- ¿Es usted consciente del daño que está causando a mi familia? - interrogué impetuoso a la figura acomodada en el asiento trasero.
Una cínica sonrisa se dibujó en sus labios y un inquietante silencio fue su única respuesta.
- Es tan sólo una cría … - balbuceé, desarmada mi inicial seguridad ante el vacío de sus ojos.
Allí, arrodillado ante sus pies, doblado por la rabia contenida, me percaté que era la primera vez que la encontraba sin compañía en el autobús. Aquella apenada anciana, que narraba sus penurias en mis viajes, era ahora un frío témpano de hielo sin sentimientos.
Esa tarde Isabel me había explicado el entramado de nuestros antepasados. Releyendo un día su cuaderno, apreció por casualidad la amplia cantidad de fallecimientos acontecidos en el árbol genealógico de forma prematura, todos ellos de mujeres, más bien niñas. No sólo eso, las defunciones correspondían a la primera hija de cada matrimonio. Jamás concedimos importancia alguna a la muerte de la primogénita de mis abuelos, víctima de una infección respiratoria incurable, ni a la de mi hermana Sara, la que nunca conocimos, apenas con 3 años, con un sarampión que acabaría complicándose. Tampoco la de las primas Clara y Soledad. Muchas otras fueron apareciendo según iba indagando Isabel en sus documentos. Parecía una especie de maldición, que seguía el mismo patrón a lo largo de los siglos.
Pero lo peor estaba por venir. La noche anterior a que Isabel me llamase, María, mi sobrina, comenzó a sufrir unos terribles dolores de cabeza. A la mañana siguiente ingresó con una fiebre sumamente elevada, sin diagnóstico concreto y todos los médicos desorientados. Si la calentura no bajaba, corría el riesgo de morir.
Allí postrado por la impactante noticia, no me fue fácil atar cabos, ni deducir que aquello tenía que ver con el suceso que me había perseguido las últimas semanas. Oculté a mi hermana aquellas estrambóticas vivencias y mis sospechas fundadas. Necesitaba descansar antes de enfrentarme a Catalina, pero ella decidió presentarse antes de tiempo. Aquella mujer que ahora se erguía orgullosa ante mí, tenía la llave de todo lo que estaba ocurriendo.
- Dígame, Catalina, ¿en qué momento descubrió que había dado a luz a una niña?
La pregunta la pilló por sorpresa y ligeramente desorientada volvió a sentarse. Fijó su mirada perdida en los cristales salpicados por la lluvia y rompió su mutismo.
Una cínica sonrisa se dibujó en sus labios y un inquietante silencio fue su única respuesta.
- Es tan sólo una cría … - balbuceé, desarmada mi inicial seguridad ante el vacío de sus ojos.
Allí, arrodillado ante sus pies, doblado por la rabia contenida, me percaté que era la primera vez que la encontraba sin compañía en el autobús. Aquella apenada anciana, que narraba sus penurias en mis viajes, era ahora un frío témpano de hielo sin sentimientos.
Esa tarde Isabel me había explicado el entramado de nuestros antepasados. Releyendo un día su cuaderno, apreció por casualidad la amplia cantidad de fallecimientos acontecidos en el árbol genealógico de forma prematura, todos ellos de mujeres, más bien niñas. No sólo eso, las defunciones correspondían a la primera hija de cada matrimonio. Jamás concedimos importancia alguna a la muerte de la primogénita de mis abuelos, víctima de una infección respiratoria incurable, ni a la de mi hermana Sara, la que nunca conocimos, apenas con 3 años, con un sarampión que acabaría complicándose. Tampoco la de las primas Clara y Soledad. Muchas otras fueron apareciendo según iba indagando Isabel en sus documentos. Parecía una especie de maldición, que seguía el mismo patrón a lo largo de los siglos.
Pero lo peor estaba por venir. La noche anterior a que Isabel me llamase, María, mi sobrina, comenzó a sufrir unos terribles dolores de cabeza. A la mañana siguiente ingresó con una fiebre sumamente elevada, sin diagnóstico concreto y todos los médicos desorientados. Si la calentura no bajaba, corría el riesgo de morir.
Allí postrado por la impactante noticia, no me fue fácil atar cabos, ni deducir que aquello tenía que ver con el suceso que me había perseguido las últimas semanas. Oculté a mi hermana aquellas estrambóticas vivencias y mis sospechas fundadas. Necesitaba descansar antes de enfrentarme a Catalina, pero ella decidió presentarse antes de tiempo. Aquella mujer que ahora se erguía orgullosa ante mí, tenía la llave de todo lo que estaba ocurriendo.
- Dígame, Catalina, ¿en qué momento descubrió que había dado a luz a una niña?
La pregunta la pilló por sorpresa y ligeramente desorientada volvió a sentarse. Fijó su mirada perdida en los cristales salpicados por la lluvia y rompió su mutismo.
Una lágrima se deslizó lentamente por el pálido rostro de Catalina. Hasta ese momento no me había fijado en el enmarañado laberinto de arrugas que cubrían su cara y que permitían adivinar retazos de una vida que ahora, por fin, ponía al descubierto. La situación me parecía tan asombrosa que no le di importancia al hecho de estar siendo testigo de una revelación que había tenido que esperar siglos hasta poder ver finalmente la luz.
ResponderEliminarA medida de que Catalina avanzaba en su narración comprendí las implicaciones de todo lo que hasta ese momento había escuchado en mis continuos viajes en el autobús. Su voz, clara, precisa, y marcada como siempre con ese particular tono procedente de otras épocas desnudó por fin todas las miserias de Proaza y me ayudó a comprender quiénes eran y qué hacían aquellos hombres cubiertos con túnicas que ocupaban La Antigua en su relato.
En realidad, de todo lo que me contó, aquello era lo que realmente me interesaba. La Semana Santa estaba a la vuelta de la esquina, y esos personajes, en realidad una de las escasas cofradías que por entonces existían en Valladolid, guardaban la clave para proteger del peor destino imaginable a mi sobrina María.
La excitación de aquel descubrimiento enturbió durante unos instantes mi raciocinio. Grité al conductor para que detuviera inmediatamente el autobús y así pudiera respirar un aire aliviado de contaminación por la lluvia que aún caía incesante. Me dirigí a la puerta, dispuesto a saltar del vehículo en cuanto tuviera la oportunidad y, al dirigir una última mirada a Catalina, la mujer ya había desaparecido. Ni siquiera me sorprendió.
Una vez en la calle corrí hasta mi casa, descolgué el teléfono –mi móvil llevaba mudo días, a la espera de que me decidiera a recargarlo- y llamé a mi hermana.
-Isabel, ahora soy yo quien tiene algo importante que decirte.
-Desde el momento en que Andrés de Proaza me dijo que el niño había muerto.
ResponderEliminar-¿Cuándo?
A los dos días de haberme quedado en el hospital para recuperarme de un parto difícil el doctor Proaza me hizo llegar por un pasadizo del hospital de Esgueva hasta su casa, cuya dependencia universitaria, situada en los sótanos de ésta, estaba destinada a las prácticas forenses que doctores como él impartían a los estudiantes de los últimos cursos; dicho sótano se comunicaba con el hospital citado. Allí, a salvo de oídos ajenos, mientras el doctor Proaza se encontraba sentado en un sillón de cuero que a mí me sobresaltaba cada vez que se dirigía hacia mí, me relató la gravísima enfermedad con la que llegó al mundo mi hijo. Quise ver su cadáver. Después de mucho tira y afloja, el doctor accedió a ir en su búsqueda dejándome encerrada en aquel sótano; pues nada más salir el doctor, oí cómo desde el exterior era echado un cerrojo a la puerta. Cediendo a una misteriosa atracción me senté en el sillón donde antes había estado el doctor y pensé en el niño. Cuando apenas habían pasado unos minutos oí el llanto de un bebé y las palabras con las que una matrona se dirigía a alguien. Hablaban de una niña que había nacido anteayer, la estaban preparando para un bautismo de incógnito en el que le iban a poner el nombre de Andrea. Como el doctor, pensé. ¡Qué extraño era todo! Ni sé el tiempo que pasó, el suficiente para hacerme acreedora de la vida completa de mi hija Andrea, incluido su futuro. Ya no tuve dudas, aquel llanto pertenecía a mi hija. Ni sé el tiempo que pasé reclinada en aquel sillón que más tarde supe que era el del Diablo y que por tanto mi vida se prolongaría en el tiempo por espacio de siglos.
Cuando la parada del autobús llegaba a su fin, Catalina preguntó: ¿Cómo se encuentra Andrea?
Mi abuela se llamaba Andrea. Según el árbol genealógico de mi hermana Isabel, en todas nuestras generaciones, desde hace quinientos años, había una Andrea. ¡Dios!, mi hija estaba a punto de nacer e iba a llevar su nombre.
En ese instante sonó el móvil, mi esposa se había puesto de parto y mi hija Andrea acababa de nacer.
-Bien, -contesté.
Catalina me abrazó. El sol estaba a punto de estallar.
El desconocido asió la mano de Catalina y la introdujo al interior de la iglesia de La Antigua.
ResponderEliminar- Sígame, aquí estaremos seguros.- Intuyó oírle.
Una vez dentro, se desembarazó de la capa que le ocultaba y dejó al descubierto una túnica de terciopelo azul marino, idéntica a la que portaban los individuos que estaban dentro de la iglesia. Se acercaron a una de las capillas, al margen de las miradas y los oídos del resto de los cofrades.
- Supongo que por su cabeza corren multitud de preguntas. Permítame presentarme, soy Juan, y soy escultor. Pertenezco al gremio de entalladores y soy cofrade de esta congregación. Como puede comprobar, estamos realizando el traslado de la imagen de cara a las procesiones de Semana Santa.
Catalina aún le miraba con la respiración entrecortada.
- Conocí a Proaza en una cena de amistades conjuntas. Recuerdo que aquella noche, ya distendidos, planteé a los asistentes mis inquietudes artísticas, en concreto mi intención de percibir el sufrimiento humano real, para plasmar de forma verídica la agonía en mis tallas. Terminada la reunión, Proaza me abordó en la calle, prestándose a resolver mi problema. La idea no era descabellada, me dejaría entablar contacto con sus pacientes. Decidí contratar sus servicios, de lo cual hoy me arrepiento. Buscaba la perfección en mi trabajo, pero no a cualquier precio. Me citó en su casa, a la cual acudí, pero la persona que me recibió no era la misma con la que había conversado días antes. Sus ojos, inyectados en sangre, resultaban inquietantes y los sonidos que allí escuché me estremecieron.
Decidí investigar a ese hombre y entonces os cruzasteis en mi camino, vuestro marido y vos. En alguna ocasión, entablé conversación con su esposo Guzmán y compartió conmigo sus conjeturas. Esta noche iba con la férrea intención de romper mi acuerdo con el doctor. Escuché a su marido y contemplé perplejo el instante en el que Proaza arrastraba su cuerpo inerte.
Catalina se llevó la mano a la boca para ahogar el grito que pugnaba por expulsar su pena.
- Discúlpeme, necesito un instante de intimidad.- Rogó al cofrade.
- No se preocupe, auxilio a mis hermanos en los preparativos y vuelvo.
Cuando Juan regresó a la capilla donde había dejado a Catalina, ésta había desaparecido.
–Es tan sólo una cría – dijo Catalina, repitiendo mis palabras en un tono irónico y con una sonrisa burlona. – ¿Qué era mi hijo, entonces?– preguntó, a la vez que giraba la cabeza para observarme con los ojos vidriosos.
ResponderEliminar–Nosotros no tenemos la culpa de lo que pasó –contesté en un tono casi desesperado – mi sobrina es inocente, como lo era mi hermana y como...
–Lo que les ocurra lo tienen más que merecido mientras la sangre de ese maldito hereje corra por sus venas.
Catalina no me dejo opción a réplica. Desapareció dejándome a solas en el autobús, con un sentimiento de impotencia y frustración que casi me impendía respirar.
Los días siguientes fueron poco menos que un infierno. María agonizaba en el hospital y los médicos, pese a sus esfuerzos, no hacían más que dar palos de ciego. Aunque yo no se lo reprochaba, sabía muy bien que poco podían hacer por mi sobrina.
Mi única esperanza de parar todo aquello era volver a encontrar a Catalina y hacer que entrara en razón, pero por más que intentaba reencontrarme con ella en la línea siete, Catalina no había vuelto a aparecer.
Desesperado, probé en otras líneas de autobuses sin ningún éxito. El tiempo de salvar a mi sobrina se terminaba y parece que aquella mujer estaba culminando su venganza al haberme revelado toda la historia para luego dejarme sumido en la impotencia de no poder hacer nada por arreglarlo.
Finalmente, dos días después de mi último encuentro con Catalina, volví a ser testigo de una de las apariciones de la línea siete, pero esta vez no se trataba de ella, sino de su acompañante.
Aquella joven apareció en el asiento que se encontraba vacío justo a mi lado y con una sonrisa, que no reflejaba nada más que un extraño sentimiento de melancolía, me miró. Las semanas anteriores apenas había reparado en ella, y ahora, teniéndola a unos centímetros de mí, me daba cuenta que no tendría más de doce o trece años.
¿Qué pretendía al presentarse allí sola?
– Yo sólo quiero ayudaros, –dijo como si me estuviera leyendo el pensamiento. – A los dos.
– ¿Quién eres? –Pregunté con un hilo de voz.
-Yo fui la primera víctima de la maldición de Catalina, aunque ella no lo sabe –dijo con un suspiro. – Tal vez, para entender todo esto, necesites escuchar la auténtica historia de Andrés Proaza…
-En el momento en el que el desconocido me llevó dentro de La Antigua. Allí, en plena reunión de una cofradía, contemplé cómo una monja entregaba a una niña a un hombre. Él ni siquiera se había quitado el capuz en muros sagrados, así que no pude verle la cara, pero sí oí claramente cómo la monja citaba a un doctor, que sin duda era Proaza, y cómo le decía que la niña venía de una mujer joven y sana, que había pasado por su primer parto para traerla al mundo. “Así vuestra esposa tendrá su ansiada niña y vuestro hijo Zaqueo, una hermana”, le dijo la monja, que espero que esté en el infierno.
ResponderEliminarMe dio un vuelco en ese punto del relato de Catalina, que ahora me contaba a mí los pormenores de su historia en vez de a su acompañante.
-¿Cómo se llamaba su hija?, pregunté, consciente de que si había atravesado los siglos buscándola, sin duda lo habría hecho poniéndole un nombre. Su respuesta confirmó mi peor presentimiento:
-Para mí siempre fue María.
Quería preguntarle qué pintaba yo en medio de todo aquello, pero ella siguió hablando:
-Busqué a alguien, en la ciudad, que tuviera un hijo que se llamara Zaqueo. No era fácil: 41.000 habitantes daban para mucho, así que comencé mis indagaciones por las familias más ricas e influyentes. En esto me ayudó nuestro buen amigo Arturo Blanco. El cadáver de mi esposo no apareció nunca. La familia que se hizo con mi hija, tampoco. Las puertas parecían cerrarse una a una, y por supuesto nadie sabía ni había oído hablar de ninguna dama que hubiese tenido una niña sin embarazo previo. Me pregunto desde cuándo tenían acordado Proaza y aquellos señores que le entregaría a mi niña, ni con cuántas mujeres embarazadas estaría contando, hasta tener una niña.
Estaba a punto de preguntarle a Catalina cómo romper aquella historia de muertes cuando recordé, de repente, cuál era el juego preferido de Zaqueo, mi amigo invisible, y también el de mi sobrina… ¡Sí! ¡Ahí estaba la clave!