Durruti sabía que debía entregarse. No tardaría en convertirse en longanizas y tocinos si seguía dando tumbos sin rumbo fijo por el parque. Además las patas le dolían una barbaridad tras la maratón de las últimas horas y para colmo sus tripas celebraban cada minuto de ayuno con un nuevo rugido de protesta. Pronto se encontró añorando el sabor del papel de periódico que solía mordisquear en Carrocerías Molina cuando faltaban manjares más suculentos que llevarse a las fauces. Cualquier cosa le hubiera sabido a deliciosa trufa en aquel instante.
Estaba decidido a llegar a viejo en este mundo hostil y para ello tenía que renunciar a la libertad y encomendarse a la única persona que había demostrado tener más grande el corazón que el estómago.
Salió de su escondrijo y elevó los morros buscando olores que indicaran el paradero de Martín. Arrugó disgustado sus hocicos al percibir un leve tufo a incienso pero le embargó la alegría al reconocer el familiar aroma de los caramelos que su amigo le había obsequiado durante la precipitada huida.
Atravesó raudo el Campo Grande, trazando una línea recta en pos de la dulce esencia y la sorpresa fue mayúscula al descubrir que se encontraba frente a una bella vallisoletana que se regocijaba en la lectura de un libro sentada en un banco del parque. A su costado reposaba el objeto de la confusión, la bolsa de caramelos de la plaza del Carmen.
La chica apartó el libro y contempló risueña al cerdito. Durruti se acercó y resopló sobre la bolsa de caramelos. Ella extrajo uno, cuya dulzura lanzó sus sentidos en un sublime viaje hacia la autocomplacencia. Tal era el gozo de Durruti que no se percató de las figuras que se aproximaban por el sendero de tierra en su dirección.
Estaba decidido a llegar a viejo en este mundo hostil y para ello tenía que renunciar a la libertad y encomendarse a la única persona que había demostrado tener más grande el corazón que el estómago.
Salió de su escondrijo y elevó los morros buscando olores que indicaran el paradero de Martín. Arrugó disgustado sus hocicos al percibir un leve tufo a incienso pero le embargó la alegría al reconocer el familiar aroma de los caramelos que su amigo le había obsequiado durante la precipitada huida.
Atravesó raudo el Campo Grande, trazando una línea recta en pos de la dulce esencia y la sorpresa fue mayúscula al descubrir que se encontraba frente a una bella vallisoletana que se regocijaba en la lectura de un libro sentada en un banco del parque. A su costado reposaba el objeto de la confusión, la bolsa de caramelos de la plaza del Carmen.
La chica apartó el libro y contempló risueña al cerdito. Durruti se acercó y resopló sobre la bolsa de caramelos. Ella extrajo uno, cuya dulzura lanzó sus sentidos en un sublime viaje hacia la autocomplacencia. Tal era el gozo de Durruti que no se percató de las figuras que se aproximaban por el sendero de tierra en su dirección.



Pascual, de querencia rural, tenía el olfato tan desarrollado como el del mismísimo Durruti. En cuanto el gorrino abandonó su improvisada madriguera, una brizna de viento le valió para seguir su rastro. Adosado a Martín, amarrado al brazo del muchacho, se fueron aproximando a la joven del banco.
ResponderEliminar- ¡Dolores!- voceó un cuerpo elegantemente uniformado, que llegaba a su altura por el sendero opuesto, el que daba al Paseo de Zorrilla.
Pascual frenó en seco, escondiendo el cuchillo en su espalda.
- Maldita sea.-susurró su aliento bronco al cogote de Martín. -Nos escabullimos de la divina providencia y nos alistamos en la milicia.
Dolores, hija de un coronel franquista y tristemente huérfana de madre en el parto, esperaba paciente el fin de la instrucción de su progenitor para acudir juntos a la misa dominical.
- Hija, ¿es que han traído también cerdos al Campo Grande?- inquirió irónicamente a su idolatrada heredera.
- No sé de donde salió, padre. El pobre acudió hambriento a la bolsa de caramelos.
Al tiempo llegaron los mecánicos, demandando la posesión del cochino. La voz cantante la llevó Pascual, ya que Martín pasó de sentir su brazo aprisionado y entumecido, a subyugarse a la dulzura con la que Dolores le ofrecía un nuevo caramelo a Durruti.
- Les agradeceré gustoso me acompañen hasta la Academia para esclarecer esta tesitura.
- No es necesario …- trató de atajar Pascual.
- O quizás prefiera que llame a la pareja de la Guardia Civil para explicarles qué hace usted con un cuchillo matancero en un parque público. Y no cometa ninguna tropelía, que como puede comprobar voy reglamentariamente armado. Mientras, el cerdo podrá retozar y alimentarse en el picadero.
Juntos se encaminaron hacia el cuartel, siguiendo en sentido opuesto las pretéritas huellas del coronel, aún recientes sobre la tierra.
-¿Es suyo ese cerdo, señorita?
ResponderEliminarLa pregunta era de los dos guardias civiles que, avisados por las monjas y el secretario del obispo, se encaminaron hacia toda la zona donde había sido visto Durruti por última vez para poner orden en aquella mascarada. La joven, muchacha estudiada famosa entre sus escasos amigos por su carácter imprevisible y excéntrico, puso un caramelo en la mano para que el cerdo lo comise directamente de ella y respondió con un sí tan escueto como seguro.
La pareja se miró con cara de póquer pero con un inmenso interrogante en cada ojo. Si esa chica decía que el cerdo era suyo, tenían un problema. Por su forma de vestir y el libro aún abierto en el banco estaba claro que provenía de buena familia. ¿De cuál? Era su palabra contra la de las monjas y el secretario, y eso en cualquier muchacha no sería problema, pero en la hija de alguien podía convertirse en un importante escollo.
Con todo, las cosas no estaban ni la mitad de complicadas de lo que los guardias esperaban: Pascual y Martín entraron en escena en aquel instante. No conocían la versión de la joven, así que su carta de presentación dejó más despistada aún a la pareja.
-Disculpen, señores guardias. Disculpe señorita. Este cerdo se nos acaba de escapar. Nos lo llevaremos de inmediato y no molestará más.
-¿Se les acaba de escapar? –espetó repentinamente la voz seca de la Superiora a sus espaldas-. Querrán ustedes decir que se acaba de escapar del convento de las Hermanas de la Cruz.
-Será mejor que deshagamos este lío en el cuartelillo –sentenció uno de los miembros de la Benemérita-. Señorita, desde allí podrá llamar a su padre, marido o quien tenga su patria potestad.
Martín y Pascual se echaron a temblar.
-Tranquila, señorita, no se asuste –comenzó a decir Pascual-. Este cerdo no le hará nada.
ResponderEliminar-Ya lo veo –respondió la joven-. Le gustan los caramelos, como al cochinito que yo crié de pequeña en mi casa.
Ante la mirada de extrañeza de Martín y Pascual, la muchacha tuvo que explicar, un poco avergonzada, que su papá le había permitido criar un cerdito en la planta baja de la casa de una dehesa propiedad de la familia. Que, cuando niña, tuvo que pasar allí varios meses hasta recuperarse por completo de una enfermedad contagiosa, y aquel cochinillo fue su única compañía. Que le era fiel, la seguía a todas partes, lo bañaba para evitar que se le resecara la piel a falta de un charco de barro en el que revolcarse… y que ahora, casi diez años después, de vez en cuando volvía a visitarlo a la finca.
-Discúlpenme el tono. Debo parecerles una mimada estúpida. Pero no puedo evitar pensar que ya empieza a estar viejito, y que cualquier día morirá.
-Pero hija de Dios –intervino Pascual-. ¿Y por qué no lo sacrificaron pasado el primer año y se lo comieron? Al fin y al cabo, el cerdo va a morir tarde o temprano…
La última frase la dijo mirando fijamente a Martín. La joven ató todos los cabos de inmediato: un cerdo que se acercaba a la gente al olor de los caramelos, dos hombres que sabían que no iba a hacerle daño... Podía haberle explicado a Pascual que diez años antes no estaban en plena posguerra, que provenía de una familia de grandes posibles, que un cerdo más o un cerdo menos comiendo bellotas por una finca era lo de menos. Pero tras mirar a Martín, posó sus impresionantes ojos azules en Pascual y le espetó:
-¿Se comería usted a su perro, señor?
Si el perseguido se encontraba en ese momento a punto de darse de bruces con una terrible realidad, el grupo de perseguidores comenzaba a sospechar que la búsqueda de tan hermoso ejemplar como el que representaba Durruti iba camino de terminar con un fiasco colosal.
ResponderEliminarMartín, Pascual y las tres monjas de retén que llevaban a sus espaldas mostraban señales de desesperación cada vez más evidentes. La buena organización inicial en tan complicada tarea como la de hallar al cerdo en un parque de las dimensiones del Campo Grande se había tornado en una sucesión de gritos, reproches e insultos que, si bien en boca de un gañán como Pascual no desentonaba, escuchados de los labios de la hermana Virtudes o la Madre Superiora sorprendían al menos pudoroso. Las religiosas sumaban al cansancio de la anárquica persecución el abrasador enemigo que en ese momento brillaba en las alturas con su máxima intensidad. Los hábitos, en momentos así, se convertían en elementos de tortura a los que estarían dispuestas a renunciar de buena gana.
El grupo, tras recorrer cada palmo del parque con infructuosos resultados había llegado frente a la Acera de Recoletos, una de las fronteras que delimitaba el parque. Fue en ese lugar donde Martín se hartó por completo del resto de ese incompetente grupo y se lanzó a la búsqueda del marrano antes de que terminara en manos ajena.
Apenas había llegado a la plaza bautizada con el nombre del insigne autor local cuando descubrió que los deseos de dar caza a Durruti eran ya quimeras inalcanzables. Dos agentes de la autoridad, rodeados de una muchedumbre recién salida de misa atónita por el espectáculo, conducía al animal hacia un destino desconocido.
Como Martín descubriría varios días después, las figuras que se aproximaban a Durruti y a la joven de los caramelos correspondían a la de una pareja de guardias que habían sido advertidos de la presencia de un cerdo en el recinto arbolado.
ResponderEliminarFue gracias a un vecino del barrio que había acudido junto a su familia a disfrutar en el parque de su único día de asueto que Martín tuvo noticias del paradero del cerdo. Así que mientras él, junto con el desbaratado grupo de búsqueda que comandaba, daba palos de ciego y agotaba sus ya menguadas fuerzas, el gorrino había sido puesto a buen recaudo por la autoridad, Dios sabía con qué propósitos.
El sol cayó y mecánicos y monjas comprendieron que todo su empeño había sido en vano y que al cerdo, ya fuera vivo, ya convertido en jamones y chorizos, no lo volverían a ver.
Tras cruzar unas fugaces palabras con Pascual y despedirse afectuosamente de su tía, que reemprendía el camino al convento junto a sus hermanas de congregación, Martín puso rumbo a la pensión que en esos meses le hacía las veces de hogar.
Al día siguiente el taller le esperaba de nuevo y debería dar explicaciones de lo sucedido al resto de sus compañeros. Estos mostraban síntomas de preocupación, por cuanto el domingo no habían tenido noticia alguna de los dos matarifes encargados de dar cuenta de Durruti. Cuando Martín entró en Carrocerías Molina y abrió la boca con la intención de disculparse por su actitud, dos enormes lágrimas se deslizaron por unas mejillas que habían perdido el color y mostraban un más que evidente temblor.