domingo, 4 de abril de 2010

Una vez que aquella monja entrada en carnes hubo terminado de hablar, la Superiora la apartó con un zigzag de ojos. Tornó su gesto de desagrado iracundo en una mueca de simpatía forzada que no engañaba a nadie y se dirigió a Martín y a Sor Virtudes en voz alta.

-Encuentro esta situación totalmente anómala y desagradable. La presencia de ese cerdo es, y coincidiremos en eso, una ofensa a un lugar de recogimiento y fe como éste. Por otro lado, como me ha hecho notar Sor Genoveva, la primera enseñanza de nuestra fundadora, Sor Ángela de la Cruz, era considerar y amar a los necesitados como nuestros amos y señores.

Durruti asistía al discurso con sus enormes orejas colgando, el hocico húmedo y la sensación de que algo no iba bien, mientras notaba la respiración entrecortada de Martín, que seguía aferrado a su cuello.

-Dicho esto, -concluyó la Madre Superiora- creo que lo primero es auxiliar a su sobrino, Sor Virtudes, y mañana buscar las explicaciones pertinentes. Mozo, su tía le acompañará al claustro. Allí podrá dejar al gorrino para que pase la noche. Usted puede quedarse en la capilla.

Martín se deshizo en gracias y reverencias, le besó la mano a la Superiora, que la retiró inmediatamente con un punto de asco, y conminó a Durruti.

-Vamos, ya te dije que aquí nos ayudarían y estaríamos a salvo del cuchillo de Pascual.

Mientras caminaban hacia el claustro, preguntó a su tía por la monja regordeta que había intercedido ante la Superiora.

-¿Sor Genoveva? Es la maestra repostera del convento.

Justo en ese momento, Martín habría jurado que Durruti se estremecía.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:04 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. No tardó Durruti en recuperar su gracejo. Accedieron al claustro por la galería este y Durruti corrió raudo al patio ajardinado. Poco le importó la escarcha que comenzaba a posarse sobre los hierbajos, propia del relente de aquella noche rasa de plenilunio, reflejada en toda su grandiosidad en las aguas reposadas del pozo.

    Allí dejaron al bueno de Durruti manducando, mientras Sor Virtudes indicaba a Martín el camino hacia la capilla, al fondo del panda norte. Martín entró cauto en el oratorio, envuelto en un silencio sepulcral y tenuemente iluminado. Minutos después apareció Sor Virtudes con un par de mantas en la mano, luego la fría estancia se hallaba en el extremo opuesto al calefactorio.

    - Duerme tranquilo, mañana aclararemos el entuerto.

    Las palabras de Sor Virtudes, lejos de apaciguarle, le inquietaron empero. Martín no lograba conciliar el sueño. Se sentía sobrecogido ante la presencia de las imágenes del retablo, acurrucado debajo del altar. Además no dejaba de pensar cómo hallaría la manera de averiguar lo que la Madre Superiora y la hermana confitera se traían entre manos. No podía pegar ojo, atento a cualquier posible ruido que proviniese del patio. Estaba aterido, pese al refugio de las mantas, acrecentado por la preocupación que sentía por Durruti. No cerraría los ojos, inseguro de no encontrar a su preciado amigo una vez que los abriese. Pese a su resistencia, poco a poco la somnolencia le fue venciendo, entregando al muchacho a los brazos de Morfeo.

    En el duermevela, a Martín se le aparecieron jamones tratando de esquivar a orondas religiosas en denodado esfuerzo, desfile marcial de cerdos mutilados marchando sobre muletas, a Pascual con pezuñas y apéndice rizado …

    Clareaba la mañana del domingo cuando Martín despertó sobresaltado, alarmado por un escalofriante gañido que provenía del claustro.

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  2. Mientras Sor Virtudes, tan inocente y sin malicia como un recién nacido, le contaba a su sobrino, de camino al claustro, las maravillas que Sor Genoveva fabricaba en su cocina, con aquellas rosquillas de anís de la Virgen de San Lorenzo, ese chocolate con piñones de San Pedro Regalado y, sobre todo, ese turrón de yema de Sor Ángela de la Cruz, la repostera y la Superiora reanudaban su conversación en una salita junto al vestíbulo.

    -Contadme, entonces, cuál es exactamente la situación -inquirió la Madre Superiora.

    -Pues verá, Madre, en los últimos días he tenido que racionar algunos ingredientes de nuestros postres para poder mantener la producción. Las rosquillas son una cuarta más pequeñas, y la barra de turrón la hemos rebajado medio dedo...

    -Le recuerdo que los ingresos del convento, y de ahí sale nuestra manutención y la ayuda que podamos prestar a los pobres, salen de esos postres, Sor Genoveva -interrumpió la Superiora.

    -Precisamente, Madre. El precio sigue siendo el mismo, porque vendemos por unidades y no al peso, pero la materia prima sigue menguando. La manteca ha subido en este tiempo de escasez, y por el mismo dinero nos dan casi la mitad. Y claro, cuando he visto ese gorrino tan hermoso...

    La Madre Superiora carraspeó con fuerza y Sor Genoveva calló. Silencio absoluto. La anciana clavó los ojos negros en su interlocutora y le advirtió:

    -Déjelo de mi mano. Ni una palabra a nadie. Y ahora, vuelva a sus aposentos.

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  3. El tumulto provocado por la inesperada visita de Martín y, sobre todo, la presencia de un hermoso cerdo en tan sagrado lugar había retrasado unas explicaciones que ahora el muchacho, todavía inquieto por la mediación de una monja experta en fogones, estaba en condiciones de ofrecer a su tía.

    -Sé que puede resultar infantil, pero no quiero acabar con el pobre animal. La sola idea de clavarle la hoja del cuchillo me horroriza, por eso no me ha quedado más remedio que traerlo hasta aquí. Es solo una solución temporal. Si quiere, mañana mismo salgo por la puerta con el marrano bajo el brazo.

    -No digas tonterías, Martín. Demuestras tener un corazón de oro que Dios te sabrá agradecer en su momento. Por el cerdo no te preocupes, que aquí le sabremos tratar bien. La Madre Superiora es en ocasiones demasiado áspera, pero te aseguro que no habrá impedimento para aplacar tu angustia.

    Enfrascados en la conversación, apenas se cercioraron de que el trajín en el convento no había hecho sino comenzar esa noche. Mientras se dirigían hacia el claustro para acomodar a Durruti e iniciar su fugaz conversación, la aldaba había vuelto a cumplir su función. En esta ocasión fue Sor Milagros la que se acercó a comprobar quién rompía el silencio a unas horas que comenzaban a ser intempestivas.

    La voz que retumbaba por los pasillos le resultaba familiar a Martín. La rugosidad que regalaba el consumo desaforado la picadura de tabaco y el pertinaz deje andaluz, inamovible pese al tiempo que llevaba en Castilla, lo hacían inconfundible. Era Fermín, el guardia, la ley del barrio.

    -Verán, hermanas, perdonen la intrusión, pero la obligación manda. No les molestaré demasiado, no tengo más que una pregunta. ¿Ha entrado un cerdo en el convento esta noche?

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  4. Durruti supo buscarse el rincón más protegido de la corriente, aunque las arcadas no eran bastante abrigo para una noche de noviembre en tierras castellanas. Por suerte para él, esa madrugada no helaba y el trajín de la noche, al que no estaba nada acostumbrado, hizo el resto y se quedó dormido de inmediato. Martín, por su parte, decidió acurrucarse en un banco de la capilla y rezar hasta que se hiciera de día. No le parecía bien que las monjas lo encontrasen roncando con el alba y menos aún no oír a Durruti si comenzaba a chillar, algo que con toda seguridad haría si alguien que no fuera él trataba de llevárselo. La información de su tía sobre Sor Genoveva no le tranquilizaba en absoluto.

    Eligió para sus oraciones un lugar cerca del altar, donde varios velones se consumían junto a un santo y daban algo de calor. Pensó que en esos momentos, y a falta de San Eligio, cualquiera con un poco de mano en las alturas le venía bien para encomendarle su apuro. A medida que avanzaba por la capilla trataba de espantar sus recién adquiridos miedos y algo más grave que no sentía desde hacía muchos años: ganas de llorar. Demasiados nervios, demasiadas carreras salvadas in extremis y demasiadas dudas aún sin resolver.

    Cuando llegó junto a la talla a la que se disponía a suplicar por la vida de Durruti cayó al suelo de rodillas, los ojos se le llenaron de lágrimas y un nudo le cerró la garganta. Allí estaba. San Antón. En la capilla de un convento de monjas. Y no estaba solo. A sus pies permanecía sentado un pequeño marrano. Entonces lo vio claro. Antes de que las monjas llegaran a rezar maitines, Martín tenía completamente trazado su plan.

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  5. Dormir al raso en pleno noviembre, y en Valladolid, no parecía lo más recomendable para un cerdo que se había criado al calor de un taller, limpio y seco, y que tampoco había tenido nunca que husmear en la hierba para encontrar bellotas ni nada parecido. El claustro, además, no ofrecía alimento alguno, salvo el agua del pozo que se hundía justo en el centro. Martín esperaba que el agotamiento hiciese dormir a Durruti a pesar del frío y que, incluso, lo mantuviese descansando un poco más tiempo de lo habitual. De lo contrario, en cuanto llegase el alba sus chillidos de hambre despertarían a todo el convento. Pero, dadas las circunstancias y, sobre todo, el talante de la Madre Superiora, no osó rechistar y mucho menos indicar que el cerdo, como él, necesitarían comida demás de alojamiento.

    El hijo de Pirelli siguió a su tía hasta la capilla y, con calma, le refirió todo lo sucedido durante la última semana. Sor Virtudes miraba con compasión y cariño al hijo de su hermana mayor. Seguía siendo el mismo niño que diez años antes se había presentado en casa con un ratón rosa, pelado y medio muerto, una cría del tamaño de un dedo pulgar, al que intentaba alimentar con leche para que sobreviviera ante la mirada escandalizada de sus hermanas.

    Mientras hablaban sobre lo sucedido, oían a Durruti, en el claustro, cada vez más soliviantado por el hambre y el frío del amanecer. Sor Virtudes, una vez más, salió al paso de la situación.

    -“Voy a la cocina, a ver si encuentro mondas de patatas y tronchos de berzas entre los desperdicios de la hermana cocinera. Algo le aliviará el hambre”.

    Justo cuando se disponía a salir, Durruti calló. Tía y sobrino aguardaron un instante. Nada. El cerdo había enmudecido.

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