martes, 6 de abril de 2010

Apenas fueron suficientes cuatro zancadas para que el padre de Pirelli se plantara en el claustro y se diera cuenta de que, para las allí presentes, los minutos de Durruti en este mundo estaban contados. No hacía falta preguntar nada. Los rostros albos y repetidos de las hermanas no podían disimular sus deseos de ver cuanto antes al cerdo sobre la mesa matancera, altar pagano que con las primeras luces de la aurora habían rescatado del desuso y el olvido en el que yacía en la bodega del convento. Tentadas por aquellas carnes, acaso las únicas ante las que podían flaquear sin miedo a cometer pecado de lujuria –nadie pecaba entonces de gula-, bajo el ceñido griñón las religiosas más veían ya los embutidos secando que las carnes vivas del cerdo, más los jamones y las paletillas que las patas ágiles del marrano. Por ver veían hasta más tocino que magro, que dadas las necesidades y penurias de la época no dejaba de ser una bendición. Así las cosas, y dando ya Martín por perdido al cerdo, antes de asomarse al patio, dijo para sí entre dientes: Durruti, con la Iglesia hemos topado. Pero aún no había acabado la frase cuando llegó a sus oídos la voz ronca de un hombre:

-Vamos bonito, ven aquí, vamos, ven aquí bonito.

Y allí estaban: Durruti en una esquina del patio con la mirada clavada en el hombre de la voz ronca, dispuesto a embestir; la Madre Superiora y Sor Genoveva con el monjil remangado, no se sabe bien si dispuestas a huir o también a embestir; y Pascual, el hombre de la voz ronca, aguantando la mirada del ahora retador Durruti y blandiendo un brillante, largo y fino cuchillo mientras dice:

-Vamos bonito, vamos, ven aquí bonito, que me cago en…
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:47 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. Pascual quería gratificar la labor de caridad que habían realizado las Hermanas de la Cruz para con su familia desde su más tierna infancia. Los padres de Pascual subsistieron gracias a la generosidad de sus benefactoras. Él había sido uno de los niños a los cuales las monjas habían impartido educación de modo altruista, como así seguían y continuarían haciendo durante años. A Pascual, tosco y burdo por naturaleza, aquellas enseñanzas le sirvieron para aprender un oficio y encontrar trabajo en el taller de Carrocerías Molina, cual aprendiz, como hogaño ejercía Martín.

    Hacía un par de semanas, coincidiendo con la salida de la escuela de su primogénita, relató a la hermana repostera la decisión que habían tomado en el taller de segar la vida de Durruti y prometió a las monjas, en precaria situación los últimos meses, cederles parte de la matanza del gorrino en señal de agradecimiento. Consecuentemente, sor Genoveva estaba en antecedentes de la tesitura del cerdo y fue ella la que facultó el acceso de Pascual al convento sin llamar la atención en la penumbra.

    El panorama pues era aquel pobre puerco acorralado por matachín y monjas carniceras, con su amigo Martín, otrora protector, paralizado por la impresión escénica. Se encontraba literalmente ”entre la espada y la pared”. Afianzó en el terreno sus pezuñas, dispuesto a arremeter contra todo aquello que se interpusiera en su camino.

    A punto estaba de impulsarse cuando su agudizado olfato anquilosó su propósito. Pascual, de instintos agrestes, asimismo se percató. La campana del convento comenzó a sonar, en vertiginoso volteo.

    - ¡Fuego, fuego!- exclamaba Sor Virtudes, agitando los brazos mientras salía por la puerta del refectorio.

    Súbitamente, el humo hizo acto de presencia. Al cabo unas llamas, el convento se estaba quemando.

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  2. Mientras Martín se peleaba con sus temores para conciliar el sueño, Pascual había llegado a la puerta del convento, enfebrecido por la persecución del gorrino y de su compañero huido, y guiado por unas sospechosas huellas de barro con pinta de pezuña. Había aporreado la puerta hasta que las monjas acudieron a abrir, y una vez dentro pidió audiencia con la Madre Superiora. La anciana se hallaba entonces con Sor Genoveva, la maestra repostera, y rápidamente se entabló una conversación que tenía al pobre Durruti como único protagonista.

    Pascual les había explicado la historia del marrano y cómo él y su compañero Martín eran los encargados de darle matarife hasta que su piadoso compañero se arrepintió.

    -Pero hombre, ¿cómo se les ocurre intentar matar a un cerdo entre dos hombres? -se rió con fuerza Sor Genoveva, que con cada carcajada echaba un poco para atrás su nariz chata. -Sepa, buen hombre, que una matanza necesita de mucha gente. En mi pueblo, las mujeres se encargaban de recoger las vísceras, limpiarlas, preparar la carne para embutirla al día siguiente... Por no contar que hay que recoger la sangre, ¿o para quién dejan ustedes las morcillas?

    -Cierto, claro... -titubeó Pascual.

    -Le diré, joven -interrumpió la Madre Superiora- que nuestro convento también tiene una serie de necesidades que conviene tener en cuenta. Antes de llegar usted, Sor Genoveva me estaba poniendo al corriente de la escasez de manteca de nuestra despensa. La materia prima ha subido de precio, y ya sabrá usted que nuestra manutención, y la ayuda que prestamos a los pobres, parte de los pasteles, rosquillas y otros dulces que elabora Sor Genoveva con esa manteca, precisamente.

    -¿Qué propone entonces? -interrogó Pascual, que en ese momento lo vio todo mucho más claro.

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  3. El buen Durruti, viéndose acorralado, pese a la plácida vida que había tenido hasta ese momento, se dejó llevar por el instinto y tornó en bestia enfurecida. Babeaba espuma, gruñía y enseñaba los colmillos, promesa segura de falanges cercenadas.

    —Ven aquí, bonito —decía Pascual con una falsa sonrisa mientras agitaba el cuchillo.

    —Aquí, aquí, cerdito —rebatía Sor Genoveva desde el otro extremo del claustro ofreciendo al animal una hogaza de pan, vianda por la que en aquellos tiempos azarosos más de uno hubiera matado.

    El animal trotó hasta situarse detrás de Martín, su único amigo. Las miradas se clavaron en el mecánico. El cerco se estrechaba.

    —¡Tía Eugenia! —exclamó el hombre en un desesperado intento por hallar una salida.


    La religiosa desvió la mirada. La tentación de la carne era demasiado poderosa. Como decían las novicias en los escasos momentos de asueto de que disponían, una puede pasar sin catar hombre, pero no...


    El metro y medio de la Madre Superiora tembló de rabia. Sus labios se fruncieron hasta convertirse en una delgada línea.
    —Antes es Dios que todos los santos —resopló.

    Durruti, animal listo como pocos, viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, decidió vender caras sus carnes. Con un berrido furioso cargó contra las monjas, derribando a quienes se interpusieron en su camino, y escapó por el portón que Pascual había dejado abierto. Martín, un tanto aturdido, siguió el pasillo que había abierto el animal antes de que se cerrara.

    Así, a la zaga del gorrino, perseguido de cerca por Pascual y la Madre Superiora, y un poco más lejos por una sofocada Sor Genoneva, cuyas carnes botaban a cada zancada, emprendió el padre de Pirelli su fuga calle Arca Real adelante. El cielo clareaba.

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  4. En un momento como ese, lo menos recomendable habría sido pensar con la cabeza fría y urdir un elaborado plan con el que salvar al acorralado Durruti.

    Definitivamente el cerdo no era tonto. Si bien Pascual había sido uno de sus más fieles compañeros en el taller, y a él le debía grandiosas comilonas gracias a las sobras de su propio puchero, ahora entendía que la situación había dado un giro total. La figura que se levantaba frente a él conminándole a acercarse, con un tono entre amable y aguardentoso, ya no le ofrecía la tranquilidad de aquellas jornadas de holganza.

    Mientras Pascual, cuchillo en ristre y flanqueado por su cohorte de religiosas, daba los últimos pasos hacia su presa, Martín, que observaba la escena desde la esquina opuesta del claustro, decidió entrar en combate sin pensar en las posibles consecuencias. Echó a correr por el piso de piedra, con la cabeza gacha y los ojos llorosos de rabia. Una idea flotaba en su cabeza, aturdida todavía por la serie de acontecimientos vividos en las últimas horas y que había pasado ya la frontera de lo racionalmente admisible: la de arrancar de las manos del aprendiz de matarife la pieza porcina a la que se acercaba de manera peligrosa. Como una exhalación dejó atrás a la Madre Superiora y a Sor Genoveva, que no vieron sino una fugaz mancha pasar a su lado en dirección a Pascual.

    El encontronazo con él fue de los que duelen sólo por verlo. Desprevenido por lo que se le venía encima, el mecánico se vio de repente despedido hacia el muro bajo el que se protegía el cerdo.

    Aturdido, Martín se incorporó y contempló su obra. Pascual yacía inconsciente en el suelo y Durruti había salvado una vez más de manera milagrosa su vida.

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  5. “O sea que no todos los aldabonazos que se habían oído a lo largo de la noche en la puerta eran de borrachos”, pensó Martín, que rápidamente se hizo a la idea de lo sucedido. Sin duda, Pascual había llegado al convento preguntando por hombre y cochino y la Madre Superiora, más larga que un real de hilo, había visto la oportunidad perfecta para que el chapista, harto de dar martillazos, ayudara en la matanza del cerdo a las monjas. Corroboró su teoría la entrada en escena de Don Gervasio, el párroco, acompañado de su sacristán, un hombre de edad indefinida con tantos músculos como tan pocas luces al que el cura había dado cobijo en su casa desde siempre. A cambio de un techo, comida y los cuidados del sacerdote, Nino ayudaba en los oficios de la misa y todo lo que hiciera falta: desde ir a por leña si se quedaban sin carbón hasta en la matanza de un cerdo si la Superiora de las Hermanitas de la Cruz les solicitaba ayuda antes de rayar el alba.

    Nino se había criado en Guijuelo, primer pueblo que le dieron a Don Gervasio nada más cantar misa. Por entonces era un adolescente porquero al que sus padres mandaban a cuidar la piara del señorito de la dehesa para el que trabajaban todos. Pero Benigno, como insistía en llamarle su progenitor, crecía, comía demasiado y estaba claro que salvo guardar marranos no iba a ser capaz de aprender mucho más. ¿Qué sería de él cuando le faltaran sus padres? De criado para un sacerdote aún joven tendría el futuro asegurado.

    Nada más entrar en el claustro, el sacristán puso la mirada fija en el suelo, sonrió y recogió ávidamente del suelo unos terrones que Durruti, en su trajín nocturno, había desentoñado.

    -Trufas. Trufas ricas, dijo.

    Sor Genoveva soltó un alarido.

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