lunes, 28 de marzo de 2011

Aquella certeza de Catalina parecía una invitación personal. Una pelota en mi tejado. Esa sensación fue en aumento durante las dos semanas siguientes, en las que las dos mujeres no volvieron a hacer su aparición. A medida que relataba su historia, me había acostumbrado tanto a su presencia que ya me sorprendían menos las repentinas apariciones y desapariciones de las peculiares pasajeras que su conversación. Cada vez tenía más preguntas. Las dudas iniciales habían sido fáciles: un poco de documentación aquí y allá y había podido comprobar la existencia del hospital y de Proaza. Pero ahora me asediaban otras mucho más complicadas. ¿Por qué no veía nunca subir y bajar a las mujeres? ¿Por qué contaban las cosas en ese castellano antiguo tan raro? ¿Serían de algún pueblo perdido? Una vez una mujer sanabresa que conocí por casualidad me había dicho que se había leído el Quijote varias veces. Que no le costaba nada, puesto que ese castellano antiguo se parecía aún al que ella había aprendido de niña, en pleno siglo XX.

Inmerso en estos pensamientos, con los que intentaba aportar un poco de lógica a todo aquello, llegué a la parada y a la comida familiar de los domingos. Era descabellado que aquellas mujeres esperaran algo de mí: ni las conocía ni deseaba meterme en los asuntos de nadie. Mientras subía las escaleras hacia la casa de mi madre decidí olvidarme definitivamente del asunto, y mi sobrina hizo el resto en cuanto abrí la puerta. Como cada semana, me llenó de besos y abrazos, y logró en un minuto lo que no había conseguido el Valium en las dos semanas anteriores. Ella comía antes y jugaba un rato a su aire mientras los mayores disfrutábamos de la mesa. María había comenzado a tener su amiguita imaginaria.

-Amiguito – corrigió mi hermana-. Y se llama Zaqueo, como el amigo que tú tuviste de niño. Que ya es casualidad que lo haya bautizado igual con ese nombre tan raro.

El corazón me dio un vuelco y no sabía por qué. Pero aún quedaba lo peor. Mi hermana anunció la sorpresa que llevaba tiempo preparando:

-He logrado completar nuestro árbol genealógico hasta el mil quinientos y algo.

Y sacó un cuaderno en el que lo había ido pegando y ordenado todo escrupulosamente, antepasados y documentación hallada. Lo dejó abierto por la última página, la del siglo XVI. Las seis letras de un nombre me saltaron al cuello: Proaza.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:45 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. Lo del “vuelco en el corazón”, esa manida expresión con la que la gente intenta transmitir desde la sorpresa hasta el terror, era un concepto vacío para mí hasta que esa palabra me golpeó la vista. Es difícil explicar de manera precisa lo que sentí en ese momento sin recurrir al tópico. Mi pecho comenzó a latir de forma apresurada y una gota de sudor me resbaló por la sien derecha, gélida como el resto de mi cuerpo.

    Mi rostro, mientras, no debía ofrecer una imagen muy reconfortante. Mi hermana mutó la ilusión por el trabajo que acababa de presentarme por la preocupación al observar la angustia de mis ojos.

    -¿Qué te pasa? ¿Has visto algo raro en el cuaderno?

    Sus palabras lograron al menos sacarme del trance en el que parecía haber entrado y devolverme a una frágil tranquilidad que podía romperse en cualquier momento.

    -No, qué va. De repente me he acordado de un asunto del trabajo. No pasa nada, vamos a comer.

    No sé si hice bien el guardarme para mí la historia de aquella mujer a la que había perseguido las últimas semanas a través de la línea 7. Por un momento pensé en narrarle a mi hermana que ese nombre con el que ponía punto y final a nuestro árbol genealógico, Proaza, no era desconocido para mí. Que una anciana con aspecto de haber salido del túnel del tiempo contaba a una muda acompañante, cada semana, un relato en el que se mezclaban hospitales, robos de niños y un médico, de nombre Proaza, que parecía ser el epicentro y la clave de todo lo que sucedía en él. Lo disparatado de esa especie de folletín me hizo desistir de compartirlo con mi familia.

    Esa tarde la pasé con el cuerpo en casa de mi madre y la mente lejos, muy lejos de allí. Con una idea fija que se había agarrado a mi cerebro y amenazaba con estallarlo.
    La próxima vez que la viera, aquella mujer tendría que responder algunas preguntas.

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  2. El reconocer ese nombre entre los apuntes de mi hermana produjo un profundo impacto en mí. ¿Ese Proaza era el médico del que hablaba Catalina? ¿Mi familia estaba relacionada con el ladrón?

    En el autobús de vuelta a casa tuve tiempo para reflexionar sobre ello: mi antepasado podía ser un ladrón de bebés y los robaba a sus familias para enriquecerse, saltándose a la ligera el juramento hipocrático.

    ¿Cuántos niños habrían crecido lejos de sus familias? ¿Cuántas familias ricas habrían comprado a esos niños?

    Pensé en mi pequeña sobrina creciendo lejos de nosotros. Pensé en el daño que habría hecho a mi hermana creer que su hija murió en el parto. Sin duda ella habría removido cielo y tierra para encontrarla, si tiempo después se enterase de que estaba viva.

    Durante la tarde, todo empezó a cobrar sentido, mi amigo imaginario de niño, el amigo imaginario de mi sobrina, las repentinas apariciones de estas mujeres y la antigüedad de su vocabulario.

    ¿Estarían esas mujeres solo en mi mente? ¿Serían alucinaciones propias de mi estado o fantasmas del pasado que venían vengar una injusticia?

    Estoy seguro de lo que opinaría mi psiquiatra si le hablase de ello, mi dosis de Valium se incrementaría de forma alarmante.

    Todas esas dudas rondaron mi cabeza durante la tarde del domingo, hasta caer rendido en el sofá.

    Cuando desperté el lunes, ya bien entrada la mañana, decidí investigar sobre la anciana Catalina y su hijo, en contra de mi idea de olvidar todo. Tras cumplirse la tercera semana de baja en el trabajo, ya necesitaba algo con que llenar mi tiempo.

    Comencé con una búsqueda en Internet sobre la ciudad, lo primero era conocer donde encontrar información sobre la época. Tras unas llamadas y consultas en la web del ayuntamiento a las doce y media salí en dirección al Archivo Municipal.

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  3. Le quité atropelladamente a mi hermana el cuaderno de las manos, ante la mirada atónita de ésta, que no terminaba de entender mi desmedida reacción.

    Andrés Proaza (1511- 1582), encabezaba el árbol genealógico en su cúspide. Ese nombre me taladraba la vena palpitante de la cabeza, convencido de que en cualquier momento reventaría. Yo era descendiente de aquel villano que causara tanto sufrimiento a Catalina.

    Estaba seguro de que algo se me escapaba, trataba de rememorar todos los detalles de las conversaciones entre las dos mujeres del asiento de atrás.

    - ¡Zaqueo, vístete, que nos vamos al parque!- me rescató del trance la voz de mi sobrina.

    “Eso es”, me dije recorriendo de nuevo las hojas del cuaderno. Al retrotraerme a mi remota memoria, recordé que aquel amigo invisible lo era tanto como el espíritu errante de Catalina. Y ahora Zaqueo se manifestaba a mi querida María. Releí varias veces aquella recopilación, exhaustivamente, pero no hallé rastro de dicho nombre. La intuición me había fallado esta vez.

    - ¿Dónde conseguiste estos datos tan antiguos?

    - Este último en los archivos de la Iglesia de San Martín.

    - ¿La de Valladolid?

    - Sí claro, cual si no.- contestó extrañada mi hermana, todavía aturdida por mi errático comportamiento.

    Luego no podía ser el médico, oriundo de Portugal, tal como había escuchado en la historia de Catalina y pude corroborar en mis previas indagaciones. Debía tratarse de su hijo, quien posiblemente naciera en la villa vallisoletana por aquellas fechas.

    ¿Dónde radicaba por tanto la relación? ¿Por qué aparecían los fantasmas en este preciso momento? Viendo la longevidad de los herederos del insigne Proaza, estaba claro que la venganza de Catalina no se había llegado a producir. ¿Entonces, acaso era yo el objetivo de la anciana? ¿Lo eran mis padres, mi hermana, mi sobrina, mis descendientes aún no concebidos…? Volví la vista sobre mi hermana y examiné su rostro fatigado, sus facciones hinchadas, sus generosos pechos, la protuberancia de su vientre delatando su avanzada gestación. El próximo viernes la inducían el parto de su primer hijo varón.

    - ¿Tienes copia de la partida de bautismo?

    - Sí, aquí está.- me respondió mientras me señalaba la página en la que se hallaba.

    Un sudor frío me recorrió toda la espalda. El vástago del galeno había nacido el 15 de abril de 1511. Mi sobrino vendría al mundo, exactamente, quinientos años después…

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  4. Al principio no reaccioné, pero a medida que pasaban los segundos casi inmovilizado ante el cuaderno y centrando la mirada en ese nombre desperté, y no podía ser de otra manera que por un sopapo de mi hermana.

    - Amiguito, ¿qué te pasó? ¿Acaso viste un fantasma?

    - No me des tan duro, tú y tu exceso de confianza.

    Pero esta vez le tenía que haber agradecido en lugar de, como de costumbre, reprocharle sus golpes. Yo siempre le decía que se aprovechaba porque era mujer y mayor que yo, para no devolverle los golpes.

    Despierto tras el cachete me despedí corriendo de todos en la casa. Ya fuera, vagué por unos minutos por las calles de alrededor sin dirección, en medio del desconcierto total. Las preguntas sin una respuesta clara eran cada vez más, dudas con dudas, pero de la misma manera lo de la averiguación de mi hermana, ese apellido que no quería pronunciar ni en mi interior, parece que me habría muchas puertas.

    - Pero qué coño estoy pensando, me estoy volviendo loco de remate. No, no puede ser, grité con todas las fuerzas. Todo esto no puede ser cierto, no puede haber tanta relación en todo esto. El autobús, la anciana, su historia, ese apellido…

    En medio de la nada, en cualquier calle de los alrededores de la plaza de toros, trataba de encontrar una respuesta a tanto enredo y terminé no sé cómo en casa. No me atreví a tomar el autobús, tenía miedo de encontrarme con mis amigas; llegué caminando después de un buen rato, la cabeza me daba vueltas de tantas que le había dado a la pobre tratando de encontrar respuestas claras.

    Con otro valium, debería dormir y olvidar todo, por lo menos hasta mañana.

    Pero la noche fue más espantosa todavía. En ella, en sueños se cruzaron jóvenes doncellas adorando a un niño tratándolo de esconder de un caballero andante portugués que lo quería matar; una anciana susurrándole al niño que era su madre, y en medio de tanta pesadilla la bofetada despertándome justo al amanecer. Comenzaba un nuevo día, seguro que va a ser movidito, y lo empezaría en el autobús.

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  5. La determinación estalló en el corazón de Catalina. Su primera sonrisa en dos semanas tenía un matiz inquietante, se diría que incluso feroz e inhumano, por la frialdad de sus ojos. Era el punto álgido en la sucesión de sentimientos que se habían venido acumulando. Primero la desesperación y la incredulidad, después el abatimiento. Los días habían ido alimentando el ansia de venganza, pero su buen fondo había podido más y a raíz de la información que Guzmán había conocido empezaron a concebir una estrategia para entrar en contacto con Proaza.

    Ahora que el plan estaba perfilado, era el momento de apartar las dudas y llevarlo a cabo hasta sus últimas consecuencias. Todo se basaba en una presunción: Proaza tenía que ser un hombre sin escrúpulos y cegado por su avaricia. No se entendía de otra forma que fuera capaz de hacer algo tan repugnante como arrebatar un recién nacido a una madre.

    La idea no era especialmente original ni brillante, pero confiaban en que diera resultado.


    “¡Les he desplumado a todos ustedes, caballeros!” –dijo Proaza, ya un poco achispado. La partida se había alargado y para ventura del médico, el azar le había sido muy propicio.

    “Ha jugado bien sus cartas, doctor. Enhorabuena. Déjeme que se lo reconozca invitándole a un último trago”.

    El licenciado no era uno de los habituales, pero la euforia del triunfo y el alcohol y, por qué no, la perspectiva de la invitación, hizo que Proaza aceptara. Ya en la calle, el licenciado adoptó un tono más reservado y le dijo al doctor: “Amigo Proaza, sé que es usted un hombre de negocios, y quiero proponerle uno”.

    En una pequeña mesa y con la compañía de varias jarras de buen tinto, el licenciado le contó al doctor cómo pese a ser un hombre afortunado y en posición acomodada, Dios no había bendecido su matrimonio con ningún vástago, y ahora, ya perdida la esperanza, estaba dispuesto a cualquier cosa para conseguir un heredero.
    A Proaza se le iluminaron los ojos, y con el entendimiento un poco embotado por el alcohol, mordió el anzuelo con decisión: “Licenciado, no será fácil, pero puedo ayudarle a aliviar ese pesar suyo y de su esposa”.

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