Pero esa noche llegué totalmente agotado a casa y cuando apenas me eché sobre la cama me quedé profundamente dormido, con restos del dentífrico todavía entre los dientes, pues apenas atiné para cepillarme un poco los dientes; no probé bocado en casi todo el día y tampoco lo hice al llegar a casa. Mi apetito también se estaba resintiendo.
Lo de profundamente dormido fue apenas el principio, pues las pesadillas inundaron mi sueño inmediatamente.
-Señor, por favor usted me tiene que ayudar, no me deje morir. Apiádese de mi señor. No, no deje que lo haga.
Un bebe recién nacido se aparecía llorando hablándome en esos términos, y yo le contestaba que no podía hacer nada mientras un señor con bigotes y acento extraño se jactaba de la escena exhibiendo una espada llena de sangre.
-Señor, dígale a este caballero que me diga dónde está mi esposo, ¿es cierto que mi hijo está vivo?
Me preguntaba una señora envuelta en una extraña túnica detrás de un gran resplandor, mientras discutía con un extraño individuo que parecía un sacerdote.
Durante la noche sudé, me moví en todos lados de la cama, murmuré como respondiendo a todas las preguntas que me lanzaban desesperados los personajes de los sueños.
En la mañana, bien temprano desperté más cansado de lo que me había acostado, tembloroso, asustado, hasta después de reaccionar unos segundos y comprobar que todo habían sido pesadillas. Más tarde recibí una llamada de mi hermana Isabel, preguntando por cómo estaba y demandándome el abandono que exhibía con ella y toda la familia desde que me mostró el cuaderno con el árbol genealógico, además me dijo algo que me dejó más preocupado aún de lo que yo ya estaba.
-Hermanito, quería decirte además que descubrí algo más, muy extraño por cierto, y quiero hablarlo contigo antes de crear ningún estúpido malentendido o que te enteraras por otros. La verdad es que me quita el sueño y está empezando a cambiar mi vida.
Lo de profundamente dormido fue apenas el principio, pues las pesadillas inundaron mi sueño inmediatamente.
-Señor, por favor usted me tiene que ayudar, no me deje morir. Apiádese de mi señor. No, no deje que lo haga.
Un bebe recién nacido se aparecía llorando hablándome en esos términos, y yo le contestaba que no podía hacer nada mientras un señor con bigotes y acento extraño se jactaba de la escena exhibiendo una espada llena de sangre.
-Señor, dígale a este caballero que me diga dónde está mi esposo, ¿es cierto que mi hijo está vivo?
Me preguntaba una señora envuelta en una extraña túnica detrás de un gran resplandor, mientras discutía con un extraño individuo que parecía un sacerdote.
Durante la noche sudé, me moví en todos lados de la cama, murmuré como respondiendo a todas las preguntas que me lanzaban desesperados los personajes de los sueños.
En la mañana, bien temprano desperté más cansado de lo que me había acostado, tembloroso, asustado, hasta después de reaccionar unos segundos y comprobar que todo habían sido pesadillas. Más tarde recibí una llamada de mi hermana Isabel, preguntando por cómo estaba y demandándome el abandono que exhibía con ella y toda la familia desde que me mostró el cuaderno con el árbol genealógico, además me dijo algo que me dejó más preocupado aún de lo que yo ya estaba.
-Hermanito, quería decirte además que descubrí algo más, muy extraño por cierto, y quiero hablarlo contigo antes de crear ningún estúpido malentendido o que te enteraras por otros. La verdad es que me quita el sueño y está empezando a cambiar mi vida.
Le dije a Isabel que mejor iba a su casa para vernos y hablar del asunto. Me pegué una buena ducha con la intención de tener un mejor aspecto y parecer más fresco, y poder disfrazar así un poco el cansancio que todavía arrastraba. Al igual que en la noche no probé bocado alguno en el desayuno, ni tan siquiera un café era capaz de tragar incluso sabiendo que me daría energías para enfrentar la mañana.
ResponderEliminarYa me había hecho un adicto a los paseos en bus, y quienes me vieran a menudo podrían pensar que sería un inspector disfrazado controlando horarios o cualquier cosa por el estilo, sentado casi siempre atrás en el mismo sitio, con cara de circunstancia por el hecho de estar afinando mis odios a las narraciones de las dos acompañantes. Ahí estaban de nuevo esta mañana las dos infatigables pasajeras, cuando me subí al autobús para ir a casa de Isabel.
Era sentarme delante de ellas y quedarme totalmente absorto escuchando la continuación de la historia. No me percataba de nada más, podría ponerse a volar el autobús y no darme cuenta, de todas maneras ya estaba volando con la historia a través del túnel del tiempo.
Pero esta mañana Catalina no parecía, al igual que al final del día anterior, tener deseos de continuar la historia. Estaba callada y su postura casi me tienta a mirar hacia atrás para preguntarle el por qué de su silencio; fue la duda que continuaba flotando en mi cabeza desde el inicio de esta situación la que me impidió preguntar, la realidad es que a pesar de todo no me creía del todo lo que veía, lo que escuchaba. Seguía en el fondo pensando que se trataba de una locura, algo que yo mismo estaba inventando y para lo que había creado todo, personajes, escenarios, convirtiéndose en una especie de tragicomedia.
- ¿Por qué duda el señor?, parece no creer vuesa merced en el mundo del pasado, en la vuelta atrás, el paralelismo con el presente, es muy simple. Pero no se preocupe más, ésta será la última vez que me vea y escuche. Isabel le sacará hasta la última de las dudas.
Quedé completamente mudo, sin palabras ni para mí mismo.
Aquello me dejó preocupado. Volví sobre el cuaderno leyendo con avidez las notas genealógicas que mi hermana Isabel había plasmado en aquel pedazo de papel. ¿Cómo es que no reparé el día que lo vi escrito por primera vez? O era una coincidencia respetable o una carambola que el destino quería jugarme. Nuestro apellido, Nuño, era el mismo que aparecía en la esquela donde se certificaba la muerte del esposo de Catalina. Guzmán Nuño, decía la nota forense, por tanto el apellido del bebé desaparecido era Nuño. Los nombres de los varones de aquella rama familiar simultaneaban prácticamente sin salto generacional los de Hernando y Guzmán, a excepción de los correspondientes a la mitad del siglo XX, cuya alternancia fue sustituida por la prosapia de la modernidad para volver en el siglo presente al primitivo origen. El apellido, sin embargo, se había trasmitido intacto, Nuño.
ResponderEliminarTal vez yo fuera un pariente de aquel bebé llamado Hernando Nuño. Sin tiempo que perder me encaminé hacia la calle Esgueva, me detuve ante la ventana que comunicaba con el sótano del doctor Proaza, estaba a ras del suelo. Golpeé el emplomado de la ventana deformando la instable materia en la que estaba enmarco el vitral, recogí luego el pedazo de vidrio procurando no hacer ruido, lo coloqué en el suelo del exterior con el ánimo de reponerlo una vez realizada la investigación y entré.
En el centro de la sala de anatomía, sobre el muro del medio, custodiando el Sillón del Diablo, colgaba el retrato del doctor Alfonso Rodríguez de Guevara. Si era cierto lo que se atribuía aquel sillón frailero con el asiento y el respaldo de piel, ahora más que nunca necesitaba probarlo. No hice más que sentarme sobre el mismo y un mundo insospechado revoloteó por mi mente, se fue habilitando una memoria tan nítida que era difícil no reconocer en aquel bebé de Catalina al hermano gemelo que yo había perdido en el parto de mi madre.
Las neuronas de mi médula espinal liberaron una conmovedora cascada de emociones que luchaban a brazo partido con los recuerdos. Mi hermano Hernando Nuño constituía el cenit de una organización secreta que estaba por encima del bien y del mal, y en este momento se hallaba firmando una comprometida sentencia.
El desconocido ocultó sutilmente a Catalina en una túnica de terciopelo azul marino, cubriendo su cara con el capuz, para que pudiera pasar desapercibida ante los cofrades de Nuestra Señora de las Angustias. El desconcierto en el que se había sumido en los últimos días hicieron que Catalina perdiese la noción del tiempo, sin percatarse de que empezaban los preparativos de Semana Santa. La Cofradía utilizaba temporalmente la Iglesia de La Antigua, debido al deterioro de la ermita de la calle de las Angustias Viejas.
ResponderEliminarCatalina sintió la mano del anónimo compañero amarrando la suya propia y conduciéndola al interior de la iglesia. Al llegar a un costado, el extraño, tras cerciorarse que nadie miraba, abrió una puerta tras la cual subía una escalera de caracol. Con la ayuda de un candil, ascendieron por el angosto pasillo hasta otra portezuela. Al abrirla, una bocanada de aire fresco impactó en el rostro de Catalina. La pequeña puerta conducía a un balcón de piedra en la fachada opuesta de la iglesia, desde el cual se podía observar el cauce de la Esgueva.
Al borde de la barandilla, Catalina temió verse inmersa en las aguas turbias del río. Aquel individuo sólo tenía que empujarla levemente para que su cuerpo cayera al afluente del Pisuerga. Había confiado ciegamente en un desconocido, que ahora la tenía a su merced.
El hombre puso su mano derecha en el hombro de Catalina y ésta cerró sus ojos, previendo el fatal desenlace.
- Señora, mire ahí enfrente.- le oyó decir.
Catalina abrió los párpados y siguió la dirección que marcaba el dedo índice de su mano izquierda, el cual señalaba hacia una casa al otro lado del río, en cuya trasera se vislumbraba un sótano tenuemente iluminado.
- Es la casa de Proaza. No podría asegurarlo, pero sospecho que su hijo está ahí abajo.
- ¿Y mi marido? - preguntó Catalina con un cierto regusto de fatalidad.
El desconocido bajó la mirada, negando con la cabeza apesadumbrado. Las campanadas que delataban la medianoche ahogaron el grito angustioso de Catalina.
…
Catalina guardó silencio en el preciso momento en que Isabel depositaba unas monedas en el mostrador del conductor. La observé acercarse hacia mi asiento con los ojos humedecidos.
- Isabel, ¿qué te pasa? ¿Qué es lo que tenías que contarme?- abordé a mi hermana sin dejarla sentarse.
- Iñigo, no sé por dónde empezar …
Quedamos en que ella me vendría a ver a casa. Estaría allí en una hora, después de dejar a María en el cole. “¿Y tu trabajo?”, le había preguntado. “Me he cogido el día libre para verte. Esto es importante. Tu cuñado no sabe nada, así que no metas la pata si le ves o hablas con él”. Esas últimas palabras me habían dejado desconcertado. Mi hermana solía llamar a su marido por su nombre, como es lógico. Sólo se refería a él como “tu cuñado” cuando quería tomar distancia, cuando quería manifestar que en determinado asunto estaba más cerca de mí que de él, como cuando éramos niños y hacíamos piña de hermanos frente a otros amigos, aunque fueran los mejores del mundo. “Tú y yo jugamos contra papá y tu cuñado”, decía, por ejemplo, en la tradicional partida de mus que seguía a las celebraciones de nuestros cumpleaños. Ese “tu cuñado” en aquel asunto del árbol genealógico, unido a la frase “…está empezando a cambiar mi vida” me desconcertaron mucho más aún que el hecho de que se hubiera pedido un día libre para tratar conmigo un asunto, algo de por sí suficientemente alarmante.
ResponderEliminarCompulsivamente, y mientras todas esas ideas se agolpaban en mi cabeza, comencé a ordenar un poco la casa mientras ella legaba. Al menos el salón. Luego la emprendí con todo el papeleo que había ido surgiendo de mi afán de documentarme en aquel asunto: desde el duplicado del cuaderno de mi hermana hasta las fotocopias de páginas y documentos que había ido hallando en bibliotecas. También los pocos datos que había encontrado en Internet, que aunque en sí mismos no me habían ayudado mucho, supusieron las más de las veces valiosos indicativos, pistas con las seguir buscando en lugares a los que la digitalización no había llegado, y menos aún la puesta a disposición de los fondos en la Red.
Dejé a la vista la carpeta con el dossier que ella me había pasado y puse los demás apilados, bajo un libro de historia del siglo XVI. No quería esconderlos, pero tampoco quería que mi hermana pensara que me había vuelto loco o algo así, obsesionado como estaba por la historia de Catalina y por su posible relación conmigo. Los dejé allí, a mano, para decidir sobre la marcha.
Sonó el timbre. En cuanto abrí la puerta comprendí que tenía que contárselo todo.
Sepultado en el enorme sillón que presidía el salón de la casa de Isabel, me sumí en un estado de irrealidad cuando concluyó su narración. La llamada del día anterior me había llevado a una situación de sobreexcitación que las semanas previas se encargaron de fraguar. Durante toda la noche me sorprendí haciendo cábalas acerca de lo que mi hermana tenía que contarme. Si algo envidiaba de ella era su capacidad para relativizar cualquier situación, por complicada que fuera, y saber encontrar la salida más oportuna a todo tipo de laberintos. Que me dijera que algo le inquietaba hasta el punto de quitarle el sueño escapaba a mi entendimiento.
ResponderEliminarAhora, todavía desconcertado ante la revelación, me mantuve mudo durante algunos instantes.
-¿No vas a decir nada? ¿Tú tampoco habías sospechado nada durante este tiempo? Me cuesta creer que hayamos sido tan estúpidos como para no haber caído en ello todos estos años.
Traté de aflojar el nudo que me oprimía la garganta pero la tarea se me antojaba demasiado complicada en aquel momento. Me levanté, abracé a mi hermana, musité un casi inaudible “después te llamo” y salí a la calle.
La lluvia, amenazante durante toda la semana, al fin se había decidido a empapar a los viandantes poco prevenidos que caminaban por las aceras sin el pertrecho de un buen paraguas. Sin ánimo para afrontar la caminata que me esperaba hasta mi casa, menos en esas condiciones, esperé al autobús, al que le faltaban, si la tecnología y los satélites no fallaban, tres minutos para hacer acto de aparición. Por fortuna no era la línea 7 la que me habría de llevar a mi refugio desde aquel barrio.
De poco sirvió ese detalle. Cuando accedí a él y las puertas se cerraron a mis espaldas comprobé que, salvo el conductor, no viajaba nadie más en su interior. Salvo, claro, la anciana a quien me encontraba una y otra vez en un vehículo muy similar a ella. Me dirigí a ella, ya sin nada que perder.
-Perdone, ¿es usted…?