sábado, 3 de abril de 2010

Acompañando a la voz, una figura enjuta, de manos nervudas y ojos sobresaliendo de las cuencas hizo acto de presencia en el vestíbulo. A su tono ronco le siguió el silencio más absoluto, incluido el de Durruti, que no osaba ni siquiera respirar. Ese esqueleto recubierto de piel y hábito era, efectivamente, la Madre Superiora, que miraba con desprecio al cerdo, con ira al intruso y con un interrogante a Sor Virtudes. Todo ello con esos ojos negros que remataban su aspecto cadavérico.

-Verá, Madre... -balbuceó Martín.

-Lo siento muchísimo, Madre -intervino Sor Virtudes, cortando el discurso de su sobrino con un tirón de manga muy efectivo.- Es mi sobrino, Martín. Sin duda debe haber una explicación para esto, ¿no deberíamos primero escucharle? No resulta habitual, desde luego, que un hombre y un cerdo llamen a las puertas de un convento a estas horas, así que deduzco que habrá una buena causa para ello.

La Madre Superiora, apenas un metro y medio de estatura pero con una presencia que cuajaba el aliento en el aire, apretó los labios. Diríase que iba a proferir un “¡Fuera de aquí!” que haría correr a Durruti hasta dejarse la grasa en el esfuerzo, pero en lugar de eso algo ocurrió. Una monja regordeta, de mofletes sonrosados y nariz respingona y echada para atrás, de asombroso parecido, visto así, con el gorrino que la observaba, se acercó a la Superiora. Tímidamente, le susurró algo al oído. La Madre Superiora relajó los labios e inclinó la cabeza levemente, como pidiendo más información. Y la regordeta volvió a hablarle despacio, bajito, en secreto. Mientras lo hacía, el resto de las monjas permanecía pie a tierra, sin mover una pestaña. Incluida Sor Virtudes. Y Martín, acobardado, se agachó y abrazó a Durruti por el cuello.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:45 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. La Madre Superiora asintió mirando a la hermana, luego posó su vista en Durruti y Martín y con un seco y espectral “habla” rompió el silencio que se había creado momentos atrás y que sólo rompía el gruñido quedo del cerdo.
    Martín no levantó la cabeza cuando dijo “pido asilo para mi gorrino. Un asesino quiere acabar con su vida”. A la Madre le brillaron los ojos y pareció complacida. Martín no podía dar crédito a su suerte cuando la monja le convidó a dejar allí su cerdo.

    Entonces Sor Virtudes pidió hablar a solas con su sobrino. Le contó que la hermana gruesa que se había dirigido a la Madre Superiora era Sor Victoria, la cocinera, y que sospechaba que la amabilidad de la que había sido objeto estaba relacionada con la visita cercana del Obispo que llegaría en cinco días y a quién debían cumplimentar con una buena y opulenta comida.
    Martín sintió como se le encendía la sangre y le faltó poco para proferir un grito y salir corriendo, pero decidió esconder a Durruti en el convento a escondidas de la Superiora. Para ello necesitaba la ayuda de su tía así que intentó convencerla.

    Finalmente ella accedió. Condujo a Martín por un pasillo ancho con un techo abovedado con frescos de pasajes de la Biblia que al abuelo de Pirelli le llamó intensamente la atención. Nunca había visto algo parecido. Tía y sobrino, acompañados por Durriti cruzaron el patio del claustro y entraron por una pequeña puerta que estaba escondida tras un hermoso rosal que las monjas cuidaban con mimo. La puerta daba acceso a unas estrechas y oscuras escaleras de caracol que, al contrario de lo que Martín había pensado, no ascendían sino que se internaban en el suelo. Con paso trémulo pisaron el primer peldaño.

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  2. Tras un largo y reflexivo silencio, la Madre Superiora se acercó a ellos. Aunque los ojos abiertos y atemorizados de ambos clamaban indulgencia ante aquella mujer de gesto adusto y seco, fue la mirada de Durruti, más ingenua y asustada, más pura y animal, la que hizo que la monja cambiara su ceño áspero por otro en el que tenía cabida la compasión y una controlada ternura.

    -Sor Virtudes –dijo la Superiora en un tono menos dictatorial que el que le era propio, enternecida como estaba por la ahora candorosa mirada de Durruti-, que pasen la noche al abrigo del cobertizo del huerto y mañana ya veremos –y dirigió una mirada cómplice a Sor Villena, la hermana regordeta.

    -Grac… –arrancó a decir Martín con una voz débil y temblorosa.

    -A mí no –le cortó repentina la Superiora-, déle las gracias al marrano.

    Ya en el cobertizo, acomodados los dos en un rincón, Martín intentaba encontrar, antes de que las primeras luces del alba cayeran sobre el convento de las Hermanitas de la Cruz, la estrategia acertada para lograr que Durruti llegara a viejo. En ésas estaba cuando se apoderó de él un sueño profundo. Fue entonces cuando el cerdo, acaso guiado por el impulso anarquista de su nombre, salió a merodear por el huerto sin encomendarse a ley ni orden alguno y comenzó a dar cuenta de todo cuanto por allí había: aquí unas berzas, allí el manojo de heno que Sor Remedios tenía preparado para los conejos, en aquella esquina un saco de cebada, al lado de la tapia cuatro surcos de nabos. Así siguió comiendo y destrozando, con sigilo guerrillero, todo lo que encontró a su paso hasta que despertó Martín. Y cuando Martín despertó Sor Villena ya estaba allí.

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  3. Martín advirtió en aquellos ojos oscuros e hieráticos el talante nada benigno de la conversación entre ambas mujeres. Sor Consolación, la oronda novicia, recordó a la Madre Superiora la misiva llegada hacía un par de semanas, requiriendo la entrega por parte de todas las congregaciones de la ciudad de un ejemplar porcino para la próxima festividad de San Antón, en la que el Obispado iba a invitar a la clase alta vallisoletana en un festín sin parangón. El Valladolid de la posguerra se debatía en la dicotomía del pueblo llano hambriento y la oligarquía saciada y opulenta.

    La Madre Superiora estuvo de acuerdo que aquella era una oportunidad propicia de obtener un trato de favor por parte del obispo. En circunstancias normales, no podrían haber atendido su requerimiento, sin descuidar las obligaciones con sus feligreses. Pero la irrupción de Durruti suponía toda una aparición.

    Sor Consolación se prestó voluntaria para llevar ella misma el lunes, a primera hora de la mañana, la presea de lustrosas carnes al Obispado. Martín acompañaría a la hermana, aprovechando la mansedumbre que Durruti denotaba en presencia del púber. A su regreso, las monjas le entregarían una carta de recomendación con la que poder presentarse de nuevo en el taller, sin temor a reprimendas de sus compañeros, para demostrar que toda aquella chiquillería había contado en todo momento con la connivencia de la Madre Superiora, en aras de suministrarlas semejante trofeo.

    La comitiva se completaría con la compañía de Sor Virtudes, para evitar cualquier intentona de escapatoria por parte de su sobrino. En el traslado aprovecharían la furgoneta que el párroco utilizaba en su quehacer diario.

    La Madre Superiora acarició el lomo de Durruti con falso ademán de benevolencia, gesto que no pasó desadvertido a Martín, cuya imaginación ya andaba cavilando una nueva peripecia.

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  4. Una vez que aquella monja entrada en carnes hubo terminado de hablar, la Superiora la apartó con un zigzag de ojos. Tornó su gesto de desagrado iracundo en una mueca de simpatía forzada que no engañaba a nadie y se dirigió a Martín y a Sor Virtudes en voz alta.

    -Encuentro esta situación totalmente anómala y desagradable. La presencia de ese cerdo es, y coincidiremos en eso, una ofensa a un lugar de recogimiento y fe como éste. Por otro lado, como me ha hecho notar Sor Genoveva, la primera enseñanza de nuestra fundadora, Sor Ángela de la Cruz, era considerar y amar a los necesitados como nuestros amos y señores.

    Durruti asistía al discurso con sus enormes orejas colgando, el hocico húmedo y la sensación de que algo no iba bien, mientras notaba la respiración entrecortada de Martín, que seguía aferrado a su cuello.

    -Dicho esto, -concluyó la Madre Superiora- creo que lo primero es auxiliar a su sobrino, Sor Virtudes, y mañana buscar las explicaciones pertinentes. Mozo, su tía le acompañará al claustro. Allí podrá dejar al gorrino para que pase la noche. Usted puede quedarse en la capilla.

    Martín se deshizo en gracias y reverencias, le besó la mano a la Superiora, que la retiró inmediatamente con un punto de asco, y conminó a Durruti.

    -Vamos, ya te dije que aquí nos ayudarían y estaríamos a salvo del cuchillo de Pascual.

    Mientras caminaban hacia el claustro, preguntó a su tía por la monja regordeta que había intercedido ante la Superiora.

    -¿Sor Genoveva? Es la maestra repostera del convento.

    Justo en ese momento, Martín habría jurado que Durruti se estremecía.

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  5. La venerable anciana asintió enérgicamente ante las palabras de su correligionaria y mil arrugas surcaron su rostro amarillento al sonreír, otorgándole el aspecto de un mapa de carreteras. Había alcanzado una determinación. Martin se puso en guardia. Durruti mordisqueaba ufano la camisa de su benefactor.

    -Hijo mío -comenzó la anciana. –No hay entre nosotras lugar para hombres, ni he de mancillar mi alma con la culpa de dar cobijo a un ladrón.-

    El chico se sintió indignado y quiso protestar pero su tía le persuadió de lo contrario con un fuerte codazo, carente de toda sutileza.

    -El gorrino permanecerá aquí –continuó. –Tú volverás a casa y rezarás por el perdón de tus pecados. Sor Facunda, coged al animal.-

    Martin observo impotente como una sonrisa complacida infló las mejillas de la monja obesa mientras se dirigía obediente hacia Durruti, sin prisa pero sin pausa, para atraparlo entre sus rechonchos dedos. Su abrumadora presencia activó los instintos de supervivencia de Durruti, que al verse amenazado por un enemigo claramente superior puso pies en polvorosa, profiriendo gruñidos largos y estridentes.

    Su alocada carrera lo condujo bajo las enaguas de la oronda Sor Facunda, quién metió sus brazos entre las piernas con la intención de agarrarlo, con tan mala fortuna que perdió el equilibrio y acabó dando de bruces contra el suelo mientras Durruti emergía por el lado opuesto y salía despavorido. Novicias y monjas prorrumpieron en sonoras carcajadas. La superiora se desgañitaba tratando de imponer el orden y el cerdo corrió aterrorizado hasta que dobló una esquina y se perdió de vista. Sor Virtudes dedicó un gesto reprobatorio a su sobrino y tirando de su brazo salieron en pos del animal.

    Por encima del revuelo se oyó el estruendo poderoso de unos aldabonazos que retumbaron como truenos en la estancia.

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