sábado, 10 de abril de 2010

Pasito a pasito, con su gracioso trotar cochinero haciendo temblar sus jamones, Durruti alcanzó el Campo Grande. No hubiera imaginado el gorrino, ni en el mejor de sus sueños, un sitio mejor para camuflarse que aquel enorme jardín. Diseñado bajo los efectos de los ideales románticos, el Campo Grande parecía crecer descabalado, en un laberinto plagado de zonas umbrías por culpa de unos árboles de copas desatadas y enormes. Buen sitio para esconderse, debió pensar el marrano, que en un plis plas se hizo invisible a ojos de sus perseguidores.

-Cuando cojamos a ese maldito cerdo lo degollaré, y detrás irás tú como alguien se entere de esto y acaben por quitárnoslo -amenazaba Pascual a su compañero Martín, ambos con el resuello ahogado a la caza del animal.

-Déjalo, Pascual -interrumpió Martín haciendo un esfuerzo más para poder hablar.- Encontrémosle primero, antes de que esas monjas llevadas por el diablo convenzan al secretario del Obispo y se nos venga encima toda la Santa Madre Iglesia con arcángeles y coros celestiales.

-Sí, pero los dos juntos. No te pienso quitar el ojo de encima -concluyó Pascual, y se arrimó un poco más a Martín mientras ambos se internaban por la Puerta del Príncipe. Frente a ellos, el largo paseo central permanecía desierto, con la única vida de un pavo real que lo cruzaba y dos palomas picoteando migas debajo de un banco. Nada más poner el pie dentro del recinto notaron cómo el silencio se espesaba, el tiempo ralentizaba su marcha y la ciudad y sus ruidos se alejaban.

-Durruti, viejo amigo -pensó Martín en voz alta-, ¿dónde te has metido?
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 13:56 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. Como es obvio, Durruti no contestó a la llamada. Bastante tenía con meter su corpachón en uno de los recovecos de la cueva

    escondida tras la pequeña cascada que surtía de agua al estanque. No podía haber elegido mejor, porque de avanzar un poco

    más hacia el pequeño lago artificial habría organizado un revuelo de patos y pájaros que le habría delatado. En aquel

    escondrijo se quedó durante un buen rato, sin mover siquiera el hocico, mientras a lo lejos se escuchaban las voces de los

    dos mecánicos.

    Pascual y Martín caminaban uno junto al otro adentrándose en el laberinto de caminos de tierra. Iban de lado, con una oreja

    adelantando el paso, como si así quisieran escuchar unos metros más allá, anticipándose. Era inútil. Todo lo que

    consiguieron fue oír el leve rumor de los pavos reales moviéndose entre los árboles y algún que otro sonido procedente de

    las pajareras del Campo Grande. Y así siguieron, con paso sigiloso y atento, hasta que un tumulto inoportuno les hizo volver

    la cabeza. El secretario del Obispo y las tres monjas, todos con los faldones en ristre, habían seguido sus pasos a la

    carrera y ahora, colorados y sudorosos por el esfuerzo, iniciaban la búsqueda del huidizo gorrino. Por fortuna para Durruti,

    eligieron tirar hacia su izquierda desde la Puerta del Príncipe, camino de la Pérgola donde en las tardes veraniegas se

    solazaban sus paisanos, baile va, baile viene, mientras los chiquillos correteaban de un lado a otro.

    El cochino, para entonces, se temía que era cuestión de tiempo que le dieran caza, y sus ojitos parecieron volverse más

    vivarachos. Su deseada cabeza había urdido un nuevo plan.

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  2. Corre que te corre siguió Durruti, dando más vueltas que una cabra en un garaje, entre los árboles del parque. Como había

    logrado burlar a sus perseguidores ya no sentía la urgencia de seguir huyendo, y el aguijonazo de impulsos más apremiantes

    se apoderó de él. Cuando su estómago bramó, como diciendo “aquí estoy yo”, ya no quedaba lugar en su mente para Pascuales

    asesinos, monjas reposteras o borrachos aprovechados. Sólo la acuciante necesidad de acallar el concierto de sus tripas.

    Aguzando el olfato se afanó en la búsqueda de los muchos manjares que la madre tierra esconde en su seno para los hocicos

    expertos. No dejó piedra sobre piedra hasta haber encontrado suficientes raíces, setas y gusanos como para sentirse

    ligeramente satisfecho. La sed hizo entonces acto de presencia y fueron unos murmullos trémulos los que condujeron al animal

    hasta la fuente de la Fama, donde abrevó hasta hartarse.

    Tan concentrado estaba en disfrutar de la repentina abundancia y la dulce autocomplacencia que no reparó en las dos figuras

    que se aproximaban por la retaguardia.

    Martín doblaba un recodo, seguido de cerca por Pascual, cuando a lo lejos divisó por fin a su amigo. El cerdo trataba de

    cazar entre sus fauces el chorro que un angelito lanzaba desde lo alto de la fuente, mientras dos desconocidos le silbaban y

    hacían aspavientos para captar su atención.

    -Quien se han creído esos que son- bufó Pascual exasperado mientras corría hacia el lugar.

    -¡Durruti!- Exhaló Martín, estremecido de orgullo y alegría al comprobar que su amigo levantaba la rosada testa en señal de

    reconocimiento.

    Al punto los desconocidos se volvieron para recibir a los recién llegados y a Martín se le cayó el alma al suelo cuando

    descubrió que se trataba de una pareja de la Benemérita con tricornio y todo.

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  3. Pascual mudó su expresión de cabreo en sorpresa. Acababa de comprender.

    -“¿Viejo amigo?”. ¿Qué quieres decir con “viejo amigo”?

    -Pues quiero decir lo que quiero decir, Pascual. Que una cosa es decidir que hay que hacer la matanza, con lo que nos costó a todos hablarlo, y otra que te toque en suerte matarlo a ti. Que yo no puedo, Pascual. Ya está dicho.

    -“Ya está dicho, ya está dicho”. Pues haberlo dicho antes, chaval. Que te habíamos cambiado por otro. Y no así, que llevamos toda la noche dando vueltas, hemos perdido el cerdo y, si lo encontramos, espérate a ver si logramos hacernos con él otra vez. Que solo a ti se te ocurre llevarlo a un convento. ¿Es que no has aprendido nada del general Durruti?

    -El general Durruti no mataba a sus amigos-, repuso Martín entre dientes.

    -¡¿Cómo dices?!

    -Mira, Pascual. Seguro que hay otra solución. Podríamos esperar un poco más. Seguro que aún le queda algo que crecer. Y, si esperamos un poco más aún, en poco más de medio año, con la buena planta que tiene Durruti, seguro que podemos utilizarlo de verraco y sacar unas perras por él. O utilizarlo para rastrear cosas, no sé… Durruti tiene un gran olfato. Acuérdate cuando encontró en el taller el guante que había perdido Esteban.

    -¿Un gran olfato? Sí, y lo alquilamos para buscar trufas. ¡Chaval, que acabamos de salir de una guerra! ¡Que por no haber no hay ni jabón! Y lo del verraco… ¿tú sabes cuánto come un verraco?

    Martín comenzó a ver un hilo de esperanza. Pascual objetaba sus propuestas, pero el tono de su voz ya no era el mismo. La posibilidad de sacar del cerdo algo más que sus jamones parecía jugar a favor de Durruti.

    Eso sí, de momento, ni rastro de él.

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  4. Martín sabía que a Pascual le había costado tanto como al que más tomar la decisión de sacrificar a Durruti, y que sus duras palabras tenían que ver con la noche en vela que le había hecho pasar, con la muy probable conclusión de que él intentaba robar al cerdo y con la posibilidad, ésta absolutamente real, de que se quedasen sin él después de haber estado cebándolo medio año, después de que apareciera en taller recién destetado. Y si ocurría lo segundo, no sólo tendría que despedirse del marrano definitivamente, sino que ya podía despedirse del taller y, probablemente, de un futuro en Valladolid. A ver dónde iba a ir él con semejantes referencias. Preocupado ahora más por sí mismo que por el marrano, no pudo evitar alzar la voz:

    -¡Durutiiiii!

    -¿Te quieres callar?-, repuso inmediatamente Pascual. Como nos oigan esas monjas estamos perdidos.

    -¿”Durruti”?-, sonó una voz a su derecha, surgida como un fantasma de uno de los recodos del Campo Grande. Durruti, muchacho, murió en el 36.

    -¡Papeles!, dijo su compañero, también vestido de verde oscuro, y con capa y tricornio.

    Pascual y Martín se quedaron cuajados. Ahora sí que perder al cochino era el menor de sus problemas.

    -Durruti es un cerdo, señor, explicó Pascual, mientras él y Martín se llevaban la mano al bolsillo interior de su chaqueta remendada.

    -Lo era, efectivamente. El que hablaba era el primer guardia, y lo hacía con una sonrisa nada tranquilizadora.

    -El que nosotros buscamos lo sigue siendo, señor. Es un marrano que íbamos a sacrificar y se nos ha escapado del corral en el último momento.

    Pascual, más largo que Martín, intentaba poner a la pareja de su parte y, sobre todo, evitar que relacionara el nombre del cerdo con un taller mecánico. Esa asociación podía tomarse como una burla… o no.

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  5. -Siempre te ha perdido el sentimentalismo, chaval, pero esta vez te has pasado.

    Martín callaba y analizaba la situación: Durruti había desparecido. Pascual le tomaba por ladrón, por imbécil, o por ambas cosas, no lo sabía muy bien. Las monjas de un convento habían dado claras muestras de tomar ya por suyo al marrano, y en cuanto explicaran la situación al secretario del Obispo sus intenciones serían absolutamente intocables. A todo eso, los compañeros del taller aún no sabían nada, pero muy probablemente se habían presentado ya allí para ayudar a despiezar al marrano y se habrían encontrado con que estaba como cualquier domingo, cerrado y vacío. Bueno, esta vez más vacío aún, porque no estaba ni Durruti. Cuando se enterasen de lo que había intentado a buen seguro le echarían de allí, con lo que se quedaría sin trabajo. Y el Campo Grande empezaría a llenarse de gente en breve, sobre todo en cuanto la gente empezara a salir de las misas más tempraneras. En realidad, tenían muy poco tiempo para encontrarlo.

    Pascual, por su parte, lo veía más negro aún. El tontaina del chaval, que como todos sabían era incapaz de dar una puñalada por la espalda a un compañero, habría huido con el cerdo con la descabellada idea de salvarle la vida y ahora los había metido a todos en un buen lío. En primer lugar, era bastante probable que se quedasen sin el marrano. Cuando las monjas lo reclamasen para sí, algo que sin duda harían, adiós muy buenas. Y lo reclamarían por la vía legal. En cuanto metieran a la Guardia Civil de por medio podían verse en un buen embrollo. ¿Le habían llamado Durruti en algún momento delante de las religiosas? No podía recordarlo.

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