Hasta hace unos instantes pensé que esta historia no era más que retazos de un cuento. Pero ahora compruebo que el devenir del cerdo era cierto, en el que todos ustedes son partícipes, sin quererlo o queriéndolo. Sé que es una época de grandes y perentorias necesidades, de ello soy consciente ...
Los oyentes relajaron el gesto y la tensión de sus cuerpos, escuchando atentamente el discurso de don Miguel.
- Hermanas, conozco por estas dos personas la verdadera crónica, aunque fuese contada bajo los efluvios del alcohol, pero ya sostiene el dicho que ni los niños ni los borrachos mienten. Creo que a su orden le puede complacer en grado sumo alguna que otra obra pía, que no limosnas, madre. En lo concerniente al taller, certificaremos el compromiso al que llegamos antes de la injerencia de las monjas, corroborándolo por fin con un firme apretón de manos.
Apunto estaba de intervenir la Madre Superiora con mueca contrariada, cuando la atajó don Miguel.
- Pero siempre queda la segunda alternativa, que es que todo este suceso aparezca mañana en la rotativa del Norte de Castilla, del que soy subdirector desde hace pocos meses. Y poco me importa la censura, como bien conocen en la redacción.
La Madre Abadesa se mordió la lengua, mientras que el secretario del obispo le susurraba al oído la inconveniencia de continuar reclamando la propiedad del cochino, conocedor de la fama que por aquel entonces se estaba labrando el hombre que estaba frente a él y al que por fin logró reconocer.
Finalmente, convinieron en ceder en venta al bueno de Durruti a la joven Cristina, con la consiguiente recompensa tanto para los mecánicos como para el convento de las Delicias.
Andaban celebrando el acuerdo alcanzado cuando Martín tuvo un raro presentimiento.
Los oyentes relajaron el gesto y la tensión de sus cuerpos, escuchando atentamente el discurso de don Miguel.
- Hermanas, conozco por estas dos personas la verdadera crónica, aunque fuese contada bajo los efluvios del alcohol, pero ya sostiene el dicho que ni los niños ni los borrachos mienten. Creo que a su orden le puede complacer en grado sumo alguna que otra obra pía, que no limosnas, madre. En lo concerniente al taller, certificaremos el compromiso al que llegamos antes de la injerencia de las monjas, corroborándolo por fin con un firme apretón de manos.
Apunto estaba de intervenir la Madre Superiora con mueca contrariada, cuando la atajó don Miguel.
- Pero siempre queda la segunda alternativa, que es que todo este suceso aparezca mañana en la rotativa del Norte de Castilla, del que soy subdirector desde hace pocos meses. Y poco me importa la censura, como bien conocen en la redacción.
La Madre Abadesa se mordió la lengua, mientras que el secretario del obispo le susurraba al oído la inconveniencia de continuar reclamando la propiedad del cochino, conocedor de la fama que por aquel entonces se estaba labrando el hombre que estaba frente a él y al que por fin logró reconocer.
Finalmente, convinieron en ceder en venta al bueno de Durruti a la joven Cristina, con la consiguiente recompensa tanto para los mecánicos como para el convento de las Delicias.
Andaban celebrando el acuerdo alcanzado cuando Martín tuvo un raro presentimiento.



Evitar el sacrificio de Durruti había estado hasta ese preciso momento en el primer lugar de la lista de prioridades del padre de Pirelli. Tanto era así que en ningún momento dudó de la buena intención de esos dos ángeles de la guarda aparecidos ante ellos en forma de muchacha desvalida y resolutivo joven de palabra fácil y gesto sereno.
ResponderEliminarLas dudas comenzaron a abrirse camino en el casi siempre confiado Martín y minaron una confianza en la pareja de salvadores inquebrantable hasta entonces.
“ A ver, Martín” se decía el mecánico en ciernes y máximo defensor de la libertad porcina, “piensa un poco. Huyes con Durruti y de repente dos perfectos desconocidos están dispuestos a comprarlo por una suma que, reconócelo, excede en mucho de su valor... Y ni siquiera pretenden sacarle partido al cerdo, únicamente cuidarlo como lo hacíamos nosotros en el taller”.
Martín miraba y remiraba al cerdo en busca de alguna señal, algún detalle que explicara el súbito interés que había despertado en los dos compradores.
Y eso por no hablar de su tía Virtudes y las Hermanitas de la Cruz, envueltas en una nueva cruzada para conseguir que Durruti regresara a un convento que jamás debió pisar. Sí, definitivamente esas carnes prietas y esos andares salerosos del cerdo escondían algo que se les había escapado a todos los empleados de Carrocerías Molina.
Aunque el trato parecía hecho, Martín se acercó a Pascual y, entre susurros, le rogó detener la operación.
Algo no cuadraba. ¿Por qué aquella joven quería comprar el cerdo sin más? ¿Por qué había mediado con tanto acierto el tal Don Miguel, al que nada le iba ni venía en aquel negocio? ¿Y por qué las monjas habían accedido a cambio de una cantidad que era, con mucho, inferior al valor de 150 kilos de carne, teniendo como tenían todas las de ganar, con el apoyo del obispo, si decían que aquel marrano era suyo? Lo de sus compañeros era comprensible: en las casas hacían falta más cosas que chorizos, que aunque ricos y alimenticios no servían para lavarse como el jabón o para abrigarse como un cobertor nuevo, ahora que se aproximaba el invierno. Y la barriga podía llenarse también de patatas.
ResponderEliminarMartín iba ensimismado en estos pensamientos sin acertar a enlazar cabos sueltos. Él no se había fijado en la mirada que Cristina lanzó a la Madre Superiora, mientras todos discutían, apuntando con los ojos hacia el cerdo mientras con la mano se acariciaba el vientre. Cualquier mujer, incluidas una monja y una casi-niña, entendía aquel gesto. La muchacha no sabía, ni le importaba, como aquella marrana a la que todos llamaban Durruti había llegado a estar preñada. Y no podía comprender, aunque le divertía bastante, cómo más de media docena de hombres habían tenido allí a una hembra pensando, durante meses que era macho. Si hubiera sido un gato… El caso es que acababa de cerrar la compra de al menos una decena de cerditos, que en su finca se harían grandes y gordos, y en poco más de un año estarían preparados para saborearlos o lo que fuera menester. Si uno de ellos tenía que ir para Don Muguel y otro par para el convento, aún le quedarían siete.
Su padre estaría orgulloso de ella.
La muchacha había hablado del cerdo de su infancia y de su intención de comprarlo, pero en ningún momento había dicho que fuera a salvarle la vida. Eso lo había deducido Martín por su cuenta. Pascual se había decidido a hacerlo, al igual que todos los demás, a cambio de dinero, pero no parecía preocuparle demasiado que Durruti salvara o no la vida. Se le ocurrió la manera de asegurarse sin preguntarlo directamente.
ResponderEliminar-Señorita Cristina, ¿le importaría a usted que fuera yo a visitar a Durruti de vez en cuando, al igual que hace usted todavía con su cerdito?
-Por supuesto que no, Martín. Te daré las señas de la finca y podrás ir cuando quieras. Con que digas que vas de mi parte es suficiente.
Sus miedos se desvanecían, pero no aquella extraña sensación de que algo se le escapaba. Miró a Don Miguel y no vio nada extraño en su mirada. Simplemente, había mediado a favor de su joven amiga, que por lo que parecía era compasiva con esa especie animal tan desconocida más allá de su aprovechamiento integral. “Hasta los andares”, decía el refrán.
Cristina, por su parte, se agachó y acarició a Durruti en la cabeza, como quien acaricia a un perro.
Entonces Martín cayó en la cuenta.
-Es muy raro que Durruti no se haya puesto a chillar de hambre poco después del amanecer, como es su costumbre, ya que a esa hora solemos llegar al taller y le damos su comida, que espera sin concesiones. Algo ha tenido que pasar en el Campo Grande mientras ha vagado solo por ahí. Y usted sabe qué es, ¿verdad?
Cristina sonrió a Pascual con un brillo especial en los ojos. Ni era tan inocente como aparentaba, ni consideraba a Durruti una simple mascota.
Martín quedó con la mosca en la oreja, no estaba convencido del todo de que el acuerdo alcanzado era lo mejor para sus intereses y los de sus colegas de trabajo del concesionario.
ResponderEliminarTanto habían cuidado del cochino, tantos días y meses teniéndolo prácticamente como una mascota, y él en particular el que más se preocupaba por cuidarlo, lo había llevado a tenerle cariño. Ya no pasaba por su mente que la vida de Durruti tenía que terminar clavándole un largo cuchillo en el cuello, para hacer de él después ricos embutidos y trozos de carne para repartir entre todos los compañeros y sus familias del taller, y así aliviar un poco no solamente las penas sino también sus estómagos. Aunque los tiempos estaban difíciles, sobre todo para los pobres, seguro que había otras opciones y no ésta, como tampoco la de venderlo.
El joven debía pensar en algo para recuperar a Durruti, él por si solo no lo iba a conseguir; no veía al puerco fuera del taller, no se lo perdonaría. Tenía que convencer a su compañero Pascual, más bien volvérselo a ganar, para trazar juntos algún plan.
Presentía que lo habían engañado y de eso tenía que convencer primero a Pascual, pero cómo, qué estrategia para hacer piña y pelear por lo justo. Unos pocos dineros no es suficiente premio para lo que habían invertido en Durruti.
Un disimulado guiño a la jovencita Cristina, que Martín pudo pillarle a Don Miguel, le confirmó que el subdirector del periódico había trazado su plan para darle Durruti en bandeja a la joven. Todo lo demás, las religiosas, los borrachos, el representante del clero, todos ellos no eran más que accidentes en el camino, pero lo de esta pareja se pasaba de castaño oscuro para Martín.
Hizo un aparte con Don Miguel y le preguntó al oído si sabía algo sobre los verracos y cómo se puede saber si un marrano tan decente y bien parecido como Durruti sería un buen procreador.
ResponderEliminar-Lo digo -decía Martín- porque este cochino siempre ha tenido un toque extraño, casi galante. Cuando algún cliente entraba al taller con una perra o una gata, aun siendo muy pequeño, se quedaba parado en seco en la trastienda y se erguía, con el hocico temblón, como si fuera un conquistador.
-Pues bien podría ser que su amigo Durruti fuera todo un machote. De hecho, he notado que todavía está sin capar, pero por el tamaño que tiene me atrevo a decir que no puede pasar mucho tiempo más con su virilidad intacta. Si no, su carne no valdrá demasiado, adquirirá ese sabor hormonado del cerdo viejo y no habrá quien le meta el diente.
-Y sin embargo, si le ponemos en contacto, ya me entiende, con alguna cerdita cariñosa, podríamos tener una camada de ¿cuántos? ¿Ocho o diez chonitos?
-Probablemente, amigo Martín. Creo que ya sé por dónde va usted, y esto nos sitúa en un nuevo escenario que convendría contemplar antes de cerrar definitivamente el trato.