miércoles, 7 de abril de 2010

El buen Durruti, viéndose acorralado, pese a la plácida vida que había tenido hasta ese momento, se dejó llevar por el instinto y tornó en bestia enfurecida. Babeaba espuma, gruñía y enseñaba los colmillos, promesa segura de falanges cercenadas.

-Ven aquí, bonito —decía Pascual con una falsa sonrisa mientras agitaba el cuchillo.

-Aquí, aquí, cerdito —rebatía Sor Genoveva desde el otro extremo del claustro ofreciendo al animal una hogaza de pan, vianda por la que en aquellos tiempos azarosos más de uno hubiera matado.

El animal trotó hasta situarse detrás de Martín, su único amigo. Las miradas se clavaron en el mecánico. El cerco se estrechaba.

-¡Tía Eugenia! —exclamó el hombre en un desesperado intento por hallar una salida.

La religiosa desvió la mirada. La tentación de la carne era demasiado poderosa. Como decían las novicias en los escasos momentos de asueto de que disponían, una puede pasar sin catar hombre, pero no...El metro y medio de la Madre Superiora tembló de rabia. Sus labios se fruncieron hasta convertirse en una delgada línea.

-Antes es Dios que todos los santos —resopló.

Durruti, animal listo como pocos, viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, decidió vender caras sus carnes. Con un berrido furioso cargó contra las monjas, derribando a quienes se interpusieron en su camino, y escapó por el portón que Pascual había dejado abierto. Martín, un tanto aturdido, siguió el pasillo que había abierto el animal antes de que se cerrara.

Así, a la zaga del gorrino, perseguido de cerca por Pascual y la Madre Superiora, y un poco más lejos por una sofocada Sor Genoneva, cuyas carnes botaban a cada zancada, emprendió el padre de Pirelli su fuga calle Arca Real adelante. El cielo clareaba.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:07 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. Atónitos observaban los viandantes tempraneros el esperpéntico correteo. Durruti y Martín, a la vanguardia, corrían sin

    rumbo fijo, calle arriba, el primero por desconocimiento de aquel mundo inédito que se mostraba ante sus ojos, aún

    encolerizados, al despunte de la aurora. El segundo por encontrarse todavía en estado hipnótico y no ver más allá de los

    cuartos traseros del cerdo fugitivo, quien se había propuesto trotar cual alma endemoniada hasta el último hálito de vida.

    Sor Genoveva no tardó en ser traicionada por el flato y tuvo que detener su carrera. La Madre Abadesa, la que mayor brío y

    celeridad imprimía a la persecución, con el hábito remangado hasta las pantorrillas, como solía cantar Sor Edurne, la

    novicia llegada en verano al convento desde las Vascongadas, pagó su exceso de confianza al trastabillarse en uno de los

    brincos con la enagua.

    Por último Pascual, para el cual el cuchillo era ya un apéndice de la mano, se vio de nuevo desamparado.

    - Durruti, bonito, no corras. Detente, Durruti, detente. ¡Durrutiiiiiiii!- vociferó con vehemencia desaforada.

    Cipriano, el de la vaquería, nostálgico republicano, alertado por los gritos que proclamaban aquel nombre, salió

    apresuradamente con la esperanza de un nuevo levantamiento anárquico. No vio pasar el marrano ni al muchacho, pero sí al

    armatoste de Pascual, con el que se topó de bruces, sin apenas entorpecerle. Lo que acabó acusando Pascual fueron sus

    pulmones de taberna y el tabaco mascado que le había obsequiado con aquella crónica carraspera. Asfixiado, lanzó el cuchillo

    en baldío intento de atravesar al rosado cochino.

    Llegaron los dos exhaustos al cabo de la calle, y Martín contempló en lontananza desperdigados los despojos del

    hostigamiento. Redujeron la marcha. Una silueta, oculta en la penumbra del umbral de la puerta donde se apostaron, les

    chistó.

    - Eh, aquí, muchacho …

    ResponderEliminar
  2. “Gruñ, gruñ”. Estoy agotado. Menos mal que los voy distanciando. Un poco más, un poco más. “gruñ, gruñ”. Es casi de día.

    Tengo hambre. Me duelen las pezuñas con este adoquinado. Un poco más. Ya no les veo. Me meteré en esta especie de huerta a

    descansar. Y comeré un poco. Parece que no vienen.

    No entiendo qué pasa. Sólo sé que me dan miedo. Sus ojos. Sus caras. Esas sonrisas falsas Los cuchillos escondidos. Yo vivía

    feliz. Me cuidaban. Me querían. Estaba cómodo y calentito. Ese chico espigado me daba caprichos. Y de repente todo se vuelve

    del revés. Corro y corro. Me ahogo. El chico me lleva de un sitio a otro. Los del taller han cambiado. Ahora no me tratan

    bien. Me atan y me persiguen.

    No sé cómo volver al taller. Estoy perdido. Y cansado. Pero ahora estoy bien aquí. Mmmm, ¡qué zanahoria más buena! A ver si

    me dejan un rato tranquilo en este huertito. Ya no me duelen las pezuñas. Estoy agotado. Me voy a echar una siestita.
    Mientras… “¡Durruti! ¡Durruti! ¡Ven conmigo!” Martín corría como un loco en segunda posición, entre el cerdo y Pascual. Las

    monjas hacía rato que habían abandonado la etapa reina.

    Las piernas le ardían y la garganta también, pero intentaba no perder a Durruti, y ganar metros a Pascual. Pero al doblar la

    esquina, apenas diez segundos después del cerdo, no había nada. Había desaparecido.

    Pascual llegó jadeando y casi chocó con Martín, que estaba inclinado y apoyaba las manos en las rodillas, tratando de llenar

    sus pulmones del aire fresco de la mañana.

    “¿Me quieres explicar qué coño estás haciendo, Martín?” bramó Pascual con el cuchillo en la mano.

    ResponderEliminar
  3. Durruti corría calle arriba con bastantes pocas posibilidades de éxito. Sus patas no estaban preparadas para transportar a

    demasiada velocidad sus casi 150 kilos de peso, y mucho menos para enfrentarse al maratón que suponía escapar de todos sus

    seguidores. Martín, Pascual y las monjas ganaban terreno, incluso sor Genoveva lo hacía. El cerdo pensó que un lugar con

    obstáculos era más seguro que un espacio abierto, así que cuando logró alcanzar el Arco de Ladrillo se encaminó, vía férrea

    adelante, hacia la estación. Vagones en vías de servicio y edificaciones varias podían darle cobijo o, cuando menos,

    ponérselo más difícil a sus perseguidores.

    La estrategia funcionó durante un rato. Durruti desapareció y Matarifes y religiosas se miraban desconcertados. No sabían si

    debían buscarlo entre todos o separarse para ver quién daba antes con él. Lo segundo era más rápido, pero además de que

    suponía dividir fuerzas exigía un ejercicio de confianza en el prójimo que nadie estaba dispuesto a llevar a la práctica.

    En esas estaban cuando escucharon una algarabía que incluía los gruñidos de Durruti y varias voces aguardentosas y de

    pronunciación poco definida. Tres borrachos asomaron por detrás de un vagón sujetando al cerdo, entre risas y juramentos.

    Cuando levantaron la cabeza se encontraron de frente con un muchacho que miraba al cerdo fijamente, un hombre armado con un

    cuchillo y los ojos inyectados en sangre que los miraba a ellos fijamente y tres monjas, la Superiora, sor Genoveva y sor

    Virtudes, que miraban a Martín y a Pascual fijamene conminándoles a recuperar al marrano.

    -Señores, devuelvan ese cerdo a la Santa Madre Iglesia – dijo la Superiora-.
    -Hermana, este cerdo lo acabamos de encontrar deambulando por las vías, sin dueño. Ahora es nuestro.

    El borracho que hablaba perecía repentinamente lúcido.

    ResponderEliminar
  4. La intención de Durruti estaba clara: quería volver al taller. Pero ni sabía cómo ni sus perseguidores estaban dispuestos a

    permitirlo. Afortunadamente, era domingo y demasiado temprano como para que la gente anduviera por la calle, por lo que al

    menos en eso tenían suerte: nadie les iba a ayudar a atrapar al cerdo, pero tampoco intentarían birlárselo.

    El pobre Durruti, poco hecho al ejercicio, completamente desorientado y visiblemente nervioso, se afanaba en buscar, más que

    una salida, una entrada. Un lugar donde protegerse. Las puertas que iba encontrando por el camino estaban todas cerradas,

    así que tras una pequeña parada de reconocimiento que le costaba segundos de ventaja sobre sus perseguidores, seguía

    adelante. El más cercano a él era Martín, que aprovechó un pequeño recodo para alcanzarlo y conminar al marrano a entrar en

    la única puerta que encontraron abierta, y que el padre de Pirelli se apresuró a cerrar a sus espaldas.

    Habían ido a parar a una carbonería. Lo raro es que estuviera abierta un festivo. Martín consiguió que Durruti entrara en el

    patio interior al que daba el portalón inicial. Al fondo había un cuarto con la puerta entreabierta, tal vez el de la

    herramienta… y voces. Personas que se disponían a salir de él. Se escondió con su amigo como pudo tras unos bidones y logró

    que ambos pasaran inadvertidos. Eso sí, a costa de quedarse encerrados en la carbonería.

    Al menos había alcanzado a ver cómo las voces escondían la llave del cuarto de la herramienta entre dos piedras de la pared.

    Abrió, en busca de algo que les permitiera escapar de allí cuando hubiese escampado, y entonces se encontró con la sorpresa

    más monumental de su vida. Ante sus ojos, un cuarto lleno de viandas, sacos de harina, arroz, azúcar… Ni el almacén del

    racionamiento estaba tan bien surtido.

    ResponderEliminar
  5. La juventud exultante de Martín le permitió dejar atrás en apenas dos calles a las religiosas, poco habituadas a los excesos

    físicos. Derrumbadas por la persecución del bicho, la Madre Superiora y Sor Genoveva desistieron de continuar la carrera

    apenas pusieron el pie en la calle de Embajadores. Delante de ellas, Pascual continuaba el vocerío que había comenzado nada

    más salir del convento. Todavía con el cuchillo en la mano y el rostro desencajado de furia, la imagen que ofrecía le

    acercaba al de un demente en pugna con un enemigo invisible.

    Los gritos de Pascual apenas eran ya audibles para Martín, con mejores piernas y más aguante que su compañero de taller. Aun

    así, la sombra de Durruti no hacía sino menguar delante de él. Parecía imposible que un animal pudiera alcanzar semejante

    velocidad, pero el miedo se convierte en un poderoso motivo para volar en momentos así.

    El cerdo se dirigía hacia un portal en el que en ese instante una parroquiana vertía un cubo de agua. Martín lanzó un

    descomunal grito para advertir a la mujer de la presencia del fugado.

    -¡El cerdo! ¡Que se me escapa el cerdo! ¡Agárremelo!

    Sin apenas tiempo para girar, la pobre señora sintió el empuje del proyectil porcino sobre sus escuálidas rodillas. El

    encontronazo con la acera fue inevitable. Martín se encontró ahora con el dilema de continuar a la caza de Durruti o

    socorrer a la mujer que se lamentaba desde el suelo. La compasión triunfó sobre las ganas de recuperar al cochino y se

    detuvo junto a la accidentada. Parada en balde, pues pronto comprobó que la caída no había dejado en ella más que un buen

    susto.

    Cuando se dispuso a emprender de nuevo la carrera comprobó con profundo desánimo que Durruti había desparecido por completo

    de su vista.

    ResponderEliminar

No es necesario estar dado de alta ni identificado en Google, OpenID, etc. para enviar tu aportación.
Recuerda incluir autor, DNI, email y tu texto.

  • Facebook
  • Twitter
  • Linkedin

Twitter

Encaja 400

PARA LA: