Por desgracia aquella noche se colaba por el ventanal del taller una rutilante luna llena, cuyo brazo de luz incidía directamente sobre el rincón en el que dormía acurrucado Durruti. Aquel cerdo había adquirido dotes de sabueso y en cuanto entraron el padre de Pirelli y su compañero, Pascual, abrió los ojos, movió el hocico en señal de saludo y volvió a acomodar su cabeza en el suelo. Pascual oficiaría de matarife, no en vano había participado en su infancia en numerosas matanzas en su pueblo materno. Aún resonaban en su cabeza los estridentes chillidos en el brutal momento en que brotaba la sangre a borbotones de la garganta del cochino.
Pascual desplegó sobre una mesa un fardo de cuero, cual cirujano y fue comprobando uno a uno aquellos utensilios que le había cedido un vecino de su pueblo.
- Ve atándole las patas, que este bendito ni se mueve.
Extrajo una piedra de afilar, el machete, el cuchillo tripero, aquel otro largo para degollar y por último el gancho, que brilló en la oscuridad. El resplandor desperezó a Durruti, para comprobar que en cuclillas, a su lado, le observaba en silencio el padre de Pirelli. Durruti clavó su mirada en sus trémulas pupilas y enseguida comprendió lo que venían a hacer, y aún así ni se inmutó.
Pascual buscó a trompicones un banco de madera en el que colocar al gorrino una vez que el gancho se incrustara en su papada, paso previo al estoque final. Tropezó con las gamellas, lo que hizo que hincara la rodilla en el suelo. Se reincorporó, no sin blasfemar un par de veces y al darse la vuelta, en el rincón donde yacía el verraco, sólo quedaba un halo lunar. Durruti y el padre de Pirelli habían desaparecido.
Pascual desplegó sobre una mesa un fardo de cuero, cual cirujano y fue comprobando uno a uno aquellos utensilios que le había cedido un vecino de su pueblo.
- Ve atándole las patas, que este bendito ni se mueve.
Extrajo una piedra de afilar, el machete, el cuchillo tripero, aquel otro largo para degollar y por último el gancho, que brilló en la oscuridad. El resplandor desperezó a Durruti, para comprobar que en cuclillas, a su lado, le observaba en silencio el padre de Pirelli. Durruti clavó su mirada en sus trémulas pupilas y enseguida comprendió lo que venían a hacer, y aún así ni se inmutó.
Pascual buscó a trompicones un banco de madera en el que colocar al gorrino una vez que el gancho se incrustara en su papada, paso previo al estoque final. Tropezó con las gamellas, lo que hizo que hincara la rodilla en el suelo. Se reincorporó, no sin blasfemar un par de veces y al darse la vuelta, en el rincón donde yacía el verraco, sólo quedaba un halo lunar. Durruti y el padre de Pirelli habían desaparecido.



No tardó en organizarse una batida por las calles del barrio en busca de los fugitivos, reo y verdugo. En poco más de media hora habían conseguido reunirse, con toda la discreción posible, más de la mitad de los trabajadores del taller, incluidos, por supuesto, Pascual y Pirelli.
ResponderEliminarSe distribuyeron las principales zonas y como pequeños comandos, sigilosos y con los oídos bien abiertos, escudriñaron callejuelas y portales. La luz de la luna jugaba en su contra, y también el sereno, Don Blas.
Don Blas era alérgico a las palmas. Vamos que cuando se le llamaba “plas, plas, ¡serenooooo!” siempre tardaba más de media hora en aparecer con su manojo de llaves y el caminar cansino del que sabe que aún le quedan muchas horas hasta meterse en la cama, con los pies destrozados y el frío metido en el cuerpo. Eso sí, más valía que un pobre ciudadano no estuviera trapicheando por la noche con algún peligroso producto de estraperlo, porque allí aparecería el vigilante Don Blas, repentino como un predador, para amenazar con dar aviso a los guardias y, tras no muchas reticencias, hacer la vista gorda a cambio de parte de la mercancía.
Después de dos horas de intensa búsqueda, el grupo se reunió de nuevo en el taller. Ni una pista, ni un gruñido apagado, ni un tufillo en el aire. Todos se quedaron silenciosos y preocupados alrededor de la estufa de leña que más bien parecía el Botafumeiro, pensando quizá más en Durruti y sus virtudes carnales que en el padre de Pirelli. Finalmente se despidieron hasta el día siguiente, esperando encontrar algún indicio a la luz de la mañana.
Pascual, incapaz por naturaleza de pensar mal de alguien, buscó en cada rincón del taller, llamando entre susurros al padre de Pirelli.
ResponderEliminar-“¡Juanón!, ¡Juanooon! ¿Dónde te has metido?
Su impresión inicial, que Durriti se hubiera puesto en pie y el padre de Pirelli estuviera tratando de apaciguarlo en algún otro rincón del taller, se desvaneció en tres miradas. Salió a la calle, miró hacia todos los lados y no vio ni rastro de los huidos ¿Sería posible que el aprendiz hubiese robado el cerdo? Por lo que conocía al chaval le parecía imposible. Demasiado noble para una jugarreta así. Además, ¿cómo lo habría conseguido tan silenciosamente?
Por otro lado sentía un gran alivio. Si Durriti había desaparecido, con o sin Juanón, ya no era posible sacrificarlo. Tendría que decirle a los demás, eso sí, lo ocurrido. Los demás compañeros del taller esperaban ansiosos a la mañana del domingo, jornada que aprovecharían con permiso de Don Segifredo, el cura, para hacer novillos en la misa de once y acabar, en un solo día, con todos los preparativos. Sus mujeres lavarían las tripas mientas ellos picaban la carne, adobarían los lomos, cubrirían de sal los jamones… Habían acordado minuciosamente cómo harían la distribución del animal entre ellos, así que por ese lado no habría problemas. Solo que ya no había reparto.
Cerró la puerta del local y se encaminó a casa preguntándose si el padre de Pirelli habría desaparecido incluso de Valladolid. Mientas, en el taller, acurrucados tras una enorme plancha de hierro apoyada en la pared desde el suelo, esperaban Durriti y Juanón. En cuanto se fue Pascual el muchacho salió con el cerdo para encontrarse con los que iban a ser sus nuevos socios. Si todo salía como esperaba, evitaría la muerte de Durruti y haría ricos a sus compañeros.
Tiempo habrá para dilucidar lo que sucedió durante ese lapso en el que el padre de Pirelli hizo mutis acompañado de la pieza porcina a la que había tomado un cariño desmedido.
ResponderEliminarPor su parte, Pascual, aturdido por la inesperada desaparición de la pareja, recorría cada palmo del sombrío taller mientras demostraba la capacidad pulmonar disimulada en su contrahecho cuerpo.
-¿Pero dónde te has metido, hombre? ¿Se te ha escapao el marrano?
Cuando entendió que aquellos rincones no guardaban más que trastos inservibles y herramientas oxidadas, amplió su búsqueda a las calles que rodeaban el taller mecánico y por las que no pasaba un alma desde hacía un buen rato. Dos horas después se convenció de que no iba a encontrar ni al cerdo ni a quien se lo había llevado, todavía no alcanzaba a comprender las razones, momentos antes de convertirlo en manjar para sus estómagos encogidos. Con las mismas, tiró para la cama.
El lunes, el revuelo en el taller no había disminuido un ápice con lo sucedido desde la noche de autos. Los obreros todavía no entendían dónde diablos se había metido el fugado ni, lo más importante, en qué lugar se encontraría ahora ese sueño en forma de cerdo que habían estado alimentado durante meses con la intención de convertirlo en sabrosos embutidos. En esas andaban cuando el marco de la puerta por el que comenzaba a apuntar tímidamente el sol mañanero se ensombreció e hizo acto de aparición la figura que habría de rendir cuentas. El padre de Pirelli, con el pelo todavía revuelto y una sonrisa que recorría de extremo a extremo su aniñado rostro, entró en el taller.
Sigilosamente, y aprovechando el traspiés de Pascual, convenció a Durruti para que le acompañara hasta la trasera del taller, con la inestimable ayuda del exquisito señuelo de los caramelos que aquella tarde había comprado a Dimas, el tendero de la plaza del Carmen.
ResponderEliminarSupo desde el principio que la matanza era inconcebible. Cualquier persona con “dos dedos de frente”, tendría que haber supuesto que dos tipejos como ellos, él desgarbado y patilargo, Pascual fornido, aunque cenutrio y obtuso, no podrían acabar por sí solos con la plácida existencia de Durruti sin convertirlo en una escabechina. Por muy dócil que fuera, a la amenaza del filo hubiese surgido el espíritu revolucionario del “general“.
Martín, que por cierto así se llamaba el padre de Pirelli, por aquello de haber nacido el día de su onomástica, y que no pocas mofas tuvo que soportar el día del sorteo, a costa del célebre refrán de “a cada cerdo le llega su San Martín”; pues Martín, y Durruti, ocultos en silencio tras la camioneta que Federico, el frutero, había llevado el viernes a la mañana a reparar, vieron pasar a Pascual encendido en cólera, cuchillo en mano, con los ojos inyectados en sangre, la sangre del marrano que ni siquiera había llegado a coagular, indignado por las viandas que se le escapaba de las manos. Humano y bestia, voz y gruñido, quedos.
Durruti contemplaba con parsimonia a Martín, absorto y cómplice, conminándole a resolver sin dilación aquella situación que él solito había provocado. Además hacía un rato que del festín de caramelos ya no quedaban ni las esquirlas.
No restaba mucho tiempo hasta el amanecer y Martín necesitaba con premura una solución al recién creado problema. No había vuelta atrás, había tomado la férrea determinación que Durruti moriría de viejo. Debía elucubrar un plan …
La noche clara les ayudaba. A trompicones pero con decidida voluntad de poner tierra de por medio, unidos por una cuerda y el sentimiento ahora compartido de no vivir la tragedia que estuvo a punto de ocurrir, hombre y cerdo se afanaban en alcanzar la lejana tapia del cementerio. Posiblemente allí, no habrían de oírse ya las voces de Pascual que amenazaban con despertar a todo el mundo. El padre de Pirelli siempre había sido un sentimental. Incluso con hambre. Y no había podido hacer otra cosa que obedecer al noble impulso de salvar a Durruti, a quien había llegado a querer casi como a su propio hijo. Al menos este no le contestaba nunca.
ResponderEliminarSin resuello, alcanzaron el santo lugar en el que las alargadas sombras de los cipreses formaban bajo la luna un azulado y tétrico marco. Penetraron en él a través de su desdentada tapia, por una zona en parte derruida, y junto a la tumba del que fuera la persona más importante de pueblo, a juzgar por el tamaño del panteón, se acurrucó el hombre en un rincón entre la tapia y el mausoleo, trayendo hacia sí al animal en un intento de tranquilizarle e impedir que siguiera emitiendo gruñidos como los que fue dejando por el camino. En esa postura, con el sofocón de la carrera y la cabeza a punto de estallar ,buscaba atropelladamente una solución antes de que le encontrara nadie. Tendría que dar explicaciones a todos los del taller empezando por Pascual. A su familia y a las de todos los que iba a cambiar sus esperanzas por quimeras. Sus certezas de cundío en la olla por sueños que no habrían de cumplirse. Y en esas reflexiones estaba cuando al otro lado del camposanto empezaron a escucharse unos ruidos sospechosos, seguidos de unos suspiros lastimeros.