lunes, 5 de abril de 2010

No tardó Durruti en recuperar su gracejo. Accedieron al claustro por la galería este y Durruti corrió raudo al patio ajardinado. Poco le importó la escarcha que comenzaba a posarse sobre los hierbajos, propia del relente de aquella noche rasa de plenilunio, reflejada en toda su grandiosidad en las aguas reposadas del pozo.

Allí dejaron al bueno de Durruti manducando, mientras Sor Virtudes indicaba a Martín el camino hacia la capilla, al fondo del panda norte. Martín entró cauto en el oratorio, envuelto en un silencio sepulcral y tenuemente iluminado. Minutos después apareció Sor Virtudes con un par de mantas en la mano, luego la fría estancia se hallaba en el extremo opuesto al calefactorio.

- Duerme tranquilo, mañana aclararemos el entuerto.

Las palabras de Sor Virtudes, lejos de apaciguarle, le inquietaron empero. Martín no lograba conciliar el sueño. Se sentía sobrecogido ante la presencia de las imágenes del retablo, acurrucado debajo del altar. Además no dejaba de pensar cómo hallaría la manera de averiguar lo que la Madre Superiora y la hermana confitera se traían entre manos. No podía pegar ojo, atento a cualquier posible ruido que proviniese del patio. Estaba aterido, pese al refugio de las mantas, acrecentado por la preocupación que sentía por Durruti. No cerraría los ojos, inseguro de no encontrar a su preciado amigo una vez que los abriese. Pese a su resistencia, poco a poco la somnolencia le fue venciendo, entregando al muchacho a los brazos de Morfeo.
En el duermevela, a Martín se le aparecieron jamones tratando de esquivar a orondas religiosas en denodado esfuerzo, desfile marcial de cerdos mutilados marchando sobre muletas, a Pascual con pezuñas y apéndice rizado …

Clareaba la mañana del domingo cuando Martín despertó sobresaltado, alarmado por un escalofriante gañido que provenía del claustro.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:00 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. Martín salió atropelladamente de la capilla, con la firme convicción de que el patio se había convertido en un campo de batalla. Llegó hasta la arcada más cercana y contempló atónito la escena que acontecía ante sus ojos. Sor Virtudes y una joven novicia perseguían infructuosamente a Durruti, quien entre chillidos deambulaba alocadamente, ora por el jardín, ora por el corredor, ora alrededor del pozo. Incluso pasó al lado de Martín sin advertir su presencia, tan obcecado estaba en evitar ser atrapado por las monjas. La Madre Superiora había ordenado a Sor Virtudes sacar lustre al cerdo y ésta había colocado un barreño al lado del pozo. En un principio Durruti no puso impedimento alguno y accedió meterse dentro del balde. La escandalera vino al volcar sobre el lomo de Durruti el primer caldero de agua. El cerdo exhaló un gruñido intenso al recibir en sus rollizas carnes el gélido remojón y salió pitando del baño glacial.

    Martín no pudo reprimir una carcajada, que fue en aumento deleitándose en la esperpéntica persecución. Pensándolo bien hacía tiempo que no reía de aquella manera, exactamente desde el día del sorteo, y ahora aquellas risotadas burlonas las hacía suyas. Al darse cuenta de la liberación su hilaridad nerviosa resultó aún más sonora, explotando al viento frío de la mañana.

    Súbitamente, como surgida de la nada, apareció una figura fantasmal, que congeló las risas y paralizó la carrera de Durruti.

    - Por favor, hermanas, terminen cuanto antes la tarea que las he encomendado. - dijo con un falso tono condescendiente. Y a usted, mozo, no le vendría nada mal otro baño. En cuanto se hayan aseado, les espero en la cocina, en compañía de sor Genoveva.

    Desapareció tras la puerta del refectorio, contiguo a la cocina, tan fugazmente como se había presentado.

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  2. Se incorporó de un brinco sobresaltado por lo que acababa de escuchar. Dudaba, no obstante, si formaba parte del sueño, o realmente estaba ocurriendo lo que se había instalado en su imaginación desde que captó aquella madrugada la aviesa mirada de la confitera puesta en su amigo Durruti. Sus pies, como apéndices alados, le llevaron apenas sin rozar el embaldosado rojo que cubría el suelo de la capilla hasta el claustro. Miró en todas las direcciones y buscó sin encontrar algún indicio que le llevara a saber lo que realmente ocurría.

    Estaba desconcertado sin saber a dónde dirigirse, cuando de nuevo se escucharon los inconfundibles y elocuentes gañidos durrutianos. Brújula sonora que le orientó en su loca carrera hasta el huerto. Y allí se encontraba “Durru”, revolcándose literalmente en un montón de cieno y dentro de un corralito al que habían adornado con una albardilla que alguna vez fue roja. Se estaba dando un festín con un montón de residuos orgánicos difíciles clasificar. También de ver sin provocar nauseas. Pero al verraco no le debía parecer lo mismo, ya que era notoria su felicidad. En lo más profundo de su ser el placer le trasladaba a sus más remotos orígenes animales. El atavismo le convertía en un auténtico jabalí de Eurasia. De ahí sus chillidos.

    Absorto en la contemplación del espectáculo, no se percató de la presencia de Sor Genoveva. Estaba allí comprobando cómo su invitado daba cuenta de los residuos que había conseguido para aliviar su hambre y acallar, al tiempo, los rugidos que sus tripas vacías emitían. Una situación contraria a la naturaleza del animal que era preciso resolver convenientemente si, llegado el caso, este tuviera que servir al fin para el que fue creado. ¡Bendito sea Dios!

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  3. Apenas fueron suficientes cuatro zancadas para que el padre de Pirelli se plantara en el claustro y se diera cuenta de que, para las allí presentes, los minutos de Durruti en este mundo estaban contados. No hacía falta preguntar nada. Los rostros albos y repetidos de las hermanas no podían disimular sus deseos de ver cuanto antes al cerdo sobre la mesa matancera, altar pagano que con las primeras luces de la aurora habían rescatado del desuso y el olvido en el que yacía en la bodega del convento. Tentadas por aquellas carnes, acaso las únicas ante las que podían flaquear sin miedo a cometer pecado de lujuria –nadie pecaba entonces de gula-, bajo el ceñido griñón las religiosas más veían ya los embutidos secando que las carnes vivas del cerdo, más los jamones y las paletillas que las patas ágiles del marrano. Por ver veían hasta más tocino que magro, que dadas las necesidades y penurias de la época no dejaba de ser una bendición. Así las cosas, y dando ya Martín por perdido al cerdo, antes de asomarse al patio, dijo para sí entre dientes: Durruti, con la Iglesia hemos topado. Pero aún no había acabado la frase cuando llegó a sus oídos la voz ronca de un hombre:

    -Vamos bonito, ven aquí, vamos, ven aquí bonito.

    Y allí estaban: Durruti en una esquina del patio con la mirada clavada en el hombre de la voz ronca, dispuesto a embestir; la Madre Superiora y Sor Genoveva con el monjil remangado, no se sabe bien si dispuestas a huir o también a embestir; y Pascual, el hombre de la voz ronca, aguantando la mirada del ahora retador Durruti y blandiendo un brillante, largo y fino cuchillo mientras dice:

    -Vamos bonito, vamos, ven aquí bonito, que me cago en…

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  4. De un brinco salió de entre las mantas, se calzó los zapatos y corrió hacia la puerta del oratorio.
    Al llegar al claustro se quedó helado. La hermana confitera había sujetado al cerdo a un pilar con un cabo y Durruti, espantado, tiraba todo lo que podía para alejarse de la captora y sus ojos golosos.

    Martín se ocultó por un momento y rápidamente planeó el rescate. Debía acercarse a la columna Durruti buscando la retaguardia de Sor Genoveva, así que tomó impulso y con una fuerza que difícilmente podría salir de un chaval tan enclenque impactó con los cuartos traseros de la monja, que salió rodando hasta el huerto del claustro.

    En menos de un minuto Martín y Durruti ya salían corriendo del convento, como alma que lleva el diablo, sintiendo el aire frío de la mañana en sus pulmones.

    Treparon la cuesta de Canterac y no pararon hasta llegar al Canal del Duero. Ocultos entre la maleza, Durruti se entretenía hozando en el barro de la orilla, buscando su desayuno y disfrutando de una experiencia tan porcina pero tan nueva para él.
    Martín estaba hecho un lío. Tenía claro que debía volver a la ciudad, pese a los peligros, porque no tenía ningún sentido huir con el cerdo campo a través, pero ¿dónde esconderse? ¿Cómo convencer a sus compañeros del taller?

    De repente, lo vio claro: agarró la soga que colgaba del cuello de Durruti y se puso en pie de un salto, con la resolución pintada en su cara.

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  5. Martín se levantó de un brinco, lo hizo aún somnoliento, tanto, que no se dio ni cuenta de cuán estrecho era el banco en el que había estado recostado durante la noche, y fue a dar al suelo de bruces. El golpe fue de tal calibre que impactó violentamente contra uno de esos reposapiés que hay en los asientos de las iglesias, procurándose un buen corte en el arco superciliar izquierdo. Martín probablemente ignoraba que “eso” que le sangraba tanto era el arco superciliar, pero de lo que sí estaba bastante seguro era que de su ceja izquierda manaba tanta sangre como de la garganta de un gorrino cuando le pasan a cuchillo. De hecho se deslizaba por la mejilla y pugnaba por entrar entre sus párpados que, entrecerrados, hacían verdaderos esfuerzos por impedirlo.

    Salió enloquecido de la capilla en dirección a los desgarradores gruñidos del inefable Durruti; se imaginaba al pobre bicho amarrado de pies y manos, soportando una de esas terribles torturas inquisitoriales, “pobre Durruti, morirá en un monasterio igual que un mártir, a manos de unas arpías con toca y hábito”.

    Cuando llegó al claustro vio que allí no había rastro alguno del cochino, bueno sí… en realidad aún quedaban las huellas indelebles de su pernocta: una colosal deposición en medio del inmaculado pavimento de piedra gris.

    Siguió corriendo, cada vez más nervioso, hasta que se dio cuenta que los gritos procedían de… ¡la cocina! Y no eran sólo los agudos chillidos de Durruti, además se escuchaban grititos alborozados, risas femeninas y cantarinas… “qué estará pasando”, se preguntó.

    Al abrir la puerta de la cocina adivinó lo que podía ser Durruti rodeado de reverendas con sendos delantales…“¡¡¡nooo…!!!” Gritó, y varios pares de ojos asombrados se volvieron hacia él con estupor. El animal, completamente desnudo, estaba dentro de un enorme barreño rodeado de agua y espuma. Las pulcras religiosas le estaban dando un baño a fin de mitigar su profundo olor a porcino…

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