jueves, 29 de abril de 2010

El cerdo, exhausto de tanto cambalache y receloso de aquellos hombres que se miraban unos a otros con cara de pocos amigos, haciendo buena la palabra aplicada tantas veces a los de su especie, “omnívoro”, arremetió con la begonia asiática, que estaba en la puerta de las dependencias interiores de la policía, cuyos pétalos eran el orgullo del cuerpo; nada más acabar con ella, mientras el grupo trataba de entenderse con el jefe de policía, Durruti se aplicó concienzudamente con el mazo de folios del despacho contiguo, no sin antes haberse bebido el agua de todas las botellas que fue tirando de las tres mesas que componían el mobiliario policial.

De pronto, alguien advirtió la ausencia del cerdo.

¡Dios! El cochino ha tomado las de Villadiego, soltó el nº 109 tratando de poner en antecedentes al jefe de policía.

Éste, ajeno a Durruti y a lo que traían entre manos sus hombres, trató de serenarse, y no contento con echar una reprimenda a Albino Rodríguez por su facha, que a estas alturas era ya lo de menos, ordenó detener al cerdo.

En aquel momento cesó la detención del grupo para centrar los esfuerzos en encontrar al cerdo, salieron todos disparados hacia la zona ajardinada mientras el inocente Durruti se echaba al coleto las viandas de todos los números de la policía del turno de tarde, incluido el bocata de mortadela de Albino Rodríguez. Una vez terminado el festín, Durruti se acurrucó bajo la mesa del despacho de la sala de juntas, a la que sólo entraban cuando algo extraordinario lo requería. Allí, sobre el suelo fresquito de terracota, se entregó al sueño, un sueño tan profundo que, en lo que quedaba de día, nadie sospechó de su presencia.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 13:48 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. Por supuesto, que Durruti pasara aquellas horas plácidamente instalado bajo el escritorio de aquella comisaría es una suposición que ninguno de los testigos de aquellos hechos pudo corroborar nunca. Por segunda noche consecutiva el cerdo se encontraba oficialmente desaparecido, aunque en esta ocasión ni siquiera Martín sabía de su paradero.
    Al parecer, el responsable de la nueva exhibición escapista de Durruti fue un agente recién llegado al cuerpo que aseguró haber visto al animal doblar la esquina de la comisaría y alejarse del lugar calle Miguel Íscar abajo balanceando sus distinguidas y muy apreciadas carnes.
    A aquellas horas, ya tardías, del domingo, quien más quien menos contaba con poderosas razones para localizar al marrano. Por supuesto, Martín, Pascual, Canales y los demás mecánicos del taller, de vuelta a las labores de rastreo y que habían convertido la misión de encontrar a Durruti en una cuestión personal. Pero también la jovencita Cristina, encaprichada con el cerdo, se dedicaba a pasear, una y otra vez, por las mismas calles y a preguntar a los poco viandantes que quedaban en ellas si se acababan de cruzar con un cerdo. El gesto de asombro de los peatones tenía que ser de aúpa. Los policías que habían detenido en un primer momento al peculiar grupo también realizaron un gran esfuerzo aquella noche para dar con el lugar en el que se escondía Durruti. Su honor no habría de pisotearlo un simple cochino huido de las manos de la justicia.
    Todo fue en vano. Lo único seguro es que, a la mañana siguiente, un penetrante olor porcino invadió las fosas nasales del policía que accedía a la sala de juntas. Del cerdo, ni rastro. Se había evaporado.

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  2. Los agentes del turno de día de la comisaría, después de despotricar todo lo habido y por haber, de limpiar el desaguisado y de intentar recuperar los informes mensuales que cada uno de ellos había realizado sobre su actividad, ordenaditos todos ellos en un taco en el despacho del jefe, dieron por perdido a Durruti, al que tomaron por huido. El cabreo de todos ellos era tal, que a ninguno se le ocurrió hacer el menor caso a las quejas de mecánicos y muchacha. Sin duda, eran unos mentirosos, unos maleantes y, tal vez, unos ladrones. A ver, si no, de dónde había sacado sus ropas aquella chica, que si fuera una niña bien de verdad jamás se dejaría acompañar de semejante caterva de hombres rudos y grasientos. Bien mirado, no habían hecho nada, salvo estazarse contra una farola y llevar un cerdo en una furgoneta. Nada ilegal. Perlo un poco de cura de calabozo por el follón que habían preparado en la comisaría no les venía mal.

    Las cosas cambiaron radicalmente al anochecer, en el cambio de turno, cuando llegaron los agentes que se quedarían de guardia toda la noche.

    -¿A qué huele aquí? –Preguntó Federico Fernández, segundo de a bordo y con peor carácter aun que el jefe.

    -Probablemente a la chusma que está en el calabozo. Nosotros ya ni lo notamos. Los hemos tenido ahí desde por la mañana.

    Inmediatamente puso al corriente de la situación a Fernández, que bajó a comprobar el estado de la cuestión. Su sorpresa fue mayúscula.

    -¡¡¿Cristina??!! –preguntó.

    Palideció primero, enrojeció como una guinda después, y su voz enronqueció:

    -¿Qué hace aquí esta muchacha? ¿Por qué nadie ha escuchado lo que tuviera que decir? ¡¿Sabéis de quién es hija?!

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  3. La visita de D. Luis, Alcalde de la ciudad desde 1937, no se hacía esperar nunca por esas fechas. Así lo tenía establecido

    su protocolo, fruto de una organización de la que se sentía orgulloso por su formación castrense. Para la ocasión se había

    hecho acompañar de D. Arturo y de D. Pantaleón , ambos amigos y personas conocidas y respetadas de Valladolid, tanto por sus

    actividades comerciales, como por sus aportaciones y dedicación en beneficio de la ciudad y de los más desfavorecidos. Junto

    con otros miembros de la Corporación Municipal, quería mostrarles el orden, la disciplina y la pulcritud de aquel

    departamento -su niña bonita- debido fundamentalmente al acierto que supuso el nombramiento de Castro. Su actual Jefe.

    Aquel lunes, todo debía estar preparado para recibir al alcalde y acompañantes. Estaban avisados desde hace unos días.

    Debido a los acontecimientos del domingo y a pesar de que todos sin excepción hubieran pasado la noche ordenando, limpiando

    y ventilando la oficina, era casi la hora y el Jefe Castro no estaba satisfecho con los resultados provisionales del

    zafarrancho. Aquello le seguía oliendo mal. Había tenido que resolver por la tremenda los asuntos pendientes y mandar a su

    casa sin más al grupo aquel de chalados con un cerdo, que por cierto nadie supo decir qué había sido de él. Posiblemente se

    escapara durante el alboroto que se preparó. De buena gana les hubiera dejado allí a dormir. Una noche entre rejas les

    habría tranquilizado, sin contar con que alguno se llevara un coscorrón bien merecido por alborotador. ¡Encima decían que no

    se podían ir sin Durrutí! ¡Republicanos de las narices! ¡Si no fuera por el día que es y la que me espera, se habrían

    enterado de quién es Faustino Castro!

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  4. Sin duda el día estaba siendo muy largo y entretenido para los miembros del grupo, que seguía en las dependencias

    municipales desde hacía algunas horas. La búsqueda de Durruti fue perdiendo intensidad, fueron a buscarlo incluso a las

    calles de los alrededores de las dependencias, hasta que el jefe de la Policía ya también notando el cansancio dio la orden

    de parar la búsqueda.

    Nunca más se supo del paradero de Durruti. Durante varios meses después los mecánicos del Concesionario soñaron con el

    animal, pero peor era cuando pasaban frente alguna tienda de ultramarinos y veían colgados en ganchos trozos de jamón y

    otros embutidos surtidos en las vitrinas, pensando que podrían tratarse de los de Durruti y lamentándose de lo que se habían

    perdido.

    Pero el recuerdo del cerdo también no pasó nada desapercibido, y lo fue también por mucho tiempo, en las dependencias

    municipales cuando a la semana siguiente distintas personalidades, incluidas algunas venidas del extranjero, entraron a la

    sala de juntas para celebrar una importante reunión.

    Durruti había vuelto hacer de las suyas; antes de escaparse de allí había dejado el resultado de una buena digestión de la

    begonia asiática, aderezada con folios y la alfombra de la sala. Por supuesto, la reunión no pudo celebrarse en ese lugar.

    El resto del grupo si salió de allí siendo visto, después que la joven Cristina agarrado de la mano del joven Martín, no sin

    éste mostrarse ruborizado, persuadiese al jefe de la Policía Municipal con una historia mucho más creíble que la que no

    hubiese sido si hubiese contado la verdadera.

    ¿Qué les depararía todavía la noche, ahora sin Durruti?

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  5. Y Durruti soñaba mientras, resguardado bajo el techo de la mesa en la Sala de Juntas, los demás lo buscaban.

    El policía nº 109, Albino, buscaba 109 pistas para dar con él, ya llevaba 57 antodas en su pequeña libreta de notas.
    Y no paraba de, no paraba de, la verdad es que no paraba.

    Pascual y Canales, mientras, ya se habían sorteado la litera por si acababan en la cárcel. (Pascual la de arriba y Canales

    la de abajo).

    Al jefe de los policías, mientras, le estalló un rictus muy recto en su bigotón. Dicho rictus, él no lo sabía mientras

    intentaba infructuosamente ordenar ese barullo, que le imposibilitaría de por vida para jugar al mus, y todo provocado,

    pensaba él: por un simple marrano.

    Se equivocaba Durruti no era un simple marrano.

    Durruti soñaba con todas las herramientas que había visto en el taller y había pretendido he insistido en comer, como

    accesorios para fresar, lijar, pulir, grabar, cortar, perforar…

    Cristina lo buscaba diciendo: -Durru y -Ti lo decía Martín, y ya así tan simplemente Martín era feliz. Le gustaba esa chica

    y poder terminar con ella el nombre de su animal, al que más había querido. Ya era feliz. Sí dejaran varios momentos en la

    vida para morirse, ese sería uno de ellos para Martín.

    A la pista 84, el policía nº 109 como era el que no paraba, encontró a Durruti. Y le detuvo, le puso una de las esposas, una

    en su tobillo izquierdo y la otra en el jamón trasero derecho de Durruti.

    -¡Aquí está! Gritó.

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