miércoles, 4 de abril de 2012

Y, entonces, sucedió. No espero que entienda en estos momentos lo que la mención de aquel lugar, Paraíso 4, supuso para mí, porque para eso tendría que haber conocido una de las páginas de mi vida que escondo más celosamente desde hace dos lustros. Pero obligado es que aquí lo refiera, aunque se trate de otro más de los fracasos de mi vida amorosa. Sin embargo, éste fue realmente singular.

El local de Paraíso 4 está a tres manzanas de mi casa, y reconozco que entré por primera vez gracias a la invitación de aquellas escaleras negras que iniciaban el descenso hacia el subsuelo. Me atrajo la incongruencia del nombre del establecimiento, “Paraíso”, que no estaba en consonancia con unos escalones de boca de metro que parecía adentrarse en el reino de Mefistófeles. Fuera por la contradicción o por ese número que indicaba un cuarto intento de establecer un paraíso en tierra, el caso es que cedí al reclamo y bajé.

Recuerdo la negrura que me envolvió, donde sólo era consciente de una música electrónica fuera de todo límite legal de decibelios, al ritmo de la cual una gran masa humana se desplazaba casi en bloque por el reducido espacio central, empujándome como si fuese un cuerpo extraño invadiendo su organismo. Hubiera continuado en este magreo colectivo si no fuera por la oportuna mano que me atenazó el brazo con lo que creí garras y luego supe que eran uñas postizas que lograban una largura antinatural. La dueña de las manos de arpía poseía, sin embargo, el aspecto inocente que no tenían sus uñas, así que me dejé arrastrar hacia el único rincón sin danzantes del local, ocupado por un amplio sofá de cinco plazas tenuemente iluminado por una lámpara verde fosforescente situada a su izquierda.

—Has venido—dijo ella, sentada a mi lado, mirándome con una mezcla de admiración y respeto, y tuve la certeza de que me estaba confundiendo con otro.

Acercó una de sus uñas hacia mí y con ellas dibujó un signo en mi mejilla. Me pareció que trazaba una E. Lo que no dudo es de los escalofríos que me recorrieron.

“Soy yo. Mi nombre es Efrén”. Y eso me consoló cuando ella volvió a acercarse, esta vez directamente a mi boca.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 15:05 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. Nunca supe qué disparatado cúmulo de casualidades pudo hacer que ella pensara que yo era alguien que no era. Pero sí necesito explicarle que conocí al ser más fascinante que han pasado por mi vida. Lástima que aquel sueño se esfumara en una noche. Apenas ocho horas que me sirvieron para descubrir cosas de mí mismo que no conocía.  Ella abrió una puerta que a duras penas logré cerrar con el trabajo de meses, de años. Pulverizó mi convicción de que era imposible enamorarse de alguien a primera vista, de que alguien sin unos valores profundamente cristianos no puede ser buena persona, de que es antinatural desear a alguien de tu mismo sexo... Pongo solo tres ejemplos; hay otros mil. Me da vergüenza relatar esto, pero quiero que conozca hasta el último detalle de lo sucedido porque en aquel viaje a las profundidades del paraíso está el origen de todo lo que sucedió años más tarde con Felicia.

    Son estas cosas que no te dejan contar en un juicio, porque no te dan pie, o si te lo dan es peor el remedio que la enfermedad, porque entonces lo de la locura empieza a tomar cuerpo más allá de un apelativo malintencionado. Vamos, que lo que voy a relatar no hubiera sino empeorado las cosas para mí. En los juicios, desgraciadamente, hay dos bandos: el que trata de demostrar algo y el que trata de corroborar lo contrario. No hay lugar para profundidades, para tratar las cosas como usted lo está haciendo para su tesis.

    Ella cogió todas mis leyes, todas mis normas, y me las devolvió a cachitos, como piezas de un puzzle. No fui consciente del rompecabezas hasta semanas después, cuando empecé a desistir de volver a verla. Durante casi dos meses fui cada noche al mismo lugar. Esperaba durante horas. Soñaba con volver a verla, con contarle a mis amigos que había conocido a alguien maravilloso. Pero nunca pude hacerlo. Se ve que ella se dio cuenta de que yo no era quien esperaba y, simplemente, desapareció.

    Entonces comenzó mi peregrinaje: olvidarla y volver a poner en orden mis ideas. Lo primero lo conseguí a duras penas. Para lo segundo opté por aferrarme a todo lo que me habían enseñado de niño y cementarlo bien.

    Y cuando todo parecía marchar sobre ruedas, bien pertrechado en mi autobús, apareció esa nota. Una cita en el paraíso.

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  2. No me cuadraban las cuentas, no sabía qué significaba aquella E en la mejilla que coincidía con mi nombre y tenía ese horroroso desasosiego que produce una situación ajena a ti. Es decir, no que no te esté ocurriendo a ti, sino que no debería ocurrirte de acuerdo a tu forma de ser. Ni en broma, por ejemplo, yo habría acudido a una cita a ciegas, y allí me la acababa de encontrar, lo que era un completo disparate. Pero no podía hacer otra cosa que dejarme llevar. Y cuando ya por fin estaba dispuesto a todo en aquel reservado, usted ya me entiende, descubrí que ella no era ella, sino él, y que no estaba sola, o solo, sino con el resto de una pandilla de amigas en lo que, al parecer, era una despedida de soltera. Y por lo que se ve me tocó el amigo rarito de la novia con ganas de cachondeo. De cachondearse de un incauto. Sólo tiempo después, cuando logré apartar de mi cabeza las risotadas de todas ellas en lo que les debía de parecer una broma estupenda, caí en lo de la E. Me gustaba llevar las camisas bordadas con mis iniciales. Sin duda, no tenían ni idea de que me llamaba Efrén, pero les bastó la primera letra para confundirme.

    Siempre he visto a este tipo de gente, personas guasonas a las que se les caen de maduras, con una mezcla de admiración y asco. Lo primero, porque no entiendo qué tipo de circuitos hay en sus cabezas para pensar maldades a tal velocidad. Y lo segundo porque me parece como tener un talento al servicio de algo mezquino: reírse de un semejante. Y a mí, que se rían de mí porque sí, me sienta mal.

    ¿Tan difícil es de entender? Para el juez y el abogado de la acusación parece que sí, que el hecho de que alguien se ría de uno es un mal menor que hay que aceptar para vivir en sociedad. A mí me parece que este tipo de gente debería ir al psicólogo. Pero ya ve: el loco soy yo.

    Aquella nota con la fatídica dirección escrita era toda una provocación. De hecho, viéndola, tomaba sentido el hecho de que hubiera estado sonando toda la noche aquel chunda-chunda. Era evidente que el objetivo del jaleo era que yo fuera a llamara a la puerta.

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  3. Y sus labios profirieron un conjuro en el que quedé atrapado. Llevaba mucho tiempo sin sentir la sequedad en la garganta, los latidos acelerados del corazón, el desasosiego del estómago y la respiración entrecortada. Mi turbado pensamiento se vio arrastrado por un deseo que yo creía olvidado. Ansiaba beber, pero sus labios, próximos a los míos, anulaban cualquier intención que devolviera a mi mente el control sobre mí. Sé que me ruboricé y que mi embotada cabeza vetaba cualquier intención racional que intentara restablecer el mundo real.

    Sólo vi sus labios rojos como el fuego eterno del infierno. Sólo oí palabras sin sentido que siseando me ofrecían el clandestino fruto. Sentí sus uñas hendiéndose en mi rostro hasta arañarlo. Sus manos abandonaron mi cara desplazándose hacia mi espalda y allí se clavaron como un afilado tridente haciéndome prisionero de su lujuria. Despojado de juicio intenté besar a aquella criatura de las tinieblas, pero algo me lo impidió. Un escalofrío invadió mi cuerpo mientras Felicia, convertida en una extraña criatura de inmensa belleza, aumentó de tamaño cubriendo el local con su presencia. La obscuridad se tornó azul marejada, y su vaporoso vestido irisó tonalidades que variaban del bermellón al índigo. El potente resplandor cegó mis ojos y el deseo ofuscó mi alma. Cerré los párpados y fue entonces cuando descubrí su mirar de hielo y fuego, y su maligna sonrisa. Créanme cuando les digo que no recuerdo cómo llegué al hospital. Me incorporé de la cama con cierta dificultad y toqué el timbre para llamar a la enfermera.

    —Buenos días, ¿cómo se encuentra? —preguntó.
    —Bien. Me quiero ir a mi casa.
    —Ha tenido Vd. un ataque epiléptico. Ahora, cuando le reconozca el neurólogo, si él lo cree conveniente, puede irse.
    —No soy epiléptico.
    —Bueno, eso lo tiene que decir el neurólogo. Tiene todo su cuerpo cubierto por hematomas y cortes. Ha debido caerse sobre algo afilado porque en la espalda hay incisiones profundas que le han hecho perder bastante sangre. No nos explicamos cómo se lo ha podido hacer. Su mujer va a venir a buscarlo —fue lo último que me dijo según abandonaba la habitación.

    Totalmente exhausto me encaminé al baño y apoyando las manos sobre el lavabo contemplé mi acuchillado rostro en el espejo. Cerré los ojos intentando librarme de aquella pesadilla, y cuando los abrí de nuevo, Felicia estaba junto a mí.

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