jueves, 14 de abril de 2011

Las calles negras, iluminadas tan solo por un escaso hálito lunar, resonaron con el apresurado paso de Catalina y su improvisado acompañante. La forma en la que había irrumpido en su casa poco después de que Guzmán la hubiese abandonada con ese fulgor de odio en sus ojos le provocaba una desazón infinita. Los últimos días había vivido en una espiral obsesiva en la que la idea de recuperar a su hijo había borrado el resto de su vida. La errática actitud de su esposo y su decisión de abordar a Proaza para obligarle a confesar lo que él consideraba su verdad no constituían motivos para aplacar su malestar. Con la llegada en mitad de la noche de ese hombre que clamaba por su seguridad el pánico hizo definitivamente acto de presencia.

Mientras avanzaban por las estrechas callejuelas que servían de escolta a la Esgueva y se aproximaban a la iglesia de Santa María de la Antigua, Catalina trató de comprender lo que sucedía.

-¿Qué le ha sucedido a Guzmán? ¿A dónde me lleva? ¿Y qué sabe de mi hijo, cómo sabe que está vivo?

El hombre se mantuvo en silencio y apretó el paso cuando distinguió dos figuras enfundadas en una especie de túnicas que doblaron la esquina delante de ellos. Al llegar al punto en el que la pareja había desaparecido, un súbito resplandor detuvo a Catalina, incrédula ante lo que veía frente a ella. Una poderosa luz refulgía desde el interior del templo al que se habían acercado desde un principio. Al fondo distinguió a los dos hombres con los que se acababan de cruzar pero también a otras dos docenas de individuos vestidos con idéntica indumentaria. Un capuz ocultaba los ojos de cada uno de ellos, silenciosos e inmóviles frente a la iglesia.

-Se lo ruego, dígame qué es lo que hacemos aquí. Y dónde está Guzmán.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 7:44 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. La voz de Catalina resonaba en los asientos traseros en un tono de auténtica desesperación. Llevaba tanto tiempo absorbido por el relato de aquella mujer que no me había percatado de que el autobús se estaba acercando al final del recorrido. Estaba tan pendiente de oír la continuación de la historia que no me atrevía a levantarme.

    -¿Se va a bajar o piensa usted seguir dando vueltas? –me preguntó el conductor después de que el último pasajero había bajado.

    -Disculpe, me he saltado mi parada ¿puedo continuar el trayecto? –contesté con un hilo de voz.

    -Si me paga…-dijo que conductor, encogiéndose de hombros justo antes de bajar para fumarse un cigarro.

    Con un suspiro me levanté para pasar la tarjeta y volver a mi asiento lo más rápido posible.

    Me había quedado solo en el autobús, la voz de Catalina ya no podía oírse y un silencio sepulcral reinaba en el vehículo. Eran casi las nueve de la noche y me encontraba parado en la esquina de la Plaza de Uruguay, que se encontraba completamente vacía. Tenía la mente tan ocupada repasando cada una de las palabras del relato que no me di cuenta de que un hombre subía al autobús y se acercaba a mí.

    -¿Puedo sentarme? –preguntó señalando el asiento vacío que se había a mi lado.

    Me quedé mirándole durante unos segundos. El resto del autobús estaba completamente vacío y realmente me molestaba que quisiera sentarse a mi lado.

    -Claro, siéntese si quiere –contesté finalmente, intentando que mi voz sonara lo más amable posible.

    El hombre sonrió de forma extraña y se sentó.

    -¿Coge esta línea con frecuencia? –preguntó en tono amistoso.

    -A veces –contesté de la forma más seca que pude. En esos momentos lo que menos me apetecía era mantener una conversación superficial con un desconocido.

    -Se lo pregunto porque le veo todos los días en el mismo asiento–dijo sin dejar de mirarme– y no siempre a la misma hora. Cualquiera diría que disfruta viajando en autobús… cualquiera que no le haya observado bien, claro. A veces la expresión de su cara es de auténtico sufrimiento.

    -¿Es que acaso me ha estado observando? –repliqué atónito.

    -En general soy un hombre muy observador. Además, en el transporte público uno puede encontrarse sin quererlo con historias de lo más asombrosas… ¿no es así?

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  2. -Guzmán, su marido, pecó de intrépido y valiente y lo único que se encontró fue la muerte.

    El hombre hace una pausa y consigue que Catalina entre en la iglesia de Santa María de la Antigua sin ser vista. Como gesto de consuelo saca un pañuelo de tela blanco y, tras besarle la mejilla, seca cuidadosamente la lágrima que cae por su sonrojado moflete. Después de darle un poco más de tiempo a la joven para asumirlo el hombre continúa con la explicación, mientras que Catalina permanece sentada en un banco del santuario con la mirada clavada en el altar.

    -El doctor Proaza lo ha asesinado y su cadáver yace ahora en el sótano de su casa. Nada podemos hacer ya por él, pero sí por su alma para que descanse en paz.

    Catalina, incrédula, había logrado reprimir su llanto. No sabía cómo iba a superar el dolor por la pérdida de sus seres queridos, pero ahora tampoco la respuesta le podía servir de nada. Sus ojos almendrados buscaron la mirada del extraño hombre que velaba por ella. Ahora tenía que averiguar la identidad de su acompañante y conseguir que le explicara por qué sabía del asesinato de Guzmán y de la desaparición de su hijo. Después de la muerte de sus padres, de su marido y del robo de su bebé el hombre desconocido era la única persona que tenía en esos momentos a su lado.

    - Debe seguirme. Permanecer en este banco es una locura, cualquiera puede vernos. Confíe en mí, no voy a hacerle daño. Tengo muchas cosas en común con usted, pero no es momento para explicárselas. Sígame y llegaremos a un lugar seguro, allí podré explicarle quién soy y por qué la traigo a este lugar.

    Catalina se levantó del banco y empezó a seguir al hombre. Su corazón latía con mucha fuerza pero cada vez se sentía más débil.

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  3. La historia se detuvo al llegar a este punto. Una semana más había llegado a mi destino y no tendría más remedio que esperar otros siete días hasta que ese imposible azar que me situaba siempre junto a ella en el autobús me permitiera continuar desentrañando ese misterio. El asunto de los encapuchados no había hecho sino aumentar confusión a un relato en el que las desapariciones de niños y la siniestra actuación de ese médico con el que sospechaba estar emparentado ya me provocaba la suficiente inquietud.
    Esos días confié en que el olvido se apoderara de mí y aparcara por un tiempo todo aquel asunto. Pero había algo… Imagino que fue la mención a esos extraños individuos vestidos con túnicas en los alrededores de la iglesia de la Antigua lo que hizo que mi cabeza se negara a abandonar el enrevesado relato. Ya había buscado en la Facultad de Medicina pistas que me ayudaran a comprender lo que ocurría. La aparición de lo que parecía ser una secta (¿una secta en una iglesia?) me invitaba a documentarme sobre asociaciones secretas en aquella época.
    El martes, la celebración de nuestro patrón en mi trabajo me libró de acercarme hasta la oficina. Era un día perfecto para curiosear en las bibliotecas y archivos que había seleccionado previamente. Al bajar por las escaleras distinguí un papel que sobresalía por la rendija de mi buzón. Lo cogí dispuesto a tirarlo a la papelera del rincón del rellano, puesto que no podría tratarse más que de publicidad –el cartero aún no habría llegado a esas horas-. Las gruesas letras escritas a mano que ocupaban toda la hoja llamaron mi atención. El mensaje que tenía en mis manos no podía tener otro destinatario que no fuera yo. “Olvídelo todo. Es sólo una pobre loca. Y usted lo sabe”.

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  4. Yo estaba aún más preocupado que Catalina, sentada detrás en el autobús mientras contaba la historia; me la imaginaba

    contándola y viviéndola a la misma vez. Mi preocupación y nerviosismo crecía a medida que Catalina comenzaba a llorar

    desconsolada en su narración.

    No podía seguir en esa situación, me sentía muy incomodo. Algo tenía que hacer, pero qué podría hacer yo en ese momento,

    en el autobús, si en realidad tampoco me creía del todo lo que veía, lo que escuchaba. Se iban juntando todo tipo de

    sensaciones que acentuaban más mi tensión, empezaba a temblar, estaba ya casi al borde de un ataque de nervios hasta que

    sucumbí a tanta presión cayendo desmayado en el suelo del autobús.

    Tuvo que sobrevenir algún vacío, un pasillo oscuro desde lo último que recuerdo hasta ahora, cuando todavía en estado de

    shock trato de reponerme y reconocer donde estoy. Intento mirar a mí alrededor, conforme voy despertando, y no puedo

    distinguir muy bien lo que voy viendo porque un gran resplandor me lo impide.

    Poco a poco consigo distinguir algo que me va recordando la escena que alguien antes había relatado. A medida que consigo

    ver mejor donde estoy me quedo completamente perplejo, no puedo articular palabra, siento las manos y los pies atados,

    frente a mí un individuo vestido con túnica al que rodeaban otros tantos con capuchas tapándoles la cara. Un silencio

    sepulcral, una angustia atravesando todo mi cuerpo, intento gritar pero del todo no puedo.

    Siguen llegando individuos vestidos con idénticas ropas, cuando en una esquina consigo distinguir a una señora y un

    caballero que mantienen una conversación que logro escuchar perfectamente sin problema alguno, a pesar de la distancia.

    - Y ese señor que hay ahí amarrado en la puerta de la iglesia quién es. Dígame por favor de una vez por todas qué hacemos

    aquí. Él no es mi esposo y mi hijo no está aquí.

    Ahora si, un largo grito, casi de locura, sale de mi garganta con tal fuerza que alienta al gran grupo que se había

    formado alrededor a vitorear, señalando hacia el individuo que estaba frente a mí.

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  5. Catalina no parecía dispuesta a contar más por ese día. Al menos, la historia se detuvo ahí y comprendí que tendría que esperar a un nuevo viaje para enterarme de algo más. Sin embargo, me sonaba raro eso de que gente cubierta y vestida igual entrase en La Antigua así, a plena luz de la noche. Lo que yo tenía entendido era que las sociedades secretas, los masones, operaban completamente en la sombra, por lo que no conseguía entender qué hacía toda aquella gente entrando en una iglesia, en grupos y a la vista de cualquier curioso apostado en una esquina de la calle. Sólo se me ocurría que pudieran ser cofradías, así que empecé a documentarme de nuevo.

    Al parecer, a mediados del siglo XVI, momento en el que debía estar ocurriendo todo lo que narraba Catalina, había ya tres cofradías: La de la Sagrada Pasión de Cristo, que se fundó en 1531 y se llamaba, en sus orígenes, Cofradía de la Sagrada Pasión de Cristo y Cofradía de la Santísima Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Al parecer, su misión era acompañar a los condenados a muerte al cadalso, darles sepultura y cuidar de sus familias gracias a las limosnas que pe´dían a tal efecto. Pero en la historia que narraba la acongojada madre no había ningún condenado a muerte, o al menos ella no había mencionado nada aún, así que no veía la relación.

    Las otras dos cofradías que existían entonces eran la Cofradía Penitencial de la Santa Vera-Cruz, fundada en 1498, y la Ilustre Cofradía Penitencial de Nuestra Señora de las Angustias, nacida en 1536 o en 1543, la fecha no parece muy segura, a tenor de la documentación al respecto. La de la Vera Cruz, ligada en sus orígenes a los franciscanos y con "sede" en la llamada Puerta del Campo, donde está ahora la Plaza de Zorrilla, por lo que nada parecía indicar que pudieran ir a La Antigua a algo. En cuanto a la de las Angustias, al parecer uno de sus cometidos, además de asistir a los hermanos de la cofradía, era mantener un hospital y enterrar a los muertos cuyo cadáver nadie reclamaba.

    ¿Había reclamado Catalina el cadáver de su esposo? ¿Podría reclamar el cadáver sin 'saber' que le habían matado? ¿Estaría Proaza intentando quitarse de en medio a Guzmán vía 'oficial' para curarse en salud?

    Todas aquellas dudas me quitaban el sueño.

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