, no tardarían en aparecer, probablemente acompañadas del secretario del obispo. La única solución que se le ocurría a Pascual era taponar todas las posibles salidas y esperar a la noche, cuando desapareciera de nuevo el personal, para buscar con calma a Durruti.
ResponderEliminarSin consultar con Martín, al que para ese momento consideraba ya lo suficientemente cabeza hueca como para no aportar nada bueno a la búsqueda, chistó a un niño como de 10 años que andaba a la búsqueda de algún lagarto rezagado en el letargo y su exquisita carne blanca.
-¿Quieres ganarte hoy el almuerzo, chaval? –le espetó-
El chico, que por una merienda era capaz de pasar la tarde vigilando a su vecino de tres años, se acercó de inmediato.
-Te voy a decir cuatro direcciones. Tienes que ir a cada una de ellas y darle un aviso a cuatro hombres y solo a ellos. El aviso es: “Pascual te espera en el Campo Grande. Es urgente”. Cuando hayas acabado vete de mi parte a las señas que te voy a dar y le pides la comida de hoy. Y no hables de esto con nadie.
El plan de Pascual era simple: apostaría en cada salida del Campo Grande a los compañeros del taller, desconocidos para las monjas, y ellos se quedarían por allí vigilando que Durruti no apareciera en algún paseo.
Sería complicado detallar la lógica porcina y sus procesos mentales, pero en líneas generales, el plan de Durruti no era muy distinto del que una persona en sus cabales hubiera podido trazar.
ResponderEliminarPor una parte, recordaba aquellos días felices en que se encontraba plácidamente en el interior del taller, colmado de atenciones por Martín y sus colegas. Por otra, las últimas horas desasosegantes, pasando de mano en mano, corriendo por calles desconocidas y amenazantes le habían hecho añorar las semanas pasadas. La estampa de Pascual cuchillo en mano parecía ya un recuerdo borroso y fugaz…
Así que como si fuera una cabra, Durruti tiró al monte, o mejor, subió la pequeña colina situada tras la cascada del estanque para buscar a sus amigos y lanzó un gruñido ahogado.
Martín y Pascual siguieron el sonido del cerdo, que afortunadamente, venía de la parte opuesta al estruendo de la singular procesión que les perseguía. Llegaron hasta él rodeando el estanque y Martín se acercó hasta tocar a Durruti, que dócil se quedó junto a su amigo.
Pascual, por su parte, con un ojo sobre ellos y el otro vigilante, apuró a Martín: “Venga, vámonos rápido al taller antes de que aparezcan las monjas. Y tú y yo, tenemos una charla pendiente. ¡Andando!”.
El secretario del obispo, la Madre Superiora, Sor Genoveva y Sor Virtudes decidieron separarse para multiplicar sus esfuerzos.
ResponderEliminar-Seguro que esos dos malandrines andan cerca -explicó el obispo en un susurro.- Así que en caso de que uno de nosotros encuentre al cerdo, o al menos una buena pista de su paradero, que silbe imitando en lo posible a algún pájaro.
-Yo no sé silbar -se disculpó Sor Genoveva de inmediato. Tampoco habría podido hacerlo con el aliento que le quedaba en los pulmones.
-Está bien, pues usted quédese por aquí y busque por los alrededores de la pérgola, no sea el caso de que al maldito marrano le dé por arrancarse de estampida, que de tan huidizo que es parece que tenga el cerebro del mismo Satán.
Convinieron las otras dos hermanas con el secretario en que el sonido más fácil de imitar era el de la lechuza, aunque no hubiera ninguna en el Campo Grande. Y además resultaría una señal inconfundible ahora que la mañana ya clareaba y el enorme jardín iba camino de convertirse en un coro de pájaros. Y se separaron.
Durruti, agazapado a buena distancia de sus perseguidores, resolvió acercarse un poco al estanque, camuflado ente los árboles. Su plan necesitaba ahora que uno de ellos rondara el lugar. Y la fortuna hizo que fuera Pascual, el autoproclamado matarife, el que se acercara más. Cuando el cerdo sintió su presencia en los alrededores, emitió un gruñido quedo, bajo pero audible para el mecánico, que se dio la vuelta como picado por un aguijón.
-Cerditoooo... Cerdito bonitooooo..... ¿Por dónde andas, desgraciado? Ven, que Pascual tiene una cosita para tiiii... -decía en voz baja blandiendo el cuchillo.
Cuando se había acercado lo bastante, y apenas a un metro de la orilla del estanque, Durruti se arrancó con toda la velocidad que le permitían sus tocinos y de un magnífico cabezazo lo mandó directo al agua.
Pero lo primero sería descansar en aquel escondrijo que había hecho suyo. La plácida vida que había llevado hasta entonces en el taller mecánico quedaba ya lejana. Hacía apenas unas horas que el simpático muchacho que cada día le obsequiaba con media manzana y el otro tipo, el de la risa estruendosa y las sonoras palmadas sobre su lomo, se habían colado en su reino de neumáticos reventados y grasa de motor con intenciones poco claras. Desde ese momento los acontecimientos se habían precipitado de forma confusa hasta llegar a ese preciso instante en el que, por fin, podía dedicarse a su actividad favorita, la de retozar despreocupadamente y dormitar a la espera de que el hambre hiciese mella en su redonda figura.
ResponderEliminarTras un tiempo de espera prudencial en el agujero, tiempo en el que los perseguidores no dieron señales de vida, ésa fue finalmente la razón por la que se decidió a abandonar su refugio. Las tripas aullaban mientras pedían cualquier cosa con la que aplacar la gusa.
Durruti salió a ese gigantesco parque adonde le habían llevado sus cortas patas y su instinto de supervivencia para tratar de encontrar el sustento del día. Cierto es que los meses en el taller habían arruinado los recursos naturales del cerdo, que desconocía todos los secretos acerca de cómo y dónde buscar comida.
Aunque quizás no fuera tan complicado. Frente a él, en esa extensión de agua en la que refulgía el sol de mediodía, un curioso animal plumoso vagaba a la deriva mientras introducía la cabeza en la coqueta laguna y engullía lo que allí encontraba. Durruti no se lo pensó. Tras una corta carrera se zambulló en el agua y comenzó a chapotear en dirección al supuesto maná. Pero algo le impedía avanzar. El cochino se hundía.