Quizá esta conclusión le parezca exagerada, a fin de cuentas aún no la conocía personalmente y tal vez lo más lógico hubiera sido pensar que se trataba de una fiesta de bienvenida a las que tan dados son en otros países. Puede, pero no se lleve a engaño conmigo. No soy hombre de prejuicios, ni mucho menos. Llámelo intuición de perro viejo. Créame cuando le digo que si hay una cosa que desde niño jamás he podido soportar es la mala educación. Supongo que sabrá -porque mi vida estuvo expuesta durante el juicio como los menudos de una casquería-, que me crié en ambiente sencillo. Mis padres fueron gente de campo, pero me inculcaron a fuego los principios del respeto a todo lo que me rodease. Respetar y hacerme respetar. Estará de acuerdo en una cosa no quita la otra, ¿verdad? No todo el mundo tiene claro este principio básico. Y no piense que le hablo sin conocimiento de causa, quince años al volante del autobús viendo subir y bajar a tanta gente da para mucho. Conozco bien a las personas. Durante años he visto cientos de pasajeros enfilando la rampa del autobús, pasando delante de mí con la mirada clavada directamente en el lector de tarjetas, sin articular ni media palabra. Sólo “Buenos días”, tampoco se hubiera necesitado más, digo yo. Uno no es invisible, por mucho que algunos se empeñen. A ver, entiéndame, que tampoco hubiera pretendido que a alguno de los habituales se le ocurriera preguntar “¿Qué tal, Efrén, cómo va esa vida?”, aunque he de reconocer que en según qué ocasiones me hubiera gustado más allá de la simple pregunta. Por otra parte, mejor; cuanto menos contacto, menos problemas. Nada mejor que el propio aire para respirar. Sé lo que digo, se puede estar encapsulado en medio de un montón de gente y he aprendido a valorarlo por necesidad.
Convendrá conmigo en que cuando Felicia inauguraba su convivencia vecinal de manera tan estruendosa no hacía sino enarbolar descaradamente una bandera de guerra, ¿no lo cree así? Porque con esa actitud no realizaba un asentamiento pacífico, sino que invadía sin piedad mi espacio acústico, mi territorio.
Desde luego, en aquel momento, a la una de la mañana y con los latidos aún desbocados por el sobresalto, lo único que pensé es que hay extranjeros que tienen poco de extranjeros.
Convendrá conmigo en que cuando Felicia inauguraba su convivencia vecinal de manera tan estruendosa no hacía sino enarbolar descaradamente una bandera de guerra, ¿no lo cree así? Porque con esa actitud no realizaba un asentamiento pacífico, sino que invadía sin piedad mi espacio acústico, mi territorio.
Desde luego, en aquel momento, a la una de la mañana y con los latidos aún desbocados por el sobresalto, lo único que pensé es que hay extranjeros que tienen poco de extranjeros.
Y el tiempo me dio la razón, porque, ¿qué palabra hay que utilizar para describir a un ser que no es de este mundo?
ResponderEliminarPero vayamos por partes, no sea que nos enredemos con la historia por no narrarla de forma ordenada y se hagan un lío, que a decir verdad eso fue lo que le pasó al juez, y de ahí el veredicto que dio.
Como les anticipé con anterioridad aquella noche fue la proclamación de la primera ofensiva que lanzó contra mí. No había manera de dormir, la noche estaba dada por perdida, así que me largué al comedor, puse la televisión a todo volumen, cambié varias veces de canal y por fin mantuve un programa de astrología que tenía una gran repercusión dentro del círculo de amistades entre las que me movía. Estaba empezando a idiotizarme, cuando de repente me pareció que una sombra cruzaba la pantalla de un extremo a otro. No lo hubiera dado mayor importancia si no fuera porque acto seguido vislumbré una silueta que actuaba de igual modo, pero en sentido inverso. Me giré bruscamente, pero no había nada detrás de mí. Me llevé la mano al pecho y aspiré lentamente varias veces para ver si conseguía bajar las pulsaciones.
—Esa maldita música me está volviendo loco —pensé.
Me levanté de donde estaba y busqué acomodo en el orejero. Desde allí la perspectiva de la sala de estar era mayor, aunque tenía como inconveniente la visión lateral del televisor. Acababa de colocarme cuando alguien por detrás tocó mi hombro. ¡Di tal brinco que aún no sé como no me golpeé la cabeza contra la lámpara!
—Perdone que le haya asustado, pero se nos ha acabado la cerveza y en su nevera sólo tiene sin alcohol —se disculpó muy cortésmente.
—Oiga, ¿pe, pe, pero de dónde ha salido Vd.? —conseguí preguntar tartamudeando.
—De aquella habitación —respondió señalando mi dormitorio.
Felicia, un nombre un poco raro, me suena a felicidad, ahora mismo también a un modelo de un coche polaco o algo así, la verdad es que no estoy muy seguro. Yo esperaba que con ella iba a seguir la felicidad de la paz en el edificio, y al final debía llamarse más bien Malicia, que me recuerda también ahora mismo a mala leche. En fin, dicen que la convivencia entre personas no es fácil, y sobre todo en comunidades de vecinos, donde casi siempre suele haber alguno o alguna, y puede ser hasta una familia entera, que te complica la vida y la del resto de residentes en el edificio.
ResponderEliminarFelicia vivía sola, o al menos eso pensaba yo, porque no había visto entrar o salir y menos hablar a nadie a lo largo del día en su apartamento. Mi turno en el autobús acababa casi siempre antes del mediodía, cuando volvía poco después a casa a tomar una buena ducha y descansar un rato antes de hacer alguna actividad en la tarde. Yo sí vivía solo, me estaba acercando a los cuarenta pero no me preocupaba la soledad del hombre solitario, porque aunque no tenía muchas amistades las disfrutaba siempre que podía, además de las obligadas de la familia, padres y un hermano bufón como el que más. En fin, no mucho que contar en una vida sencilla, algo monótona se podría decir pero yo era feliz, aunque fuese a mi manera, eso era lo importante al fin. Si nadie se metía conmigo, menos yo me iba a meter. La verdad hasta que esta …, bueno, esta señora se metió en mi vida, y lo fue desde el momento que supe de ella y conocí su nombre, unas pocas horas después, a una hora inusual, muy humillante con razón para mí.
Y no era música clásica o ambiental la que sonaba en el ambiente para amansar las fieras; el sobresalto me hizo sentarme en la cama, el corazón jaleaba al ritmo del bajo que atravesaba las finas paredes. No recordaba otro momento como ese, salvo algún que otro frenazo brusco del autobús para evitar un accidente y que te lleva el corazón cerca del cuello. La fiera, adormecida a lo largo de toda mi vida, despertaba y vaya que con qué fuerza.
A la mañana siguiente desperté con un gran dolor de cabeza que no hacía más que incrementar mi mal humor y la antipatía que había despertado en mí la tal Felicia. Ni siquiera el café cargado que acostumbraba a desayunar logró despejar mi mente aquel día, y con un gran embotamiento en la cabeza y un humor de perros acudí a trabajar.
ResponderEliminarLa lluvia no hizo más que incrementar mi mal estado de ánimo. El mal tiempo sólo implica un aumento en la cantidad del tráfico y un irrefrenable deseo en las personas por utilizar el transporte público. Y eso, para la paciencia de un conductor, no es nada bueno.
La gota que colmó el vaso subió al autobús en la parada de la calle La Rúa, personificada en una anciana a la que podía oír expresar su indignación por mi supuesta falta de puntualidad incluso antes de abrir la puerta.
—Ya era hora, poco más y morimos todos de una pulmonía esperándole. Ale ale, arranqué que entra frío por la puerta… —exigió la mujer mientras intentaba abrirse paso en el autobús a codazos.
Ni siquiera me había molestado en mirar a aquella mujer a los ojos mientras me enseñaba el carné senior que le permitía utilizar el transporte público de forma gratuita. La anciana ocupó uno de los asientos más cercanos a mi puesto de conductor y no desaprovechó el tiempo en expresar en voz alta su disconformidad con la lentitud del transporte público y la ineficiencia de todos los que trabajábamos en él.
Intenté ignorar aquellos comentarios concentrándome en mis tareas de conducción hasta llegar a la siguiente parada. La luz roja que indicaba ‘parada solicitada’ no estaba encendida y tampoco había nadie esperando para subir al autobús, así que después de reducir la velocidad unos segundos, volví a acelerar dispuesto a continuar con mi ruta, cuando la irascible voz de aquella mujer se alzó todavía más.
—¿Pero por qué no ha parado? ¡No ha parado! ¿Y ahora dónde me bajo yo? ¡Pero que se ha saltado mi parada! ¡Ay! ¿Qué hago yo ahora? Madre mía, madre mía…
Frené en seco y en silencio abandoné mi puesto de conducción y me dirigí hacia aquella insoportable mujer…