La sensación de alivio que recorrió mi cuerpo no podía ser, aun así, plena ni definitiva. El puzle encajaba, era cierto, pero lo hacía, de momento, tan solo en mi cabeza. Hasta que no comprobara que mi suposición era cierta y que eso servía para proteger a mi sobrina, aquello no serviría de nada.
De lo que no tenía ninguna duda, claro, era del hecho de que el Zaqueo de mi infancia y el que ahora perseguía a María en sus ensoñaciones de niña era el mismo crío que, varios siglos antes, ejerció de falso hermano de la niña perdida de Catalina.
Sentado junto a la cama en la que la pequeña luchaba contra su repentina enfermedad me concentré en que mis palabras le llegaran con absoluta claridad. Había convencido a sus padres de que me dejaran unos minutos a solas con ella. Sospechaba que, de esta forma, Zaqueo no encontraría problemas para salir a nuestro encuentro. Aunque todo aquello, visto con la distancia que únicamente el tiempo es capaz de proporcionar, parezca ahora una locura, o una estupidez, o una temeridad impropia de alguien que presume de poseer una racionalidad extrema. Lo cierto es que, no sabía por qué, confiaba en que nuestro amigo ‘invisible’ apareciera para poner orden todo ese caos que aquel primer encuentro en el autobús, hacía como un millón de años, había iniciado.
En el bolsillo guardaba la pieza del tesoro que había pasado a través de las generaciones de mi familia durante generaciones. Esos días había vuelto a recordar cómo, en compañía de Zaqueo, registraba hasta el último rincón de cada habitación en busca, creía yo, de ropas con las que convertirnos en otros. No era eso lo que mi amigo quería claro. Para cualquiera no sería más que un trozo de metal, pero para él representaba mucho más, el vínculo con un tiempo del que no había podido escapar durante todos estos años y que debería poner fin a esa pesadilla.
María abrió los ojos y esbozó una raquítica sonrisa que era, pese a todo, el primer síntoma que me aliviaba la desazón que me comía las entrañas. Giré la cabeza para observar qué era lo que había provocado esa sensación en mi sobrina y allí estaba. Veinte años después pero con el mismo aspecto que yo recordaba.
-Zaqueo –dejé resbalar por mi garganta–, me alegro de volver a verte…
De lo que no tenía ninguna duda, claro, era del hecho de que el Zaqueo de mi infancia y el que ahora perseguía a María en sus ensoñaciones de niña era el mismo crío que, varios siglos antes, ejerció de falso hermano de la niña perdida de Catalina.
Sentado junto a la cama en la que la pequeña luchaba contra su repentina enfermedad me concentré en que mis palabras le llegaran con absoluta claridad. Había convencido a sus padres de que me dejaran unos minutos a solas con ella. Sospechaba que, de esta forma, Zaqueo no encontraría problemas para salir a nuestro encuentro. Aunque todo aquello, visto con la distancia que únicamente el tiempo es capaz de proporcionar, parezca ahora una locura, o una estupidez, o una temeridad impropia de alguien que presume de poseer una racionalidad extrema. Lo cierto es que, no sabía por qué, confiaba en que nuestro amigo ‘invisible’ apareciera para poner orden todo ese caos que aquel primer encuentro en el autobús, hacía como un millón de años, había iniciado.
En el bolsillo guardaba la pieza del tesoro que había pasado a través de las generaciones de mi familia durante generaciones. Esos días había vuelto a recordar cómo, en compañía de Zaqueo, registraba hasta el último rincón de cada habitación en busca, creía yo, de ropas con las que convertirnos en otros. No era eso lo que mi amigo quería claro. Para cualquiera no sería más que un trozo de metal, pero para él representaba mucho más, el vínculo con un tiempo del que no había podido escapar durante todos estos años y que debería poner fin a esa pesadilla.
María abrió los ojos y esbozó una raquítica sonrisa que era, pese a todo, el primer síntoma que me aliviaba la desazón que me comía las entrañas. Giré la cabeza para observar qué era lo que había provocado esa sensación en mi sobrina y allí estaba. Veinte años después pero con el mismo aspecto que yo recordaba.
-Zaqueo –dejé resbalar por mi garganta–, me alegro de volver a verte…
0 continuaciones propuestas:
Publicar un comentario
No es necesario estar dado de alta ni identificado en Google, OpenID, etc. para enviar tu aportación.
Recuerda incluir autor, DNI, email y tu texto.