miércoles, 20 de abril de 2011

Sepultado en el enorme sillón que presidía el salón de la casa de Isabel, me sumí en un estado de irrealidad cuando concluyó su narración. La llamada del día anterior me había llevado a una situación de sobreexcitación que las semanas previas se encargaron de fraguar. Durante toda la noche me sorprendí haciendo cábalas acerca de lo que mi hermana tenía que contarme. Si algo envidiaba de ella era su capacidad para relativizar cualquier situación, por complicada que fuera, y saber encontrar la salida más oportuna a todo tipo de laberintos. Que me dijera que algo le inquietaba hasta el punto de quitarle el sueño escapaba a mi entendimiento.

Ahora, todavía desconcertado ante la revelación, me mantuve mudo durante algunos instantes.
-¿No vas a decir nada? ¿Tú tampoco habías sospechado nada durante este tiempo? Me cuesta creer que hayamos sido tan estúpidos como para no haber caído en ello todos estos años.
Traté de aflojar el nudo que me oprimía la garganta pero la tarea se me antojaba demasiado complicada en aquel momento. Me levanté, abracé a mi hermana, musité un casi inaudible “después te llamo” y salí a la calle.

La lluvia, amenazante durante toda la semana, al fin se había decidido a empapar a los viandantes poco prevenidos que caminaban por las aceras sin el pertrecho de un buen paraguas. Sin ánimo para afrontar la caminata que me esperaba hasta mi casa, menos en esas condiciones, esperé al autobús, al que le faltaban, si la tecnología y los satélites no fallaban, tres minutos para hacer acto de aparición. Por fortuna no era la línea 7 la que me habría de llevar a mi refugio desde aquel barrio.

De poco sirvió ese detalle. Cuando accedí a él y las puertas se cerraron a mis espaldas comprobé que, salvo el conductor, no viajaba nadie más en su interior. Salvo, claro, la anciana a quien me encontraba una y otra vez en un vehículo muy similar a ella. Me dirigí a ella, ya sin nada que perder.

-Perdone, ¿es usted…?
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:45 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. - ¿Es usted consciente del daño que está causando a mi familia? - interrogué impetuoso a la figura acomodada en el asiento trasero.

    Una cínica sonrisa se dibujó en sus labios y un inquietante silencio fue su única respuesta.

    - Es tan sólo una cría … - balbuceé, desarmada mi inicial seguridad ante el vacío de sus ojos.

    Allí, arrodillado ante sus pies, doblado por la rabia contenida, me percaté que era la primera vez que la encontraba sin compañía en el autobús. Aquella apenada anciana, que narraba sus penurias en mis viajes, era ahora un frío témpano de hielo sin sentimientos.

    Esa tarde Isabel me había explicado el entramado de nuestros antepasados. Releyendo un día su cuaderno, apreció por casualidad la amplia cantidad de fallecimientos acontecidos en el árbol genealógico de forma prematura, todos ellos de mujeres, más bien niñas. No sólo eso, las defunciones correspondían a la primera hija de cada matrimonio. Jamás concedimos importancia alguna a la muerte de la primogénita de mis abuelos, víctima de una infección respiratoria incurable, ni a la de mi hermana Sara, la que nunca conocimos, apenas con 3 años, con un sarampión que acabaría complicándose. Tampoco la de las primas Clara y Soledad. Muchas otras fueron apareciendo según iba indagando Isabel en sus documentos. Parecía una especie de maldición, que seguía el mismo patrón a lo largo de los siglos.

    Pero lo peor estaba por venir. La noche anterior a que Isabel me llamase, María, mi sobrina, comenzó a sufrir unos terribles dolores de cabeza. A la mañana siguiente ingresó con una fiebre sumamente elevada, sin diagnóstico concreto y todos los médicos desorientados. Si la calentura no bajaba, corría el riesgo de morir.

    Allí postrado por la impactante noticia, no me fue fácil atar cabos, ni deducir que aquello tenía que ver con el suceso que me había perseguido las últimas semanas. Oculté a mi hermana aquellas estrambóticas vivencias y mis sospechas fundadas. Necesitaba descansar antes de enfrentarme a Catalina, pero ella decidió presentarse antes de tiempo. Aquella mujer que ahora se erguía orgullosa ante mí, tenía la llave de todo lo que estaba ocurriendo.

    - Dígame, Catalina, ¿en qué momento descubrió que había dado a luz a una niña?

    La pregunta la pilló por sorpresa y ligeramente desorientada volvió a sentarse. Fijó su mirada perdida en los cristales salpicados por la lluvia y rompió su mutismo.

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  2. Sólo puedo decir una cosa, yo soy la persona que buscas para dar respuesta a tu vida.
    ¿Cuál es su nombre?

    Soy Catalina, la hija menor de los Reyes Católicos y esposa de Enrique VIII en la corte inglesa. Mi vida fue muy feliz hasta que mi esposo se enamoró de Ana Bolena y el arzobispo de Canterbury, Thomasd Cranmer anuló nuestro matrimonio. Fui confinada en el castillo de Ampthill, del que me pude evadir con la connivencia de algunos parientes de la realeza, y a pesar de que en 1536 proclamaron mi muerte y mis restos dijeron que habían sido enterrados en la catedral de Peterborough, en realidad me encontraba en el convento de San Francisco en Valladolid, lugar en el que viví de incógnito mi último embarazo, pues repudiada por el rey, que harto de que no le diera ningún heredero ya había formalizado su relación con mi cortesana Ana Bolena, fui entonces trasladada al convento. Durante la larga espera de mis hijos gemelos, Isabel y Nuño, a quienes el doctor Proaza ayudó a venir al mundo, me hice el firme propósito de velar para que sus vidas fueran totalmente privadas, lejos de las intrigas de la corte.

    Por razones que desconozco, al que se hizo pasar por mi esposo para no levantar sospechas de mi estancia en España, Guzmán, le dijeron que el varón murió, cosa que no creímos, y mi hija, que en un principio quedó en el convento, a mi muerte fue a parar a la familia de un clérigo.
    La parada del autobús estaba próxima. No quería que aquella mujer, a la que algo inexorable me unía, dejara de hablar.

    La última visión que recuerdo del nacimiento de mis gemelos mientras las matronas terminaban con el rastro de un parto que al decir de los monjes, nunca hubo ocurrido, fue la de sus cuerpos envueltos en dos pequeñas sábanas de lino, reclinados en el asiento del Sillón del Diablo, propiedad del doctor Proaza, que según el imaginario de la época le eran atribuidas propiedades especiales a las personas que se sentaran en él, Hoy, después de cinco siglos de angustia, he podido respirar tranquila.

    Al decir estas palabras, Catalina depositó un beso en mi frente y el autobús se detuvo. Abrió sus puertas y bajé. No había nadie, ni siquiera estaba el conductor.

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  3. No me miró. Seguía con la mirada distraída, presa de sus propias cavilaciones.
    -Señora… ¿Es usted Cat…?
    Esta vez le fui tocar levemente el hombro para llamar su atención, pero erré el tiro. “¡Qué tonto estoy!”, pensé. “La he ido a tocar y ni la he rozado, no se ha enterado de que estoy aquí al lado suyo, como un pasmarote”. Así que volví a insistir. Y esta vez le posé la mano en el hombro con firmeza. Lo que toqué, sin embargo, no fue su hombro, sino el respaldo del asiento, y retiré la mano en cuanto noté ese frío intenso rodeándome la muñeca.
    La señora, cada vez tenía más claro que era Catalina, ni se inmutó. Musitó unas palabras, pero me parecieron inconexas, sin sentido. Sin duda no eran para mí. Mi brazo había atravesado su figura, que ahora, con la luz que entraba por una de las ventanillas, parecía traslúcida. Me daba la sensación de que si chasqueaba los dedos, se disiparía en el aire.
    Más o menos así fue. Alguien había subido detrás de mí en el autobús. El tipo, que estaba sentado unas filas más adelante, oprimió el botón de la siguiente parada y el ‘dong’ de la campanilla me hizo dirigir la mirada fugazmente hacia la parte delantera. Cuando me volví, Catalina no estaba. Me bajé del autobús a la carrera, atropellando al tipo que había dado al pulsador, que me insultó casi hasta que se hizo inaudible para mí, que corría sin rumbo invadido por un desasosiego y una angustia como no había sentido nunca antes. Si lo que había visto era una fantasma, alguien en la parroquia tendría que darme muchas explicaciones, pensé en un arrebato de risa histérica mezclada con lágrimas. Si era una ensoñación mía, en el psiquiátrico tendrían que empezar a reservarme plaza.
    Entonces noté que me estaba tocando la muñeca distraídamente. Ahí, a la altura en la que mi mano atravesó ‘aquello’, donde sentí ese frío intenso, se revelaba un círculo amoratado que hasta ahora no existía. Fantasma o no, ese incidente del autobús no había sido un mal sueño.

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  4. Catalina me miró con un gesto ausente que no supe interpretar como señal de indiferencia ante mi repentina llegada o como resultado de la sorpresa que esa situación le había producido. Lo cierto es que la anciana mantuvo un prolongado silencio que contrastaba con la sucesión de preguntas que le lanzaba sin orden ni concierto.

    -¿Desde cuándo es consciente de todo esto? ¿Por qué me escogió a mí? ¿Fue una simple coincidencia o existe algo más que aún no conozco?

    La mujer que durante todas esas semanas no había dejado de hablar para construir una historia que me había provocado pesadillas no emitía ahora el mínimo sonido. Sólo una mueca en forma de minúscula sonrisa la delató y me hizo ver que, en realidad, sabía muy bien de lo que le estaba hablando.

    Cuando por fin se decidió a hablar lo hizo para quitarse de en medio y provocar de paso mi furia.

    -Perdone, pero no sé de qué me habla. No le conozco de nada, creo que me confunde con otra persona. Además he llegado a mi parada. Buenas tardes.

    -No, usted no se va hasta que no me aclare todo lo que ocurre. Ya estoy cansado de todo este asunto. Y más desde que mi hermana me ha aclarado un último detalle perturbador.

    Catalina se levantó de su asiento, pulsó el botón que avisaba al conductor que pretendía bajar en la siguiente parada y pasó a mi lado. Intenté frenarla y agarré su brazo, pero la sacudida que sentí y el gesto desafiante que me dirigió diluyeron mi propósito.

    -Se lo advierto, esto no ha hecho sino empezar. Si cree que todo esto es una pesadilla, ni se imagina en lo que puede convertirse su vida si vuelve a dirigirse a mí de esta manera.

    El autobús se detuvo, las puertas se abrieron y Catalina se perdió entre las calles del centro de la ciudad. Yo también me perdí, pero en la maraña de sentimientos encontrados que aquel encuentro me había provocado.

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  5. El desconocido ofreció una capa con capuz, distinta a la de toda aquella gente, pero suficiente para que nadie pudiera identificarla, y él mismo se puso otra. Con una mano en la espalda de Catalina, la empujó levemente hacia el interior de la iglesia.
    -Imitadme – la instó-
    Ella entro junto a él, que se dirigió hacia la imagen de la virgen, a cuyos pies alumbraban decenas de velas. Era imposible que no les vieran entrar. Catalina nunca había visto el templo tan iluminado. Toda aquella gente, cofrades, se disponía a tratar algún asunto relacionado con su obra de misericordia. Catalina hizo como que rezaba, como el desconocido. Momentos después, se persignaron, se levantaron y se dirigieron a la salida. Catalina no entendía nada. ¿Por qué se iban ahora? Pero de camino hacia la puerta el desconocido tiró de ella y ambos se ocultaron tras una columna. Cataliza empezaba a comprender: su única oportunidad de estar allí sin ser vistos con tanta luz era hacer evidente su entrada… y su aparente salida.
    Lo que no sabía era que iba a asistir a la más sucia coartada posible de un asesino. Porque aquella reunión tuvo dos partes. En primer lugar, la solicitud su médico, Proaza, de que la cofradía le permitiese investigar en el cuerpo de un mendigo que había aparecido asesinado en la puerta de su casa la noche anterior, y luego se hiciera cargo del cadáver para darle sepultura. Catalina miró horrorizada a su acompañante y ahogó un grito cuando comprendió qué estaba ocurriendo.
    Quiso salir corriendo, pero el desconocido la retuvo allí, y la segunda experiencia fue aún peor. Cuando casi todos habían salido ya, Proaza y cuatro personas más, dos con el médico y otros dos cofrades, se quedaron aún en la iglesia. Entonces, uno de ellos, junto a Proaza, entregó un pequeño envoltorio a los otros dos, que lo tomaron con todo cuidado.

    De pronto, el llanto de un recién nacido hizo resonar todos los ecos posibles de la iglesia.

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