martes, 27 de abril de 2010

El silencio fue la respuesta al unísono de todos, que mirando al señor de la boina esperaban que éste respondiera algo y no sólo el encogerse de hombros como queriendo decir que eso no iba con él.

Ante la situación, el policía cambió de pregunta y escenario dirigiéndose hacia la furgoneta para ver si quedaba alguien dentro, pero no pudo terminar la pregunta por un tremendo olor que salía de ella nada mas meter su cabeza por una de las ventanas.

- ¿No hay ningún…? ¡Mier...cola..!, que olor a gorrino hay aquí dentro, no sé como la gente que iba dentro aguantaba este olor. Ya comprendo por qué se accidentó.

El pobre Durruti que había estado aguantándose todo el tiempo desde la madrugada el hacer sus necesidades fisiológicas, con el susto del golpe de la furgoneta se le aflojaron de pronto las tripas y no pudo evitar el desenlace. Tan acostumbrado estaba a hacerlo en su rincón del taller, desde que llegó cuando era un lechón, que no sabía cómo hacerlo en otro sitio.

Tras las palabras del policía los ocupantes de la furgoneta, y quien más la joven Cristina, comenzaron a reírse a carcajada limpia no tanto por la reacción de aquel sino más bien por la producida tras el susto del accidente, como un mecanismo de defensa.

Reían de tal manera que el municipal enfureció pensando que se mofaban de él. Tratando de ponerse sería Cristina se dirigió al policía en tono de disculpa y dar las explicaciones del caso, contando con el apoyo del resto de compañeros de viaje que trataban de guardarse las risas y confirmar con muecas y afirmaciones la verdad que Cristina trataba de darle.

-Silencio, un respeto a la Autoridad. Quedan todos detenidos.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:30 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. –Perdone –dijo Martín.

    –Hable –contestó el policía.

    -El cerdo pertenece a la señorita. Y a juzgar por lo que acabo de oír de sus propios labios, es un regalo que ella va a

    hacer al alcalde, su padrino, pues la granja a la que tengo el honor de transportarlo, es propiedad suya y de su cuñado Don

    Arturo.

    El policía se encogió de hombros mientras Cristina asentía con la emoción de poder colaborar con un presente tan original a

    los parabienes que todos le dedicaban al señor Santos Romero, a la sazón alcalde de Valladolid.

    La furgoneta llegó hasta el umbral de la granja como una exhalación y como una exhalación bajaron a Durruti, pero éste, un

    vez en el nuevo predio, con encinas cuajadas de bellotas y sacos de pienso por doquier, olisqueó el interior de la granja en

    un primer reconocimiento, hundió después su hocico sin anillar en uno de los sacos, se puso como el “Quico”, y se entregó

    por fin a los brazos de Morfeo ante el jolgorio general de los asistentes a la fiesta que se desarrollaba en el interior de

    la casa, y que una vez enterado de la llegada de Durruti, salió a recibirlo con los dulces aún en la mano, huevos de Pascua,

    amarguillos y toda suerte de delicatessen elaborados por los obradores de las confiterías Cubero.

    El alcalde había donado la puerta de sus antepasados, una portada del siglo XVI perteneciente al nº 8 de Alonso Pesquera, a

    la Casa-Museo de Zorrilla.

    Durruti dormitaba en el séptimo cielo de los cerdos, cuando de pronto, el alcalde alzó la copa y brindó:

    –¡Por Durruti! Será el inquilino de la Casa de Zorrilla. El espíritu del poeta y la materia del cerdo será una buena

    combinación.

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  2. Recuerdo como este albañil de las Delicias, al que todos llamábamos Pirelli, como le gustaba contar lo que pasó a raíz de la

    detención de su padre.

    Recuerdo como oí ese episodio, hasta tres veces, porque fue muy importante, (hasta para su propia historia), lo recuerdo

    echando una partida, acompañada de unos chatos de vino.

    El tiempo no ha querido, ni yo mismo he querido olvidar este periplo de Durruti y amigos y enemigos.
    Pero noto que ya estoy cansado y noto también que está historia ya está cansada porque ya ve su meta.

    En las dependencias policiales, entraron culpables de unas risitas histéricas por culpa del accidente. Y salieron de las

    dependencias policiales gracias a las risas de los policías, crecidas en carcajadas que les advirtieron:

    -Salid, antes que este cerdo, este “Chimichurri” le detengamos y pongamos en libertad en su lugar a unos buenos torreznos, a

    unos buenos jamones, a unos buenos chorizos y a unas buenas tortas de chicharrones.

    Así fue como la perplejidad salió de las dependencias policiales.
    Y Martín hizo lo que jamás volvería a hacer en su vida.

    -Cristina.

    (Veía esos rizos amarillos y esa mirada marina)

    -Sí.

    -Yo.

    Apareció (por ciencia infusa o por olvido de Martín, porque sólo pensaba en acercarse a la chica, pero no acercarse

    demasiado para no incomodarla, pero sí lo suficiente para hablar con ella), apareció la furgoneta sin una farola pegada,

    pero que tenía su molde hecho en los parachoques.

    Y de su interior:

    -Oing. Oing, oing.

    -¡Vamos! -voceaba Pascual.

    -Cristina.

    -Sí. Tenemos que salvar a Durruti.

    -Me gustaría.

    -¡Vamos! Re-voceaba Canales!

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  3. El jefe de la Policía Municipal era un hombre de principios. Sus recias maneras no hacían pensar al verle que sus

    sentimientos pudieran llevarle en alguna ocasión a la benevolencia, la compasión o quizás al perdón. ¡Las ordenanzas son

    para cumplirlas!, solía decir a sus subordinados.

    En aquella ocasión, cuando el grupo -cerdo incluido- hizo su aparición en las dependencias municipales, se escuchaban

    tremendas voces y exabruptos provenientes de su despacho, que pusieron a todos los presentes en la pista de lo que estaba

    ocurriendo. En aquel momento se abrió la puerta con violencia y, como despedido por una fuerza huracanada, Albino Domínguez,

    policía municipal nº 109, salió acompañado de un ¡¡¡Y NO QUIERO VOLVER A VERLO POR AQUÍ SIN EL UNIFORME EN PERFECTAS

    CONDICIONES DE REVISTA!!!

    Acto seguido apareció el jefe. Su cara se ocultaba parcialmente detrás de un enorme bigotón que lucía con orgullo, al igual

    que su padre y su abuelo en el álbum familiar. Ellos también fueron policías y a mucha honra. El ceño fruncido imprimía más

    firmeza a su rostro y a sus palabras. ¡Es intolerable! Un miembro de este insigne cuerpo municipal, con la camisa llena de

    lámparas de aceite. ¡Intolerable! No se puede permitir. ¡Vaya un ejemplo!

    Los recién llegados, estupefactos ante el espectáculo que acababan de presenciar, no podían disimular el espanto que tenían

    en sus cuerpos. Los que abrieron la boca al principio eran incapaces de modificar el gesto. Se miraban unos a otros sin

    mediar palabra, pero intuían que allí las cosas se podrían complicar un poco.

    Efectivamente, el jefe, después de soltar su diatriba, reparó en la presencia del grupo que además de por el olor, se hacía

    notar por su aspecto descuidado y sucio.

    ¡Y no había visto al cerdo!

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  4. De nuevo el silencio más que sepulcral, con el miedo metido en el cuerpo, fue la reacción en cadena de todos, incluido el

    señor de la boina, que sin tener vela en este entierro pensó que estaba metido en el lío y del susto se le cayó de la boca

    el Celtas corto que estaba terminando de fumar.

    Fue como si hubiese pasado una tempestad y la calma figurada se montara en el ambiente. Por unos segundos, que parecieron

    una eternidad, nadie medió palabra, quedaron como inmóviles, pero algo tenían que hacer.

    Cristina ya lo había intentado antes y fue cortada de inmediato por el grito enfurecido del municipal. Los mecánicos

    comenzaban a temblar nada más pensar que podrían ir a la cárcel y entre ellos Martín, que parecía como un tortolito a pesar

    de la orden determinante del policía; podía más el amor a primera vista hacía Cristina que cualquier huracán que pasara por

    allí.

    La jovencita pensó que no podía tirar la toalla tan pronto, que aun siendo mujer debía tomar el toro por los cuernos y

    hacerle ver al municipal que aquello no era lo que parecía.

    -Señor policía, permítame usted de nuevo, se lo ruego por la amistad que tengo con el señor alcalde.

    -Soy todo oídos señorita, pero no piense usted que yo... Iba a continuar hablando cuando Cristina empezó a inventar una

    historia, concluyendo con una frase que dejó a todos boquiabiertos.

    -Y mire usted, en eso que íbamos a casa de mis padres a presentarles a mi novio. Del cerdo no se preocupe, es mi mascota que

    mi novio me regaló, de pequeña siempre tuve un cerdito. Y no va usted a hacer que nos retrasemos en la cita porque mis

    padres son gente muy importante.

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  5. Los accidentados no podían dar crédito. Las circunstancias se estaban complicando a cada segundo. Lo último que necesitaban

    era la intervención de un policía y menos su afán por llevarles presos. Si eran detenidos la coyuntura no tendría vuelta

    atrás y sus vidas y la del cochino no volverían a ser las mismas. Pascual y Canales se acercaron al guardia municipal

    tratando de convencerle de la inconveniencia de aquella impulsiva y, a su entender, precipitada decisión.

    -Venga, hombre, no creo que sea necesario llegar hasta tal punto. Ahora mismo nos llevamos al cerdo, avisamos al taller en

    el que trabajamos para que remolquen la furgoneta y aquí paz y después gloria.

    El municipal viendo aquellas dos moles dirigiéndose hacia él se sintió intimidado. Sacó la pistola de su funda e intentó

    amedrentar a los mecánicos. Pascual sintió que la situación se desbocaba y como no podía ser de otra manera, se empeñó en

    empeorarla. De manera irracional se lanzó al brazo del policía e intentó arrebatarle el revólver de la mano.

    -¿Está usted loco? ¡Alto a la Autoridad! Si no me suelta inmediatamente me encargaré en persona de que le den garrote vil.

    ¡Que me suelte, o yo mismo le fusilo!

    El primer disparo fue al aire, lo que provocó que la muchedumbre contigua se echase al pavimento. La segunda detonación

    escapó escurridiza hacia el suelo. Todo pasó fulgurantemente. Un alarido espeluznante de mujer hizo que los dos hombres

    cejaran en el forcejeo. Sus semblantes quedaron lívidos ante los hechos que acontecieron.

    Pascual, al no ver en el tumulto reincorporado de pie ni a Martín, ni a Cristina ni al cerdo, se hizo hueco a codazos entre

    el corro de gente, que se iba apiñando alrededor de un charco de sangre que se acrecentaba hacia sus pies.

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