miércoles, 23 de marzo de 2011

No sé en qué momento aparecieron allí, en uno de los asientos dobles detrás del mío. Juraría no haberlos perdido de vista ni un instante, aunque quizá había cerrado los ojos una fracción de segundo.

El caso es que allí estábamos, solos en la parte de atrás del autobús, las dos mujeres, quizá esta vez más calmadas que la semana anterior, pero con la misma mirada de pérdida y desesperación en los ojos de la anciana. Por mi parte, me encontraba paralizado, casi sin respirar. Después de toda la semana obsesionado con ellas, ahora era incapaz de hacer nada. Las manos frías y sudorosas y la espalda tensa. Me encontraba medio girado, intentando que no se fijaran en mí, lo que no era difícil: se comportaban como si estuvieran en otro lugar, en otro tiempo. Ausentes, como flotando sobre los incómodos asientos del autobús, su silueta borrosa y recortada contra el ventanal trasero.

Agucé el oído, por encima del rumor del motor y el chirrido desagradable de los frenos y conseguí entender algunos fragmentos de conversación, o mejor, de monólogo, en el que la anciana, con su particular acento, iba desgranando detalles de la historia. Contó a su acompañante cómo en los primeros días después del parto, su marido, Guzmán, había intentado por todos los medios presionar a Proaza, primero con razones y después con amenazas, pero nada había conseguido más que pasar una noche en una oscura y fría celda, acurrucado sobre un montón de paja lleno de chinches y orines.

Mientras tanto, Catalina, que así se llamaba la anciana, se recuperaba lentamente de su difícil parto en el hospital. Con la ayuda de una comadrona, amiga de su infancia, pudo saber que el doctor Proaza tenía en el hospital una merecida fama de jugador y pendenciero, y que sus turbios contactos con la alta sociedad de la ciudad le daban un respaldo que le hacía invulnerable.

Sin embargo, la noche que Guzmán pasó bajo arresto, una imposible casualidad dejó entrar un rayo de esperanza en el afligido corazón de Catalina…
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 15:14 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. El autobús avanzaba sin sobresaltos por unas calles anormalmente vacías a esas horas, incluso aunque se tratase de un domingo en el que el sol invitaba a los más decididos a abandonar por unas horas la ciudad y disfrutar su día libre lejos del asfalto y el hormigón. Apenas prestaba atención a los pocos parroquianos que se sumaban al trayecto a medida de que el conductor realizaba las oportunas paradas de la ruta. La voz de aquella mujer y la historia que había comenzado a escuchar una semanas antes me habían atrapado hasta tal punto que apenas distinguía nada de lo que sucedía a mi alrededor.

    Catalina continuaba esa letanía que, más que dirigida a su compañera de viaje, parecía destinada a un elemento inconcreto situado en la parte delantera del autobús. Allí es donde la anciana tenía fijados sus ojos oscuros rodeados por una maraña inextricable de arrugas en las que latía una vida marcada por el dolor y la tragedia.

    Aquella noche, continuaba la mujer, el azar, el destino o lo que quisiera que fuera hizo que entrara en su habitación un rostro conocido. Hacía años que no lo tenía frente a ella. En realidad, la última vez que la vio era lo suficientemente pequeña como para que cualquier recuerdo se hubiera evaporado de su memoria. Sin embargo, apenas puso un pie en el cuarto, iluminado apenas con una mortecina bombilla que colgaba del enmohecido techo, supo que se trataba de ella.

    Un frenazo cortó súbitamente el monólogo de Catalina y me sacó a empellones del viaje al pasado en el que me encontraba. El gesto de desagrado del conductor y el insulto que salió de su boca me aclaró lo sucedido. Un crío había invadido la calle y había abortado cualquier posibilidad de que continuara escuchando el relato de aquella misteriosa mujer. Sobre todo porque había llegado, un domingo más, a mi destino.

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  2. Catalina había sido testigo de cómo Andrés Proaza le había quitado a su hijo y no estaba dispuesta a asumir la pérdida de su bebé, por eso, aprovechando la amistad que le unía con Isabel empezó a preguntarle si en alguna otra ocasión había sido testigo de lo mismo. La comadrona decidió trasladar a Catalina a una habitación donde no tenía compañeras y allí, en aquella instancia, le comenzó a narrar otra historia similar a la suya. Después de la conversación, Isabel le hizo jurar a su amiga que nunca le delataría.

    Esa misma noche su marido había estado acompañado de otro preso que decía haber realizado algunos trabajos extraños para el doctor Andrés Proaza con los que ganaba algún dinero extra.
    Damián, un hombre de facciones duras y cabello largo, aseguró a Guzmán que Proaza era un tipo extraño y que despertaba en él cierto temor. En algunas ocasiones Damián cazaba animales callejeros, perros y gatos, para después entregárselos a Andrés. Un día, después de darle varios gatos vivos en un gran saco, decidió quedarse en la calle Esgueva, lugar donde residía el doctor, para averiguar qué hacía con los animales. Aunque no pudo entrar en la casa del licenciado, sí pudo observar que de los canalones de su vivienda salía el agua con un color rojo intenso. Un episodio que Damián aseguraba tener grabado en su memoria al no poder dar respuesta a tales hechos.

    El hombre reconoció que después de aquello no siguió realizando trabajos para el médico, pues tenía miedo que tales actos estuvieran relacionados con la brujería, una práctica castigada con la muerte por la Santa Inquisición.

    Al día siguiente, a las 10 de la mañana, Guzmán fue puesto en libertad y regresó al hospital a ver a su amada. Isabel sería la encargada de encontrarles un lugar tranquilo y donde estuvieran solos para poder contarse lo que habían averiguado por separado. En un viejo quirófano del hospital la pareja comenzó a conversar. La primera en hablar fue Catalina...

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  3. Volvía a ser domingo y como la semana anterior, no podía ocupar mi mente en otra cosa que no fueran los acontecimientos de aquel día. De nuevo aquella historia que insistía en hacerse realidad…

    La mortalidad infantil era tan elevada que no constituía ningún motivo de escándalo el que las mujeres salieran del hospital habiendo perdido la criatura. El hospital, uno de los tres que existían en la ciudad, se encontraba bajo el patrocinio del Rey, pero ejercía el control la Cofradía de los Escuderos de Santa María. Un restringido grupo de insignes con pureza de sangre. Algo que nunca pudo conseguir el doctor Proaza, que sin embargo gozaba de algún privilegio debido a sus aportaciones a la “causa” con la Facultad de Medicina. Nada ni nadie parecían detenerle.

    Aquella noche Catalina tuvo una visita inesperada. Uno de los miembros de la cofradía llamado Alonso de Zúñiga, del que su madre fue ama de cría, se presentó allí para interesarse por su estado. Se había enterado de la desgraciada pérdida del niño y quería ver si podía hacer algo por aquella familia. Los recuerdos de sus juegos en la Casa Palacio de los padres de D. Alonso, estaban bañados por la alegría y las risas de aquella niña, rubia entontes, que llamándose Catalina, atendía por Cantarina, como todos quienes la conocían, gustaban decirle aludiendo a su eterna alegría y permanente canturreo.

    Catalina, en las amargas circunstancias en que se encontraba, ya no era ni la sombra de aquel manojo de risas. Sin embargo la visita de su hermano de leche iluminó sus ojos y su corazón haciendo que sus lágrimas dulces se confundieran con las de su desgracia. Inmediatamente le contó lo sucedido desde que entrara en parto, con los avatares de todo el tiempo en el Hospital y de cómo Guzmán había ido a dar con sus huesos en la cárcel.

    -Descansa Catalina. Deja que me ocupe ahora de tu marido y mañana veré con la Junta de Gobierno del Hospital los informes sobre tu caso. No puedo prometerte, salvo que pondré todo mi interés en averiguar los detalles para saber con precisión lo ocurrido. Aclararemos tus dudas y ello posiblemente contribuya al alivio de tu dolor, que como sabes comparto.-

    El sueño pudo con la vigilia. Ya no podré seguir averiguando nada más hoy y quién sabe si el siete me abrirá más veces la puerta del tiempo.

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  4. Recostado estaba Guzmán, insomne, cuando la puerta de la celda se abrió y un cuerpo fue lanzado al interior como un guiñapo, cayendo sobre su costado.

    - ¡Maldito portugués! - espetó el recién llegado- Si no fuese por sus influencias con la nobleza, ya habría sucumbido al acero de mi daga. ¡Ruin perro tramposo!

    Guzmán apenas mostró atención a los improperios, tan indignado y avergonzado estaba por la situación en la que se encontraba, rabioso por no poder estar a la vera de su consorte en el estado en que aquélla se hallaba y sin lograr quitarse de la cabeza la pérdida de su primogénito. Era hombre de temperamento fuerte, pero unas lágrimas de impotencia se le escaparon sin poder evitarlo.

    - ¿Y a ti compadre quién te preparó la emboscada? Me basta ver tu porte y tus húmedos ojos para discernir que este no es tu sitio. Aquí todos nos conocemos y tarde o temprano acabamos encontrándonos las mismas almas perdidas por estos andurriales.

    Guzmán se incorporó, pasó la manga del jubón por sus mejillas y reseñó a su compañero de calabozo lo ocurrido en las horas precedentes a su encarcelamiento.

    - ¿Y cómo dices que se llama ese matasanos?

    - Andrés Proaza.

    - ¡Ese canalla portugués, debí imaginarlo! - clamó colérico el reo.

    “Baraja“, que así se hacía llamar el enojado prisionero, asiduo tahúr de las casas de tablaje, le contó a Guzmán que aquella noche, en una partida clandestina, apareció Proaza con una bolsa repleta de doblones. La borrachera postrera le condujo a confesar al resto de jugadores que lo había cobrado tras un encargo, cuya entrega había llevado a cabo pocos días antes. Luego de embaucar al médico con un ardid de picardía, Baraja ganó la última baza con todas las monedas sobre la mesa, y Proaza, viéndose desplumado, le acusó de fullero y mandó prenderle.

    - ¿En ningún momento dijo en que consistía aquel encargo? - se interesó el marido de Catalina.

    - No. ¿Sospechas que tiene algo que ver con el parto de su señora?

    Guzmán guardó silencio y se limitó a encogerse de hombros en señal de incertidumbre.

    Catalina no vaciló ni un momento al día siguiente, cuando Guzmán, ya libre, fue a visitarla al hospital y le relató la confidencia del preso.

    - Mi niño está vivo …

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  5. Cuando bruscamente el autobús frenó en ese momento, haciendo que mi corazón subiese de revoluciones al tiempo que trataba de no caerme hacia delante del impulso que el frenazo produjo.

    Tratando de reponerme mientras el conductor del autobús soltaba improperios de todo tipo al chofer de un vehículo, que al parecer había sido la causa del incidente al saltarse un semáforo en rojo y casi golpear con el autobús, me olvidé por unos momentos de mis ya amigas de atrás.

    Ya con el autobús en marcha y la calma empezar de nuevo a flotar en el ambiente, quise retornar sobre ellas esperando algún comentario sobre el frenazo del autobús, no escuchando nada sobre el incidente ni tan siquiera sobre la historia de Catalina, que había quedado en un momento muy trascendente. Todo era silencio, apenas de nuevo el susurro del motor, y el rechinamiento de los frenos que unos instantes antes con el frenazo se había clavado en mis oídos.

    Me giré del todo para mirarlas, cuando lo único que encontré fue toda la parte de atrás del autobús vacía. Me quedé paralizado, preguntándome a mi mismo dónde estaban, cómo podían haber desaparecido sin haberme dado cuenta. Me aseguré mirando por todo el autobús por si se habían cambiado de asiento durante el incidente del frenazo, pero no, no había más pasajeros en el autobús además del conductor que una pareja sentada en la segunda fila, que al ver mi cara de incrédulo y asustado no disimularon su incomodidad y rápidamente giraron sus cabezas.

    A este paso iba a pasar que me tomaran por demente, lo que podría ser quizá ya el inicio de una etapa ulterior y más complicada de mi paranoia cuando de mi boca salieron gritando nombres y preguntas de una historia que parecía yo estaba creando.

    - Catalina, Guzmán, ¿dónde están vuesas mercedes?

    El conductor, mirando por el espejo del retrovisor que había en medio del ventanal de enfrente del autobús, se dirigió a mi preguntándome si me pasaba algo.

    No respondí, y no recuerdo más hasta ahora en casa de mis padres, sentado frente a la comida familiar, y mi madre preguntándome si tenía hambre...

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