Recostado estaba Guzmán, insomne, cuando la puerta de la celda se abrió y un cuerpo fue lanzado al interior como un guiñapo, cayendo sobre su costado.
- ¡Maldito portugués! - espetó el recién llegado- Si no fuese por sus influencias con la nobleza, ya habría sucumbido al acero de mi daga. ¡Ruin perro tramposo!
Guzmán apenas mostró atención a los improperios, tan indignado y avergonzado estaba por la situación en la que se encontraba, rabioso por no poder estar a la vera de su consorte en el estado en que aquélla se hallaba y sin lograr quitarse de la cabeza la pérdida de su primogénito. Era hombre de temperamento fuerte, pero unas lágrimas de impotencia se le escaparon sin poder evitarlo.
- ¿Y a ti compadre quién te preparó la emboscada? Me basta ver tu porte y tus húmedos ojos para discernir que este no es tu sitio. Aquí todos nos conocemos y tarde o temprano acabamos encontrándonos las mismas almas perdidas por estos andurriales.
Guzmán se incorporó, pasó la manga del jubón por sus mejillas y reseñó a su compañero de calabozo lo ocurrido en las horas precedentes a su encarcelamiento.
- ¿Y cómo dices que se llama ese matasanos?
- Andrés Proaza.
- ¡Ese canalla portugués, debí imaginarlo! - clamó colérico el reo.
“Baraja“, que así se hacía llamar el enojado prisionero, asiduo tahúr de las casas de tablaje, le contó a Guzmán que aquella noche, en una partida clandestina, apareció Proaza con una bolsa repleta de doblones. La borrachera postrera le condujo a confesar al resto de jugadores que lo había cobrado tras un encargo, cuya entrega había llevado a cabo pocos días antes. Luego de embaucar al médico con un ardid de picardía, Baraja ganó la última baza con todas las monedas sobre la mesa, y Proaza, viéndose desplumado, le acusó de fullero y mandó prenderle.
- ¿En ningún momento dijo en que consistía aquel encargo? - se interesó el marido de Catalina.
- No. ¿Sospechas que tiene algo que ver con el parto de su señora?
Guzmán guardó silencio y se limitó a encogerse de hombros en señal de incertidumbre.
Catalina no vaciló ni un momento al día siguiente, cuando Guzmán, ya libre, fue a visitarla al hospital y le relató la confidencia del preso.
- Mi niño está vivo …
- ¡Maldito portugués! - espetó el recién llegado- Si no fuese por sus influencias con la nobleza, ya habría sucumbido al acero de mi daga. ¡Ruin perro tramposo!
Guzmán apenas mostró atención a los improperios, tan indignado y avergonzado estaba por la situación en la que se encontraba, rabioso por no poder estar a la vera de su consorte en el estado en que aquélla se hallaba y sin lograr quitarse de la cabeza la pérdida de su primogénito. Era hombre de temperamento fuerte, pero unas lágrimas de impotencia se le escaparon sin poder evitarlo.
- ¿Y a ti compadre quién te preparó la emboscada? Me basta ver tu porte y tus húmedos ojos para discernir que este no es tu sitio. Aquí todos nos conocemos y tarde o temprano acabamos encontrándonos las mismas almas perdidas por estos andurriales.
Guzmán se incorporó, pasó la manga del jubón por sus mejillas y reseñó a su compañero de calabozo lo ocurrido en las horas precedentes a su encarcelamiento.
- ¿Y cómo dices que se llama ese matasanos?
- Andrés Proaza.
- ¡Ese canalla portugués, debí imaginarlo! - clamó colérico el reo.
“Baraja“, que así se hacía llamar el enojado prisionero, asiduo tahúr de las casas de tablaje, le contó a Guzmán que aquella noche, en una partida clandestina, apareció Proaza con una bolsa repleta de doblones. La borrachera postrera le condujo a confesar al resto de jugadores que lo había cobrado tras un encargo, cuya entrega había llevado a cabo pocos días antes. Luego de embaucar al médico con un ardid de picardía, Baraja ganó la última baza con todas las monedas sobre la mesa, y Proaza, viéndose desplumado, le acusó de fullero y mandó prenderle.
- ¿En ningún momento dijo en que consistía aquel encargo? - se interesó el marido de Catalina.
- No. ¿Sospechas que tiene algo que ver con el parto de su señora?
Guzmán guardó silencio y se limitó a encogerse de hombros en señal de incertidumbre.
Catalina no vaciló ni un momento al día siguiente, cuando Guzmán, ya libre, fue a visitarla al hospital y le relató la confidencia del preso.
- Mi niño está vivo …
Aquella certeza de Catalina parecía una invitación personal. Una pelota en mi tejado. Esa sensación fue en aumento durante las dos semanas siguientes, en las que las dos mujeres no volvieron a hacer su aparición. A medida que relataba su historia, me había acostumbrado tanto a su presencia que ya me sorprendían menos las repentinas apariciones y desapariciones de las peculiares pasajeras que su conversación. Cada vez tenía más preguntas. Las dudas iniciales habían sido fáciles: un poco de documentación aquí y allá y había podido comprobar la existencia del hospital y de Proaza. Pero ahora me asediaban otras mucho más complicadas. ¿Por qué no veía nunca subir y bajar a las mujeres? ¿Por qué contaban las cosas en ese castellano antiguo tan raro? ¿Serían de algún pueblo perdido? Una vez una mujer sanabresa que conocí por casualidad me había dicho que se había leído el Quijote varias veces. Que no le costaba nada, puesto que ese castellano antiguo se parecía aún al que ella había aprendido de niña, en pleno siglo XX.
ResponderEliminarInmerso en estos pensamientos, con los que intentaba aportar un poco de lógica a todo aquello, llegué a la parada y a la comida familiar de los domingos. Era descabellado que aquellas mujeres esperaran algo de mí: ni las conocía ni deseaba meterme en los asuntos de nadie. Mientras subía las escaleras hacia la casa de mi madre decidí olvidarme definitivamente del asunto, y mi sobrina hizo el resto en cuanto abrí la puerta. Como cada semana, me llenó de besos y abrazos, y logró en un minuto lo que no había conseguido el Valium en las dos semanas anteriores. Ella comía antes y jugaba un rato a su aire mientras los mayores disfrutábamos de la mesa. María había comenzado a tener su amiguita imaginaria.
-Amiguito – corrigió mi hermana-. Y se llama Zaqueo, como el amigo que tú tuviste de niño. Que ya es casualidad que lo haya bautizado igual con ese nombre tan raro.
El corazón me dio un vuelco y no sabía por qué. Pero aún quedaba lo peor. Mi hermana anunció la sorpresa que llevaba tiempo preparando:
-He logrado completar nuestro árbol genealógico hasta el mil quinientos y algo.
Y sacó un cuaderno en el que lo había ido pegando y ordenado todo escrupulosamente, antepasados y documentación hallada. Lo dejó abierto por la última página, la del siglo XVI. Las seis letras de un nombre me saltaron al cuello: Proaza.
Quiso el caprichoso destino que nada pudieran averiguar, ni del bebé, ni de los sucios asuntos del galeno, secundado por las manipulaciones del poder nobiliario. La esperanza de encontrar con vida al pequeño se fue diluyendo. Guzmán enfermó gravemente de tisis y Catalina quedó sola, con la firme promesa ante su tumba de hacer justicia y hallar a su hijo.
ResponderEliminarEsta vez la anciana no sollozó, dotada de un inquietante temple. Volví a girarme hacia ella y sus ojos perdidos y ausentes cobraron vida por un momento, clavándose fijamente en los míos, mientras su mano difusa se posaba en mi pecho.
- Le espero.
A partir de entonces no sé muy bien lo que ocurrió, solamente que quedé inconsciente y que al abrir de nuevo los ojos lo que apareció ante mi mirada fue un escenario anacrónico. El entorno me resultaba extraño pero a la vez familiar. Mi intuición luchaba con la razón. El ambiente emanaba un olor a la vez espeso y denso. Al final mi vestimenta acabó por convencer al raciocinio. ¿Aquello que veía era Valladolid en el pasado? No sabía si se trataba de una mala pesadilla o un acto de brujería.
No fue difícil concluir que me hallaba, por algún extraño y retorcido motivo en el siglo XVI, y que todo estaba relacionado con las visitas fantasmagóricas del autobús. Lo que dudaba era en qué momento de toda la historia había llegado, pero suponía que eso precisamente era lo que tenía que averiguar por mis propios medios.
No acertaba a concretar mi exacta ubicación y lo primero que se me ocurrió fue dirigirme hasta la Catedral. Con todo el aderezo de “disculpe vuesa merced” y otros adornos sacados de mi afición por las novelas históricas, pregunté por la catedral de la ciudad. El viandante se quedó perplejo, primero por mi deje, que interpretó como el de un extranjero, y luego porque no tenía constancia de ninguna catedral y menos que Valladolid tuviese título de ciudad, ya que seguía siendo villa.
Afortunadamente, un caballero que por allí rondaba intervino en la conversación y, basándose en mis enrevesadas explicaciones, me indicó el camino para llegar hasta la Colegiata, al suponer con cierto atino que era lo que yo andaba buscando.
Al llegar a la Colegiata, pude comprobar que a unos pocos pasos de sus muros se erigía La Antigua, y a sus pies, la Esgueva …
Y en su rostro se dibujó una expresión que Guzmán conocía muy bien. Significaba que algo se le había metido en la cabeza y nada ni nadie podría hacerla desistir de su idea.
ResponderEliminar-Te digo que nuestro hijo no ha muerto como nos han dicho y no voy a parar hasta averiguar dónde está. ¡Lo juro por Dios!
- Catalina, por lo que más quieras, no vayas a cometer una locura. Déjame a mí que me encargue de esa gentuza. Buscaré a ese hombre de nuevo y le obligaré a me que diga donde está nuestro hijo. Ahora sabemos por dónde anda. Me ha dicho el Baraja que frecuenta de noche los alrededores del Corrillo, por lo que no me será difícil encontrarlo y hacerle hablar.
-¿Acaso quieres que te den garrote, animal? Mira lo que has conseguido hasta ahora con tu enfrentamiento. Por ese camino nunca conseguiremos nada. Y por lo que me has contado tampoco podemos acudir a la justicia. Están al servicio del médico. Escucha con atención. He tenido noticias de mi hermano, a quien daba ya por muerto tras seis años sin noticias suyas, desde su partida a las américas. Me ha mandado recado con un vizcaíno compañero de armas que también vuelve a su tierra. Parece ser que regresa de Nueva Castilla y con cierta fortuna. Él nos ayudará a salir de esta situación. Estará aquí en unos días. El tiempo suficiente para que pueda recuperarme.
-¡Qué me dices!
Nunca pensé que un autobús fuera algo a lo que se pueda hacer uno adicto. Pero el caso es que se podría afirmar mi adhesión inquebrantable a la línea siete, las mañanas domingueras. Atento como estaba en la proximidad de la esgueva, a la aparición de los personajes que me habrían de encandilar nuevamente con la narración de sus cuitas, se me paró un instante el corazón al descubrir tras de mí la corpulenta figura de un soldado. Un arrogante soldado español tocado con casco y que con el puño amenazante exclamaba...
-No he sobrevivido a las lanzas, a las enfermedades de la selva, a la bravura de la mar océana, para que una vez en mi tierra se rían en mis narices. Mañana acudiré al Colegio de San Gregorio, a requerimiento de Juan Ginés de Sepúlveda. quien no me negará su apoyo en vuestra causa, querida hermana.
Yo me iba haciendo esa composición completa de la historia a medida que la anciana iba susurrándosela en fragmentos a la amiga. Mis oídos se habían adaptado perfectamente para seguir su conversación y mi cerebro hilvanaba la historia trasladándome casi a aquella época, cuando el autobús frenó bruscamente haciendo que mi corazón subiese de revoluciones al tiempo que trataba de no caerme hacia delante, como consecuencia del impulso del frenazo.
ResponderEliminarTratando de reponerme mientras el conductor del autobús soltaba improperios de todo tipo al chofer de un vehículo, que al parecer había sido la causa del incidente al saltarse un semáforo en rojo y casi golpear con el autobús, me olvidé por unos momentos de mis compañeras de atrás.
Ya con el autobús en marcha y la calma empezar de nuevo a flotar en el ambiente, quise retornar sobre ellas esperando algún comentario sobre el frenazo, no escuchando nada sobre el incidente ni tan siquiera sobre la historia. Todo era silencio, apenas de nuevo el susurro del motor, y el rechinamiento de los frenos que unos instantes antes con el frenazo se había clavado en mis oídos.
Lo único que encontré fue la parte de atrás del autobús vacía. Me quedé paralizado, preguntándome a mí mismo dónde estaban. Me aseguré mirando por todo el autobús por si se habían cambiado de asiento durante el incidente del frenazo, pero no, no había más pasajeros en el autobús además del conductor que una pareja sentada en la segunda fila, que al ver mi cara de incrédulo y asustado no disimularon su incomodidad y rápidamente giraron sus cabezas.
A este paso iba a pasar que me tomarían por demente, como augurio de una etapa ulterior y más complicada de mi paranoia cuando de mi boca salieron gritando nombres y preguntas de una historia que parecía yo estaba imaginando.
- Catalina, Guzmán, ¿dónde están vuesas mercedes?
El conductor, mirando por el espejo del retrovisor que había en medio del ventanal de enfrente del autobús, se dirigió a mí preguntando si me pasaba algo.
No respondí, y no recuerdo más hasta ahora en casa de mis padres, sentado frente a la comida familiar, y mi madre preguntándome si tenía hambre...
Los pocos datos que había aportado “Baraja” a Guzmán durante su breve estancia en los calabozos había reavivado en Catalina una esperanza marchita desde el momento de dar a luz. La criatura a la que ya daba por perdida para siempre estaba viva. Tenía que estarlo. Esos desalmados que dirigían el hospital, con Proaza a la cabeza, habían tratado de convencerla de lo contrario, pero en su interior estaba convencida de que su hijo se encontraba en manos ajenas a la espera de poder recuperarlo. ¿Pero dónde?
ResponderEliminarEl parto y la desazón por todo lo que había acontecido los días posteriores habían mermado las fuerzas de Catalina hasta tal punto que le resultaba penosa la tarea de levantarse del lecho en el que pasaba la mayor parte del tiempo y dar más de dos pasos por la fría estancia. Una habitación que comenzaba a provocarle pesadillas en los escasos momentos que el sueño se apoderaba de ella. Pero nada de eso sirvió para frenar su determinación de recuperar a su hijo
Era una realidad que desde el hospital no encontrarían ninguna ayuda para alcanzar su propósito. Tampoco acudir a las autoridades aparecía como una solución. El paso de Guzmán por la celda no era sino la prueba de la connivencia del doctor Proaza con las esferas más reverenciadas del poder. Si acudieran a ellas no hallarían más que buenas palabras que enmascararían todo tipo de argucias con las que detener su búsqueda. Así que tendrían que ser ellos quienes se encargaran de la misión.
“Baraja” le había descrito el lugar en el que acostumbraba a jugar las partidas en las que se jugaba las cuartos, día sí, y día también, con Proaza. Era una taberna de merecida mala fama que se escondía en una de las callejuelas cercanas a la plaza de San Juan. Lugar, por cierto, por el que el autobús transitaba ahora mismo. Catalina seguía desgranando su historia…