sábado, 24 de abril de 2010

Don Miguel invitó a Cristina a unirse al corrillo y la puso al corriente de las tribulaciones que turbaban al joven mecánico.

Martín se limitaba a asentir ensimismado, enfrascada su mente en la elaboración de una versión porcina del cuento de la lechera. La mera idea de convertirse en el orgulloso propietario de toda una ventregada de berreantes Durrutis lechales bastaba para estampar en su rostro una sonrisa bobalicona.

Ni borracho volvería a trabajar en aquel taller cochambroso. Lanzaría su mono de trabajo al despótico rostro del señor Molina, diría “adiós, muy buenas” a una vida de privación y servidumbre y se lanzaría a la aventura de dirigir su propia explotación de puercos. Sólo la penetrante intensidad de unos ojos azules pudo arrancarlo de tan utópica ensoñación.

-¡Ya lo tengo, Martín!- exclamó Cristina entusiasmada. - Don Arturo, amigo de mi familia, tiene una granja a las afueras de Valladolid. Mi cerdita Trufelina fue un regalo que me hizo por mi sexto cumpleaños. ¿Qué me dices?

Una repentina e inusitada determinación se apoderó del padre de Pirelli al percatarse de que no le temblaban las piernas en presencia de una moza tan lozana. Quería impresionarla, actuar. Era hora de coger al toro por los cuernos y solucionar el problema que su vehemente comportamiento había causado.

-Señores- dijo volviéndose hacia sus camaradas de taller.- Cristina tiene a bien ponernos en contacto con un experto conocido suyo. Su mediación garantizará que todas las partes implicadas salgan igualmente beneficiadas de este peliagudo asunto. Lo que no sé es cómo vamos a llevar a Durruti hasta la otra punta de Valladolid sin dar el demasiado el cante.

-Parece que tienes algo más que serrín en esa mollera- contestó Canales.- Menos mal que el tito Canalón está aquí para sacarnos a todos las castañas del fuego.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 15:19 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. Todo el grupo prestaba atención a las palabras del “tito Canalón.

    -¡La tartana de mi cuñado vendrá muy bien para el traslado! Ahora estará a punto de terminar de vender la leche por las

    casas. Sacamos los cántaros y nos vamos con Durruti donde haga falta. No tengo más que decírselo, y además vive muy cerca de

    aquí, en la calle de la Estación. ¿ Está conforme todo el mundo?

    Nadie puso la menor objeción, por lo que se interpretó unanimidad en la decisión tomada.

    -Vaya usted raudo, dijo don Miguel. Y mientras le esperamos, ultimamos los detalles del acuerdo que será necesario

    suscribir. Hay que hacerlo todo legalmente.

    Asintieron todos esta vez como uno solo. Don Miguel sacó su libreta y su pluma. Sobre la espalda de Martín, actuando de

    improvisado escritorio, redactó las condiciones de cesión del cerdo llamado Durruti. Fecha de la entrega y características

    del animal. Destino de éste en la granja. Modo en el que debía ser atendido (por apunte de Martín). Importe a percibir por

    parte del grupo de Carrocerías Molina, a quien se reconocía la propiedad y crianza del animal. Compensación a favor de
    las Hermanitas de la Cruz que se dejaba al libre albedrio de quien se hiciera cargo del cerdo. Y todo ello condicionado a

    que el experto, tras el examen que fuera preciso y una vez convencido de su valía y condiciones de adquisición, se aviniese

    a formalizar el trato cuya conformidad ya firmaban los allí presentes en presencia de don Miguel, que una vez más, y como

    hombre bueno que era, actuó de tal a la vez que de notario.

    En esas transcurrió el tiempo necesario para que Canales, manejando la tartana tirada por un caballo percherón, se

    presentara en Recoletos.

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  2. Pocas cosas en esta vida podían alterar el carácter agrio del irascible Canales y saber que otros dependían de su persona

    era la madre de todas ellas. La repentina atención que todos parecían prestar le enardecía y exultante esbozó una

    amarillenta sonrisa que reveló dos hileras desiguales de minúsculos y amarillentos dientecillos retorcidos.

    No sin sorna explicó como el señor Molina le había confiado la furgoneta del taller para buscar a las ovejas descarriadas,

    haciéndole prometer que las traería de vuelta al redil aunque fuera a coscorrones. Con un gesto confiado les invitó a

    seguirle y condujo al nutrido grupo hacia el lugar donde había estacionado el dichoso vehículo.

    La grasa era inherente a la vida de los mecánicos y el rostro de Martín se enrojeció al comprobar el grosor de la negra

    costra que cubría cada rincón del destartalado vehículo. Le faltó tiempo para quitarse la chaqueta y extenderla sobre uno de

    los banquillos donde Cristina habría de sentarse. El gesto no pasó desapercibido y la chica le agasajó con una sonrisa de

    sincero agradecimiento en la que el joven quiso detectar un toque de complicidad.

    Don Miguel les deseó la mejor de las suertes y se marchó complacido, sabiéndose artífice de la dicha de tan variopinto grupo

    de conciudadanos. Fita trotaba elegantemente detrás de élh y a cada rato se volvía para ladrar una despedida para su amigo

    Durruti, que la observaba atento con los ojillos tan húmedos como su inquieto hociquito.

    El motor arrancó con gran estruendo y el tembleque hizo castañear cuatro dentaduras y un juego de colmillos. Habían

    emprendido la marcha hacia la finca de Don Arturo, y pronto atravesaban las adoquinadas calles.

    -Martín.-dijo Cristina, reflejada en su mirada la oscura idea que la llenaba de preocupación.-Hay algo que debes saber sobre

    Don Arturo.

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  3. Llegados a este punto, la historia debe necesariamente realizar un salto en el tiempo para conducirnos al día siguiente a esta jornada de escapadas, persecuciones e inesperados pactos porcinos. Trasladar a Durruti al nuevo hogar dispuesto por todas las partes en disputa era misión imposible ya aquel domingo. No solo por las horas que marcaban ya los relojes y que hacían imposible el viaje. Además, la camioneta ofrecida por Canalón, propiedad en realidad de un primo de su mujer, no
    estaría disponible hasta la mañana siguiente, momento en el que regresaría de Palencia de realizar ciertos negocios.
    Pasemos por alto, pues, la noche previa al viaje para colarnos en el rancio vehículo que habría de conducir al cerdo hasta su futuro acordado. Al volante de la camioneta, Canalón, visera en la frente, silbaba y se arrancaba por Machín, muestra del buen ánimo que reflejaban todos los empleados de Carrocerías Molina. Tanto Canalón como Martín, sentado a su lado, habían pedido permiso para ausentarse del taller mientras llevaban a cabo el traslado del cerdo. Don Miguel, deseoso de conocer cómo terminaría la historia que se había cruzado en su camino, completaba la terna de transportistas.

    Habían improvisado una jaula en la parte posterior de la camioneta para Durruti, que había accedido a entrar en ella después de no pocos gritos y empujones. Precisamente de allí procedía el ensordecedor ruido que trastornó el, hasta entonces, plácido trayecto de los tres ocupantes del automóvil.

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  4. Canales reapareció a los cinco minutos con aquella especie de engendro, entre carro y camión, que los propios miembros del taller se habían fabricado para ayudarse en su trabajo. Lo mismo hacía de grúa, si alguien necesitaba llevar su coche estropeado al taller, que de camión de la basura cuando, una vez al año, hacían limpieza general. Todo el mundo en Valladolid conocía el singular camioneto de Carrocerías Molina, que se había convertido en un auténtico elemento de marketing sin ellos pretenderlo. Molitren, lo llamaron con gran sorna. Cada uno de los miembros del equipo se había encargado de conseguir una parte de los materiales. Al padre de Pirelli le habían tocado las ruedas, y varios años después nadie sabía aún cómo las había conseguido.

    No era muy habitual ver el molitren un domingo por las calles de Valladolid, pero como nadie sabía que dentro iba un cerdo lo más que podría ocurrir era que alguna beata rigurosa los acusara de no guardar el domingo. Tampoco don Arturo lo hacía, liado como estaba en su granja, ayudando a parir a una de sus cerdas de cría.
    -¡Cristina! –exclamó al ver a la muchacha. –¡No me digas que tu padre te ha mandado con un verraco!

    -Pues no me ha mandado mi padre, pero aquí vengo con un aspirante al título –rió la joven, que aún no se explicaba cómo la broma de don Arturo podía ser tan oportuna.

    Desde luego, la Providencia existía. O al menos eso estaba claro para los miembros de Carrocerías Molina, que supieron entonces que pocos días antes le había comentado al padre de la joven su necesidad de un semental.

    Toda la esperpéntica noche empezaba a encajar como un rompecabezas. Al conoce la historia de don Arturo, los presentes, casi al unísono y sin mirarse entre ellos, se persignaron.

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  5. Sin pensarlo dos veces, Canales se acercó al taller en busca de la camioneta con la que muy a menudo se hacía recorridos por desguaces y traperías. Buscaba piezas sueltas de distintos tipos de motores, cosas hechas de cualquier metal… Así lograba buena parte de la provisión de materia prima del taller sin tener que desembolsar demasiado. Algunas piezas las aprovechaba directamente, otras las fundía con ayuda de amistades aquí y allá, en hornos concretos, y las convertía en piezas útiles para el taller, o bien revendía el material. Sus apaños habían sacado más de una vez de un apuro al taller.

    Una vez la camioneta junto a la plaza de Zorrilla, donde todos los demás hacían corro en torno a Durruti para llamar la atención lo menos posible ante el incremento del bullicio en la calle, subieron en ella al marrano, se apostaron los demás alrededor, en la propia caja. En la cabina se instalaron Cristina y don Miguel, que no quería perderse el final de aquella historia.

    El amigo de la familia de Cristina estaba en la explotación en aquel momento. Aunque tenía ayudantes para el resto de la semana, los sábados y domingos dejaba su carnicería, se ahorraba el jornal de los criados y él mismo cambiaba la cama a los cerdos y les echaba de comer. Afortunadamente, empezaba a haber harina de nuevo, y mezclada con agua constituía la principal dieta de sus cerdas de cría.

    -¡Querida Cristina! –exclamó al ver a la joven-. ¿Qué te trae por aquí un domingo por la mañana?

    -Hola, don Arturo. Quería presentarle a unos amigos y, sobre todo, a uno muy especial. ¿No necesitará usted, por un casual, un elegante novio para sus cerditas?

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