viernes, 13 de abril de 2012


A las cinco en punto, sonó mi radio despertador, tan eficiente como poco dado a la indulgencia. La misma voz pizpireta que me despertaba cada día se abrió paso entre la música: “¿Sabes cómo conseguir una buena mañana? ¡Claro que sí, quédate con nosotros! Estaremos ayudándote para que sea la mejor. Ahora, ahorita, una ducha y… ¡a rodar!”.

Como bien puede usted imaginar, con el cuerpo hecho polvo como lo tenía desde los pies a la cabeza, ese día estaba para pocas arengas de optimismo. ¿Se ha parado a pensar cómo demonios consiguen algunos locutores parecer tan sumamente felices a horas en las que casi no están puestas ni las calles? Es increíble, no puedo ni imaginar qué hubiera hecho yo en caso de tener que dar los buenos días a medio mundo después de la noche infernal que había pasado. La cabeza me martilleaba; me sentía mareado, falto de descanso, y sobre todo, estaba tremendamente desconcertado. Acerqué la mano a la mesilla para apagar la radio y rocé la nota. La releí. “No sea imprudente”. ¿Por qué ese tratamiento tan distante a través de una nota fría cuando tiempo atrás había llegado a devorarme lascivamente como una Mantis en celo? Estaba claro que había utilizado el ruido estridente de su música como reclamo para atraerme hasta su puerta, pero una vez allí ¿por qué impedía que la viese? Por otra parte, parecía demasiada coincidencia. Puede que no fuera la misma Felicia. Eso sería lo ideal. Porque si no era así, sólo quedaba algo peor: que ésta fuera la segunda ocasión en la que yo viviera una realidad soñada, o que soñara una realidad, quién sabe. En aquella primera, se sospechó del ataque epiléptico; en ésta, si fuera cierto, yo mismo hubiera sido el primero en calificarme de rematadamente loco, el loco vecino obsesionado por algo que quizá jamás hubiera sucedido. Ojalá la cita vespertina lograse aclararme las cosas: sin duda, las horas se me iban a hacer eternas hasta las ocho.

Súbitamente, algo parecido a fuertes golpes contra la pared de mi habitación me sacó de mis elucubraciones. Retumbaron violentamente una, otra vez, y otra más, hasta que algo se quebró y los golpes cesaron. Por alguna extraña intuición, volví a correr hacia su casa. La puerta estaba entreabierta.

Ese día no fue el trabajo lo único que perdí.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 15:16 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. Un informante anónimo, bien intencionado creo, se encargó de dar el aviso. Las sirenas alertaron a toda la casa cuando se detuvieron en el portal. Se inició un murmullo creciente al que se añadían los ruidos procedentes de todas las plantas, cerraduras y puertas abriéndose, gente asomada a la barandilla y preguntándose unos a otros por lo que estaba ocurriendo. Un barullo general que fue ascendiendo como una nube gris por la escalera hasta llegar enmarañado a mis oídos que, como el resto de los sentidos, tenía alterados por la impresión que el escenario aquel me había producido. Efrén el imprudente había entrado en su apartamento.

    Los policías, la nube, vecinos y vecinas en bata asomándose a la puerta. Todos me encontraron allí asustado y medio temblando, perdido de sangre y con los ojos desorbitados. Hasta los ventanales de cortinas blancas casi transparentes, llegaban los haces de luz que desprendía el coche de policía. Se mezclaban naranjas, azules y sombras que se multiplicaban intermitentemente por toda la casa, sus objetos y las personas que allí estábamos. Aquella escena bien podría haber inspirado a los presentes y después a la prensa tras su descripción, el sambenito que me colgaron para bautizar el caso: El vecino loco.

    Y así debí parecerlo en medio de aquella habitación. El cuerpo de Felicia apoyado en la pared, medio sentada en un charco de sangre. Su cabeza teñida del mismo rojo que las enormes manchas que de las que estaba todo salpicado. Muebles destrozados y fuera de sitio. Objetos rotos y esparcidos por el suelo. Todo parecía indicar que “había existido una violenta pelea con resultado de muerte para uno de los intervinientes” según las primeras apreciaciones del informe policial que intentaba dar noticia de los luctuosos hechos.

    El primer policía transformó su rostro de sorpresa en inusitada expresión de rudeza, cuando alguien tras de sí, dijo gritando: ¡ha sido él, ha sido el! Y uniendo la acción a la palabra me agarró por el brazo diciendo: ¡Usted… se viene con nosotros!

    Acto seguido añadía dirigiéndose al compañero: llama a comisaría e informa de que aquí tenemos un fiambre. Que avisen al Jefe porque vamos para allá con un detenido y que manden al equipo de siempre. Ya conoces el protocolo.

    A las 7:00 me encontraba en el calabozo esperando a prestar declaración.

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  2. No sé por qué, probablemente fruto del nerviosismo, golpeé con los nudillos en la puerta, abriéndola aún más. Escuché un tintineo y advertí que las llaves colgaban de la cerradura, por la parte exterior. Las quité con intención de dar aviso de ello a mi vecina en cuanto la hubiera localizado. La casa era prácticamente simétrica a la mía -excepto en la pared compartida de mi dormitorio y su cuarto de estar-, así que pude intuir fácilmente la disposición de los espacios. Me adentré a tientas por el pasillo, evitando tropezar con las cajas de embalaje de mudanza y guiado por la luz que salía de la primera habitación a la derecha. En ella observé atónito que sobre una cama sin deshacer estaba cuidadosamente dispuesta ropa de cuero negra; junto a ella, una colección de postizos que incluía pestañas, uñas y varias pelucas. Sobre la alfombra, decenas de fotografías dispuestas una a una en filas, como un cuidadoso solitario de naipes.
    En ese momento hubiera podido jurar que el corazón me fuera a explotar en el pecho: yo aparecía absolutamente en todas.

    Comprendo su cara de perplejidad, tampoco yo entonces daba crédito. Todas aquellas fotos eran de mi época de adolescente. En ellas reconocí a esos viejos amigos a los que perdí la pista una vez que terminó la época del Instituto: allí estaban Ángel, Carlos, Sara, Manuel, Irene… todos. Bueno, todos no. Observé que faltaba… ¿cómo se llamaba? Era menuda, poco agraciada, tímida; muy peculiar. Si somos políticamente incorrectos, puede interpretar que era una chica fea y rara de narices. Para más desgracia, creo que yo le gustaba, porque nunca me quitaba ojo y se hacía la encontradiza conmigo constantemente. Cuando la pandilla le tomaba el pelo diciéndole que la “E” gigantesca de su carpeta era la inicial de Efrén, contestaba sonrojada que eran unos imbéciles, mientras se alejaba muerta de vergüenza. ¡Pobre chica…!

    Algo me hizo reaccionar. Un hilo de voz lastimero en el cuarto de estar pedía socorro ahogadamente. Lo que vi a continuación aún hoy me eriza el vello: en el hueco entre dos sillones estaba mi antiguo vecino Jaime con la cara destrozada, sangrando por la boca. La pared también tenía manchas de sangre; al parecer, le habían golpeado cruelmente contra ella hasta partirle la cabeza. A pesar de contar apenas con fuerzas, me susurró agónico:

    -Efrén, es usted… Efrén… ¿qué ha pasado con mi casa?

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  3. Golpeé la puerta mientras gritaba su nombre. Al no obtener respuesta, decidí, no sin inquietud, penetrar en el apartamento. Estaba a oscuras. Me dirigí al salón y encendí la luz. La vi al instante.

    Tardé en reaccionar y poner las piernas en movimiento hacía ella y ver el charco de sangre que enmarcaba su cabeza. Me agaché temblando para comprobar el pulso en su carótida pero no lo encontré. Era el primer cadáver que veía fuera de un tanatorio; la sensación era muy distinta, la muerte se me mostraba desconocida y en soledad.

    Aunque la mente se quería escapar, reaccioné para analizar la situación. Cogí una figura de un gato de ónice que había junto al cuerpo; sin duda era el objeto con el que la habían golpeado; lo volví a dejar donde estaba.

    Me levanté y me fijé que era una hermosa mujer de cabellos rubios, no más allá de los 35 años. Iba vestida con pantalón corto y blusa de tirantes, ambos de raso azul; que debían servirle de pijama. Luego, no era una intrusa.

    ¿Sería otra Felicia? Era lo más lógico, pero algo me impulsaba a comprobarlo, tenía que ir a “Paraíso”.

    Decidí no llamar a la policía y no involucrarme de momento. Me dirigí a la puerta y la cerré despacio como si no quisiera despertarla.

    Supongo que está usted pensando que son estos los momentos donde empecé a cagarla de verdad. No va mal encaminado.

    Hice el camino hasta “Paraíso” con un gran desasosiego. No sabía bien lo que deseaba. Quería verla con locura pero, ¡joder!, es que si estaba aquí, tenía un cadáver en el salón.

    Bajé rápido las escaleras e instintivamente miré hacía el sofá donde estuvimos hacía diez años.
    Usted ya sabe la conclusión: ¡Estaba allí!

    Me vio y empezó a instarme con la mano para que me acercara.

    Tardé en llegar porque mis pies se rebelaban a mis órdenes.

    - ¿Cuánto tiempo? – dijo tan alegre- Siéntate a mi lado.

    - Hola – creo que es lo más que pude decir y, me senté.

    - Efrén, que pálido estas, parece que acabes de ver un cadáver.

    Usted comprenderá que esto puede resultarme gracioso cuando lo escucho en una película, pero en esos momentos fue como un navajazo entre las costillas.

    - No ves que estoy vivita y coleando- siguió tan alegre- ¡Toca, toca!

    Yo, la verdad, no acababa de reaccionar.

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