miércoles, 11 de abril de 2012

Sentí un súbito escalofrío que me recorría todo el cuerpo, fruto del contacto de mis pies descalzos sobre las frías baldosas del pasillo. No sé decir cuánto tiempo llevaba frente a su puerta con la nota en la mano. De regreso a mi apartamento, acusando aún una leve cojera, recordé de nuevo aquellas paredes donde diez años antes me fue quitando los botones a dentelladas, haciendo jirones mi camisa y destrozando con sus uñas mis pantalones. No era una gata, sino una pantera en celo. Me dejó desnudo con las llaves en la mano, impune a la vergüenza de ser descubierto por algún vecino en semejante circunstancia. No era capaz de razonar en aquel estado, embriagado por su boca, sus manos…

El resto puede usted imaginárselo, no soy hombre que alardee de sus devaneos sexuales, pero aquel encuentro tengo que reconocer que fue la experiencia más salvaje de mi vida. Pasamos horas interminables, con el único apetito que nos proporcionaba nuestros sudorosos cuerpos. Ya de noche, caí exhausto por sus exigencias, inagotable en el sexo.

Huelga decir que al despertar, y como puede suponer, ella ya no estaba allí. La busqué de manera enfermiza por todas partes durante los meses siguientes. Volví al local donde la conocí, noche sí, noche también, dejándome engullir por la masa de gente que bailaba con espasmos mecánicos, pero ninguna mano me rescató. Me fui abandonando y a punto estuvo de costarme el trabajo. Felicia había plantado en mí la semilla de la desesperación, del deseo de sus curvas interminables, de sus envites, de su ansia de mí.

Siento haberle destrozado parte del misterio, al anticiparle que aquella mujer que conocí esa aciaga y agitada noche era Felicia, mi vecina de al lado, pero el subconsciente me ha traicionado y he acabado mezclando pasajes del pasado. Le confieso que su identidad no le resta intriga al relato. Quizás esté pensando que al jurado no le faltaron razones para incriminarme y condenarme, si mi alegato fue tan enmarañado. Y tal vez no esté del todo equivocado, pues la cordura la perdí cuando rasgó mis ataduras y me despojó de mi vida encorsetada. Pero puedo asegurarle de nuevo que nada hice de lo que se me acusó en aquella pantomima de juicio.

Cerré los ojos, aún con su imagen en mi mente, ajeno al trance que acontecería al día siguiente.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 15:43 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. Pasé muy mala noche por mezclar pastillas y alcohol en dosis incorrectas. Daban cuenta de ello las sábanas vomitadas. Una cita en “Paraíso,” con una mujer, era excesivo para mi y mis recuerdos, los únicos excepcionales que habitaban en mi memoria.
    Ese día, los pasajeros sufrieron mis rotundos frenazos mientras en mi cabeza jugaban las neuronas al “pilla-pilla”.
    Se acercaba la hora de la cita y yo llevaba horas sentado en el sofá mirando el televisor apagado sin ni siquiera darme cuenta. ¿Voy? ¡No voy! ¿Voy? ¡No voy!.......
    Bueno, podemos acortar esta parte porque ya sabe usted que sí fui.
    Aún me paré ante la puerta de “Paraíso” y, al cabo de un minuto reculé y me fui a un bar de enfrente, donde me tomé un güisqui doble de un trago para un efecto rápido.
    Ya con la valentía y la imprudencia que el alcohol brinda, bajé las escaleras y esperé a que mis ojos se amoldaran a la penumbra.
    Cuando la ví, si digo que me recorrió un escalofrío no lo entendería usted bien. Fue como si mi cuerpo se transformara en “blandiblu” y cualquiera pudiera lanzarme contra la pared y dejarme allí pegado.
    No sé cuanto tiempo estuve parado, pero debió de ser bastante porque ella tomó la iniciativa y vino hasta mí. Me cogió de la mano sin decir nada y me llevó al mismo sofá donde estuvimos hacía diez años.
    - Efrén, ¿que te pasa?- me dijo mientras me frotaba el muslo como cuando nos damos un golpe.
    - ¡Joder!- pude decir cuando me recuperé-¿y tu me lo preguntas?
    - Creía que sería una agradable sorpresa.
    - Como sorpresa la has bordado.
    - ¿Y como agradable?- dijo sonriente.
    - Creo que otros adjetivos se acomodarían mejor.- yo no sonreía.
    - ¿Es que no te traigo buenos recuerdos?- dijo pícara.
    - ¿Cuál? ¿El de cuando me desperté y ya no estabas?- subí la voz.
    - En ese momento era lo mejor, tenía cosas que hacer antes de volver. – se puso seria.
    - ¿Diez años? Eres muy perfeccionista.- dije a mala baba
    - No es eso. Estaba casada con un viejo millonario enfermo que pensaba moriría pronto, -hizo una pausa- pero al final he tenido que ayudarle. Ahora yo y mi fortuna somos tuyas.- esto último lo dijo muy despacio mientras con una de sus uñas me volvía a marcar la “E” en la mejilla.

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  2. A las cinco en punto, sonó mi radio despertador, tan eficiente como poco dado a la indulgencia. La misma voz pizpireta que me despertaba cada día se abrió paso entre la música:
    “¿Sabes cómo conseguir una buena mañana? ¡Claro que sí, quédate con nosotros! Estaremos ayudándote para que sea la mejor. Ahora, ahorita, una ducha y… ¡a rodar!”
    Como bien puede usted imaginar, con el cuerpo hecho polvo como lo tenía desde los pies a la cabeza, ese día estaba para pocas arengas de optimismo. ¿Se ha parado a pensar cómo demonios consiguen algunos locutores parecer tan sumamente felices a horas en las que casi no están puestas ni las calles? Es increíble, no puedo ni imaginar qué hubiera hecho yo en caso de tener que dar los buenos días a medio mundo después de la noche infernal que había pasado. La cabeza me martilleaba; me sentía mareado, falto de descanso, y sobre todo, estaba tremendamente desconcertado. Acerqué la mano a la mesilla para apagar la radio y rocé la nota. La releí. “No sea imprudente”. ¿Por qué ese tratamiento tan distante a través de una nota fría cuando tiempo atrás había llegado a devorarme lascivamente como una Mantis en celo? Estaba claro que había utilizado el ruido estridente de su música como reclamo para atraerme hasta su puerta, pero una vez allí ¿por qué impedía que la viese? Por otra parte, parecía demasiada coincidencia. Puede que no fuera la misma Felicia. Eso sería lo ideal. Porque si no era así, sólo quedaba algo peor: que ésta fuera la segunda ocasión en la que yo viviera una realidad soñada, o que soñara una realidad, quién sabe. En aquella primera, se sospechó del ataque epiléptico; en ésta, si fuera cierto, yo mismo hubiera sido el primero en calificarme de rematadamente loco, el loco vecino obsesionado por algo que quizá jamás hubiera sucedido. Ojalá la cita vespertina lograse aclararme las cosas: sin duda, las horas se me iban a hacer eternas hasta las ocho.
    Súbitamente, algo parecido a fuertes golpes contra la pared de mi habitación me sacó de mis elucubraciones. Retumbaron violentamente una, otra vez, y otra más, hasta que algo se quebró y los golpes cesaron. Por alguna extraña intuición, volví a correr hacia su casa. La puerta estaba entreabierta.
    Ese día no fue el trabajo lo único que perdí.

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  3. Cuando sonó el despertador, sentí como si todo el peso del mundo cayese a plomo sobre mi cabeza. Me hice el remolón, intentando eludir lo inevitable, sopesando dejar aparcado el autobús aquella mañana. Pero el deber es lo primero, como bien me repetía mi padre, cuando siendo yo niño me levantaba al alba para ayudarle con los animales.

    Poco más recuerdo de la jornada laboral, todavía aturdido por el incidente nocturno y la excitación que el lugar de la cita me provocaba. Apenas comí al llegar a casa y caí rendido en la cama. Me desperté sobresaltado, cuarto de hora antes de las ocho de la tarde, y salí apresurado sin apenas adecentarme.

    Al final llegué al local con puntualidad, pero comprobé sorprendido que estaba cerrado y con evidentes síntomas de haberlo estado durante mucho tiempo. No había vuelto a asomarme por allí en años, intentando no caer en la tentación. Me había costado meses recuperarme y ese fue el primer consejo que me dio mi psiquiatra. No quedaba rastro del cartel que anunciaba la bienvenida al ”Paraíso”. Fue en aquel momento cuando intuí por primera vez que la persona que había deslizado por debajo de su puerta la nota, era la misma mujer que me había hipnotizado aquella noche en ese antro. Y por un instante tuve la tentación de salir corriendo despavorido. Esperé impaciente su aparición en escena, cada vez más seguro de que se trataba de ella. ¿Cómo la habría tratado el paso del tiempo? ¿Tendría el mismo poder de atracción que antaño? Mi nerviosismo iba en aumento según corrían las manecillas del reloj.

    Pasados treinta minutos desde mi llegada, sentí como algo vibraba en mi pantalón, seguido de la sintonía verbenera que amenizaba las llamadas en mi móvil. Como le dije, no suelo ser hombre de muchas amistades y no atisbaba a averiguar quién de mis pocos amigos se acordaba de mí en aquel preciso instante. Cuando acerqué los ojos a la pantalla, mi alma se estremeció, al observar que alguien me llamaba desde el teléfono fijo de mi casa…

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