Los agentes del turno de día de la comisaría, después de despotricar todo lo habido y por haber, de limpiar el desaguisado y de intentar recuperar los informes mensuales que cada uno de ellos había realizado sobre su actividad, ordenaditos todos ellos en un taco en el despacho del jefe, dieron por perdido a Durruti, al que tomaron por huido. El cabreo de todos ellos era tal, que a ninguno se le ocurrió hacer el menor caso a las quejas de mecánicos y muchacha. Sin duda, eran unos mentirosos, unos maleantes y, tal vez, unos ladrones. A ver, si no, de dónde había sacado sus ropas aquella chica, que si fuera una niña bien de verdad jamás se dejaría acompañar de semejante caterva de hombres rudos y grasientos. Bien mirado, no habían hecho nada, salvo estazarse contra una farola y llevar un cerdo en una furgoneta. Nada ilegal. Perlo un poco de cura de calabozo por el follón que habían preparado en la comisaría no les venía mal.
Las cosas cambiaron radicalmente al anochecer, en el cambio de turno, cuando llegaron los agentes que se quedarían de guardia toda la noche.
-¿A qué huele aquí? –Preguntó Federico Fernández, segundo de a bordo y con peor carácter aun que el jefe.
-Probablemente a la chusma que está en el calabozo. Nosotros ya ni lo notamos. Los hemos tenido ahí desde por la mañana.
Inmediatamente puso al corriente de la situación a Fernández, que bajó a comprobar el estado de la cuestión. Su sorpresa fue mayúscula.
-¡¡¿Cristina??!! –preguntó.
Palideció primero, enrojeció como una guinda después, y su voz enronqueció:
-¿Qué hace aquí esta muchacha? ¿Por qué nadie ha escuchado lo que tuviera que decir? ¡¿Sabéis de quién es hija?!
Las cosas cambiaron radicalmente al anochecer, en el cambio de turno, cuando llegaron los agentes que se quedarían de guardia toda la noche.
-¿A qué huele aquí? –Preguntó Federico Fernández, segundo de a bordo y con peor carácter aun que el jefe.
-Probablemente a la chusma que está en el calabozo. Nosotros ya ni lo notamos. Los hemos tenido ahí desde por la mañana.
Inmediatamente puso al corriente de la situación a Fernández, que bajó a comprobar el estado de la cuestión. Su sorpresa fue mayúscula.
-¡¡¿Cristina??!! –preguntó.
Palideció primero, enrojeció como una guinda después, y su voz enronqueció:
-¿Qué hace aquí esta muchacha? ¿Por qué nadie ha escuchado lo que tuviera que decir? ¡¿Sabéis de quién es hija?!



Recuerdo como este albañil de las Delicias, al que todos llamábamos Pirelli, cómo le gustaba contar y contar.
ResponderEliminarO sea recontar la historia de Durruti (porque también era su historia).
Recuerdo que oí el final ¡puede que hasta cinco veces!
Lo recuerdo echando una partida y acompañada de unos chatos de vino.
Resultó que Cristina era hija de un importante de Olmedo. Y quitaron importancia a tal detención “sospechosa”.
Y a ella y a la caterva de hombres grasientos y rudos que le acompañaban les pasaron a la sala de juntas para aclarar tal
barullo y con ellos se juntó, obviamente, Durruti, que se acababa de despertar.
El tiempo no ha querido, ni yo mismo he querido olvidar este periplo de Durruti. Pero noto que ya estoy cansado y noto
también que esta historia ya está cansada porque ya ve su meta.
El padre de Pirelli, Martín, tuvo como padrino de boda a Durruti mientras se casaba con aquella chica de rizos amarillos y
mirada marina: Cristina.
La boda se celebró en el convento de las hermanitas de la Cruz, donde la tía de Martín, Eugenia, sor Virtudes desde hacía
dieciocho años. Y la ceremonia la ofició el amanuense del Obispo.
Y como testigos de ese enlace estaban Don Miguel, algunos policías de paisano, impolutos en sus vestimentas y todos los
trabajadores de Carrocerías Molinas, ¡cómo no!
Don Miguel no estuvo hasta el final del baile, tan sólo pudo estar unas cinco horas (le reclamaba “El Norte”). También
acudió Don Arturo (y su misterio, una sordera arrastrada desde niño) como el encargado de que Durruti viviese plácidamente
en su casa hasta…
Y así vinieron muchos días para todos, donde sufrieron bancarrotas, fueron cabezotas, cantaron chirigotas, bailaron jotas,
debieron cuotas, vieron gaviotas, conocieron idiotas y comieron compotas y bellotas.
El subinspector Fernández estuvo acertado al reconocer a la hija del alcalde. Su padre no tardó en personarse en las
ResponderEliminardependencias policiales para zanjar el asunto con un par de miradas furibundas y algún que otro gesto airado. Quedaron todos
libres de cargos aunque tuvieron que pagar la farola y la reparación de la furgoneta del señor Molina.
Dicen que uno recoge lo que siembra y Martín recogió a manos llenas como recompensa por su buen hacer. Pocos son los que
persiguen ávidamente ideales de altura, especialmente cuando el rugir del estómago nubla el pensamiento.
Me consta que los elementos de la historia de Pirelli cambian en boca de este Homero de tasca vallisoletana dependiendo del
grado de enajenación etílica de este improvisado cronista. A veces sus monjas se tornan en astutos feriantes o los borrachos
de la estación en gitanos de banqueta, cabra y organillo. Sin embargo sé de buena tinta que siempre es nuestro querido
Durruti la mano providencial que une a sus progenitores, pues se le humedecen los ojos de la emoción cada vez que llega a
estos detalles.
Me gusta pensar que al esquivo marrano nunca le llegó su San Martín. Que consiguió escapar al mordisco del cuchillo jamonero
y corrió libre por la campiña castellana que tan bien describe nuestro Don Miguel en sus escritos. Negra suerte le hubiera
esperado de ponerse en manos de Don Arturo, o de cualquier otro terrateniente, pues ninguno es precisamente un Francisco de
Asís y lo habrían sacrificado sin parpadear.
Mientras paseo por la Feria del Libro de Valladolid mis ojos se posan en un libro de Delibes y no puedo por menos que
preguntarme cuanto habrá en sus personajes de hoscos pascuales y martines bonachones. Una sonrisa asoma a mis labios
mientras compro sin pensarlo un ejemplar.
Los agentes palidecieron por momentos, predecían que se avecinaba algo parecido a un terremoto.
ResponderEliminar-¡Es la hija del señor marqués! ¿Pero en qué estaban pensando estos compañeros? ¡Válgame Dios!
Pero no hubo terremoto, ni maremoto, ni nada por el estilo. Después de que sacaran del calabozo a Cristina y ella explicara
con todo lujo de detalles lo que había pasado, todo fueron risas, chistes sobre el cerdo, las monjas y los borrachos,
miradas complacientes. A ello participaron todos, Fernández, que conocía a todos los personajes de la historia contada por
Cristina y hasta hubiese reconocido a los borrachos si se los hubiese descrito mejor, los mecánicos, los agentes del turno
de la noche, la señora que hacía la limpieza en ese turno, los jóvenes Cristina y Martín.
El ambiente era relajado, parecía una reunión de amigos y lo que cada vez se iba confirmando desde el primer momento que se
vieron, quedó completamente sentenciado cuando Cristina apostilló en un momento de máxima tranquilidad:
-¡Y por cierto señor Fernández, aquí le presento a mi novio Martín! Lo hizo agarrándolo de la mano y mirándose risueños los
dos.
Aquella noche quedó sellado el profundo y noble amor de los padres de Pirelli. Su madre Cristina renunció a la aristocracia
burguesa y se casó un año después con su padre Martín, un humilde mecánico de un taller de carrocerías.
Fue una noticia de primera plana en todos los círculos vallisoletanos de la época, como lo fue un amor a primera vista, un
amor que perduró por el resto de sus vidas.
¡Y todo por culpa de un cerdo!, cuenta siempre todo orgulloso el honrado Pirelli.
Meditándolo bien, Federico decidió guardar en el anonimato ante sus hombres la identidad del padre de Cristina, para no
ResponderEliminarconvertir la comisaría en el hazmerreír de la ciudad. Tomó la iniciativa de ponerse personalmente en contacto con él, no sin
advertirle que sería aconsejable enviar a alguien de confianza para que su filiación no fuese descubierta.
Era ya de madrugada cuando compareció en dependencias policiales el tan mencionado don Arturo, un elegante caballero, rayana
la cuarentena, de escaso cabello y gesto adusto, que se presentó como el prometido de la señorita Cristina, fruto de mutuo
acuerdo entre sus familias.
-¿Así que ese era tu secreto?- susurró Martín cuando Cristina cruzó a su altura.
La joven fue incapaz de mirar directamente al muchacho, escondiendo las lágrimas que se escapaban en la zozobra de sus
azulados ojos marinos.
Despertó Durruti del sopor, deambulando campechano por los pasillos hasta llegar al meollo de la discusión, al incitante
olor del refrigerio del nuevo turno. Don Arturo dio por zanjado el incidente, cogiendo del brazo a Cristina.
-Vamos, querida, si así lo deseas, este gorrino será tu regalo de compromiso.
Y desaparecieron tras la puerta don Arturo, Cristina y el cochino...
-¡Pues esto es todo!- exclamó Pirelli alargándome la factura por sus servicios de albañilería.
-No me jorobes. ¿Y qué fue de la vida de Durruti?
- Afortunadamente se cotizó como verraco de perenne prestigio, y murió de anciano pelaje, como bien quiso desde el principio
mi padre.
-¿Y todos los demás? ¿Pascual? ¿Tu padre? ¿Cristina? ¿Finalmente se casó con don Arturo? -le lancé puñaladas de preguntas
intentando lacerarle en su avance e inmovilizar su despedida.
A cambio de semejante batería de interrogantes, se limitó a regalarme una sencilla mueca burlona.
- Esa, querido amigo, es otra historia...
Un cerdo anarquista, indultado por milagrero
ResponderEliminarEra el socarrón titular de El Norte de Castilla de aquel martes de noviembre de 1952, en el que, por supuesto, Don Miguel había tenido mucho que ver. Con grandes dosis de humor, la noticia describía como un marrano llamado Durruti que había ido a parar a la comisaría tras un accidente de sus dueños, los miembros de Carrocerías Molina, había logrado encontrar bajo la mesa de la sala de juntas un sobre con un fajo de billetes largo tiempo buscado; cómo los amos del cerdo habían recibido la correspondiente recompensa; cómo el hecho de que entre el grupo de accidentados estuviera, por casualidad, la hija de Santiago López había servido para aclarar algunos malentendidos a favor de los mecánicos.
La información profundizaba aún más, y daba cuenta de la incorporación de Carrocerías Molina a uno de los proyectos más importantes que se gestaban en la ciudad en aquel momento: la puesta en marcha de FASA; de cómo el fajo que había encontrado Durruti era clave para la continuidad de la firma en Valladolid; del fin de las tribulaciones para los muchachos del taller.
Por último, el periódico hablaba aquel día de cómo el cerdo Durruti, que obró el milagro del pan y los peces para todos cuando apareció con el sobre de billetes, sería donado el convento de las Hermanitas de la Cruz para que acabara allí sus días; de cómo Durruti, que había dado muestras toda su vida de un hambre voraz, ni siquiera osó mordisquear el sobre del dinero, depositándolo a los pies de Martín. Con maestría se insinuaba que tal vez el marrano fuera capaz de contagiar de sus milagros al convento, con lo que las limosnas y donativos no deberían tardar en llegar…
Y todo, por salvarle la vida…