Sentí un filo helado que barría mi garganta hasta secarla. Un sudor frío humedeció mi ropa mientras las gotas se escurrían por mi frente intentando refrescar mi ardiente cara. No pude evitar las arcadas que promovía mi estómago convertido en nido de culebras. Apoyé mi temblorosa mano en la pared presintiendo el desfallecimiento que vino después. Mis pensamientos se agolpaban desbocados, mientras diversas imágenes violentaban mi razón haciéndome ver algo que yo no deseaba. El asedio a la cordura dio su fruto cuando me vi extrayendo las fotografías del álbum que guardaba en la estantería del despacho, pero, ¿cómo habían llegado a casa de Felicia?
Algo estalló en mi cabeza, algo que resucitó momentos pasados que había guardado con celo en el olvido. Un descuido hizo bajar la guardia de mi yo y mi subconsciente entró victorioso en mi cerebro provocando recuerdos de sucesos que habían sido abandonados en el ayer y que suponía prescritos. Aquella oleada de atávicos pensamientos evocó iconos satánicos sujetados por unas manos jóvenes que se movían al compás de una letanía recitada en latín. El ceremonial proseguía con una persona que sujetaba una vela inclinada permitiendo verter la cera derretida sobre el suelo. Las primeras gotas trazaron una línea vertical, a continuación otra horizontal que la cortaba por uno de los extremos y después otra por el centro y por último… Cerré mis ojos intentando perder aquella visión, pero no era dueño de las percepciones que recibía. Mi aturdida mente visualizó un tablero, naipes y dados que ordenaban la página del manual que relataba el desafío y la persona encargada de realizarlo. Un individuo encapuchado daba órdenes. Un ser que ocultaba su rostro para conferir a su persona un halo sagrado y que tenía por objeto liderar aquel ritual mágico que él mismo había creado. La última visión antes de recobrar el conocimiento fue un círculo compuesto por un único sujeto.
Supongo que el golpe con el suelo me hizo regresar de aquella espeluznante pesadilla. Me incorporé hasta quedarme sentado sobre el parqué. Presioné la sien con los dedos de las manos y apartando, deliberadamente, la mirada del moribundo, le pregunté:
— ¿Dónde está Felicia?
—Esa pregunta ya la hizo Vd. anoche —respondió Jaime con una voz apenas audible.
Puedo asegurarle que jamás hubiera imaginado que nadie a tres estertores de irse al otro barrio tuviera fuerzas para usar la cortesía incluso en un momento tan crítico. Jaime seguía siendo educado hasta el final, pero estaba claro que el pobre hombre desbarraba. ¿En qué momento anterior hubiera podido preguntarle por Felicia? Siempre he sido tan reservado a la hora de dar publicidad a mis asuntos de cintura para abajo que no me cuesta identificar a mis escasos confidentes sobre el tema. Puede que en algún momento de resaca se lo largara todo, aunque me resultaba poco probable. Él y yo teníamos una relación cordial, pero sin duda bastante lejana de lo que se pudiera considerar amistad. No, decididamente no; jamás había podido escuchar de mis labios el nombre de Felicia. De eso estaba tan seguro como de que usted está ahí. Y mucho menos durante la noche pasada, en la que acudí a esa puerta con la certeza de que ya se había mudado. Ni el nombre del buzón ni los nuevos hábitos acústicos me habían indicado lo contrario. Porque a nadie se le ocurre poner su nombre en el buzón si no se ha ido el inquilino anterior… ¿no?
ResponderEliminarEn ese preciso instante, una serie de concatenaciones lógicas comenzó a despertar del letargo a mi lucidez como una súbita bofetada. Recordé de nuevo la nota, remitida por Felicia Böcking tratándome de usted, algo ajeno totalmente a las maneras descaradas de la Felicia que yo había conocido; igualmente insólito el que la firmase con nombre y apellido, como una extraña cualquiera. Ahora lo veía: esa nota no había sido escrita por ella. De ahí lo imprudente –y probablemente peligroso para mi integridad- que hubiera resultado comprobar que la identidad de la persona cuyo nombre figuraba en el buzón no se correspondía con la de quien no debía estar ya en la casa. Por eso la cita en Paraíso 4, intentando alejarme rápidamente de quién sabe qué o quién, sabiendo por alguna razón lo que ese lugar significaba para mí. ¡Qué estúpido…! Todo empezaba a casar como las piezas imposibles de un puzzle.
Jaime aún respiraba entrecortadamente.
-¿Cómo pude no darme cuenta? Fue usted, ¿verdad? ¡Usted me mandó la nota…!
Creí atisbarle media sonrisa de satisfacción en el mismo momento en que escuché el golpe de la puerta, justo un segundo antes de cerrar los párpados.
Y, sacando fuerzas de donde ya no quedaban, añadió que no sabía quién era esa persona por la que yo preguntaba constantemente.
ResponderEliminarPensaba que me estaba trastornando, que no era capaz de distinguir la realidad de la ficción ni los sueños de las vigilias, era incapaz de calcular el tiempo que había pasado desde que Felicia me acompañara a mi casa, ni recordaba qué había sucedido después ni cómo estaba nuevamente ante el umbral de su puerta… de hecho todo el mundo lo pensó, que me estaba trastornando, digo, por algo me apodaron “el Vecino Loco” ¿recuerda usted?
Apenas habían pasado un par de días desde que Felicia se trasladó a mi edificio ¿pero realmente se había trasladado? Y si era así ¿por qué estaba Jaime otra vez en su casa? ¿por qué estaba herido? Y sobre todo ¿quién le había herido? Me hablaba de la noche anterior, lo que quiere decir que llevaba en ese estado al menos un día completo… Había que tomar cartas en el asunto inmediatamente. Parecía que mi mente empezaba a despejarse, que por fin podía pensar racionalmente así que, aprovechando ese lapso de lucidez que no sabía lo que duraría, llamé al teléfono de emergencias. Ahora es el 112, en aquella época no recuerdo cuál era y si llamé a la policía y a los servicios de urgencias o sólo a uno y fueron ellos los que se encargaron de avisar a los otros, eso ahora da igual. La cuestión es que aparecieron en casa de Felicia —o en casa de Jaime, a esas alturas no sabía ni dónde me encontraba— y asumí la responsabilidad de explicarles lo que había pasado porque Jaime, que hasta ese momento se mantuvo despierto, en el preciso instante en que cogí el teléfono perdió definitivamente el conocimiento. Parecía como si necesitara descansar de todo lo que le había ocurrido en las últimas horas. Como si no quisiera volver a revivirlo en mi relato a las autoridades. Como si optara por ignorar la terrible humillación a que fui sometido por la falta de argumentos y el encadenamiento de incongruencias que les describí. Una sucesión de hechos que me hicieron aparecer como el culpable, no sólo de lo acontecido a Jaime, sino también de la misteriosa desaparición de su recién estrenada conquista, de cuya existencia me enteré por los policías ya que Jaime jamás hablaba de su vida privada.
Anoche, repetía armónicamente en mi cabeza, mientras se filtraban escurridizos los primeros rayos de sol a través de la persiana entreabierta del salón.
ResponderEliminar- Le dije hace diez años que aquella mujer le traería problemas.- susurró Jaime en un tono apenas perceptible.
Me acerqué y me senté a su lado, aferrando con fuerza su mano derecha. Aquel gesto pareció infundirle las fuerzas necesarias para seguir hablando.
- Conocí hace años, cuando trabajaba en el centro de atención social, a una joven apocada y acomplejada que trajeron sus familiares para intentar reconducirla. Era amante del esoterismo, me hablaba siempre de amores imposibles y de rituales sagrados para conseguirlos. Estuvo viniendo unos meses, hasta que consideramos que la ayuda ya no era necesaria. No volví a saber de ella, hasta que un día creí reconocer sus ojos en una mujer, que en pleno arrebato amoroso, impactó su cuerpo, el suyo Efrén, contra mi puerta. Sentí que me miraba y que sabía que yo también la estaba observando a través de la mirilla. Tuve la absoluta certeza de que se trataba de ella al escuchar sus inconfundibles jadeos sentado en mi sillón...
Pude intuir una sonrisa irónica en su cara mientras relataba este íntimo acontecimiento. Por una vez pensé cuántas veces había estado Jaime tras la pared en mis escarceos amorosos y me sentí violentado.
- Luego usted cambió, y en las pocas conversaciones que tuvimos, le insistí que olvidara a esa mujer.
Recuerdo aquel consejo, al igual que muchos otros, que con el tiempo me ayudaron a reconducir mi estado de ánimo. Ahora aquella sugerencia se me antojaba ciertamente interesada.
- Hace una semana, ella llamó a mi puerta y me dijo que volvía para quedarse. No comprendí lo que me quería decir con eso. Ese fue mi error.
- ¿Dónde está Felicia?
- Me dijo que no la buscara, que ella le encontraría...