- Este cerdo pertenece a la congregación de las Hermanas de la Cruz- continuó la demacrada imagen de la Madre Superiora, con la cara ligeramente descompuesta por el ajetreo de aquella jornada. -Y el que ose negarlo se verá condenado a la excomunión. Y tampoco admitiremos limosnas a cambio.
Todos, salvo Martín y Pascual, se miraron perplejos, sin comprender aquella irrupción de un grupo de monjas y del amanuense del obispo. Y menos la firme sentencia que acababa de pronunciar la que parecía la abadesa.
Los empleados de Carrocerías Molina comenzaron a rezongar, pese a la amenaza de la monja, sin concebir por qué aquella religiosa reclamaba la posesión de un cerdo que llevaba meses conviviendo con ellos, al que quisieron ajusticiar y por el que al final, y previa votación, habían llegado a un acuerdo monetario con la señorita adinerada de cabellos rubios y ojos azules.
De pronto, se vieron todos agarrando del dogal que pendía del cuello de Durruti, cual soga-tira, como si de aquella pugna resultase como ganador el legítimo dueño del cerdo.
Don Miguel carraspeó con fuerza, en ademán de hacerse oír entre semejante gallinero. Aquel era un claro ejemplo del pueblo llano de Castilla, en el que no se sentía ni mucho menos extraño, sino más bien le gustaba mezclarse, y que tantas veces relataría en sus novelas. Adoptó porte diplomático y con un tono rayano lo ceremonial, procedió a disertar un argumento que satisfaría los intereses de los presentes.
Todos, salvo Martín y Pascual, se miraron perplejos, sin comprender aquella irrupción de un grupo de monjas y del amanuense del obispo. Y menos la firme sentencia que acababa de pronunciar la que parecía la abadesa.
Los empleados de Carrocerías Molina comenzaron a rezongar, pese a la amenaza de la monja, sin concebir por qué aquella religiosa reclamaba la posesión de un cerdo que llevaba meses conviviendo con ellos, al que quisieron ajusticiar y por el que al final, y previa votación, habían llegado a un acuerdo monetario con la señorita adinerada de cabellos rubios y ojos azules.
De pronto, se vieron todos agarrando del dogal que pendía del cuello de Durruti, cual soga-tira, como si de aquella pugna resultase como ganador el legítimo dueño del cerdo.
Don Miguel carraspeó con fuerza, en ademán de hacerse oír entre semejante gallinero. Aquel era un claro ejemplo del pueblo llano de Castilla, en el que no se sentía ni mucho menos extraño, sino más bien le gustaba mezclarse, y que tantas veces relataría en sus novelas. Adoptó porte diplomático y con un tono rayano lo ceremonial, procedió a disertar un argumento que satisfaría los intereses de los presentes.



-Escúchenme, por favor. Ni la señorita ni yo conocemos quiénes son los legítimos propietarios del cerdo que nos ocupa. Desde un principio creímos que nuestros amigos Martín y Pascual eran los únicos dueños del animal y por eso estábamos dispuestos a comprárselo. Cuando han aparecido el resto de sus compañeros ciertas dudas ensombrecieron nuestro propósito. Sin embargo, pienso que ninguno de ustedes tendría inconveniente alguno en vendernos al simpático marrano del que se ha encaprichado mi buena amiga Cristina. Otra cuestión muy diferente es que este grupo de religiosas reclame para sí la posesión del animal. Ante semejante situación, creo que necesitamos la voz legitimada de algún experto jurista para deshacer el enredo.
ResponderEliminar-Escúcheme usted a mí, Don Miguel -le interrumpió Pascual-. Ningún experto, como usted dice, nos va a quitar a ninguno de mis compañeros la razón. Julio se vino desde el pueblo con el cerdo debajo del brazo cuando no levantaba una cuarta del suelo y le hemos alimentado entre todos hasta ayer mismo. Y si lo hemos hecho ha sido con la idea de aprovechar hasta el último gramo de grasa que pueda darnos o, ahora, hasta la última perra que podamos sacar por él. Lo que estas monjas aprovechadas pretenden es beneficiarse de su condición y hacerse con un bien que no les pertenece.
Cuando los vítores de apoyo del resto de empleados de Carrocerías Molina se apagaron, la Madre Superiora tomó de nuevo la palabra para aferrarse a la única posibilidad que mantendría viva sus injustas reclamaciones.
-Como creo que ninguna de las partes va a cejar en sus reclamaciones, entiendo que la opción que proponía este caballero es la idónea. Así pues, que sea un juez el que determine a quién pertenece el cerdo.
Hasta hace unos instantes pensé que esta historia no era más que retazos de un cuento. Pero ahora compruebo que el devenir del cerdo era cierto, en el que todos ustedes son partícipes, sin quererlo o queriéndolo. Sé que es una época de grandes y perentorias necesidades, de ello soy consciente ...
ResponderEliminarLos oyentes relajaron el gesto y la tensión de sus cuerpos, escuchando atentamente el discurso de don Miguel.
- Hermanas, conozco por estas dos personas la verdadera crónica, aunque fuese contada bajo los efluvios del alcohol, pero ya sostiene el dicho que ni los niños ni los borrachos mienten. Creo que a su orden le puede complacer en grado sumo alguna que otra obra pía, que no limosnas, madre. En lo concerniente al taller, certificaremos el compromiso al que llegamos antes de la injerencia de las monjas, corroborándolo por fin con un firme apretón de manos.
Apunto estaba de intervenir la Madre Superiora con mueca contrariada, cuando la atajó don Miguel.
- Pero siempre queda la segunda alternativa, que es que todo este suceso aparezca mañana en la rotativa del Norte de Castilla, del que soy subdirector desde hace pocos meses. Y poco me importa la censura, como bien conocen en la redacción.
La Madre Abadesa se mordió la lengua, mientras que el secretario del obispo le susurraba al oído la inconveniencia de continuar reclamando la propiedad del cochino, conocedor de la fama que por aquel entonces se estaba labrando el hombre que estaba frente a él y al que por fin logró reconocer.
Finalmente, convinieron en ceder en venta al bueno de Durruti a la joven Cristina, con la consiguiente recompensa tanto para los mecánicos como para el convento de las Delicias.
Andaban celebrando el acuerdo alcanzado cuando Martín tuvo un raro presentimiento.
- Señores, señoras, no se han dado cuenta que a este paso no conduciremos a nada, no concluiremos nada, salvo seguir discutiendo y perdiendo el tiempo. Que ya a estas horas se va notando el cansancio de todo el mundo.
ResponderEliminarAnte estas palabras todos permanecieron callados aguardando que continuara su intervención con algo propio de un señor de su categoría.
- Esta ciudad, grande como la que más, no necesita ver enfrentados a sus conciudadanos con semejante disputa por un animal que si bien no es racional, como si lo son los aquí presentes, encarna muchos de los valores que muchos de nosotros, desgraciadamente, no tenemos. Si bien nadie es perfecto, eso hay que decirlo, sólo lo es el que nos mira desde arriba.
Vio interrumpido su discurso por un unísono ¨AMÉN¨ espetado por las religiosas allí presentes, que no le hizo temblar el pulso para finalmente decir:
- Mis muy estimados, y estimadas, iré con el amigo de cuatro patas al Juzgado y haré que la Máxima Autoridad medie en este asunto, así de simple. Como hay una Autoridad y Competente además, a ella vamos a ir. No creo haber inventado la rueda de molino con ello, pero es lo mejor. ¿No lo creen ustedes así?, ¿hay alguna objeción al respecto?. Todo el mundo está de acuerdo entonces, ¿cierto?, pues se acabó lo que se daba, vayamos a su encuentro.
Dicho y hecho, nadie abrió el pico y todos obedecieron a la orden de Don Miguel. Los que quisieron haberlo abierto fueron los del taller de Carrocería, pero se mordieron la lengua.
-Por lo que parece –prosiguió-, este cedo tiene más de un pretendiente. Según yo lo veo, tenemos dos caminos: o dirimir primero quién es el propietario y luego que éste decida, o llegar a un acuerdo que satisfaga a todos. Saber a quién pertenece, si a un taller mecánico o a un convento, se me antoja difícilmente demostrable, por lo que la primera opción no parece viable. En cuanto a un acuerdo que satisfaga a todos… no sé si entre ustedes estarán dispuestos a compartirlo, mitad y mitad, entre los componentes del taller y las monjas.
ResponderEliminar-Si hacemos eso –intervino Pascual-, ni las hermanas ni nosotros tendremos ni para un diente. Y lo mismo ocurrirá con el dinero de la venta, si lo repartimos así.
-Tal vez la solución no sea ni el dinero contante y sonante ni la comida –dijo de nuevo don Miguel-. ¿Ustedes se ven capaces de prestar un servicio al convento? Y ustedes, hermanas, ¿no necesitarían nada que pudieran hacer por ustedes estos señores?
-Pues ahora que lo dice… ¿se verían ustedes capaces de proporcionarnos un vehículo y enseñar a una de nosotras a conducir?
Los componentes de Carrocerías Molina se miraron atónitos. Lo primero no parecía difícil: a base de piezas de vehículos desechados y con un poco de trabajo, la empresa era factible. Lo que los mantenía con los ojos como platos era que una de ellas quisiera conducir. Canales encontró la calle del medio:
-Pues mire hermana. Yo no creo que una mujer sea capaz de conducir. Pero si prepararles un coche que funcione para lo que ustedes necesiten y darle algunas instrucciones sobre cómo usarlo sirve para que ahora mismo podamos vender el marrano, por nosotros no hay problema.
Los demás asintieron sin vacilar.
-Y ya nos explicarás, Martín, por qué esta monja dice que Durruti es suyo…
Pero antes de que Don Miguel empezara a hablar, Martín, en un gesto inesperado le hizo un breve comentario al oído, que recibió la aprobación del improvisado Salomón.
ResponderEliminar- “Bien, voy a proponer un pequeño acertijo, y cada una de las partes en litigio dará una única respuesta. Quien dé con la solución se quedará con el cochino.”
Se hizo silencio y una gran expectación hechizó el ambiente. Martín abrazaba a Durruti, ocultándolo de la vista de las monjas, cuando Don Miguel dijo: “¿Cuántos corazones tiene este cerdo?”
La Madre Superiora se quedó desconcertada y pensativa, mirando estupefacta a Don Miguel y a Durruti de hito en hito. Mientras, todos los compañeros de Martín empezaron a reír celebrando por anticipado su victoria: al poco de traer del pueblo a Durruti, cuando no era más que un lechón, una esquirla al rojo que saltó de la fresadora fue a parar al rincón en el que el cerdo dormitaba, produciéndole una quemadura en la panza. Con el tiempo la cicatriz había ido extendiéndose y tomando una curiosa forma de corazón, que todos los compañeros de Martín conocían de sobra.
No había pasado más de media hora cuando las tenderas del Mercado del Val se quedaron atónitas al recibir en sus puestos a una docena larga de mozos, sonrientes y bullangueros, con dinero fresco para comprar el mejor género y darse un buen festín.
Mientras, en otra parte de la ciudad, Cristina iba sonriente camino de la carnicería de sus padres, seguida de un ingenuo Durruti, ignorante de su inevitable destino.