lunes, 11 de abril de 2011

El estado de enajenación de Guzmán le impidió reflexionar un momento y buscar una solución meditada para afrontar semejante situación. Por el contrario, llevado por la ira, comenzó a dar aldabonazos con vehemencia al grito de “abre la puerta, asesino”, sin importarle el escándalo que aquellas horas intempestivas estaba provocando.

Proaza salió del trance de su ritual, alarmado por los golpes que alguien estaba dando en su puerta. No sabía cómo habían podido averiguar su oscuro secreto. Se había encargado de silenciar y comprar los favores de la aristocracia y la autoridad pública, pero alguno de ellos le había delatado. Recordó su camisa y sus calzas ensangrentadas, que agravarían aún más la tesitura. Apenas tenía tiempo para cambiarse de indumentaria y quien estuviera ahí fuera le requería cada vez con más insistencia.

- ¿Quién va?- preguntó intentando ganar tiempo.

- Soy Guzmán de Cantalapiedra, maldito bastardo. Abre inmediatamente la puerta, sé que mi hijo está adentro.

El ademán del médico cambió por completo. Despreocupado por su apariencia, dotado de una frialdad escalofriante, se dirigió inmutable hacia la puerta. Al abrirla, sorprendió a Guzmán en postura de volver a golpear la aldaba. El esposo de Catalina, aunque impresionado por el aspecto dantesco de Proaza, arremetió contra él, queriendo entrar en la casa.

- Sé que lo tienes en el sótano, le oí llorar.- forcejeaba con el galeno.

Superó el quicio pero, en un gesto rápido e inapreciable, Proaza sacó una daga de su espalda y la hundió en el pecho de Guzmán. Los ojos de éste se desencajaron, sorprendido por la reacción del médico. Poco a poco las fuerzas le fueron fallando, desplomándose en el preciso momento en que Proaza extrajo el filo, hendido con asombrosa minuciosidad y precisión entre las costillas.

Proaza introdujo el cadáver de Guzmán en su morada, mientras una figura oculta al otro lado de la calle era testigo de la escena.

Minutos después unos nudillos llamaban a la puerta de la casa de Catalina. Ésta, creyendo que se trataba de su esposo, abrió sin preguntar. En la entrada se encontró con la presencia de un individuo al que no conocía. 

- Señora, algo horrible le ha pasado a su marido. 

- ¿Quién es vuesa merced y por qué dice semejante barbaridad?

- No es momento de presentaciones. Si quiere salvar su propia vida y la de su hijo, necesito que me acompañe con celeridad.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 22:51 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. - ¿Pero a mi esposo le ha sucedido algo? Dígame por favor y no me tenga en esta desesperación por saber si le ha pasado algo. Y de verdad mi hijo está vivo. Por Dios, ¿quién es usted que me viene con estas noticias?

    - Apresúrese señora, no pierda más tiempo y partamos rápido.

    Yo estaba aún más preocupado que Catalina, sentada detrás en el autobús mientras contaba la historia; me la imaginaba narrándola y viviéndola a la misma vez. Mi preocupación y nerviosismo crecía a medida que Catalina comenzaba a llorar desconsoladamente en su narración.

    Yo no podía seguir en esa situación, me sentía cada vez más incomodo. Algo tenía que hacer, pero qué podría hacer yo en ese momento, en el autobús, si en realidad tampoco me creía del todo lo que veía, lo que escuchaba. Se juntaban todo tipo de sensaciones que acentuaban mi tensión, empezaba ya a temblar, a punto de un ataque de nervios, hasta que sin darme cuenta sucumbí a tanta presión y caí desmayado en el suelo del autobús.

    Tuvo que haber existido algún vacío, un pasillo oscuro desde lo último que recuerdo hasta ahora, cuando todavía en estado de shock trato de reponerme y reconocer dónde estoy. A medida que empiezo a armar el puzle de escenas y emociones vividas sin noción absoluta del tiempo, mientras trato de entender algo y miro a mi alrededor, que parece nuevo, desconocido, extraño, no consigo confirmar nada.

    - Señora, tenemos que tener cuidado. En esta casa vive un señor muy peligroso, no nos puede ver. Usted simplemente déjeme hacer y se llevará a su hijo sano y salvo.

    Al momento que escuché esa voz, que me era desconocida, rápidamente recordé el hilo de la conversación que seguía en el autobús y sobre todo cuando escuché después a Catalina.

    - Pero por qué ahora escucho otras voces, y qué hago yo aquí, estoy… éste no es mi mundo.

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  2. Catalina se sorprendió serpenteando las angostas callejuelas de la villa, siguiendo la estela de un desconocido al que había creído a pies juntillas por la simple mención de su hijo. Al tiempo que repiqueteaban sus pisadas en el pavimento, retumbaban en su cabeza innumerables preguntas que ansiaba realizar a aquel individuo, que hábilmente esquivaba las rondas de vigilancia nocturna.

    A punto estaba de salirle el corazón por la garganta a Catalina, mezcla de sofoco y azoramiento, cuando se toparon con la fachada de un edificio señorial, cuyo ventanal central estaba tenuemente iluminado. El anónimo le relató en escuetas palabras lo sucedido en dicho lugar apenas una hora antes.

    - Llevo días observando al portugués y sé que esconde algo en el sótano. He oído llantos, gritos escalofriantes y, aparte del doctor, sólo he visto entrar y salir de esa casa a una monja entrada en carnes.

    Catalina apenas pudo articular palabra. Debía entrar como fuese en aquel sótano…

    El silencio se apoderó de la parte trasera del autobús. No hizo falta girarme para certificar la ausencia de Catalina y su acompañante. Huelga decir que a estas alturas no requería de su palabra para sentir su presencia. La dinámica de sus apariciones me permitió llegar a la conclusión de que, salvo la primera vez, sus manifestaciones se producían cada vez que yo averiguaba algo. La asociación de ideas me llevó a pensar en aquellos libros que leía de adolescente, donde el camino elegido condicionaba el devenir del protagonista. O bien lo mataban los caníbales, o lo comían los dinosaurios o llegaba sano y salvo al final de la aventura.

    El paso siguiente, pues, me correspondía a mí de nuevo. Debía encontrar una pista más, que hiciera que la historia de Catalina continuase. Era como si el destino de aquellos personajes estuviese en mis manos.

    Si el relato había acabado en la casa de Proaza, allí debía dirigirme. Recordé el cuaderno de mi hermana Isabel. Quizás algún dato me revelase su dirección en el siglo XVI. Por suerte, descubrí que tras el Concilio de Trento de 1563, las partidas de bautismo y de defunción indicaban el domicilio de los padres y fallecidos. Con el cuaderno en mis manos, comprobé que en todas las actas aparecía la misma ubicación.

    Allí me encaminé. Por alguna extraña razón sentí que aquella decisión me iba a causar problemas.

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  3. Catalina, alentada por la posibilidad de dar con su hijo, siguió al desconocido, no sin antes encomendar sus dudas al Altísimo; por el camino el hombre le contó que se llamaba Úrculo, era uno de los médicos que asistió al famoso curso de anatomía impartido por el doctor Rodríguez de Guevara el año 1550 en la Universidad de Valladolid, con cuyas prácticas anatómicas le habían convertido en seguidor acérrimo de las teorías de su maestro, Andrés Vesalia, medico imperial de Carlos V.

    Al mismo curso asistió su compañero del colegio universitario, el doctor Proaza, quien no dudó en clavarle un escalpelo de los utilizados en la disección de los cuerpos a Úrculo cuando el propio Andrés Vesalia le propuso como médico de cabecera de Carlos V en el periplo que el rey llevó a cabo por Castilla, Cantabria y Extremadura los dos años anteriores a su reclusión en el monasterio de Yuste.

    El doctor Proaza se hizo pasar por el doctor Úrculo pensando que le había dado muerte con aquella especie de bisturí con que le había atacado, pero Úrculo fue capaz de curar el enorme sajazo, gracias al conocimiento del cuerpo humano, y esperó poder vengarse cuando estuvo restablecido, época en la que coincidió con el regreso a Valladolid de Proaza, año 1558, una vez que Carlos V falleció.

    Úrculo trazó un plan para seguir a Proaza en todos sus movimientos, intentando no sólo acabar con su vida, sino demostrar la suplantación que había hecho de su identidad en la corte los años anteriores. Por todo esto, aquella noche Úrculo estaba al acecho amparándose en la sombra que proyectaba un muro de la iglesia de la Antigua cuando el doctor Proaza atacó a Guzmán. Fue testigo mudo de otra de las muchas tropelías de Proaza, cuya iniquidad esta vez no iba a quedar impune.

    Una hora después, con la noche a cuestas, una noche en calma dotada de una oscuridad capaz de engañar al ojo humano, las sombras echaban sobre dos viandantes, Catalina y Úrculo, un manto lleno de malos presagios mientras enfilaban por la calle de los Francos hasta llegar a la casa de la calle Esgueva, donde el doctor Proaza había guardado el cuerpo de Guzmán.

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  4. Catalina comenzó a sollozar sin consuelo detrás de mí, en aquel autobús de la línea 7 que empezaba a ser parte de mi vida, o de mi otra vida, o lo que fuera todo aquel galimatías sin sentido. Cuando, en el comienzo de todo, había leído sobre Proaza y esa vieja historia del sillón del diablo, di por hecho que no era más que una leyenda. No cabía en mi cabeza que hubiese un sillón frailero maldito, capaz de asesinar a quien se sentase en él incluso casi hasta nuestros días. Pero ahora empezaba a preguntarme cuánto había de verdad en parte de su historia, la del médico sin escrúpulos, capaz de cualquier cosa por avanzar en su conocimiento, en un momento en el que, además, nacía la anatomía forense. Recordé con un escalofrío la sugerencia de que el niño de nueve años por el que Proaza había sido puesto en manos inquisitoriales en su día ofrecía claras muestras de haber sufrido una autopsia en vida. ¿El paso anterior habían sido bebés?
    Empecé a sentirme mareado. Tanto, que apreté el botón de parada del bus, consciente de que si me baja me iba a perder el resto de la conversación de Catalina; pero me horrorizaba vomitar allí mismo. Justo en la parada de Gabriel y Galán, pude bajarme y salir corriendo hacia el puente sobre la Esgueva. Mi desayuno acabó en el cauce, mientras el sudor me recorría la frente, se me metía y los ojos y amenazaba con pegar toda mi ropa al cuerpo.
    Y entonces, doblado sobre la barandilla y al borde de las lágrimas de locura e impotencia, tuve un momento extrañamente lúcido: ¿porqué, precisamente en ese autobús y en ese punto había empezado todo? El cauce de la Esgueva no pasaba por allí en el siglo XVI. De hecho, la antigua calle de Esgueva, donde se supone que vivía Proaza, caía más o menos por donde ahora está La Antigua.
    Extrañamente repuesto con ese pensamiento decidí que me quedaba mucho por investigar. Siguiente parada: de nuevo la biblioteca, el archivo municipal, o cualquier lugar que me ofreciera alguna pista no sólo de lo ocurrido hacía 500 años, sino también de mi conexión personal con todo aquello.

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  5. Las calles negras, iluminadas tan solo por un escaso hálito lunar, resonaron con el apresurado paso de Catalina y su improvisado acompañante. La forma en la que había irrumpido en su casa poco después de que Guzmán la hubiese abandonada con ese fulgor de odio en sus ojos le provocaba una desazón infinita. Los últimos días había vivido en una espiral obsesiva en la que la idea de recuperar a su hijo había borrado el resto de su vida. La errática actitud de su esposo y su decisión de abordar a Proaza para obligarle a confesar lo que él consideraba su verdad no constituían motivos para aplacar su malestar. Con la llegada en mitad de la noche de ese hombre que clamaba por su seguridad el pánico hizo definitivamente acto de presencia.

    Mientras avanzaban por las estrechas callejuelas que servían de escolta a la Esgueva y se aproximaban a la iglesia de Santa María de la Antigua, Catalina trató de comprender lo que sucedía.

    -¿Qué le ha sucedido a Guzmán? ¿A dónde me lleva? ¿Y qué sabe de mi hijo, cómo sabe que está vivo?

    El hombre se mantuvo en silencio y apretó el paso cuando distinguió dos figuras enfundadas en una especie de túnicas que doblaron la esquina delante de ellos. Al llegar al punto en el que la pareja había desaparecido, un súbito resplandor detuvo a Catalina, incrédula ante lo que veía frente a ella. Una poderosa luz refulgía desde el interior del templo al que se habían acercado desde un principio. Al fondo distinguió a los dos hombres con los que se acababan de cruzar pero también a otras dos docenas de individuos vestidos con idéntica indumentaria. Un capuz ocultaba los ojos de cada uno de ellos, silenciosos e inmóviles frente a la iglesia.

    -Se lo ruego, dígame qué es lo que hacemos aquí. Y dónde está Guzmán.

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