-En el momento en el que el desconocido me llevó dentro de La Antigua. Allí, en plena reunión de una cofradía, contemplé cómo una monja entregaba a una niña a un hombre. Él ni siquiera se había quitado el capuz en muros sagrados, así que no pude verle la cara, pero sí oí claramente cómo la monja citaba a un doctor, que sin duda era Proaza, y cómo le decía que la niña venía de una mujer joven y sana, que había pasado por su primer parto para traerla al mundo. “Así vuestra esposa tendrá su ansiada niña y vuestro hijo Zaqueo, una hermana”, le dijo la monja, que espero que esté en el infierno.
Me dio un vuelco en ese punto del relato de Catalina, que ahora me contaba a mí los pormenores de su historia en vez de a su acompañante.
-¿Cómo se llamaba su hija?, pregunté, consciente de que si había atravesado los siglos buscándola, sin duda lo habría hecho poniéndole un nombre. Su respuesta confirmó mi peor presentimiento:
-Para mí siempre fue María.
Quería preguntarle qué pintaba yo en medio de todo aquello, pero ella siguió hablando:
-Busqué a alguien, en la ciudad, que tuviera un hijo que se llamara Zaqueo. No era fácil: 41.000 habitantes daban para mucho, así que comencé mis indagaciones por las familias más ricas e influyentes. En esto me ayudó nuestro buen amigo Arturo Blanco. El cadáver de mi esposo no apareció nunca. La familia que se hizo con mi hija, tampoco. Las puertas parecían cerrarse una a una, y por supuesto nadie sabía ni había oído hablar de ninguna dama que hubiese tenido una niña sin embarazo previo. Me pregunto desde cuándo tenían acordado Proaza y aquellos señores que le entregaría a mi niña, ni con cuántas mujeres embarazadas estaría contando, hasta tener una niña.
Estaba a punto de preguntarle a Catalina cómo romper aquella historia de muertes cuando recordé, de repente, cuál era el juego preferido de Zaqueo, mi amigo invisible, y también el de mi sobrina… ¡Sí! ¡Ahí estaba la clave!
Me dio un vuelco en ese punto del relato de Catalina, que ahora me contaba a mí los pormenores de su historia en vez de a su acompañante.
-¿Cómo se llamaba su hija?, pregunté, consciente de que si había atravesado los siglos buscándola, sin duda lo habría hecho poniéndole un nombre. Su respuesta confirmó mi peor presentimiento:
-Para mí siempre fue María.
Quería preguntarle qué pintaba yo en medio de todo aquello, pero ella siguió hablando:
-Busqué a alguien, en la ciudad, que tuviera un hijo que se llamara Zaqueo. No era fácil: 41.000 habitantes daban para mucho, así que comencé mis indagaciones por las familias más ricas e influyentes. En esto me ayudó nuestro buen amigo Arturo Blanco. El cadáver de mi esposo no apareció nunca. La familia que se hizo con mi hija, tampoco. Las puertas parecían cerrarse una a una, y por supuesto nadie sabía ni había oído hablar de ninguna dama que hubiese tenido una niña sin embarazo previo. Me pregunto desde cuándo tenían acordado Proaza y aquellos señores que le entregaría a mi niña, ni con cuántas mujeres embarazadas estaría contando, hasta tener una niña.
Estaba a punto de preguntarle a Catalina cómo romper aquella historia de muertes cuando recordé, de repente, cuál era el juego preferido de Zaqueo, mi amigo invisible, y también el de mi sobrina… ¡Sí! ¡Ahí estaba la clave!
A mi sobrina le gustaba jugar al “perro detective”, un juego en el que convertía a su amigo imaginario en perro y éste salía de casa y deambulaba por el campo o la ciudad yendo a parar a algún lugar donde siempre descubría algún secreto que inmediatamente le contaba a ella.
ResponderEliminarAquella tarde mi sobrina María convino con Zaqueo, su amigo secreto, en que iba a transformarlo por unas horas en “perro detective”. Había algunos humanos privilegiados que tenían un don, la facultad de adentrarse en otras mentes y percibir su pensamiento, gozar de una eternidad que se volvía presente en el tiempo o estar dotado de unos conocimientos que escapaban a la condición humana. Esta facultad estaba relacionada con el Sillón del Diablo, un sillón de cuero que pasó a ser propiedad del doctor Proaza cuando se dedicó a estudiar anatomía forense en las dependencias universitarias que poseía la casa donde vivía, un sótano destinado a disección de los cuerpos; en dicho sótano, medianero con el Hospital de Esgueva, se encontraba el Sillón del Diablo. Todo el que en algún momento de su vida hubiera reposado por unos minutos en el sillón, era inmediatamente dotado de una ciencia infusa que le hacía gozar de privilegios como los citados.
María nunca supo en qué momento estuvo en contacto con el sillón, pero lo cierto es que detentaba tales facultades.
Zaqueo nunca halló el motivo para la insubordinación, así pues comenzó su vagabundeo por la ciudad. Al anochecer el perro husmeó por los aledaños de la Antigua, entró en la calle Esgueva y se dio de bruces con el ventanuco del sótano de Proaza, retiró la estructura emplomada del tragaluz y entró en la estancia donde pudo observar cómo quinientos años atrás, una niña que acababa de nacer era arrebatada de los brazos de Catalina, su madre, y entregada en la iglesia de la Antigua por una monja al mediador Arturo Blanco, para ser vendida a un hidalgo sin hijos. Sin embargo, Arturo Blanco, no pudiendo soportar aquella simonía de la que iba a ser testigo, decidió reivindicar la muerte de la niña y quedarse con ella. Antes, la colocó sobre el sillón que había en el sótano mientras buscaba el papel firmado por el doctor Proaza que le daba a la niña carta de vecindad. Luego la tomó en sus brazos y marchó entre las sombras de la noche.
A Zaqueo le encantaba disfrazarse, como a mi sobrina. “María, ¿llegaré a tiempo? Aguanta, mi niña”, pensé por un instante. Recordaba vagamente sus atuendos estrafalarios, sus representaciones sin sentido, al menos para mí, pero que me divertían sobremanera. Siempre andaba buscando nuevos disfraces para su puesta en escena. Todo nos servía, las toallas, las sábanas, la falda y los zapatos de mamá, las corbatas y la chaqueta de mi padre, el bastón del abuelo, los collares de la yaya, la escoba, la fregona, el gorro de paja de las fiestas del pueblo … Y el momento más feliz para Zaqueo era cuando nos sumergíamos en las reliquias del trastero.
ResponderEliminarNecesitaba ahondar en mis recuerdos, no en vano había transcurrido más de veinte años desde mis juegos con Zaqueo. Ahora comprendía que todos aquellos personajes que Zaqueo y yo interpretábamos no eran más que recreaciones del pasado, de su presente en otro siglo distante. Era un espíritu atormentado como el de Catalina. Confiaba en que si resolvía aquel rompecabezas aliviaría sus almas y salvaría a nuestra familia.
Tras el encontronazo con Catalina, me refugié en casa apuntando todo lo que rememoraba de mi niñez. Con María por desgracia no podía contar, pero tras sopesarlo unas cuantas veces llamé a mi hermana Isabel.
- “Dime que sigue viva”- deseé sin preguntárselo - Isabel … - titubeé - Sé que te parecerá una locura, pero necesito que recuerdes todo lo que puedas acerca de los juegos de María, de sus disfraces, cualquier detalle que se te ocurra por absurdo que te parezca. - Imaginaba la cara perpleja de mi hermana al otro lado del teléfono- Confía en mí.
Pasé el día entero y la noche en vela juntando toda la información que me venía a la mente y la que me proporcionaba Isabel en cada llamada. Mantuvimos una continua comunicación durante todas esas horas.
Despuntaba el alba de un nuevo día y mi cara amaneció pegada a los folios desparramados por la mesa del salón. Me froté los ojos, y tras un café que me devolvió al mundo real, una mueca de satisfacción asomó a mi cara. En el breve intervalo en que me venció el sueño, volvieron a visitarme los protagonistas de la pesadilla de noches anteriores. Ellos terminaron por encajar todas las piezas.
Tenía ante mí la solución al enigma.
Con dos o tres años, la edad a la que la mayoría de los niños se entretienen con sus amigos imaginarios, es poco probable recordar de adulto nada de estos seres con los que desarrollamos algunas de las capacidades que nos acompañarán el resto de nuestra vida. En mi caso, mi amistad con Zaqueo se prolongó casi hasta los cinco años -mis padres ya mostraban síntomas de preocupación- y, aun así, apenas tendría un recuerdo de él si no fuera, precisamente, por lo que ellos y mi hermana Isabel me contaron ya de adulto.
ResponderEliminarLa revelación de Catalina activó todos los resortes de mi memoria y no sólo recuperó las explicaciones que mi familia me había dado de mis correrías con Zaqueo. Me vi con él, o, más oportunamente, me vi hablándole a una nada que yo identificaba como mi buen compañero de infancia. Ahí estaba, conversando con él en un lenguaje inventado por ambos y que nos servía para protegernos del mundo exterior, para esquivar las terribles amenazas que se cernían a nuestro alrededor.
Zaqueo era quien se ocupaba de mantenerme a salvo de esas otras ensoñaciones con las que me entretenía a esa edad. Seres a los que imaginaba con un aspecto muy diferente a las personas que me rodeaban y que parecían haber salido de un tiempo y de un lugar que escapaba a mi infantil razonamiento. Cuando todo parecía estar perdido, cuando esas sombras estaban a punto de alcanzarme para hacer conmigo Dios sabía qué, mi escudero salía a su encuentro y se batía en duelo con ellos. Fascinado por lo que mi cabeza proyectaba, ni siquiera entendía qué extraños conjuros invocaba Zaqueo para librarnos del peligro. De hecho, ¿sabría entonces qué era un conjuro, para qué podía servir? Lo cierto es que ahora, más de tres décadas después, entendí que las palabras que pronunciaba Zaqueo cuando el peligro acechaba serían las que librarían a María de su terrible destino.
Lo primero que hice al bajarme del autobús fue volver a la antigua casa de mis padres, situada en la calle Solanilla, en el centro de Valladolid. Un edificio bastante antiguo, aunque restaurado hace unos años. Al volver a cruzar el umbral de la puerta toda una serie de olores y recuerdos se apoderaron de mí, arrastrándome de nuevo a los años más felices de mi vida, los de mi infancia.
ResponderEliminarRecorrí todas las habitaciones de la casa, dejándome inundar por los momentos más felices que había pasado allí. Hacía muchos años que mis padres habían abandonado el piso para trasladarse a un chalet a las afueras de la ciudad y ahora el polvo recubría todos y cada uno de los muebles que no habían sido llevados a la casa nueva.
Finalmente, llegué a la última habitación de la casa, el estudio de mi padre. Aquella sala todavía infundía en mí el mismo respeto que cuando era un niño, cuando a escondidas de mi padre me colaba en aquella habitación, la favorita de Zaqueo.
Allí continuaba, inmutable y majestuoso, el enorme armario de ébano, mi lugar favorito para esconderme. Era capaz de pasar allí horas metido, curioseando en los antiguos papeles de mi padre y jugando con Zaqueo. Pensábamos que aquellos documentos eran mapas para encontrar algún antiguo tesoro y, divertidos, jugábamos a ser piratas o exploradores que inspeccionaban todas las hojas en busca de nuevas pistas. Y eso era precisamente lo que estaba haciendo ahora, casi treinta años después.
Inspeccioné el interior del armario de ébano en busca de aquellos papeles que ahora permanecían guardados en archivadores de cartón cubiertos de polvo. Después de mucho revolver finalmente encontré una firma en uno de los documentos hizo que se me paralizara el corazón.
Se trataba de un contrato, muy antiguo. Parte de las palabras se habían borrado con el tiempo, pero aún podía leerse una de las firmas en la parte inferior de la hoja. La letra en cursiva decía claramente “Andrés de Proaza”.
Por más que me esforzara, no lograba recordar las palabras exactas de mis juegos con Zaqueo, pero sí que nos gustaba dibujar cosas y escribir alguna palabra de las que íbamos aprendiendo. Y lo hacíamos en secreto. Fue Zaqueo quien me contó que lo escrito con vinagre no se podía leer sino al calor de una vela o de una buena bombilla. Y una de las cosas que primero aprendimos a poner fue nuestro nombre. Pepe Rodríguez Pérez, ponía yo una y otra vez. Con el tiempo me aventuré con el José, pero eso fue más tarde, cuando ya había desaparecido Zaqueo.
ResponderEliminarPensaba en todo ello, y en lo común de mi apellido, camino de la casa de mi madre. Ella era una sentimental y guardaba cosas de lo más inverosímil: nuestras primeras botas con suela, los lazos del pelo de mi hermana, algún chupete, cuentos que no habíamos destrozado del todo… ¿Sería posible que guardara mis primeros cuadernos? Si era así, seguramente tendrían hojas con aquella escritura en ácido que guardaba los textos ‘secretos’ de Zaqueo y míos, esas anotaciones de nuestros juegos.
Pepe Rodríguez Pérez. Otro dato saltó a mi cabeza por el camino. El maestro de Proaza era Alfonso Rodríguez de Guevara. Seguramente sería casualidad. El apellido era muy común.
Efectivamente, mi madre guardaba en el trastero cajas y cajas de cosas tan inútiles como esperpénticas. Y allí estaban, las de mi hermana y mías, con nuestros nombres, y a veces con una anotación sobre el contenido. Me aventuré con la que ponía “Cosas colegio Pepe”. En cuanto la abrí, toda mi infancia apareció ante mis ojos y en esa especie de sensación de regreso a sentimientos de otra época que vienen a veces a través de un objeto, un olor… Abrí mis cuadernos precipitadamente.
Allí estaba: en uno de espiral y hojas amarillentas por el tiempo, y con dos tipos de letra distintas, saltaron a mi vista dos nombres: Pepe Rodríguez Pérez, y Zaqueo Alfonso Rodríguez de Guevara y Alonso.
Sólo me quedaba por comprobar un dato, en el archivador genealógico de mi hermana, en la página en la que había visto el nombre de Proaza, para certificar todo lo ocurrido.
Sólo por curiosidad, cogí mi cuaderno de niño por el lomo y pasé el resto de las hojas con la yema del dedo gordo en el filo.
Lo que vi en algunas de ellas dejó boquiabierto.