viernes, 16 de abril de 2010

- Pues en el banco me hallaba, ensimismada en la lectura del libro que me dedicó la semana pasada, disfrutando de las peripecias del Mochuelo. Y he aquí que me encontré ante tamaña disyuntiva. Estos dos hombres en busca de un cerdo al que dar matanza, aunque uno de ellos dubitativo. Les he propuesto un intercambio pecuniario, que superaría con creces las viandas que obtendrían del cerdo y que les ayudaría a comprar alimentos de primera necesidad, para ellos y para todos los compadres del taller, donde por lo visto trabajan.

Don Miguel miró con curiosidad a los dos individuos, a la vez que escuchaba con atención la exposición de la joven. “Qué curiosos personajes para uno de mis relatos”, acertó a pensar en aquel instante. A su vez, Martín y Pascual, observaban con suspicacia a aquel paseante, cuya identidad desconocían por completo, sin saber el uno si intervendría con éxito en el indulto de Durruti y desconocer el otro si sería otro candidato al yantar del gorrino. Tras la minuciosa aclaración de la chica, don Miguel decidió intervenir, con verbo sobrio y sosegado.

- Cristina, mi niña, me encantará ayudarte. Por la confianza que ha entablado la Fita deduzco que no es un cochino cualquiera. Déjame interceder en la negociación con estos caballeros -continuó, dirigiéndose a ellos.- En ningún momento la joven pretende que traicionen sus ideales, si bien tiene razón que su oferta mejoraría la situación de todos sus compañeros, que les recibirían con los brazos abiertos.

Pascual, seducido por las palabras serenas de aquel sujeto, fue tornando a comprensivo.

- ¿Y de cuántas pesetas estaríamos hablando?

- Deje el precio para más tarde. Les invito a un carajillo, que sus ojerosos rostros sabrán agradecerlo. Y por favor, buen hombre, guarde ese cuchillo no acabemos todos en el cuartelillo.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:11 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. Pascual tomó el suyo, el de Martín y otro de regalo. Sus ojos pasaron del rojo irascible a la mirada multicolor salpicada de chiribitas. Su verborrea etílica alimentaba la expectación de don Miguel, que no perdía ripio de las andanzas nocturnas en busca del cerdo.

    - Y aquí, el botarate de Martín, mi compañero, que no se le ocurre otra cosa que llevarle a un convento … - expresaba con vehemencia descontrolada, exagerando los gestos.

    Pasó a relatar las vivencias con el aquelarre de monjas, las carreras sin tregua de Durruti, los borrachos de la estación, el marrano escabullido en el Campo Grande.

    - No, eso no es verdad, se lo está inventando. Que me quiere usted tomar el pelo, amigo mío.- carcajeaba don Miguel, regocijándose con la epopeya del mecánico, cada vez más crecido en su papel de cronista.

    Martín apenas ni asentía a lo que Pascual estaba contando, pese a que éste buscaba a cada instante su corroboración. Hacía unos minutos que el muchacho andaba de nuevo embrujado por el iris azulado de la joven Cristina. Ella tampoco participaba, ni en la conversación de los dos hombres, ni por indecisión, en el silencio del padre de Pirelli, arrebolado ante su belleza.

    En el umbral de la tasca, Durruti daba cuenta de unos chuscos de pan que don Miguel atentamente había solicitado al tabernero, y la Fita husmeaba zalamera al cochino como si de un semejante se tratara.

    - Si me dejan, le rebano el cuello al Martín, al cochino y al secretario del obispo … - desvariaba entre estruendosas risotadas Pascual.

    Tal era el bullicio que estaba provocando, merced a la borrachera de carajillo y la liberación del pesado traje de matachín, que no escucharon los ladridos reiterados y reclamantes de la perrita grifona.

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  2. -Lo del carajillo está muy bien. Pero, ¿qué hacemos con Du… con el cerdo? No lo vamos a meter en el bar.

    -Vamos a una que sí. Dispone de un pequeño patio interior. Además, mataremos dos pájaros de un tiro. Este cerdo hace demasiadas horas que no come. Va a empezar a reclamar comida en cualquier momento, con el estruendo que ello supone. Algo tendrá por ahí mi amigo que se le pueda dar.

    Convinieron en que aquel plan era mucho mejor que permanecer en medio de la calle, esperando a llamar la atención de todo el mundo, especialmente de las monjas. Un bar, además, sería el último lugar en el que a ellas se les ocurriría buscar o, al menos, entrar. Y además, tuvieron suerte porque, efectivamente, el dueño del café que proponía Don Miguel tenía un caldero casi lleno de mondas de patata y tronchos de berzas. Dejaron a Durruti dándose un festín y ellos se sentaron a tomar el carajillo, que buena falta les hacía. Cristina, por su parte, pidió solo café, un poco acobardada ahora por la situación. A su madre no le iba a gustar nada que ella estuviera en un bar, con tres hombres, por mucho que uno de ellos fuera don Miguel. Además, si finalmente compraban el cerdo, tendrían que pagarlo. La muchacha decidió, tal vez en el único momento sensato que había demostrado en toda la mañana, que había llegado la hora de recurrir a su padre.

    Bueno, señores –tomó ella la iniciativa-. Veo que al fin están dispuestos a hablar de negocios. Pero como supondrán, no puedo hacerlos sola y como es lógico no suelo llevar dinero encima, y mucho menos en cantidad. Si me permiten, les dejo en la excelente compañía de don Miguel apenas el tiempo necesario para regresar con mi padre.

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  3. Dejaron a Durruti al cuidado de Cristina y acompañaron al improvisado mediador a una cercana tasca que a esas horas de la tarde servía de refugio a un buen número de parroquianos. Acomodados en una mesa del fondo del local, oscuro y cubierto de una densa nube de humo, Don Miguel se dirigió a la pareja de mecánicas.

    -Espero que disculpen mi intromisión, pero les aseguro que no he podido evitarlo. Verán, mi familia siempre ha tenido un profundo afecto por Cristina y también por su madre. Ella ha sufrido mucho para sacar adelante a la pobre criatura, pero la vida no has sido nada generosa. Las circunstancias actuales son tan crueles que se vuelven insoportables para quienes estamos a su alrededor.

    Martín escuchaba al hombre desde el otro lado de la mesa con expresión grave. El vaso que le había servido hacía unos instantes el camarero continuaba intacto sobre la mesa. No se acostumbraba a la sequedad que el alcohol dejaba en su garganta, ni al molesto dolor de cabeza que, a la mañana siguiente, acompañaba a la ingesta.

    -¿De qué circunstancias habla?

    -De la enfermedad que se está llevando poco a poco a Cristina.

    Los doctores han errado su diagnóstico desde que comenzaron sus males hace dos años. Cuando han averiguado lo que le sucedía ha sido demasiado tarde. En pocos meses la pobre niña dejará de estar entre nosotros.

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  4. -¿Y qué hacemos con Durruti?

    Martín, incapaz de tratar al marrano como otra cosa que no fuera una mascota, acababa de meter de nuevo la pata.

    -¿Se llama Durruti? Ja ja ja ja, rió don Miguel. Cuando estuve en la Marina, los muchachos tenían allí una coneja a la que llamaron Pasión. Era capaz de parir 60 gazapos al año, lo que suponía que, dejándolos crecer lo suficiente, todos los domingos estaba asegurado el arroz con un poco de carne. Pero lo de ustedes va más allá aún.

    Martín y Pascual se mordieron la lengua. El equívoco les beneficiaba y por nada del mundo podían traicionarse. La historia de la coneja, sin embargo, le acababa de dar una buena idea a Pascual:

    -¿Y si en vez de comprárnoslo se lo cedemos a la señorita? Nos ha dicho que tiene una dehesa con cerdas de cría, ¿no?

    Martín observaba a Pascual tan sorprendido como esperanzado, mientras avanzaban hacia algún lugar incierto y sin que aquellos dos jóvenes de bien les hubiesen explicado adónde llevaban a Durruti.

    -¿Y a cambio de qué me lo cedería tan gentilmente, señor?

    -A cambio de un usufructo justo, señorita. Probablemente a los compañeros del taller no les importe esperar a la matanza del año que viene si ello supone varios cerdos en vez de uno, o si nos asegura una matanza cada año durante un par de lustros. De paso, aquí mi amigo el sentimental no verá crecer a los gurriatos y no le entrarán remordimientos. Y usted gana un verraco gratis para su finca.

    El plan era perfecto. Resolvía todos los problemas. Salvo uno.

    -Señores, ténganse en nombre de la autoridad – oyeron a sus espaldas-. Acaban de denunciar el robo de un cerdo de un convento. ¿De dónde han sacado ustedes ése?

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  5. El paseante se encaminó a la tasca donde cada día, desde que tenía recuerdo, había acudido a primera hora de la mañana para acompañar al tabernero en el primer café de la mañana, mientras la verja aún estaba echada para el resto del mundo. Allí hablaban del mundo, de sus problemas y soluciones, de la caza, del tiempo, de los sucesos que abonaban la actualidad diaria de la ciudad. El tabernero, Fermín, era un hombre versado que iba para licenciado hasta que una noche lujuriosa lo convirtió en padre prematuro y su familia y la de su contraria apañaron una de esas bodas rápidas para evitar el qué dirán. La tasca de su abuelo fue entonces su salida, y a ella se llegaba siempre su amigo Don Miguel, con quien compartió pupitre tiempo atrás.

    El cochino caminaba junto a aquella comitiva sigilosa que cruzaba la Acera Recoletos. Tras ellos se perdían, entre los cánticos de los pájaros y el graznar de los patos del Campo Grande, los pasos apresurados de las monjas perseguidoras. Don Miguel, la joven, los dos mecánicos y Durruti llegaron a la puerta de la tasca, levemente entreabierta y aún sin luz.

    -Buenos días, Fermín -se adelantó Don Miguel. Aquí te traigo una pequeña sorpresa que necesita un refugio en el que poder hablar con calma.

    -Politiqueos no, Don Miguel -anticipó Fermín desde la despensa con un toque nervioso en la voz.

    -No temas. Es un asunto delicado, y por lo que me han dicho el protagonista responde al nombre de Durruti, pero es más limpio que la política nuestra de cada día -respondió Don Miguel con tono irónico.

    Al sonido del nombre del marrano salió Fermín tropezándose con las cajas de cerveza. Y a sus ojos asombrados contestó Durruti con un gruñido que cabía interpretarse como un saludo.

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