Pascual tomó el suyo, el de Martín y otro de regalo. Sus ojos pasaron del rojo irascible a la mirada multicolor salpicada de chiribitas. Su verborrea etílica alimentaba la expectación de don Miguel, que no perdía ripio de las andanzas nocturnas en busca del cerdo.
- Y aquí, el botarate de Martín, mi compañero, que no se le ocurre otra cosa que llevarle a un convento … - expresaba con vehemencia descontrolada, exagerando los gestos.
Pasó a relatar las vivencias con el aquelarre de monjas, las carreras sin tregua de Durruti, los borrachos de la estación, el marrano escabullido en el Campo Grande.
- No, eso no es verdad, se lo está inventando. Que me quiere usted tomar el pelo, amigo mío.- carcajeaba don Miguel, regocijándose con la epopeya del mecánico, cada vez más crecido en su papel de cronista.
Martín apenas ni asentía a lo que Pascual estaba contando, pese a que éste buscaba a cada instante su corroboración. Hacía unos minutos que el muchacho andaba de nuevo embrujado por el iris azulado de la joven Cristina. Ella tampoco participaba, ni en la conversación de los dos hombres, ni por indecisión, en el silencio del padre de Pirelli, arrebolado ante su belleza.
En el umbral de la tasca, Durruti daba cuenta de unos chuscos de pan que don Miguel atentamente había solicitado al tabernero, y la Fita husmeaba zalamera al cochino como si de un semejante se tratara.
- Si me dejan, le rebano el cuello al Martín, al cochino y al secretario del obispo … - desvariaba entre estruendosas risotadas Pascual.
Tal era el bullicio que estaba provocando, merced a la borrachera de carajillo y la liberación del pesado traje de matachín, que no escucharon los ladridos reiterados y reclamantes de la perrita grifona.
- Y aquí, el botarate de Martín, mi compañero, que no se le ocurre otra cosa que llevarle a un convento … - expresaba con vehemencia descontrolada, exagerando los gestos.
Pasó a relatar las vivencias con el aquelarre de monjas, las carreras sin tregua de Durruti, los borrachos de la estación, el marrano escabullido en el Campo Grande.
- No, eso no es verdad, se lo está inventando. Que me quiere usted tomar el pelo, amigo mío.- carcajeaba don Miguel, regocijándose con la epopeya del mecánico, cada vez más crecido en su papel de cronista.
Martín apenas ni asentía a lo que Pascual estaba contando, pese a que éste buscaba a cada instante su corroboración. Hacía unos minutos que el muchacho andaba de nuevo embrujado por el iris azulado de la joven Cristina. Ella tampoco participaba, ni en la conversación de los dos hombres, ni por indecisión, en el silencio del padre de Pirelli, arrebolado ante su belleza.
En el umbral de la tasca, Durruti daba cuenta de unos chuscos de pan que don Miguel atentamente había solicitado al tabernero, y la Fita husmeaba zalamera al cochino como si de un semejante se tratara.
- Si me dejan, le rebano el cuello al Martín, al cochino y al secretario del obispo … - desvariaba entre estruendosas risotadas Pascual.
Tal era el bullicio que estaba provocando, merced a la borrachera de carajillo y la liberación del pesado traje de matachín, que no escucharon los ladridos reiterados y reclamantes de la perrita grifona.



Apuró el contenido del vaso de un solo trago y salió en busca de la perra. Sus ladridos aumentaban de intensidad y no parecía que tuviera intención de calmarse. No era un animal nervioso, por lo que la escandalera que acababa de montar en la tasca escapaba del entendimiento de Don Miguel. Durante sus jornadas de caza la perra sí mostraba un carácter aguerrido e impetuoso que quedaba inmediatamente apaciguado cuando regresaba a la ciudad.
ResponderEliminarEl espectáculo que ofrecía en ese momento la Fita provocaba las carcajadas de un puñado de paseantes que en ese momento rodeaban el Campo Grande en dirección a la calle Santiago. Completamente desencajada, brincaba alrededor del mansurrón de Durruti con la intención de alejar del cochino a un desconocido que intentaba echarle la mano al cuello.
-Ven aquí Durruti, que si estos dos desgraciados no han podido contigo ya sabré yo cómo tratarte.
Pascual y Martín ya se habían apresurado al exterior para contemplar la sorprendente aparición en escena de un tercer miembro de Carrocerías Molina.
Fue Cristina, menos concentrada en la historia que los tres hombres, la que puso primero las orejas y luego los ojos en dos cosas: los ladridos de Fita y el enorme hueco que dejaba en la entrada del bar la ausencia de Durruti. Lo habían dejado allí tumbado, al cuidado un poco endeble de una perra con más instinto de cazadora que de guardiana, pero se ve que había decidido tratar al cerdo como una pieza cobrada para su amo y no parecía dispuesta a que se la llevara otro cazador. El propietario de la tasca, que no se atrevió a oponerse a que dos señoritos metieran un marrano en su bar, hizo la vista gorda cuando un cura y tres monjas lo engatusaron con una remolacha y lo sacaron de su local casi en completo silencio.
ResponderEliminarDon Miguel pagó apresuradamente los carajillos mientras lanzaba una mirada de reproche al tabernero y todos salieron en busca de tres hábitos, una sotana y el cochino. Fita, que además de que había estado atenta a la sustracción de Durruti tenía un olfato tan excelente como el del marrano, presidía la singular comitiva. A sor Virtudes, sor Genoveva y la Superiora, acompañadas por el secretario del obispo, les había costado casi una hora dar con el anhelado cerdo. Y no porque no hubieran estado muy cerca de él varias veces. Los tres hombres y la muchacha, ayudados por la perrita, dieron con su rastro en apenas cinco minutos.
El único problema era que tendrían que alcanzarlos para detenerlos. Desde luego, gritar en medio de la calle acusando de ladrones a tres miembros del clero no parecía factible. Lo más que podían conseguir era todo lo contrario, que los detuviesen a ellos por perseguir a unas monjas y a un cura.
La Fita se empeñaba en avisar de que un hombre se había parado ante Durruti con ojos de querer. No conocía sus intenciones, pero nada que fuera distinto a lo que decidieran su amo y quienes le acompañaban era viable, según el punto de vista de la perra, que se desgañitaba intentando ahuyentar a aquel intruso mientras armaba el jaleo suficiente como para que todos la oyesen.
ResponderEliminarAl final lo logró, y los cuatro negociadores salieron del bar con más preocupación que curiosidad. Para Martín y Pascual, el hombre que contemplaba al cochino era más que conocido.
-Eso me parecía a mí, que este cerdo era Durruti- dijo el recién llegado.
-Hola Santi –saludó Martín. No te imaginas lo oportuna que es tu presencia.
Martín tenía una excelente relación con Santi López, el hijo del dueño del taller, y que también trabajaba en él. No sólo acababa de hacer acto de presencia un compañero más, sino que era, además, alguien con voto de calidad en caso de discrepancia. Y no por ser el hijo del patrón, sino por su arrasador magnetismo.
Santi estaba a punto de preguntar qué hacía Durruti en una tertulia carajillos mediante cuando todos se quedaron mirando un espléndido coche que circulaba calle Íscar arriba.
-¿Qué es eso?- Preguntó Pascual, que nunca había visto aquel modelo.
-Un Renault, Pascual –contestó Santi siguiendo el vehículo con la cabeza-. Los hacen en Francia.
Fita, con ese sexto sentido que tienen los animales, había olisqueado el peligro con sotana que se aproximaba por la Acera Recoletos hasta la tasca de Fermín, donde se habían refugiado los fugitivos. Era Fermín buena gente, conocido de Don Miguel desde su época en la escuela, cuando ambos compartieron pupitre y zescandilerías, y algún que otro coscorrón del padre Damián. Cuando oyó que alguien se colaba por la trapa medio echada pensó que eran ladrones, tan temprano. Enseguida reconoció la voz de su amigo, que le anunciaba una sorpresa.
ResponderEliminar-Te traigo invitados, y aunque alguno de ellos no es demasiado hablador y sí un poco gorrino en sus maneras, te pido por adelantado que no grites ni rabies, y que nos des cobijo -le dijo desde la puerta Don Miguel, mientras Fermín ponía el oído desde la despensa del bar.
Así vio Fermín a Durruti le entraron ganas de hacerle chorizos, y con él, a Don Miguel y a sus acompañantes. Meter un cerdo en un bar, ¿a quién se le ocurriría semejante majadería? El caso es que minutos después, mientras escuchaba la historia que contaba pasado de vino Pascual, la presencia de Durruti ya casi se le antojaba tan normal como la de una pieza de bronce que celebraba la fundación del Real Valladolid Deportivo, el club de fútbol de la ciudad, más de una década atrás.
Y ahora, cuando el cerdo empezaba a parecerle tan familiar, tan cochinamente humano, resulta que la Fita advertía, con sus ladridos chillones, de que algo malo podía pasar.
-Oiga, Don Miguel, -le dijo el dueño del bar a su único cliente habitual a esa hora de la mañana de dos domingos-. Su perra aúlla como si le ocurriera algo.
ResponderEliminarSolo en ese instante los cuatro contertulios se dieron cuenta de que algo raro sucedía. Tan raro, como que Durruti había desaparecido y Fita se desgañitaba ladrando hacia el bar. Ni rastro del cerdo. Aquello empezaba a parecerse a una comedia de enredo. Según Don Miguel y Cristina sólo quedaba una opción: avisar a la Guardia Civil. Y como si la hubiesen convocado con sólo mencionar la opción, una pareja apareció, acera Recoletos adelante. Incluso parecía que algo necesitaban, ya que se dirigieron a ellos directamente.
-Buenos días, agentes –se adelantó Don Miguel-. Queremos denunciar la desaparición de un cerdo.
-¿Ustedes también? –respondió uno de ellos-. Es la tercera denuncia que recibimos en menos de una hora. La primera, de los trabajadores de un taller mecánico, que además de a un marrano echan en falta a dos compañeros; la segunda, de las Hermanas de la Cruz, que aseguran que un cochino ha escapado de su convento seguido de dos mecánicos. Y la tercera de ustedes.
-¿No habrá aquí, por casualidad, algún mecánico? –intervino su compañero mirando con descaro las manos de Pascual y Durruti, con las uñas y los pliegues de los dedos ennegrecidos.
-Parece que ese marrano está muy solicitado –intervino de nuevo el primero-. ¿Y ustedes, jóvenes, también lo reclaman como suyo?
-Pues sí señor guardia –intervino Cristina-. Estos dos hombres me lo acaban de vender. Y pongo de testigo aquí, a Don Miguel, que ha mediado en la negociación.
Cristina trataba así de obtener ventaja para los mecánicos sobre las monjas. De otro modo, lo tenían francamente difícil. Los guardias se miraron atónitos.