lunes, 9 de abril de 2012

Su repentina aparición se me antojó una alucinación y volví a cerrar los ojos para hacerla desaparecer. Al volver a abrirlos continuaba en al mismo sitio.
Con top y minifalda de cuero negro y, maquillada del mismo color, tenía todo el dominio sobre la luz blanca de la habitación.

- Anoche te acompañé en la ambulancia-dijo- y aquí me presenté como tu mujer para tener facilidades.
-Y a todos tus supuestos maridos-dije mientras me volvía a la cama- los marcas así
- No a todos, solo a los que sacan la fierecilla a pasear.
- Pues te diste un paseo de cojones-dije ya tumbado.
- ¡Venga! no seas así. Hasta el soponcio te lo estabas pasando muy bien.
- No te sabría decir.
- Yo sí. El ratoncito movía la cola.

Me alegró que el neurólogo interrumpiera tan inaudita conversación.
- ¡Buenos días! ¿Cómo se encuentra?
- Desde el punto de vista que usted lo pregunta: ¡estupendamente!
- Pues nada, pude irse a casa, pero le damos un informe para su médico de familia por si le volviera a pasar otra vez.
- Creo que conozco los cuidados preventivos.
- Y yo también- dijo Felicia.
- Haga caso a su mujer-apostillo el doctor- ellas siempre saben más.

Llegado este punto, yo ya no sabía si me había convertido en el personaje de un chiste, de un relato surrealista o, peor aún, de uno de suspense.
Evidentemente ella cumplió con su función marital y me llevó a casa en un “Mini” que por dentro olía a canela.
- Anoche vestías vaporosa y hoy de gata ceñida-comenté por el camino.
- ¿Tu solo tienes una camisa?
- Tres. Todas iguales.
- Eso habrá que cambiarlo.

Al fin estábamos ante la puerta de mi apartamento.
- Gracias por traerme-dije. Ya nos veremos.
- No invitas a entrar a la gatita.
- ¡Miedo me da!
- Solo es para ver tu ropero-, dijo con marcada inocencia.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 15:19 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. Mi rostro, que no yo, debió expresar con suficiente claridad el “entusiasmo” que mostraba ante su planteamiento. Pareció adivinarlo.

    - Tranquilo hombre, vete a dormir un rato que estarás cansado. Luego te veo. Y girándose me dio la espalda contoneándose hacia su casa. Al llegar a su puerta abrió, y haciendo un guiño de gata artera, desapareció.

    Agradecí el gesto. No tanto la certeza de que ejercía un misterioso dominio sobre mi persona. Y de que realmente carecía de argumentos y voluntad en su presencia.

    Cerré mi puerta y me encontré aliviado con la protección que me ofrecía el apartamento. Al fin y al cabo volvía a estar en casa después de no sé cuánto tiempo. Dolorido y magullado como estaba, me dormí intentando recomponer lo que había ocurrido desde el momento de nuestro encuentro. Había demasiadas lagunas y tenía que poner en orden mis ideas. No lo conseguí antes de me rindiera el cansancio y el sueño.

    No habrían pasado ni cinco minutos cuando me sobresaltó el timbre de la puerta. La gata de nuevo, pensé. ¡No puede ser, esta mujer acaba conmigo! Con un esfuerzo inaudito me levanté para abrir. Mi cabeza no respondía muy bien y la vista aún no la tenía clara.

    Me sorprendió una realidad distinta a la que anunciaban mis temores. Frente a mí, dos policías de uniforme apoyaban la presencia y firmeza de un hombre de aspecto mayor, trajeado y con sombrero. Si su corpulencia imponía, no menos lo hacían sus gestos y afirmaciones que, con voz potente y profunda animaban a los policías a que fuera detenido. ¡ES ÉL, NO CABE DUDA! ¡APRÉSENLE!

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  2. Sentí un súbito escalofrío que me recorría todo el cuerpo, fruto del contacto de mis pies descalzos sobre las frías baldosas del pasillo. No sé decir cuánto tiempo llevaba frente a su puerta con la nota en la mano. De regreso a mi apartamento, acusando aún una leve cojera, recordé de nuevo aquellas paredes donde diez años antes me fue quitando los botones a dentelladas, haciendo jirones mi camisa y destrozando con sus uñas mis pantalones. No era una gata, sino una pantera en celo. Me dejó desnudo con las llaves en la mano, impune a la vergüenza de ser descubierto por algún vecino en semejante circunstancia. No era capaz de razonar en aquel estado, embriagado por su boca, sus manos…

    El resto puede usted imaginárselo, no soy hombre que alardee de sus devaneos sexuales, pero aquel encuentro tengo que reconocer que fue la experiencia más salvaje de mi vida. Pasamos horas interminables, con el único apetito que nos proporcionaba nuestros sudorosos cuerpos. Ya de noche, caí exhausto por sus exigencias, inagotable en el sexo.

    Huelga decir que al despertar, y como puede suponer, ella ya no estaba allí. La busqué de manera enfermiza por todas partes durante los meses siguientes. Volví al local donde la conocí, noche sí, noche también, dejándome engullir por la masa de gente que bailaba con espasmos mecánicos, pero ninguna mano me rescató. Me fui abandonando y a punto estuvo de costarme el trabajo. Felicia había plantado en mí la semilla de la desesperación, del deseo de sus curvas interminables, de sus envites, de su ansia de mí.

    Siento haberle destrozado parte del misterio, al anticiparle que aquella mujer que conocí esa aciaga y agitada noche era Felicia, mi vecina de al lado, pero el subconsciente me ha traicionado y he acabado mezclando pasajes del pasado. Le confieso que su identidad no le resta intriga al relato. Quizás esté pensando que al jurado no le faltaron razones para incriminarme y condenarme, si mi alegato fue tan enmarañado. Y tal vez no esté del todo equivocado, pues la cordura la perdí cuando rasgó mis ataduras y me despojó de mi vida encorsetada. Pero puedo asegurarle de nuevo que nada hice de lo que se me acusó en aquella pantomima de juicio.

    Cerré los ojos, aún con su imagen en mi mente, ajeno al trance que acontecería al día siguiente.

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  3. Sucumbí a la tentación. Debí de haberla dado con la puerta en las narices, pero no lo hice y aquello fue mi perdición. Felicia reunía esa atracción que poseen todas las personas atractivas y enigmáticas. Su comportamiento embaucador adquiría matices duales entre lo perverso y lo fascinante. Al igual que un imán, ella poseía dos polos, uno seductor y atrayente, y el otro repulsivo. Me convertí en el ángel caído de sus pretensiones sucumbiendo a sus enloquecedores encantos.

    —Tal vez la tigresa prefiera invitarme en su casa —propuse mientras con la llave rozaba su mejilla dibujando una F.

    Soltó una disonante carcajada mientras sus cautivadores ojos mostraban un brillo apocalíptico que me heló la sangre. Me tomó de la mano y me condujo dentro de su vivienda. He rememorado ese episodio una y otra vez, y tal como le dije al juez yo de entonces sólo recuerdo un exótico olor y una sensación soporífera que nubló mi razón. Se colocó detrás de mí bloqueando la retaguardia. Una fuerza invisible me empujó a través de un obscuro pasillo que conducía hacia una débil luz. Alcanzado el final, entramos en una espaciosa sala apenas iluminada. Sigo sin saber de dónde procedía la escasa claridad porque la habitación en la que nos encontrábamos estaba completamente vacía, pero sólo vacía de cosas tangibles. Desde algún sitio se radiaba un extraño fulgor que abría paso a lo desconocido y que me hizo sentir la hierática presencia de algo que aún no puedo describir.

    — Estoy un poco mareado, ¿te importaría que me tumbe un rato a ver si se me pasa? —pregunté aturdido.

    —Estás en mi dormitorio —dijo dejando caer su mano señalando el suelo.

    A punto de desmayarme, y con paso tambaleante, me acerqué a la ventana y la abrí. El frescor del exterior me hizo recobrar el conocimiento lo suficiente para darme cuenta que la desierta calle, que se mostraba ante mis ojos, no era de mi barrio.

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