Cualquier autobús urbano tiene algo de siniestro un domingo a la hora de comer. Si no fuera por el conductor, uno pensaría que viaja solo dentro de un vehículo automático que se desliza como fantasma por una ciudad de calles vacías. Tuve esta sensación inquietante hace pocos días, en el 7 que une el barrio Belén con Arturo Eyries.
Yo habría jurado que no viajaba ningún pasajero al subirme en la segunda parada, frente a la iglesia de la Pilarica. Me senté en uno de los asientos dobles del fondo, junto a la ventana y me dediqué a transitar mis habituales ensoñaciones. Pero cuando el bus cruzó la Esgueva, me sorprendió un llanto desbordado a mis espaldas. No me atreví a volver la cabeza, por respeto y ese pudor que a algunos nos invade todavía cuando presenciamos sin querer escenas de la vida privada de desconocidos. Una mujer lloraba con todo el dolor del mundo recogido en su garganta. Los murmullos de consuelo de su acompañante pespunteaban palabras que me costaba comprender. Necesité llegar hasta la Plaza de San Juan para reconstruir un poco de aquella historia trágica.
Lo que me maravillaba era su acento: parecía que hablara Cervantes, o Teresa de Ávila. Aquella señora hablaba un castellano de hacía quinientos años, y con igual entonación le respondía su amiga. Mencionaban lugares de la geografía de Valladolid que ya no existían. Se referían al Hospital de la calle Esgueva. En un principio creí que hablaban del Clínico, por la cercanía, pero no.
En el Hospital de Esgueva estuvo ingresada la protagonista. Un conocido médico portugués, un tal Andrés Proaza, estaba muy interesado en llevar su embarazo a feliz término, dadas ciertas complicaciones. Dos días pasó en el hospital, todo iba bien. En el parto fue atendida por el mismo doctor y una comadrona monja. Oyó llorar al niño, pero no le vio la cara.
Sin embargo, al día siguiente Proaza acudió personalmente a su cama, le cogió la mano y le dijo:
─ Como me temía, ha gestado un engendro de la naturaleza. Y como tal, nació muerto. Mejor será que no lo vea. Purifíquese cuando salga en San Martín. Vuesa merced es joven, puede tener más descendencia.
La mujer volvió a llorar, con más rabia. Estaba convencida de que su hijo estaba vivo. Ahora era tan vieja que había perdido la cuenta de los años, pero no había noche que no soñara con los ricitos de la nuca de su bebé. Y juraba que no moriría, aunque pasaran mil años, hasta ver a Proaza y a la monja entre rejas, y saber del paradero de su hijo…
José Manuel de la Huerga
Yo habría jurado que no viajaba ningún pasajero al subirme en la segunda parada, frente a la iglesia de la Pilarica. Me senté en uno de los asientos dobles del fondo, junto a la ventana y me dediqué a transitar mis habituales ensoñaciones. Pero cuando el bus cruzó la Esgueva, me sorprendió un llanto desbordado a mis espaldas. No me atreví a volver la cabeza, por respeto y ese pudor que a algunos nos invade todavía cuando presenciamos sin querer escenas de la vida privada de desconocidos. Una mujer lloraba con todo el dolor del mundo recogido en su garganta. Los murmullos de consuelo de su acompañante pespunteaban palabras que me costaba comprender. Necesité llegar hasta la Plaza de San Juan para reconstruir un poco de aquella historia trágica.
Lo que me maravillaba era su acento: parecía que hablara Cervantes, o Teresa de Ávila. Aquella señora hablaba un castellano de hacía quinientos años, y con igual entonación le respondía su amiga. Mencionaban lugares de la geografía de Valladolid que ya no existían. Se referían al Hospital de la calle Esgueva. En un principio creí que hablaban del Clínico, por la cercanía, pero no.
En el Hospital de Esgueva estuvo ingresada la protagonista. Un conocido médico portugués, un tal Andrés Proaza, estaba muy interesado en llevar su embarazo a feliz término, dadas ciertas complicaciones. Dos días pasó en el hospital, todo iba bien. En el parto fue atendida por el mismo doctor y una comadrona monja. Oyó llorar al niño, pero no le vio la cara.
Sin embargo, al día siguiente Proaza acudió personalmente a su cama, le cogió la mano y le dijo:
─ Como me temía, ha gestado un engendro de la naturaleza. Y como tal, nació muerto. Mejor será que no lo vea. Purifíquese cuando salga en San Martín. Vuesa merced es joven, puede tener más descendencia.
La mujer volvió a llorar, con más rabia. Estaba convencida de que su hijo estaba vivo. Ahora era tan vieja que había perdido la cuenta de los años, pero no había noche que no soñara con los ricitos de la nuca de su bebé. Y juraba que no moriría, aunque pasaran mil años, hasta ver a Proaza y a la monja entre rejas, y saber del paradero de su hijo…
José Manuel de la Huerga
Cuando el conductor se detuvo a la altura del antiguo Hospital Militar, dedicado ahora a labores más mundanas, la mujer y su acompañante ya hacía tiempo que habían concluido su viaje. No había prestado atención a la parada en la que habían abandonado el semivacío autobús. El sol que luchaba por hacerse notar entre las nubes de la tarde y la calefacción del interior del vehículo (¿por qué esa manía de aplicar la tortura del calor extremo a los viajeros del transporte público?), unido, es verdad, a las pocas horas de sueño que arrastraba de la noche anterior –un cumpleaños de un buen amigo tenía la culpa-, me había arrastrado a un estado de sopor que la narración de aquella mujer y el tono con el que se dirigía a su compañera de viaje, salido de otro tiempo, no habían hecho sino acentuar.
ResponderEliminarPero ni el calor ni el estado de letargo tan propio de las tardes dominicales logró quitarme de la cabeza esa terrible historia de hospitales, hijos robados y madres angustiadas por la pérdida de sus hijos. Una cuestión que, por cierto, había cobrado una enorme repercusión en los últimos meses, si hacía caso a las constantes noticias que aparecían en los medios de comunicación en las que víctimas de esas presuntas redes de tráfico de bebés denunciaban lo que vivieron décadas atrás. Mientras me acercaba, ya a pie, hacia la maraña de calles que se escondían tras la plaza de toros, destino último de mi viaje, un nombre flotaba en el interior de mi cabeza. Proaza, el del médico encargado de aquel parto en el viejo hospital. Casi lo había desterrado de mi memoria, habían pasado los suficientes años como para que un manto de olvido enviara al más recóndito rincón de mi cerebro a aquel chaval. El niño con el que crecí y aprendí a dar patadas al balón en el barrio de las Delicias, antes de que me mudara con mi familia a las primeras viviendas que comenzaron a dar forma al nuevo barrio de Parquesol. Proaza.
Imbuido estaba en la intriga de la historia que la anciana relataba a su amiga, cuando llegamos a la plaza de España, donde un nutrido grupo de forofos del equipo que aquella tarde se enfrentaba al Real Valladolid consiguió frenar el autobús e invadieron su interior. Aquel bullicio provocó el silencio de mis acompañantes. Uno de los aficionados se sentó a mi lado, y su aliento emanaba un aroma a exceso de tinto de Ribera, que al buen hombre le animó a narrarme su vivencia del viaje, y tratar de convencerme de las excelencias de su club de fútbol, todo ello amenizado con cánticos en ocasiones soeces. Qué pensarían estas mujeres de semejante espectáculo. Bajaron en tropel en la parada del paseo Zorrilla, frente a la plaza de toros, precisamente donde yo me apeaba. Me esperaba la comida familiar de los domingos, aunque hoy me retrasaba. Había trasnochado y desperté más tarde de lo debido. Eché un último vistazo a la parte posterior del autobús, pero allí ya no había nadie. Supongo que las señoras acabarían engullidas en el desalojo por la marea multicolor. Nada conté en la mesa de lo ocurrido durante mi trayecto, pero mi curiosidad me llevó al día siguiente a investigar algo sobre el Hospital de Esgueva. Las fechas no cuadraban, el hospital hacía más de cien años que no funcionaba como tal. Tampoco encontré nada en las últimas décadas acerca del doctor Andrés Proaza, curiosamente homónimo de un afamado galeno de la ciudad en el siglo XVI. ¿Tanto efecto me había causado la jarana de la noche del sábado? Repetí ceremonioso el ritual durante toda la semana. Idéntica línea, misma hora, pero nada acontecía. Ninguna anciana se subió en las primeras paradas, ni nadie de los que fueron accediendo durante el resto de la ruta utilizaba el lenguaje que el primer día había escuchado. Deambulaba de un lado al otro del autobús, con el oído atento a todas las palabras allí dispersas. Hasta el punto de llegar al final del recorrido en la plaza Uruguay, y de ahí de vuelta, con el consiguiente mosqueo del conductor, que recelaba de mi dinero para adquirir un billete nuevo y me invitaba cortésmente a bajar en la próxima parada. Ya estaba convencido de mi paranoia, fruto de la deuda de una larga noche y el poco sueño. Hasta ayer domingo, al cruzar la Esgueva …
ResponderEliminarLa curiosidad pudo más que yo, así que saqué del bolsillo el móvil dispuesto a teclear en Google hospital, Esgueva, Proaza… cualquiera de las palabras que pudieran arrojar algún resultado. La tarea era un poco ardua. Pantalla no muy grande, teclado numérico con tres letras cada botón… vamos, que como no soy un loco de los juguetitos tecnológicos empezar a navegar me costó un buen rato y más aún centrarme en los resultados. ¿Santa María de Esgueva? ¿Eso era un hospital o una iglesia? Hospital de Esgueva… una foto sin información. Hospital de Santa María de Esgueva… “Abarca abarca desde finales del siglo XV a principios del XX”. ¡Ese era! Luego había existido y, al parecer, lo habían derribado en 1971 para ensanchar la calle y construir un estupendo bloque de pisos. Vale. Proaza. 275.000 resultados… Proaza médico Valladolid: 11.700. ¡Díos mío, parecía imposible! Nueva búsqueda: Proaza médico Valladolid siglo XVI: 1.100 resultados: “... en el siglo XVI, que hoy se encuentra en el Museo Provincial de Valladolid. ... con un proceso inquisitorial que incoaron al médico Andrés de Proaza, ...”
ResponderEliminar-¡Señor, esta es la última parada!
El vozarrón del conductor me sacó de mi búsqueda. Justo cuando parecía que empezaba a encontrar algo. Estaba al final de la línea, bastante lejos de la mía y solo en el autobús, lo que quería decir que las personas que iban llorando detrás se habían bajado sin que yo me percatara.
-Lo siento, se me ha ido el santo al cielo y debo volver. ¿Tengo que pagar billete de nuevo?, inquirí con la esperanza de que me dijera que no. Alguien que sube en la primera parada un domingo no pasa fácilmente inadvertido.
Arreglado el entuerto, y dispuesto a no despistarme más, llamé a mi madre. Tenía que avisar de que llegaba tarde a comer. Si no, se preocuparía. Era bastante estricta con los horarios, sobre todo si tocaba medicación.
En esos momentos el conductor dio un frenazo y me alejó de aquel hospital, de la historia y del llanto de la mujer. Había llegado a mi parada. Me bajé del autobús, sin atreverme a volver la cabeza en dirección a la mujer que continuaba sollozando en los últimos asientos. La mejor postura frente a los problemas de un desconocido siempre es la de no involucrarse. Crucé la Plaza de España, con el sol del mediodía quemándome la nuca, y comencé a ocupar mis pensamientos en cosas más importantes. La cita que tenía para comer. Después de casi tres meses de conversaciones superfluas y encuentros accidentados había conseguido que Martina, la modelo más cotizada de toda la agencia y la única que me faltaba por catar, accediese a comer conmigo. Estaba repasando mentalmente mi estrategia de ataque cuando los sollozos de aquella mujer volvieron a resonar a mis espaldas. ─ No habrá día que no me arrepienta de haber accedido a complacer los inmorales deseos del amo. Pensé que me quería de verdad pero lo único que aquel cobarde deseaba era saciar los deseos que su mujer le negaba. Proaza me lo arrebató todo, incluso lo único bueno que me dio, mi hijo. La mujer volvió a sollozar y esta vez me giré, sin poder evitarlo. Pero detrás de mi no había nadie, la mujer se había desvanecido. Pero el llanto era real. Confuso bajé la cabeza y mi mirada se encontró con la de una mujer morena que, en el suelo, lloraba pidiendo limosna. Durante unos segundos, que me parecieron eternos, la miré, esperaba que me ofreciera alguna respuesta, que continuase con su historia… La mujer pronunció una frase con un acento que no entendí y alzó un vaso de plástico en mi dirección. Entonces giré la cabeza y reanudé mi camino.
ResponderEliminarMientras que juraba que no moriría hasta ver a los culpables de su dolor entre rejas, me dio tiempo a pensar qué clase de personas estaban compartiendo autobús conmigo aquella tarde de verano.
ResponderEliminarLo primero que hice fue observar su vestimenta. La señora, todavía hundida entre sollozos, tenía una cara aguileña, el cabello castaño y sus ojos almendrados transmitían una mirada fría, casi gris. Llevaba un largo vestido negro, como si de una monja se tratase, pero en su cuello lucía una gargantilla de piedras. Parecía la viva imagen de una dama del siglo XVI.
Su acompañante, un hombre esbelto, con gesto serio y con sobrero de ala, parecía el mismísimo Carlos I de España con delicados bordados en su traje. Mientras la mujer recuperaba el aliento tras su llanto, él le acariciaba la cabeza compartiendo también su dolor.
- Tranquila Margarita, encontraremos a los culpables y los dejaremos expuestos ante el pueblo. Dios se hará cargo de ellos. –Le decía con voz tranquilizadora el hombre a la señora-.
- Eso espero Gerardo, eso espero.
Tras estas palabras, Margarita y Gerardo se miraron y, acto seguido, me miraron. Sus ojos grises volvían a despertar en mí la idea de que yo estaba frente a dos personajes de otra época. Quizás Dios quiso que fuese yo quien llevara a cabo la investigación que él no había podido realizar hace muchos años. Y quizás mi profesión de periodista de investigación tenga mucho que ver en su selección, pues no encontraba otro motivo que explicase por qué estaba escuchando en un autobús a dos personas de otro siglo.
Una vez que ubiqué la vestimenta, sus modales y su lengua en un momento histórico, pude además comprobar que mi conclusión era del todo cierta. El rasgo quizás más delatador de estos personajes del siglo XVI eran sus rostros. Recordé en aquel momento que unos años atrás había leído un libro sobre costura y patronaje en los siglos XVI, XVII y XVIII. Por el siglo XVI los hombres y las mujeres, utilizaban un maquillaje blanco muy característico y era esa especie de polvo blanco lo que llevaban Margarita y Gerardo en sus rostros.
Tenía dos posibilidades. Pensar que Margarita y Gerardo eran espíritus que habían quedado atrapados en la Tierra para resolver sus asuntos pendientes o que yo era también un fantasma como ellos. Esta última idea realmente me asustaba.