jueves, 1 de abril de 2010

Azorado por la apremiante resolución, Martín sentía como la vena de la sien le latía a ritmo vertiginoso, lo cual le imposibilitaba la fluidez de pensamiento. Para colmo Durruti comenzaba a inquietarse, emitiendo un gruñido crecientemente delatador. Caminar sin ton ni son entrañaba un tremendo riesgo, a sabiendas de topar in extremis con Pascual, bien solo, o aún peor, acompañado.

“¿Cómo no se me había ocurrido antes? Es una locura, pero es lo único a lo que aferrarnos, Durruti”
El talismán al que se refería Martín era su tía Eugenia, sor Virtudes desde hacía dieciocho años, cuando encomendó su vida, incluida la espiritual, a la obra de la devota orden de las Hermanitas de la Cruz. Las monjas no ejercían entre sus tareas diarias el curado de jamones, ni la gula de derivados porcinos se encuadraba en su saludable dieta. Dentro de los muros del convento hallarían el indulto temporal.

La trasera de Carrocerías Molina daba a la carretera de Segovia. Bastaba con cruzar la plaza del Carmen, atravesar la calle de Embajadores y llegar hasta la calle del Arca Real. El trayecto no era complicado.

Bastaron un par de pasos para sentirse defraudado por su quimérica intuición. Durruti sufrió un arrebato de libertad, dueño de un universo que descubrir más allá de las aceitosas paredes del taller. Aquellos trescientos metros se convirtieron en una peregrinación y los escasos quince minutos se antojaron eternos.

Martín asió el picaporte con mano trémula, temeroso del castigo divino por importunar a tan intempestivas horas a sus fervientes servidoras. Ningún murmullo al otro lado, ni atisbo de movimiento. Los gritos de Pascual a lo lejos detonaron que el segundo aldabonazo fuese estrepitoso, presa del pánico. Si no se abría ipso facto aquel postigo la fuga resultaría frustrantemente efímera.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 13:57 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. El segundo golpe de aldaba retumbó en las estancias en las que pernoctaban las hermanas. No era la primera vez que algún grupo de borrachos soliviantaba la paz de la congregación. Las tascas habían proliferado en el barrio al calor del peculio ferroviario. Sor Remedios abrió la portilla para cerciorarse de que se trataba una vez más de una gamberrada de embriaguez. Para sorpresa suya se topó con el rostro imberbe de un adolescente espigado y contrahecho, y cuya expresión facial aterrada le causó curiosidad.

    - Ave María, purísima.
    - Sin pecado concebida, madre. Necesito urgentemente ver a Sor Virtudes. Es un asunto familiar.

    El postigo se cerró, se oyeron pasos alejarse y no se escuchó en minutos nada más que los juramentos próximos de Pascual. La aventura parecía tocar a su fin. “Durruti las tropas enemigas se ciernen sobre nosotros y la retaguardia nos ha abandonado”.

    En esas estaba cuando la portilla mostró el semblante níveo de Sor Virtudes.

    - Martín, ¿qué haces aquí a estas horas?
    - Tía, necesito que me abras inmediatamente. Es cuestión de vida o muerte.

    En todo momento el escueto ventanillo enrejado favoreció el camuflaje de Durruti, fuera del alcance de su ángulo visual. En cuanto el cerrojo quejumbró, Durruti aprovechó para colarse por el primer resquicio que le concedió el portalón, con ímpetu, no en vano la vida que estaba en juego era la suya.

    Una vez dentro, asistió sorprendido a un grupo de espectadoras enfundadas en amplios camisones blancos, igualmente estupefactas ante su presencia. Sonrisas histéricas, carreras de gritos alterados.

    - Este cerdo debe salir inmediatamente del convento.- conminó una voz autoritaria surgida del epicentro del alboroto.

    Durruti y Martín adoptaron miméticamente y al unísono idéntica mirada conmiserativa, buscando aplacar la rudeza de corazón de la que supusieron Madre Superiora.

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  2. -Ave María Purísima, hijo.

    -Sin pecado concebida, hermana.

    Un par de ojos de mirada limpia y algo acuosa le escrutaban con curiosidad desde el otro lado del postigo.

    -Tú dirás qué te trae por este humilde convento… si vienes con afán de recibir la caridad ya te estás dando la vuelta, sólo podemos ofrecerte un plato de caldo caliente, tal vez un mendrugo de pan rancio y moreno, pero ni siquiera hospedaje, según están los tiempos no nos está permitido recibir a desconocidos en estos aposentos; hay miedo, hay hambre y aquí apenas hay un puñado de mujeres indefensas…

    La dulzura del principio, al hablar, se fue tornando en aspereza a medida que la religiosa justificaba con contundentes argumentos su rechazo frontal a seguir recibiendo en casa más menesterosos, tullidos, buscavidas y… porqueros, como en este caso.

    -Verá… en realidad yo preguntaba por Sor Virtudes, es mi tía, sabe…

    -Ah… haber empezado por ahí, pase, pase… siéntese en ese banco de madera, le haré anunciar a su tía.

    -Muchas gracias.

    La monja le invitó a pasar a una diáfana y limpia estancia de blancas e inmaculadas paredes, era una especie de distribuidor desde el que salía un largo corredor que parecía dar a un patio o jardín. Además había un par de pesadas y macizas puertas de madera con unas enormes bisagras y tiradores de forja. Cuando Martín traspasó el umbral mostrando cierto apremio, es cuando la reverenda se percató de la mascota que le acompañaba.

    -Pe… pero… no puede entrar aquí con “eso”-
    Martín hizo caso omiso, y casi de un violento empujón, plantó en el medio de la estancia al sonrosado gorrino que, con donosura y gracejo, movía las orejas y hacía mohines a la religiosa con el hocico.

    -Está bien- terció furiosa la monja –está bien… avisaré a Sor virtudes, creo que no estaría de más una explicación a este atropello, esto es un atropello…

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  3. El crujir de las pesadas bisagras de hierro del portón hizo que Durruti se estremeciera y encogiera el hocico, a la expectativa. El leve temblor de Martín al golpear con la aldaba le había hecho dar dos pasitos atrás, y su rabo rizado casi se diría más enhiesto que el de un perro que olisquea una perdiz.

    La monja que acudió a la llamada, y que asomó tras la enorme puerta maciza, era la maestra repostera del convento, la que había creado aquellas rosquillas de la Virgen de San Lorenzo, las perrunillas de San Pablo y el chocolate frito por el que se derretían los acaudalados más golosos de la ciudad. Con su generoso trasero, sus pechos de nodriza y su nariz achatada y echada para atrás, la figura de sor Genoveva tranquilizó inmediatamente al animal.

    -Por favor, no grite, espere un momento y le explicaré -suplicó en un susurro desesperado Martín antes que de la monja siquiera pudiera reponerse de la visión de un cerdo de casi doscientos kilos que habría jurado, si no fuera pecado jurar en falso, que la miraba con timidez, casi arrebolado.

    Martín le contó a la monja sus peripecias con el marrano y le pidió asilo, al menos por esa noche, mientras se le ocurría qué hacer con Durruti.

    -¿Durruti? -inquirió sor Genoveva con un enojo visible.

    -¿Durruti? No, no. Me ha entendido usted mal -rectificó Martín con una sonrisa forzada. No parecía que un nombre anarquista fuera la mejor forma de ser bienvenidos en aquel convento. “Chucruti, se llama Chucruti”, improvisó. Y ambos siguieron a la monja por un largo pasillo mientras Durruti movía el morro con cara de no entender nada.

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  4. Apenas le quedaban unos segundos, su corazón amenazaba con salirse del pecho y la puerta se abrió. Atropelladamente, y recurriendo todos los avemariapurísimas y fórmulas que creía correctas, Martín pidió permiso para entrar con Durruti. Quien había abierto la puerta era sor Amor, Carmela en el mundo, una novicia por cuyas venas no corría la sangre de Einstein, precisamente, pero alegre y dispuesta como nadie. A ella nunca le había pasado nada en sus guardias nocturnas, aunque sus compañeras jóvenes, generalmente las encargadas de estar atentas a posibles visitas una vez puesto el sol, y habían recogido a más de un bebé en el torno.

    Cuando sor Amor oyó la aldaba se encaminó al torno, esperando ver la carita de un recién nacido. No había acabado de preguntarse si habría oído llamar en sueños cuando volvió a oír el un golpe, esta vez estrepitoso. Tuvo que entrar corriendo, despertar a la madre superiora y explicarle la situación. Ambas se dirigieron a la entrada, un poco acongojadas, y Carmela salió a abrir.

    Encontró entonces algo inaudito: un hombre y un cerdo. El primero, joven, bien parecido y con cara de susto. El segundo, de buen tamaño, limpio, rechoncho y con aspecto de qué-está-ocurriendo-esta-noche. Por el atropello de las palabras del primero, comprendió que algo grave ocurría, y que chico y marrano estaban más asustados aún que ellas.

    Sor Amor pensó que lo primero era lo primero, auxiliar a los pobres y necesitados, como había dejado dicho Sor Ángela, la fundadora de su congregación, y después ya habría tiempo para las explicaciones. Sin saber aún qué hacer con los visitantes, se dispuso a cerrar la puerta. En ese momento, Pascual apareció en el umbral.

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  5. Las voces de Pascual se oían cada vez más cerca y a Martín se le acababa la paciencia para seguir esperando, así que se encaminó a la parte de atrás. Pascual, atraído por el sonido del aldabonazo, hizo su aparición en la puerta del convento en el mismo momento que, casualmente, sor Virtudes abría somnolienta.

    -“¡Ave María Purísima! ¿Qué jaleo es este en medio de la noche buen hombre?”
    -“Madre, busco el hombre que acaba de entrar en el convento”.
    -“Aquí no ha entrado nadie. Acabo de abrirle a usted, que debe de haber metido la sangre de todas las monjas en un puño”.
    -“Le repito, madre…”

    Tras unos minutos de discusión, en los que Pascual no logró convencer a sor Virtudes de que alguien que no fuera él rondaba el convento de noche, al mecánico no le quedó otra que marcharse tal como había llegado, blasfemando ente dientes y dispuesto a rastrear los alrededores. Si Martín no había entrado allí, no andaría muy lejos. El aprendiz, mientas, había decidido dar la vuelta completa a la tapia del convento y volver a intentarlo cuando se hubiese ido el energúmeno en el que se había convertido su hasta entonces buen compañero. Además, el contratiempo de su aparición acababa de convertir el escondite en un fortín.

    Volvió a llamar. Su tía, además de con sueño, esta vez salió con un enfado apenas disimulado.

    -“Por el amor de Dios, ¿se puede saber qué ocurre otra vez?”

    La cara le cambió cuando vio a su sobrino en la puerta y más aún cuando su mirada alcanzó a Durruti.

    -“¡Bendito sea Dios, hijo! –dijo juntando las manos a modo de insonora palmada-. No sólo vienes a visitarme, sino que el Señor te envía acompañado de un cerdo. ¿Cómo sabías que en el convento pasamos hambre?”

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