lunes, 21 de marzo de 2011

Imbuido estaba en la intriga de la historia que la anciana relataba a su amiga, cuando llegamos a la plaza de España, donde un nutrido grupo de forofos del equipo que aquella tarde se enfrentaba al Real Valladolid consiguió frenar el autobús e invadieron su interior. Aquel bullicio provocó el silencio de mis acompañantes. Uno de los aficionados se sentó a mi lado, y su aliento emanaba un aroma a exceso de tinto de Ribera, que al buen hombre le animó a narrarme su vivencia del viaje, y tratar de convencerme de las excelencias de su club de fútbol, todo ello amenizado con cánticos en ocasiones soeces. Qué pensarían estas mujeres de semejante espectáculo. Bajaron en tropel en la parada del paseo Zorrilla, frente a la plaza de toros, precisamente donde yo me apeaba. Me esperaba la comida familiar de los domingos, aunque hoy me retrasaba. Había trasnochado y desperté más tarde de lo debido. Eché un último vistazo a la parte posterior del autobús, pero allí ya no había nadie. Supongo que las señoras acabarían engullidas en el desalojo por la marea multicolor. Nada conté en la mesa de lo ocurrido durante mi trayecto, pero mi curiosidad me llevó al día siguiente a investigar algo sobre el Hospital de Esgueva. Las fechas no cuadraban, el hospital hacía más de cien años que no funcionaba como tal. Tampoco encontré nada en las últimas décadas acerca del doctor Andrés Proaza, curiosamente homónimo de un afamado galeno de la ciudad en el siglo XVI. ¿Tanto efecto me había causado la jarana de la noche del sábado? Repetí ceremonioso el ritual durante toda la semana. Idéntica línea, misma hora, pero nada acontecía. Ninguna anciana se subió en las primeras paradas, ni nadie de los que fueron accediendo durante el resto de la ruta utilizaba el lenguaje que el primer día había escuchado. Deambulaba de un lado al otro del autobús, con el oído atento a todas las palabras allí dispersas. Hasta el punto de llegar al final del recorrido en la plaza Uruguay, y de ahí de vuelta, con el consiguiente mosqueo del conductor, que recelaba de mi dinero para adquirir un billete nuevo y me invitaba cortésmente a bajar en la próxima parada. Ya estaba convencido de mi paranoia, fruto de la deuda de una larga noche y el poco sueño. Hasta ayer domingo, al cruzar la Esgueva …
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 18:07 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. …creí ver una figura conocida (o eso me pareció a mí) deslizarse ligera por una de las calles que desembocaban en la plaza de las Batallas. Cada vez que recuerdo ese momento la sensación de pánico que me recorrió durante varios segundos regresa a mí y me envuelve con un halo glacial que me paraliza el cuerpo y me eriza el vello de la nuca. En un primer momento no pensé en más que la casualidad había querido volver a tropezar con la misteriosa dama que me había acompañado en aquel viaje de autobús (ahora ya estaba convencido de que sí, de que esa silueta que andaba presurosa unos metros por delante de mí correspondía con la mujer que lloraba de manera amarga la pérdida de su hijo mientras maldecía el nombre de Proaza). No quise dar mayor importancia a lo que no debía obedecer más que a una simple coincidencia. Yo visitaba aquella zona de la ciudad con cierta frecuencia y, sin duda, ella viviría en ella. Lo que vi a continuación sólo podía obedecer a un retorcido juego de mi imaginación o a un derrumbamiento momentáneo de mis sentidos. Frente a la mujer avanzaba una modélica familia (papá, mamá, niño y niña rubísimos) que parecían salir de la iglesia situada unos metros más allá. Los cuatro ocupaban todo el ancho de la acera, algo fácil, en vista de su exiguo tamaño. Vi cómo, a pesar de que apenas le separaban un par de metros de la mujer del autobús, ninguno hizo el ademán de apartarse y esquivar su presencia. Tampoco lo hizo ella, que caminaba ajena a quienes venían de frente. El inevitable choque, sin embargo, nunca se produjo. Igual que tantas veces hemos leído y visto en películas sobre fantasmas, la mujer atravesó el compacto grupo familiar y continuó su marcha. Todavía no sé en qué pensaba cuando, en lugar de salir corriendo de aquella maldita calle y dirigir mis pasos a un lugar más amable, decidí desobedecer a mi sentido común y seguir, todavía no sabía dónde, a aquella figura vestida de riguroso negro.

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  2. Un llanto agudo me dejó paralizado. Se trataba del lamento desgarrador de un bebé. Esta vez sí que estaba convencido de que yo era el único viajero dentro del autobús de las tres, me había encargado de asegurarme de ello, revisé concienzudamente cada asiento antes de acomodarme. Y sin embargo a mis espaldas un crío lloraba sin consuelo.

    El miedo me impedía darme la vuelta, estaba completamente petrificado.

    - ¡Por favor, hermana, haga callar a la criatura, acabará delatando su presencia! - me rescató del letargo una voz áspera con un extraño acento.

    - El neonato tiene hambre, doctor. La ama de leche está pronta a venir.

    Le comentaba que la condesa sospecha que el niño está vivo, la escuché confesándoselo esta mañana a su doncella. Está dispuesta a llegar hasta el final. Si alguien se entera corremos el riesgo de arder en la hoguera.

    - Nada de eso acontecerá, se lo aseguro. Quien me encomendó este
    cometido se encargará de que no nos ocurra ningún mal.

    La entonación era similar a la de las dos mujeres de la semana
    anterior, pero el deje era distinto, algo así como … ¡portugués!… ¿Proaza? ¿La monja partera? No cabía duda de que estaba asistiendo a un fenómeno paranormal. Eso, o estaba inmerso en un grave trastorno psiquiátrico. Las manos me temblaban de pánico, los
    dientes me castañeaban en espasmos involuntarios. Vadillos, Renedo,
    Plaza San Juan… Las paradas pasaban raudas ante mis atónitos ojos y yo seguía completamente solo. ¿O no?

    - Debemos actuar con celeridad, restar credibilidad a la condesa. Es una mujer de férreo carácter, pero la pérdida de su primogénito será motivo suficiente para declarar su enajenación mental. Contamos con la complicidad del párroco de San Martín.

    - Pero el conde es muy influyente, doctor.

    - El conde siempre fue un pelele. La condesa tejía los hilos y con ella fuera de escena, él no es más que una marioneta de retablo.

    - ¿Y el recién nacido?

    El silencio se apoderó del habitáculo, acrecentado por un sudor frío que me recorría la espalda. Pareciera que los fantasmas y sus
    penitencias se hubieran desvanecido.

    - El niño - sentenció la voz del galeno- deberá desaparecer…

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  3. …cuando en la parada del autobús note algo extraño en el comportamiento de una señora mayor que se subió con cierta dificultad, no sólo por su edad sino también por unas extrañas bolsas que llevaba en cada mano, que aunque servían a modo de balanza para ayudarla a guardar el equilibrio la hacían por contra actuar de forma torpe. Eso invitaba a que todo el mundo, no en ese momento pues sólo yo viajaba en el autobús, quisiera ayudarla.

    Iba a ser ese mi propósito cuando un joven que iba a subir también en ese instante puso su brazo para que ella se apoyara mientras subía. La manera en que la señora le habló por un segundo me trasladó a varios siglos atrás.

    - Muchas gracias tenga usted preciado joven.

    Ahí está, me dije para mis adentros, mientras titubeaba si también ir a ayudarla con la intención de cogerle las bolsas para que subiera con más facilidad o quedarme fijamente mirando cada uno de sus movimientos. Opté por lo segundo, con la idea de poder abordarla más adelante para iniciar una conversación que me fuera sacando de las dudas que empezaban a acumularse acerca de la historia, y por ende convencerme a mí mismo de que no era paranoia lo que me estaba empezando a cambiar en cierto modo mi vida.

    Tenía que ser sin duda la anciana que lloraba y susurraba con la otra acompañante el domingo anterior en el mismo autobús. Me fui fijando en la manera en que actuaba, cada movimiento, llamándome la atención el modo cortés con que terminó agradeciendo al joven, que también la acompañó a su asiento después de pagarle al conductor, al que dijo:

    - Yo siempre pago los reales justos para no hacerle a su merced perder tiempo con el cambio.

    El conductor la miró con cara de circunstancia y el joven no pudo
    evitar reírse de lo que pensaba era una broma de la señora.

    Sólo yo empezaba a entender algo, o en todo caso a imaginarlo, lo que podría ser también quizá el inicio de una etapa posterior y más
    complicada de mi paranoia. Lo cierto es que por un momento creí
    sentirme en lugar de dentro del autobús, dentro de una gran carroza
    tirada por caballos en los que tres pasajeros atravesábamos los caminos polvorientos de la ciudad de Valladolid.

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  4. … no sé en qué momento aparecieron allí, en uno de los asientos dobles detrás del mío. Juraría no haberlos perdido de vista ni un instante, aunque quizá había cerrado los ojos una fracción de segundo. El caso es que allí estábamos, solos en la parte de atrás del autobús, las dos mujeres, quizá esta vez más calmadas que la semana anterior, pero con la misma mirada de pérdida y desesperación en los ojos de la anciana. Por mi parte, me encontraba paralizado, casi sin respirar. Después de toda la semana obsesionado con ellas, ahora era incapaz de hacer nada. Las manos frías y sudorosas y la espalda tensa. Me encontraba medio girado, intentando que no se fijaran en mí, lo que no era difícil: se comportaban como si estuvieran en otro lugar, en otro tiempo. Ausentes, como flotando sobre los incómodos asientos del autobús, su silueta borrosa y recortada contra el ventanal trasero. Agucé el oído, por encima del rumor del motor y el chirrido desagradable de los frenos y conseguí entender algunos fragmentos de conversación, o mejor, de monólogo, en el que la anciana, con su particular acento, iba desgranando detalles de la historia. Contó a su acompañante cómo en los primeros días después del parto, su marido, Guzmán, había intentado por todos los medios presionar a Proaza, primero con razones y después con amenazas, pero nada había conseguido más que pasar una noche en una oscura y fría celda, acurrucado sobre un montón de paja lleno de chinches y orines. Mientras tanto, Catalina, que así se llamaba la anciana, se recuperaba lentamente de su difícil parto en el hospital. Con la ayuda de una comadrona, amiga de su infancia, pudo saber que el doctor Proaza tenía en el hospital una merecida fama de jugador y pendenciero, y que sus turbios contactos con la alta sociedad de la ciudad le daban un respaldo que le hacía invulnerable. Sin embargo, la noche que Guzmán pasó bajo arresto, una imposible casualidad dejó entrar un rayo de esperanza en el afligido corazón de Catalina…

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  5. Vi como bajaba flotando en el río un sillón de madera con el respaldo y el asiento de cuero y remaches de hierro forjado. ¡Cómo era posible que nadie tirara esas cosas al río! ¡Pero no estaba seguro de que fuera verdad, porque inmediatamente recordé la leyenda que había leído sobre el llamado 'sillón del diablo'. En ella se relacionaba al siniestro doctor causante de la desaparición de niños, con las muertes de las personas que en él se sentaban. Sin duda me encontraba demasiado obsesionado con el tema y no era más que un espejismo producto de mi imaginación.

    Cuando llegué a casa aquel día, el problema se hizo más notorio. La
    tragedia que aquella conversación describía me había producido tal
    consternación que durante todo el domingo y en días sucesivos se
    estuvieron peleando los personajes de su historia por ponerse en
    primera fila de mis pensamientos, sin ningún escrúpulo por distraerme de mis otras preocupaciones. Me los quitaba de encima como podía y trataba de recuperar mis rutinas. Pero era al atardecer cuando más intensidad cobraba su presencia y sus palabras cada vez se hacían más reales ante mí. Dejaba de ver mi casa para, sumido en una especie de sopor, constituirme en testigo presencial, y puede que único, de los acontecimientos ocurridos en la calle de Esgueva, frente al conocido hospital del mismo nombre. No podía creerlo pero allí estaban: el tal doctor Proaza, frente a una mesa de operaciones y parcialmente cubierto de sangre. Un sótano con frascos de cristal de asqueroso y variado contenido. Una cohorte de extraños personajes que entraban y salían del despacho. Al otro lado del maloliente curso de agua, cruzando una puentecilla de ladrillo y madera, la quejumbrosa edificación fundada por el Conde Ansúrez dejaba escapar por sus ventanas el lamento de sus ocupantes impregnado de su propia hediondez.

    Necesitaba averiguar qué me estaba pasando y cogí el teléfono para
    hablar con mi amigo Eduardo, es psiquiatra y atendió a mi mujer cuando nuestra separación. Contestó pero no pude entenderme con él porque en ese momento empezaron a sonar las campanas de la cercana iglesia de la Pilarica. Tocaban a rebato…

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