Meditándolo bien, Federico decidió guardar en el anonimato ante sus hombres la identidad del padre de Cristina, para no convertir la comisaría en el hazmerreír de la ciudad. Tomó la iniciativa de ponerse personalmente en contacto con él, no sin advertirle que sería aconsejable enviar a alguien de confianza para que su filiación no fuese descubierta.
Era ya de madrugada cuando compareció en dependencias policiales el tan mencionado don Arturo, un elegante caballero, rayana la cuarentena, de escaso cabello y gesto adusto, que se presentó como el prometido de la señorita Cristina, fruto de mutuo acuerdo entre sus familias.
-¿Así que ese era tu secreto?- susurró Martín cuando Cristina cruzó a su altura.
La joven fue incapaz de mirar directamente al muchacho, escondiendo las lágrimas que se escapaban en la zozobra de sus azulados ojos marinos.
Despertó Durruti del sopor, deambulando campechano por los pasillos hasta llegar al meollo de la discusión, al incitante olor del refrigerio del nuevo turno. Don Arturo dio por zanjado el incidente, cogiendo del brazo a Cristina.
-Vamos, querida, si así lo deseas, este gorrino será tu regalo de compromiso.
Y desaparecieron tras la puerta don Arturo, Cristina y el cochino...
-¡Pues esto es todo!- exclamó Pirelli alargándome la factura por sus servicios de albañilería.
-No me jorobes. ¿Y qué fue de la vida de Durruti?
- Afortunadamente se cotizó como verraco de perenne prestigio, y murió de anciano pelaje, como bien quiso desde el principio mi padre.
-¿Y todos los demás? ¿Pascual? ¿Tu padre? ¿Cristina? ¿Finalmente se casó con don Arturo? -le lancé puñaladas de preguntas intentando lacerarle en su avance e inmovilizar su despedida.
A cambio de semejante batería de interrogantes, se limitó a regalarme una sencilla mueca burlona.
- Esa, querido amigo, es otra historia...
Era ya de madrugada cuando compareció en dependencias policiales el tan mencionado don Arturo, un elegante caballero, rayana la cuarentena, de escaso cabello y gesto adusto, que se presentó como el prometido de la señorita Cristina, fruto de mutuo acuerdo entre sus familias.
-¿Así que ese era tu secreto?- susurró Martín cuando Cristina cruzó a su altura.
La joven fue incapaz de mirar directamente al muchacho, escondiendo las lágrimas que se escapaban en la zozobra de sus azulados ojos marinos.
Despertó Durruti del sopor, deambulando campechano por los pasillos hasta llegar al meollo de la discusión, al incitante olor del refrigerio del nuevo turno. Don Arturo dio por zanjado el incidente, cogiendo del brazo a Cristina.
-Vamos, querida, si así lo deseas, este gorrino será tu regalo de compromiso.
Y desaparecieron tras la puerta don Arturo, Cristina y el cochino...
-¡Pues esto es todo!- exclamó Pirelli alargándome la factura por sus servicios de albañilería.
-No me jorobes. ¿Y qué fue de la vida de Durruti?
- Afortunadamente se cotizó como verraco de perenne prestigio, y murió de anciano pelaje, como bien quiso desde el principio mi padre.
-¿Y todos los demás? ¿Pascual? ¿Tu padre? ¿Cristina? ¿Finalmente se casó con don Arturo? -le lancé puñaladas de preguntas intentando lacerarle en su avance e inmovilizar su despedida.
A cambio de semejante batería de interrogantes, se limitó a regalarme una sencilla mueca burlona.
- Esa, querido amigo, es otra historia...



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