-Tranquila, señorita, no se asuste –comenzó a decir Pascual-. Este cerdo no le hará nada.
-Ya lo veo –respondió la joven-. Le gustan los caramelos, como al cochinito que yo crié de pequeña en mi casa.
Ante la mirada de extrañeza de Martín y Pascual, la muchacha tuvo que explicar, un poco avergonzada, que su papá le había permitido criar un cerdito en la planta baja de la casa de una dehesa propiedad de la familia. Que, cuando niña, tuvo que pasar allí varios meses hasta recuperarse por completo de una enfermedad contagiosa, y aquel cochinillo fue su única compañía. Que le era fiel, la seguía a todas partes, lo bañaba para evitar que se le resecara la piel a falta de un charco de barro en el que revolcarse… y que ahora, casi diez años después, de vez en cuando volvía a visitarlo a la finca.
-Discúlpenme el tono. Debo parecerles una mimada estúpida. Pero no puedo evitar pensar que ya empieza a estar viejito, y que cualquier día morirá.
-Pero hija de Dios –intervino Pascual-. ¿Y por qué no lo sacrificaron pasado el primer año y se lo comieron? Al fin y al cabo, el cerdo va a morir tarde o temprano…
La última frase la dijo mirando fijamente a Martín. La joven ató todos los cabos de inmediato: un cerdo que se acercaba a la gente al olor de los caramelos, dos hombres que sabían que no iba a hacerle daño... Podía haberle explicado a Pascual que diez años antes no estaban en plena posguerra, que provenía de una familia de grandes posibles, que un cerdo más o un cerdo menos comiendo bellotas por una finca era lo de menos. Pero tras mirar a Martín, posó sus impresionantes ojos azules en Pascual y le espetó:
-¿Se comería usted a su perro, señor?
-Ya lo veo –respondió la joven-. Le gustan los caramelos, como al cochinito que yo crié de pequeña en mi casa.
Ante la mirada de extrañeza de Martín y Pascual, la muchacha tuvo que explicar, un poco avergonzada, que su papá le había permitido criar un cerdito en la planta baja de la casa de una dehesa propiedad de la familia. Que, cuando niña, tuvo que pasar allí varios meses hasta recuperarse por completo de una enfermedad contagiosa, y aquel cochinillo fue su única compañía. Que le era fiel, la seguía a todas partes, lo bañaba para evitar que se le resecara la piel a falta de un charco de barro en el que revolcarse… y que ahora, casi diez años después, de vez en cuando volvía a visitarlo a la finca.
-Discúlpenme el tono. Debo parecerles una mimada estúpida. Pero no puedo evitar pensar que ya empieza a estar viejito, y que cualquier día morirá.
-Pero hija de Dios –intervino Pascual-. ¿Y por qué no lo sacrificaron pasado el primer año y se lo comieron? Al fin y al cabo, el cerdo va a morir tarde o temprano…
La última frase la dijo mirando fijamente a Martín. La joven ató todos los cabos de inmediato: un cerdo que se acercaba a la gente al olor de los caramelos, dos hombres que sabían que no iba a hacerle daño... Podía haberle explicado a Pascual que diez años antes no estaban en plena posguerra, que provenía de una familia de grandes posibles, que un cerdo más o un cerdo menos comiendo bellotas por una finca era lo de menos. Pero tras mirar a Martín, posó sus impresionantes ojos azules en Pascual y le espetó:
-¿Se comería usted a su perro, señor?



El argumento de la joven desarmó por unos instantes al mecánico. Hasta donde él alcanzaba a comprender, poco tenían de semejante un perro y un cerdo, más allá de que se movieran a cuatro patas. Aunque, bien mirado, el tiempo que Durruti había pasado en el taller, acudiendo a la mano de quien le ofreciera una migaja de pan con ese trotecillo que despertaba sus carcajadas lo aproximaba, y mucho, a la idea que tenía de los chuchos.
ResponderEliminar-Mire, señorita. Entiendo que le pueda coger a un cochino el cariño que guarda por un perro, pero las cosas no son así. Aquí el muchacho y yo hemos alimentado al cerdo y ahora ha llegado la hora de que nos devuelva el favor. Así que, si no le importa, nos lo llevamos.
Martín apenas escuchaba ya la conversación entre Pascual y la joven del banco. Se había perdido en el interior de sus ojos y ahora era incapaz de encontrar el camino de salida. Voces amortiguadas resonaban en su cabeza, aunque no llegaba a comprender el sentido de las palabras.
-Vamos Martín. Agarra al cerdo y tira delante de mí. Y esta vez no te voy a quitar ojo de encima. Así que venga, al taller. Martín, ¿me estás escuchando, hijo? No sé qué le pasa, parece tonto.
El insulto sacó a Martín de su ensimismamiento y entendió toda la situación.
-La señorita tiene razón. Ya no es un cerdo cualquiera. Tiene un nombre. Es Durruti.
Pascual no salía de su asombro. Definitivamente al chaval se le habían fundido los plomos.
-Muy bien, pues ahí te quedas. No necesito tu ayuda.
La voz dulce pero firme de la joven resonó de nuevo.
-No tienen por qué discutir. Si quieren, les compro el cerdito.
-A mi perro no. Pero mire, no habría sido una mala solución para matar el hambre que pasamos durante la guerra. Así que, si me permite, nos llevamos el cerdo.
ResponderEliminarPascual acercó la mano a la soga que pendía del pescuezo de Durruti y que en ese momento sujetaba con firmeza la joven de los caramelos. El mecánico tiró de ella pero no pudo hacerse con el bicho. La muchacha se resistía a deshacerse del animal.
-Escuche, señorita. Haga el favor de apartarse y devuélvanos el cerdo. No quiero problemas.
Martín se limitaba a contemplar la escena desde una moderada distancia. Conocía el mal genio de Pascual cuando la realidad se imponía a sus deseos más inmediatos. Y aunque no creía que la actitud de la joven desencadenara una explosión de furia en él, no quería estar demasiado cerca para comprobarlo. Sobre todo si tenía en cuanta que era el responsable de que, en ese preciso momento, Durruti fuese objeto de discusión en pleno Campo Grande.
Mientras continuaba el forcejeo entre Pascual y la aguerrida joven, que mantenía la calma sentada en el banco de piedra, varios curiosos se sumaron a un espectáculo nada corriente que, además, salía de balde.
-Buenos jamones saldrían del animal. ¿Qué es lo que se trae entre manos la pareja con el cerdo?-preguntó uno de los nuevos espectadores a Martín.
En ese momento entendió que la oportunidad de cambiar el sino de Durruti había llegado.
-Pues que el hombre ha llegado dando voces y se quiere llevar al cerdo de la chavala. Para mí que no está en sus cabales.
-Pues loco o cuerdo, esto lo arreglo yo en un santiamén.
-Cuando el hambre aprieta, señorita, la gente se come hasta a su gato, cuanto más un marrano, que es para lo que ha sido
ResponderEliminarcreado. –repuso Pascual-. A este insensato –prosiguió mirando a Martín- se le ocurrió escapar con el marrano y refugiarse en
un convento. ¿Cree usted que las monjas quieren ponerlo a los pies de San Antonio? Pues no. Quieren quitárnoslo y dar buena
cuenta de él. No las culpo, porque también deben de estar pasando hambre, como la mayoría de nosotros. Pero no hemos estado
casi un año cebando este cerdo, a veces a costa de nuestra propia barriga llena, como para que ahora nos lo guinde el
primero que le pone el ojo encima.
-¿Y dónde están esas monjas?
-Por ahí vienen –dijo Martín descorazonado-.
La muchacha, sin perder la calma, miró hacia las tres hermanas, acompañadas del secretario del obispo, que se acercaban a
ellos entrando desde la plaza de Zorrilla. Mientas les alcanzaban, le dio tiempo a una rápida negociación con Pascual, ya
que Martín parecía más acoquinado que nunca.
-Sor Mercedes le debe varios favores a mi madre, gran benefactora de las Hermanas de la Cruz. Quizá yo pueda resolver este
problema para ustedes. A cambio, quiero tener voz y voto en el destino del marrano.
Pascual y Martín, que al fin supieron el nombre de la Superiora, cambiaron de socia sin pensarlo. La intención de la monja
estaba clara. La de la chica, ya se vería.
-¡Querida Amelia! –saludó sor Mercedes con una sonrisa forzada, consciente de algunas de las extravagancias de la joven,
como tomar de amigo un cerdo cuando era niña.
-¡Sor Mercedes! ¡Qué alegría verla! ¿Qué le parece el cerdo que acabo de comprar?
-Creo que no es comparable –repuso Pascual-, convencido de que aquella niña de papá no tenía ni idea de lo que era no tener
ResponderEliminarcon qué ir a buscar una botella de aceite para freír un huevo. Además, en aquel momento había otras prioridades.
-En cualquier caso –prosiguió-, o nos vamos pronto de aquí con el cerdo o lo que le espera es una muerte segura. Las
Hermanas de la Cruz lo buscan para convertirlo en manteca.
Las pupilas de la joven se dilataron al oír la última frase. Martín y Pascual lo achacaron a la posibilidad de que Durruti
fuera sacrificado.
-Tal vez ahí yo pueda ayudarles –dijo-. Sólo pongo una condición: que este cerdo viva.
A Martín, callado hasta entonces, se le abrió el cielo. Pronunció un “gracias señorita” ahogado por la emoción y acarició la
cabeza de Durruti, que inmediatamente se dispuso a partir tras él. Pascual aceptó el precio, agobiado como estaba por la
posibilidad de que las monjas y el secretario del obispo aparecerán, y desesperado ante el temor de que lo hicieran, además,
con la Guardia Civil. El marrano tenía el hombre que tenía no por casualidad, y lo menos conveniente es que las autoridades
se pusieran a husmear en la biografía de algunos de los del taller.
La muchacha se puso al frente de la comitiva, condujo a los dos hombres y al cerdo a uno de los primeros portales de la
calle Santiago y llamó a la puerta. Al poco apareció un hombre joven, con las manos blanquísimas de quien no se gana la vida
sometiéndolas a trabajos rudos, y se le dibujó una sincera sonrisa de oreja a oreja al ver a la joven.
-Gabriel, vengo en busca de tu ayuda. Tenemos que llevar a algún lugar seguro a este cerdo.
Martín comprendía perfectamente a la joven y Pascual pensaba que estaba tan loca como el padre de Pirelli. Desde luego, el que tenía muy claras las ideas era su propio estomago, que empezaba a rugir, y además empezaba a hacerlo en perfecta sintonía con el de Durruti.
ResponderEliminar-Ni yo me comería a mi perro ni mi perro a mí, señorita –dijo Pascual-. Pero le aseguro que este cerdo no tendría inconveniente en merendarse sus hermosas manos si se viera apurado. No se lo tome a mal, pero llevamos un poco de prisa. Martín, tira pa'l taller antes de que aparezca de nuevo la curia.
Martín miró a los ojos a la joven, sabiendo que dejaba una aliada a la que más tarde no sabría cómo localizar, y obedeció a Pascual. Tal y como estaban las cosas, el taller era el lugar más seguro. Tenían que ser capaces de llegar hasta él con toda la naturalidad del mundo. No era demasiado habitual ver en medio de Valladolid un cerdo andando por la calle, y si a las monjas se les ocurría preguntar cualquiera podía dar razón del paso de los dos hombres y Durruti por tal o cual calle. Con todo, la cosa estaba clara: en cuanto pusieran al cerdo a buen recaudo negarían su existencia y harían la matanza cuanto antes. Ahora sí que no había vuelta atrás.
Martín y Pascual llegaron al taller sin demasiados contratiempos. Eso sí, estaba más poblado de lo habitual. Medio barrio se había enterado de la desaparición de los dos hombres y todo el mundo se había congregado allí.
-“Se nos escapó el cerdo en el último momento y hemos estado toda la noche buscándolo”, explicaron como versión oficial de los hechos.
Mientras, en el Campo Grande, la muchacha dejaba olvidado sobre el banco su libro, con el nombre y la dirección escritos en la primera página.