lunes, 4 de abril de 2011

Arturo Blanco desdobló el papelillo que le había entregado Proaza. El galeno no parecía reparar en 'gastos'. Al licenciado, hombre hábil en los negocios, no se le escapó la excelente idea del portugués: llevar pequeños documentos con su nombre y dirección escritos -con una caligrafía perfecta, por cierto-. Así era fácil ofrecer sus servicios con discreción a cualquiera y en cualquier momento, como acababa de ocurrir, además de impresionar al destinatario. La maniobra tenía también una parte de imprudencia. Con aquel billete escrito de puño y letra del médico se podría demostrar que había vinculaciones entre él y Arturo Blanco, o al menos sembrar la duda, en el caso de que Proaza negara conocerle, cosa que sin duda ocurriría si el plan seguía su curso.

Con más esperanzas que miedos, Arturo Blanco se despidió de su querido amigo de la infancia, Guzmán. Entre la partida y la negociación la noche había ido avanzando y el lucero del alba confirmaba en qué medida. Arturo Blanco decidió asearse a fondo y cambiarse de camisa: cuanta mejor presencia demostrase, más inclinado se sentiría Proaza a no dudar de él.

El licenciado se dirigió hacia las señas que había leído en el papel antes de aprendérselas de memoria y poner el billete a buen recaudo. Era una casa en la calle Esgueva. Se plantó ante el portón y dio dos aldabonazos bien firmes. Una criada le mandó pasar al despacho del médico, un lugar escrupulosamente limpio y ordenado, lleno de rollos y hatillos de manuscritos. En un armario, una sucesión de libros encuadernados.

-¿Le gusta alguno especialmente, licenciado? – interrumpió Proaza. Ese que contempla de Tomás Moro, Utopía, es realmente interesante.

-Lo he leído. Pero creía que usted se centraba en las enseñanzas médicas.

-Considero que aspirar a alcanzar metas superiores no corresponde a ninguna disciplina en concreto, y que nada debería interponerse en esas aspiraciones.

Hizo una pausa intencionada, cargada de misterio.

-Por ejemplo, ¿qué no haría un buen amigo para que un alma querida encontrase la paz?

Ahora el misterio era más bien tensión.

-Tenga usted, Arturo Blanco. Dele a su amigo Guzmán el documento de defunción de su vástago. Está firmado por mí y sellado. Y como vuelva a molestarme con una patraña como la de que su esposa quiere hijos, le denuncio.

El licenciado se quedó atónito. Y yo, sentado en el autobús, recordé repentinamente el documento que había visto en el cuaderno de mi hermana.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 19:34 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. Había transcurrido exactamente una semana desde el día en el que mi hermana había puesto ante mí la libreta en la que trataba de recomponer el pasado de nuestra familia. Un viaje en el tiempo plagado, como el de cualquier otro grupo de personas vinculadas por la sangre, de sombras, huecos y sorpresas de tintes más o menos agradables. Cuando, al llegar a las páginas que recogían los datos sobre los antepasados más lejanos, esos que perdían sus pasos en el siglo XVI, leí el nombre de Proaza, mi primer impulso fue el de lanzar el cuaderno al otro extremo de la sala y salir corriendo de allí. Hasta ese punto parecía haberme afectado la historia que, como si se tratase de un cuentagotas, iba conociendo de boca de Catalina. Cuando decidí que no se trataba más que de una casualidad (¿acaso cabía otra posibilidad?) me olvidé del asunto hasta que la línea 7 que me trasladaba hasta mi refugio dominical me unió de nuevo a la anciana y a su historia venida de otro tiempo y de otro lugar.

    Mientras escuchaba un nuevo capítulo de la historia, en la que habían aparecido nuevos personajes que ayudaban a crear un clima aún más irreal, me sumí en ese trance al que me había acostumbrado en esos trayectos por la ciudad. Mi cabeza recreaba el ambiente y las situaciones que Catalina narraba pausadamente a esa otra figura que, muda, ocupaba el asiento contiguo al suyo.

    Proaza, el bebé, el licenciado, el plan de Guzmán, las calles de un Valladolid que apenas llegaba a reconocer… Y ese documento con el que el médico trataba de poner fin a cualquier atisbo de duda sobre su sospechoso comportamiento. Un papel rematado por un sello en el que figuraba el escudo de armas de la familia del doctor. Hasta ese punto era preciso el relato de Catalina. Y por esa razón no tuve dudas de que se trataba del mismo escudo que, desde niño, me había cansado de contemplar, absorto, cada vez que visitaba la casa de mis abuelos.

    Proaza, el bebé, el licenciado, Catalina…

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  2. De algún modo sabía que las misteriosas apariciones de Catalina en el autobús estaban de relacionadas con el hecho de que Proaza apareciera en mi árbol genealógico, pero ¿cuál era la razón?

    ¿Acaso aquella mujer buscaba atormentarme con su historia? ¿Sabía que era descendiente del hombre que le robó a su hijo? O por contrario ¿podría ser yo descendiente de su hijo robado? ¿Se quedó Proaza con el bebé en lugar de venderlo? ¿Puede que toda aquella historia fuera simplemente un producto de mi imaginación? ¿Me estaría volviendo loco?

    Todas esas preguntas resonaban una y otra vez en mi cabeza, intentando dar sentido a toda aquella historia. Estaba decidido a llegar al fondo del asunto y terminar de una vez por todas con aquella locura.

    La voz de Catalina seguía resonando a mi espalda en el autobús, pero lejos de escucharla me levanté de forma decidida y me dirigí hacia su asiento. Lo que pasó entonces fue algo que, por mucho que intente, jamás podré olvidar.

    Por un momento me quedé de pie frente a la pareja, sin saber cómo dirigirme a ellas, mientras Catalina continuaba narrando su historia.

    –Cuando el Licenciado Blanco nos contó lo que había sucedido con Proaza se nos cayó el alma a los pies… – dijo Catalina entre sollozos mientras su compañera le ponía una mano en el hombro para intentar consolarla.

    –Discúlpenme, –dije por fin – llevo días escuchando su historia y no he podido evitar… –me interrumpí al darme cuenta de que ninguna de las dos mujeres me estaba prestando la más mínima atención.

    –No pude creer que Proaza nos descubriera, en esos momentos todas nuestras esperanzas se desvanecieron de nuevo, ese maldito medico era demasiado listo… –continuó Catalina entre sollozos mientras su compañera le ofrecía un pañuelo.

    Conmovido por sus lágrimas, extendí mi mano para consolar a aquella mujer, pero mi mano traspasó el cuerpo de Catalina como si fuera un fantasma…

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  3. Llevaba en la mochila fotocopias del cuaderno de mi hermana. No quería manosear su trabajo, pero desde aquel domingo en casa de mi madre estaba seguro de que algo se esperaba de mí, así que se lo pedí para hacer un duplicado y poder estudiar a fondo la genealogía familiar. Ahora mi gran duda era si sacarlo de la mochila y comprobar una vez más aquel documento que, por otro lado, me había aprendido de memoria, o si seguir atento a la conversación que se desarrollaba a mis espaldas.

    Decidí hacer algo insólito. Sacar el cuaderno, girarme y enseñárselo a las dos mujeres. La cremallera se atascó, con esa supuestamente útil solapa de tela que tienen todas y que siempre se cuela en el carro en el momento más inoportuno. Mientras trataba de abrirla, no dejé de tener las orejas bien abiertas: detrás de mí se había hecho el silencio. Nadie hablaba, pero tampoco nadie se había bajado del autobús.

    Cuando, al fin, logré sacar mis papeles, busqué la última página. Observé con detenimiento cada palabra y letra de aquel archivo. Efectivamente, era el certificado de defunción de alguien, firmado por Proaza. Pero las fechas no cuadraban. Si a Proaza le habían sometido a un proceso inquisitorial a mediados del siglo XVI, el certificado de defunción del hijo de Guzmán no podía estar firmado casi en el XVII. Me fijé más. Y entonces vi algo que me dejó boquiabierto: lo que yo tenía ante mis ojos no era un certificado de defunción como tal, sino una copia manuscrita de tal certificado y la firma de otro médico… ¿certificando el certificado?

    Las mujeres comenzaron a hablar de nuevo:

    -Arturo Blanco, descubierto no sabemos cómo por Proaza, no nos pudo seguir ayudando. Al menos, no con nuestro plan inicial, que se fue al traste. Pero sí nos aconsejó algo con lo que vimos un resquicio: acusar a Proaza de infanticidio. Los rumores sobre aquel médico, demasiado joven para saber tanto como sabía, estaban en las calles. Si le acusábamos de infanticidio no tendría otro remedio que defenderse y presentar pruebas: el cadáver del niño… o al niño vivo.

    -Hija, todo eso es una pena. Pero, con un recién nacido aún sin sacramentar, ¿cómo supones que se le podía seguir el rastro?

    -Eso era un gran impedimento, amiga: que mi Zaqueo de Guzmán no figuraba aún en la Iglesia.
    Catalina sollozaba.

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  4. Ya me había hecho un adicto a los paseos en bus, y quienes me vieran a menudo podrían pensar que sería un inspector disfrazado controlando horarios o cualquier cosa por el estilo, sentado casi siempre atrás en el mismo sitio, con cara de circunstancia por el hecho de estar afinando mis odios a las narraciones de las dos acompañantes.

    Yo no me percataba de nada más. Habían pasado los días y ya no eran sólo los domingos que las encontraba en el autobús; la historia iba tornándose cada vez más extraña, por unos derroteros que la convertían en algo especial y que hacían que ya formara parte de ella.

    Desde el suceso de la casa de mi hermana, adonde no he vuelto desde entonces más por miedo a confirmar lo que pareciera un presagio que otra cosa, sólo he querido seguir los acontecimientos. Si hay algo de cierto en la historia que las dos señoras cuentan en el autobús, con ella y sus desenlaces se confirmará o no lo que no quiero que en realidad suceda.

    Pero por tonto que lo parezca, quiero enfrentarme a la realidad, aunque por otro me torturo con la historia y sus episodios. Ya he olvidado la paranoia de los inicios, ahora debo estar loco sin duda por creerme lo que creo ver y escuchar en el autobús.

    - Hola amiguito, hermanito del alma. ¿Por qué no has vuelto a casa este domingo pasado, ni atiendes mis llamadas?. Creo que nunca habías faltado a esas citas y mamá sólo preguntaba por ti. Bueno tú sabrás, pero al menos llama. Quería decirte que he descubierto algo más de ese apellido Proaza.

    Mi hermana había subido al autobús, donde rara vez me topaba con ella, no recuerdo ni tan siquiera la última. Qué casualidad que apareciera ahora, justo en el momento que recordaba el documento de su cuaderno. Ella no paraba de hablar a medida que mi cara cambiaba de color y escuchaba lo que había descubierto.

    - ¿Hermanito te pasa algo?, te veo pálido.

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  5. La inocente Isabel se había pasado días enteros completando el árbol genealógico de nuestra familia y había logrado recopilar documentación que podía aportar luz a la investigación que yo mismo había puesto en marcha.

    En ese mismo momento me bajé del autobús y me dirigí a la Biblioteca de la Facultad de Medicina para conocer qué prácticas se solían llevar a cabo por aquel entonces, años en los que había nacido Cervantes y Don Juan de Austria, y también para intentar buscar algún dato que pudiera relacionar con el doctor Proaza.

    Cogí un pesado libro de aquellas estanterías enormes y comencé a leer…

    Hasta el siglo XVI la práctica de la anatomía había estado poco menos que prohibida por la Iglesia y por el pueblo en general, pues suponía como profanar los cuerpos de los muertos. Justo en estos años se extendió por toda Europa la fama del médico francés Andrés Vesalio, anatomista flamenco y autor de uno de los libros más influyentes sobre anatomía humana, “De humani corporis fabrica” (Sobre la estructura del cuerpo humano). Pero lo que más me impactó de lo que averigüé es que este médico basaba sus estudios anatómicos en la observación directa, por lo que es considerado el fundador de la anatomía moderna.

    En 1548 el doctor Alfonso Rodríguez de Guevara regresa a España, tras haber cursado estudios de anatomía en Italia, y consigue que se inaugure la Cátedra de Anatomía en la Universidad de Valladolid, primera cátedra de anatomía de España. Por aquel entonces Proaza era un joven curioso de 22 años que estaba muy interesado por la anatomía humana y, por eso, comenzará a asistir a sus clases. Ese mismo año es precisamente cuando desaparece el hijo de Catalina y Guzmán.

    Todos los datos que iba descubriendo me iban encaminando a una sola dirección: la muerte de ese niño a manos de Proaza no podía ser natural.

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