lunes, 29 de marzo de 2010

 La historia que voy a contar se la escuché a un albañil del Barrio de las Delicias al que todos llamábamos Pirelli, en recuerdo de los conocidos neumáticos. Le había sucedido a su padre durante la posguerra, en un taller mecánico en el que trabajaba como aprendiz. Aquellos eran tiempos de escasez. La Guerra Civil había arruinado a los españoles, que tenían dificultades hasta para conseguir los alimentos más elementales, sujetos a un riguroso plan de racionamiento por parte de las autoridades. Pues bien, en aquel taller, Carrocerías Molina, tenían un cerdo al que habían puesto de nombre Durruti, en emocionado recuerdo del general anarquista. Uno de los obreros se lo había traído de su propio pueblo, escondido bajo la chaqueta, burlando los controles policiales, y lo cuidaban en el mismo taller a la espera de que alcanzara el tamaño adecuado para hacer la matanza y repartirse sus exquisitas carnes. Lo alimentaban con las sobras de sus casas, y tenía un apetito tan voraz que hasta era capaz de comerse papeles de periódico y las virutas de la madera. Pasaron los meses y Durruti creció sano y apacible, pues la compañía y las atenciones que el padre de Pirelli y sus compañeros le prodigaban hizo de él un animal confiado y afectuoso, que seguía a sus amos por el taller y les acompañaba en sus trabajos como si fuera un perro faldero, pues los cerdos son unos animales limpios e inteligentes, contra lo que se suele creer, capaces de convivir en complacida vecindad con los hombres. Hasta que se hizo grande, y tuvo que plantearse en el taller el aplazado tema de su matanza. No era fácil conservarle con aquel tamaño, sin despertar las sospechas de los que iban por allí, como tampoco lo era enfrentarse al espectáculo de sus carnes rosadas y prietas sin que el hambre les hiciera pensar al momento en chorizos, jamones y tortas de chicharrones. De forma que un buen día, y haciendo de tripas corazón, decidieron que había llegado el tiempo de su sacrificio. ¿Pero quién de ellos lo haría? Lo echaron a suertes y le tocó al padre de Pirelli y a otro de los obreros. Ambos estuvieron de acuerdo en que esperarían al anochecer de ese sábado, y en que lo harían a oscuras, conscientes de que no habrían podido enfrentarse a la mirada de Durruti sin flaquear...
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 12:00 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. … de modo que, en cuanto empezó a anochecer el sábado, Pirelli y el otro obrero, Arsenio, se dirigieron al taller a dar por concluida la existencia del noble –y apetitoso- animal.
    Pirelli se había estado preparando anímicamente para afrontar dicha obligación, o eso creía, pero llegado el momento sentía, a medida que se acercaba al taller, que las piernas le flaqueaban y el corazón latía más rápido de lo normal, estaba tan azorado como si la macabra cita en realidad fuese una cita amorosa, pensaba: ¿Seré tonto acaso…? Mira qué nervios más tontos se me han puesto…
    Envuelto en un papel de periódico atrasado, y oculto bajo la ropa, llevaba un cuchillo de grandes dimensiones, lo había estado afilando convenientemente con una piedra apropiada, y se había cerciorado de que el filo estuviese fino y brillante, certero como la hoja de un bisturí, a fin de procurarle al animal una muerte rápida y lo menos cruenta posible.
    Pirelli era un buen hombre, de profundos y arraigados sentimientos, pero además de eso, en su vida jamás se había visto en la necesidad de tener que matar a nadie, mucho menos a un animal, es decir… que puestos a hacerlo, se hubiese visto capaz de liquidar a algún humano, en defensa propia, antes que a una inofensiva bestia. Es deducible, pues, el mal trago por el que se veía obligado a pasar esa noche.
    Había quedado citado con Arsenio a la misma puerta del taller. Arsenio era un chaval joven y robusto, de hábitos sanos, pobre oratoria y recia musculatura, aunque de mirada obtusa. Siempre habían considerado en el taller que su cerebro disponía de las luces justas para sacar adelante el oficio; y sus ideas, respecto al trabajo en particular y la vida en general, eran de lo más rudimentarias, limitándose a elucubrar cómo mitigar el hambre, el sueño y la sed cuando llegaba la hora, en ese aspecto bien pudiera decirse que era un clon exacto de Durruti.
    Cuando llegó Pirelli ya estaba Arsenio esperando. Su mirada parecía más bruta de lo normal, sus cejas también parecían más espesas, y su frente más estrecha de lo habitual. Pirelli tuvo un mal presentimiento, no pudo evitarlo…

    ResponderEliminar
  2. Por desgracia aquella noche se colaba por el ventanal del taller una rutilante luna llena, cuyo brazo de luz incidía directamente sobre el rincón en el que dormía acurrucado Durruti. Aquel cerdo había adquirido dotes de sabueso y en cuanto entraron el padre de Pirelli y su compañero, Pascual, abrió los ojos, movió el hocico en señal de saludo y volvió a acomodar su cabeza en el suelo. Pascual oficiaría de matarife, no en vano había participado en su infancia en numerosas matanzas en su pueblo materno. Aún resonaban en su cabeza los estridentes chillidos en el brutal momento en que brotaba la sangre a borbotones de la garganta del cochino.

    Pascual desplegó sobre una mesa un fardo de cuero, cual cirujano y fue comprobando uno a uno aquellos utensilios que le había cedido un vecino de su pueblo.

    - Ve atándole las patas, que este bendito ni se mueve.

    Extrajo una piedra de afilar, el machete, el cuchillo tripero, aquel otro largo para degollar y por último el gancho, que brilló en la oscuridad. El resplandor desperezó a Durruti, para comprobar que en cuclillas, a su lado, le observaba en silencio el padre de Pirelli. Durruti clavó su mirada en sus trémulas pupilas y enseguida comprendió lo que venían a hacer, y aún así ni se inmutó.

    Pascual buscó a trompicones un banco de madera en el que colocar al gorrino una vez que el gancho se incrustara en su papada, paso previo al estoque final. Tropezó con las gamellas, lo que hizo que hincara la rodilla en el suelo. Se reincorporó, no sin blasfemar un par de veces y al darse la vuelta, en el rincón donde yacía el verraco, sólo quedaba un halo lunar. Durruti y el padre de Pirelli habían desaparecido.

    ResponderEliminar
  3. Conforme el sábado se acercaba, el silencio se hacía mayor en aquel taller. Las palabras volaban justas, como las provisiones en sus despensas. No se comentó cómo a Evaristo, su mujer, le había despachado a voces de madrugada y desde la ventana de su piso, mientras el pobre infeliz lloraba implorando perdón en el portal, tambaleándose a causa del vino de la cantina de Julián del que hacía avaricioso acopio noche sí y noche también. Ni cómo una hora más tarde se afanaba el pobre hombre en recoger sus ropas esparcidas por toda la calle tras la lluvia propiciada por aquella mujer de tanto volumen como mal carácter. Fue muy comentado en el barrio, incluso había quien aseguraba que esta vez la cosa iba en serio y que Evaristo había sido visto tomando habitación en una pensión del puente colgante. Tampoco se habló de la hija pequeña de la pollera, de quien su madre decía que había marchado a servir a la capital a casa de unos marqueses, pero corría el rumor de que el chico de Martín ,el pescadero, la había dejado preñada y ahora no quería hacerse cargo de lo que le venía.

    Aquel sábado los dos desafortunados matarifes se dieron cita en la cantina de Julián a eso de las ocho. Pidieron unas cervezas que desaparecían a sorbitos pequeños, charlaron con el resto de la parroquia y se animaron a pedir una ronda más. De vez en cuando las miradas de ambos se cruzaban y rápidamente caían los ojos a la jarra y retomaban la conversación, bien asintiendo o bien mentando nuevos temas que demoraran el juicio final de aquel bicho, al que sin querer habían tomado un cariño, que ahora mismo, se mostraba en toda su magnitud ante ellos. Y pesaba.

    ResponderEliminar
  4. El resto de la semana fue extraña. A la euforia inicial ante la proximidad de carne abundante siguió una pesadumbre que aumentaba con las horas. Las conversaciones del martes, alegres y optimistas, empezaron escasear el miércoles y a entremezclarse con risas nerviosas el jueves. De esas que tratan de encubrir lo incómodo de un tema. Hubo dos que no abrieron la boca el viernes.

    Durruti, a todo eso, hacía su vida por el taller. Echaba sus siestas, olisqueaba aquí y allá, comía bien y se tumbaba junto a unos u otros de forma casual. O no. El padre de Pirelli cayó en la cuenta de golpe. En ese vaivén de ánimos que todos experimentaban a lo largo del día había momentos para todo: para imaginar jamones colgados y para tratar de evitar pensar en cómo clavarle el cuchillo al cerdo. Al padre de mi amigo albañil le sorprendió que Durriti se levantara repentinamente de su lado varias veces, sin causa aparente. “Este marrano se está volviendo loco”, se dijo mientras trataba de recuperar el hilo de sus pensamientos. “Sí, a ver… si mi padrino me dejara curar los chorizos en su casa, en el pueblo…”.

    Se paró en seco, intentando apartar de su cabeza el desatino. Durruti se había pasado el lunes en un rincón, sin acercarse a nadie; el martes, parecía recuperar su carácter sociable, y desde el miércoles el marranico buscaba principalmente su compañía y la del otro matarife. Apenas se acercaba a los demás y, cuando lo hacía, se sobresaltaba a menudo. “¡Coño, con el cerdo!” –dijo en algún momento un tal Gerardo-. “Casi me atornillo el dedo. Menos mal que el domingo voy a comer patatas quisadas con sangre, que a mi mujer le salen... ¡mua! Estaba pensando en ello ahora mismo”.

    ResponderEliminar
  5. A medida de que el fatídico día se acercaba, los ánimos del padre de Pirelli tocaban fondo. La simple idea de acercarse al confiado animal y terminar con su placentera vida de cochino abriéndole de un tajo el gaznate había llegado a quitarle el sueño. De pequeño había asistido ensimismado y hasta complacido a las rituales matanzas con las que su familia se aseguraba el sustento para el resto del año. Los chillidos que proferían los cerdos en el momento del empellón del matarife provocaba en el todavía inocente crío una malsana satisfacción que quedaba ahora, cuando la mano asesina que asestara el mortal tajo debía ser la suya, muy lejana.
    Ante sus compañeros de taller y de tasca se negaba a admitir sus reservas frente al cruel encargo que debía acometer. Evitaba con todas sus fuerzas que esa inquietud se reflejara en su rostro o en su vacilante tono de voz y provocara las chanzas de los demás. Lo peor de esos días, de cualquier forma, eran las veces en las que Durruti, ajeno al destino que esos humanos tan serviciales habían dispuesto para él, se acercaba a sus manos en busca de alguna sobra de comida. No, definitivamente no era lo mismo contemplar con ojos de niño la muerte de un cerdo anónimo que empuñar el cuchillo por sí mismo y acabar con algo parecido a una mascota.
    Llegó el día y, en compañía del otro agraciado en la aciaga lotería, encaminó sus pasos hacia el taller. Absorto como iba, casi en trance como el condenado a muerte camino al patíbulo, estuvo a punto de no advertir que la puerta de Carrocerías Molina estaba extrañamente abierta un sábado a las ocho y media de la noche.

    ResponderEliminar
  • Facebook
  • Twitter
  • Linkedin

Twitter

Encaja 400

PARA LA: