El jefe de la Policía Municipal era un hombre de principios. Sus recias maneras no hacían pensar al verle que sus sentimientos pudieran llevarle en alguna ocasión a la benevolencia, la compasión o quizás al perdón. ¡Las ordenanzas son para cumplirlas!, solía decir a sus subordinados.
En aquella ocasión, cuando el grupo -cerdo incluido- hizo su aparición en las dependencias municipales, se escuchaban tremendas voces y exabruptos provenientes de su despacho, que pusieron a todos los presentes en la pista de lo que estaba ocurriendo. En aquel momento se abrió la puerta con violencia y, como despedido por una fuerza huracanada, Albino Domínguez, policía municipal nº 109, salió acompañado de un ¡¡¡Y NO QUIERO VOLVER A VERLO POR AQUÍ SIN EL UNIFORME EN PERFECTAS CONDICIONES DE REVISTA!!!
Acto seguido apareció el jefe. Su cara se ocultaba parcialmente detrás de un enorme bigotón que lucía con orgullo, al igual que su padre y su abuelo en el álbum familiar. Ellos también fueron policías y a mucha honra. El ceño fruncido imprimía más firmeza a su rostro y a sus palabras. ¡Es intolerable! Un miembro de este insigne cuerpo municipal, con la camisa llena de lámparas de aceite. ¡Intolerable! No se puede permitir. ¡Vaya un ejemplo!
Los recién llegados, estupefactos ante el espectáculo que acababan de presenciar, no podían disimular el espanto que tenían en sus cuerpos. Los que abrieron la boca al principio eran incapaces de modificar el gesto. Se miraban unos a otros sin mediar palabra, pero intuían que allí las cosas se podrían complicar un poco.
Efectivamente, el jefe, después de soltar su diatriba, reparó en la presencia del grupo que además de por el olor, se hacía notar por su aspecto descuidado y sucio.
¡Y no había visto al cerdo!
En aquella ocasión, cuando el grupo -cerdo incluido- hizo su aparición en las dependencias municipales, se escuchaban tremendas voces y exabruptos provenientes de su despacho, que pusieron a todos los presentes en la pista de lo que estaba ocurriendo. En aquel momento se abrió la puerta con violencia y, como despedido por una fuerza huracanada, Albino Domínguez, policía municipal nº 109, salió acompañado de un ¡¡¡Y NO QUIERO VOLVER A VERLO POR AQUÍ SIN EL UNIFORME EN PERFECTAS CONDICIONES DE REVISTA!!!
Acto seguido apareció el jefe. Su cara se ocultaba parcialmente detrás de un enorme bigotón que lucía con orgullo, al igual que su padre y su abuelo en el álbum familiar. Ellos también fueron policías y a mucha honra. El ceño fruncido imprimía más firmeza a su rostro y a sus palabras. ¡Es intolerable! Un miembro de este insigne cuerpo municipal, con la camisa llena de lámparas de aceite. ¡Intolerable! No se puede permitir. ¡Vaya un ejemplo!
Los recién llegados, estupefactos ante el espectáculo que acababan de presenciar, no podían disimular el espanto que tenían en sus cuerpos. Los que abrieron la boca al principio eran incapaces de modificar el gesto. Se miraban unos a otros sin mediar palabra, pero intuían que allí las cosas se podrían complicar un poco.
Efectivamente, el jefe, después de soltar su diatriba, reparó en la presencia del grupo que además de por el olor, se hacía notar por su aspecto descuidado y sucio.
¡Y no había visto al cerdo!



Buenaventura Gutierrez se encendió como una tea. Su rostro estaba tan rojo que parecía que el bigote iba a empezar a chamuscarse de un momento a otro. Los policias se pusieron firmes y echaban hacia atrás la cabeza entornando los ojos y esperando que la voz del jefe retumbara haciendo temblar las paredes. Buenaventura resopló y al fin vociferó:
ResponderEliminar-¡Pero quién demonios a metido aquí a esta pandilla de energúmenos malolientes! ¡Es que se han propuesto ustedes sacarme de quicio hoy!
Pascual intentó replicar levantando el dedo
-Disculpe, señor pero nosotros...
-¡Cállese inmediatamente! Y ustedes -dirigiéndose a sus subalternos- desalojen ahora mismo estas dependencias y fumigen toda la planta -dijo mirando al puerco.
El jefe de policia acompañaba sus gritos de tales aspavientos que vino a empujar con el cuerpo una urna de cristal que contenía una maqueta del consistorio municipal. La casualidad quiso que la urna cayera sobre Durruti que asustado y dolorido embistió gruñendo a Buenaventura enseñando los colmillos. Éste, sin pensarlo se llevó la mano a la cartuchera donde su arma estaba cargada contraviniendo el reglamento y disparó dos tiros al aire. Uno de ellos alcanzó la oreja de Durruti y el segundo...
Cuando la rigurosa mirada del comisario se posó sobre el maltrecho grupo su rostro se desencajó en una mueca de auténtica repugnancia, pero no hizo esfuerzo alguno por disimular su desagrado. El hedor que desprendían le erizaba cada pelo del mostacho y tuvo que contener las lagrimas para poder inspeccionarlos con detenimiento.
ResponderEliminar-¡Dios bendito!- Bramó con los ojos como platos- ¡Cristina! ¿Qué diantres haces con esta panda de alborotadores y cubierta de grasa hasta la coronilla?
La chica retrocedió intimidada y tuvo la mala fortuna de pisarle una rosada pata al bulto que había tratado de ocultar tras de sí, que prorrumpió en lastimosos berridos que retumbaron en las paredes, desatando el caos.
El policia sólo pudo percibir una sombra que salía de la nada para embestirlo. Cayó al suelo, arrollado por tan repentina acometida, y se hizo un ovillo para protegerse de las fauces de la bestia. Durruti no se ensañó, siguió trotando enfurecido hasta perderse en el interior de su despacho. El estruendo de golpes y cristales rotos no se hizo esperar.
El militar se incorporó hecho un basilisco, mortificado ante el tremendo churrete que mancillaba su uniforme reglamentario, y vociferó órdenes a sus subalternos para que doblegaran el huracán que se había desatado en su feudo. Durruti se resistía, no había llegado tan lejos para regalar ahora sus tocinos.
-García.- Tronó el capitán. -Me llama usted a Don Arturo Alvargonzález y le dice usted que se persone aquí inmediatamente. Su hija está detenida por alterar el orden público y rebelarse contra la Autoridad.
-Es lo que trataba de deciros sobre Don Arturo.- musitó Cristina cabizbaja a la hilera de mecánicos que la taladraban con sus inquisitivas miradas. – Es un alto cargo falangista, además de mi padrastro. No se os ocurra mentar el nombre de Durruti.
El cerdo, exhausto de tanto cambalache y receloso de aquellos hombres que se miraban unos a otros con cara de pocos amigos, haciendo buena la palabra aplicada tantas veces a los de su especie, “omnívoro”, arremetió con la begonia asiática, que estaba en la puerta de las dependencias interiores de la policía, cuyos pétalos eran el orgullo del cuerpo; nada más acabar con ella, mientras el grupo trataba de entenderse con el jefe de policía, Durruti se aplicó concienzudamente con el mazo de folios del despacho contiguo, no sin antes haberse bebido el agua de todas las botellas que fue tirando de las tres mesas que componían el mobiliario policial.
ResponderEliminarDe pronto, alguien advirtió la ausencia del cerdo.
¡Dios! El cochino ha tomado las de Villadiego, soltó el nº 109 tratando de poner en antecedentes al jefe de policía.
Éste, ajeno a Durruti y a lo que traían entre manos sus hombres, trató de serenarse, y no contento con echar una reprimenda a Albino Rodríguez por su facha, que a estas alturas era ya lo de menos, ordenó detener al cerdo.
En aquel momento cesó la detención del grupo para centrar los esfuerzos en encontrar al cerdo, salieron todos disparados hacia la zona ajardinada mientras el inocente Durruti se echaba al coleto las viandas de todos los números de la policía del turno de tarde, incluido el bocata de mortadela de Albino Rodríguez. Una vez terminado el festín, Durruti se acurrucó bajo la mesa del despacho de la sala de juntas, a la que sólo entraban cuando algo extraordinario lo requería. Allí, sobre el suelo fresquito de terracota, se entregó al sueño, un sueño tan profundo que, en lo que quedaba de día, nadie sospechó de su presencia.
- ¿Pero qué es esta pandilla de…?, ¿de dónde han salido estos…?, ¿…de una porqueriza?
ResponderEliminarFue justo terminar de escupir esas preguntas incompletas cuando quedó boquiabierto al ver a Durruti, parado de las patas de atrás con las dos de delante sobre una mesa, engullendo unas carpetas, que seguro albergaban casos todavía sin resolver.
- ¡Madre del…!, ¿pero qué hace un… en esta oficina y encima comiéndose mis…?
El Jefe de la Policía no paraba de expulsar expresiones y preguntas, siempre inconclusas, y lo que era raro en él evitando soltar tacos y otras palabras mal sonantes pero apropiadas y fácilmente deducibles por la audiencia, cuando de pronto volviéndose para mirar de nuevo al grupo quedó perplejo.
-Pero señorita Cristina… si es usted, no la había… ¿qué … hace usted aquí?, ¿qué le han hecho estos…?
Varios policías, incluido todavía el número 109, que andaban por allí y no se habían dado cuenta todavía de la pillería de Durruti, corrieron hacia él para quitarlo de la mesa y al mismo tiempo retirarle de la boca una carpeta que ya devoraba por la mitad.
-Sr. Gómez, disculpe usted esta intromisión, así de esta manera, en sus dependencias. Yo le explicaré y por favor no culpe a este buena gente, que es amiga mía, por este atropello.
-Por supuesto señorita Cristina, usted me explicará, sin duda, sin duda… pero me deja usted preocupado. Por cierto, ¿sabe su novio de todo esto?
La cara de Martín, ante la pregunta que acababa de hacer el policía a Cristina, quedó totalmente descompuesta, cuando de pronto cayó desmayado al suelo.
Sintieron como un rayo la mirada fulminante que se posaba en cada uno de ellos. El rostro encendido del Jefe parecía a punto de estallar, cuando el policía que los acompañaba se apresuró a decir:
ResponderEliminar-Señor, estos indeseables...
-¿Quienes son y que hacen aquí? Le interrumpió vehemente.
-Están detenidos por alteración del orden público, señor, desacato a la autoridad, obstrucción de vía pública, participación en tumulto y en consecuencia comportamiento antisocial, por lo que propongo su ingreso inmediato en la celda de prevención, a resultas de lo que determine usted. Si se les impone una sanción o el traslado del expediente al Juzgado por aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes.
-Pues haga lo que tenga que hacer, pero de momento quítelos de mi vista.
Aquello sonaba fatal. Las quejas que habían manifestado en el trayecto no sirvieron para nada y allí, por lo visto, tampoco se podía hablar. No obstante, Cristina, la única que parecía menos afectada por más serena, se atrevió a exclamar:
-Disculpe señor, somos personas honradas y no maleantes. Estos hombres se ganan honestamente la vida como mecánicos y yo soy estudiante. Simplemente hemos sufrido un accidente en la calle cuando llevábamos...- y buscándolo con la mirada, se volvió a sus compañeros diciendo: ¿alguien sabe sonde está Durruti?
-Ya se lo dije señor, intervino el agente. Son unos indeseables y además se mofan de todo el mundo.
-Instruya el expediente y no dé más vueltas. Que lo vea el Fiscal