lunes, 26 de marzo de 2012

Soy Efrén Balboa. ¿No cae usted? ¿Mi nombre no le suena? Déjeme que pruebe con mi mote, entonces, a ver si le dice algo: el Vecino Loco. Así es como me bautizaron los periodistas cuando ocurrió lo de la calle Prosperidad. Seguro que se acuerda, ¿verdad? El Vecino Loco, sí señor. Ese soy yo. Y se preguntará a qué se debe esto. Por qué después de tanto tiempo —tres años son una eternidad, créame, especialmente en un lugar como éste—, por qué después de tanta desgracia, decido ahora abrirme paso en su memoria. La razón es simple: quiero contar la verdad. Dirá usted que es demasiado tarde, que el caso está cerrado, que todo lo que podía decirse se dijo ya durante el juicio. Pero no es cierto, al menos no del todo. Aquel juicio fue una farsa, un circo de tres pistas, y lo único que se dijo en él fue mentiras. No soy un monstruo. No hice lo que afirman que hice. Puede que sea tarde, eso sólo Dios lo sabe, pero quiero quitarme esta losa de encima. Quiero contar lo que de verdad sucedió. Con que usted me crea, me basta. Entiéndame bien: la única recompensa que busco con esta confesión es la paz.
          
Empecemos, pues, por el principio.

Primero llegó ella, Felicia Böcking. Supe que se llamaba así porque la misma tarde de su llegada, al salir a hacer la compra, vi su nombre escrito en el buzón. Alemana, pensé mientras llenaba el carro del supermercado, y me gustó la idea de que lo fuera porque los alemanes suelen ser gente educada, que respeta las normas y no molesta a sus vecinos. Soy conductor de autobús. —bueno, lo era, ahora ya no soy nada—. Por aquella época me levantaba a las cinco de la mañana y necesitaba dormir bien para no perder la concentración al volante. La seguridad de mucha gente dependía de ello. Con el anterior inquilino del 2ºA no había tenido problema alguno. Jaime, se llamaba. Era un hombre prudente, cuyos sonidos domésticos jamás atravesaron la pared que compartían su cuarto de estar y mi dormitorio. Pensé que con Felicia sería igual. Que con una vecina alemana mi descanso estaba asegurado. Pero a eso de la una de aquella primera noche, estalló la música —un chunda-chunda estentóreo, con un bajo reverberante que hacía temblar la pared—, y supe que se avecinaban tiempos difíciles.


Rubén Abella © 2012
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 13:00 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. Quizá esta conclusión le parezca exagerada, a fin de cuentas aún no la conocía personalmente y tal vez lo más lógico hubiera sido pensar que se trataba de una fiesta de bienvenida a las que tan dados son en otros países. Puede, pero no se lleve a engaño conmigo. No soy hombre de prejuicios, ni mucho menos. Llámelo intuición de perro viejo. Créame cuando le digo que si hay una cosa que desde niño jamás he podido soportar es la mala educación. Supongo que sabrá -porque mi vida estuvo expuesta durante el juicio como los menudos de una casquería-, que me crié en ambiente sencillo. Mis padres fueron gente de campo, pero me inculcaron a fuego los principios del
    respeto a todo lo que me rodease. Respetar y hacerme respetar. Estará de acuerdo en una cosa no quita la otra, ¿verdad? No todo el mundo tiene claro este principio básico. Y no piense que le hablo sin conocimiento de causa, quince años al volante del autobús viendo subir y bajar a tanta gente da para mucho. Conozco bien a las personas. Durante años he visto cientos de pasajeros enfilando la rampa del autobús, pasando delante de mí con la mirada clavada directamente en el lector de tarjetas, sin articular ni media palabra. Sólo “Buenos días”, tampoco se hubiera necesitado más, digo yo. Uno no es invisible, por mucho que algunos se empeñen. A ver, entiéndame, que tampoco hubiera pretendido que a alguno de los habituales se le ocurriera preguntar “¿Qué tal, Efrén, cómo va esa vida?”, aunque he de reconocer que en según qué ocasiones me hubiera gustado más allá de la simple pregunta. Por otra parte, mejor; cuanto menos contacto, menos problemas. Nada mejor que el propio aire para respirar. Sé lo que digo, se puede estar encapsulado en medio de un montón de gente y he aprendido a valorarlo por necesidad.

    Convendrá conmigo en que cuando Felicia inauguraba su convivencia vecinal de manera tan estruendosa no hacía sino enarbolar descaradamente una bandera de guerra, ¿no lo cree así? Porque con esa actitud no realizaba un asentamiento pacífico, sino que invadía sin piedad mi espacio acústico, mi territorio.
    Desde luego, en aquel momento, a la una de la mañana y con los latidos aún desbocados por el sobresalto, lo único que pensé es que hay extranjeros que tienen poco de extranjeros.

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  2. Me tapé la cabeza con la almohada. Ya sabía que no iba a servir de nada frente a aquel horrísono retumbar.

    Sí, todo retumbaba. Incluso un cuadro con la fotografía de mi madre osciló en su alcayata. Un tintineo que se me antojó un insulto a la memoria de aquella mujer excepcional.
    Me incorporé. Me senté al borde de la cama. Comprobé que había roto a sudar, un sudor de enfermo, febril, repugnante.

    Hice otra cosa inútil (compréndanme, no estaba yo para ser muy coherente en aquella tesitura), cerré el puño y golpeé la pared de la vecina teutona, la tal Felicia. Logré sólo un dolor intenso en la mano derecha y un cabreo creciente porque, si me había roto algún hueso, me sería imposible conducir al día siguiente. ¿Siguiente? Mentira, ese mismo día, en pocas horas, tendría que estar en la cochera arrancando el autobús…
    La ira se me creció dentro. El sudor se me quedó helado.

    Me calcé las zapatillas, me eché una chaqueta de punto encima del pijama y me dispuse a salir al descansillo, llamar al timbre de la vecina y decirle cuatro cosas…
    Pero mi timbre sonó antes de que yo hubiera siquiera salido del dormitorio.

    Es el colmo, pensé. No sólo me despierta con el chunda-chunda, se atreve incluso a llamar a la puerta a semejantes horas, la muy imbécil. Estará borracha, ebria como esos turistas de su país que se acodan en las barras de los chiringuitos playeros y se lo beben todo hasta caer redondos… Malditos…

    Fui hasta el vestíbulo convertido en una furia, un tipo en pijama con una chaqueta de punto derrumbada sobre los hombros, arrastrando las zapatillas como un púgil noqueado, entre la ira y la estupefacción. El timbre volvió a sonar, insistente, como si la vecina hubiera dejado el dedo pegado al llamador.

    Abrí con tal violencia que la puerta pudo haberse salido de los goznes, pero fue mi cara la que se desencajó cuando vi… a quien llamaba a mi casa en aquella madrugada.

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  3. Dos de la madrugada y aún sigue ese molesto ruido en mi cabeza, dos tilas y ahora noto como el ruido penetra en mi cabeza, como aquellas jaquecas que a mi abuela no la dejaban salir de la cama. Pasan los minutos como si fueran horas y de pronto cinco de la madrugada, suena el despertador. Me levanto, y en ese mismo instante noto un fuerte dolor en mi cabeza.
    “¿Que mejor manera para empezar el día?”- Pienso dentro de mí.

    Me desplazo como ser inerte por toda la casa, de un lado a otro, de repente me detengo justo en la esquina que une la cocina con el comedor, cierro los ojos, “¿Dónde estoy?”
    Primera parada, se abren las puertas. Van entrando, algunos educados otros no tanto, según pasan puedo oír alguna que otra conversación, la cola es larga. De pronto vuelve ese ruido a mi cabeza, a lo lejos puedo apreciar la sombra de una joven alta, puesto que el reflejo del sol me impide verla bien. Se acerca despacio, “Buenos días” – Me dijo la joven. Era una voz dulce, suave, levanto la mirada, es ella.
    Ella, la persona que siempre soñé encontrarme, de esas personas que te alegran la mañana, es increíble pero en ese preciso instante el fuerte dolor en mi cabeza cesó. Ella se alejó, entonces algo me resulto familiar, como si la conociera de antes, pero no podía ser, nadie me había tratado tan bien en muchos años siendo conductor de autobús. Aquel “Buenos días”, me dejo en órbita, no deje de pensar en ella todo el día.
    Después de otro día más de trabajo, y pesar del ruido atronador de la noche anterior, me sentía bien, sin poder olvidar aquella voz, aquel acento...

    Entro en mi portal y de pronto, puedo apreciar a una joven abriendo su buzón, lo miro, “2A”. En ese momento mi humor cambio, era el momento, no podía soportar otra noche con ese ruido. La llamo, se da la vuelta y era ella, con su dulce voz.

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