No sé por qué, probablemente fruto del nerviosismo, golpeé con los nudillos en la puerta, abriéndola aún más. Escuché un tintineo y advertí que las llaves colgaban de la cerradura, por la parte exterior. Las quité con intención de dar aviso de ello a mi vecina en cuanto la hubiera localizado. La casa era prácticamente simétrica a la mía -excepto en la pared compartida de mi dormitorio y su cuarto de estar-, así que pude intuir fácilmente la disposición de los espacios. Me adentré a tientas por el pasillo, evitando tropezar con las cajas de embalaje de mudanza y guiado por la luz que salía de la primera habitación a la derecha. En ella observé atónito que sobre una cama sin deshacer estaba cuidadosamente dispuesta ropa de cuero negra; junto a ella, una colección de postizos que incluía pestañas, uñas y varias pelucas. Sobre la alfombra, decenas de fotografías dispuestas una a una en filas, como un cuidadoso solitario de naipes.
En ese momento hubiera podido jurar que el corazón me fuera a explotar en el pecho: yo aparecía absolutamente en todas.
Comprendo su cara de perplejidad, tampoco yo entonces daba crédito. Todas aquellas fotos eran de mi época de adolescente. En ellas reconocí a esos viejos amigos a los que perdí la pista una vez que terminó la época del Instituto: allí estaban Ángel, Carlos, Sara, Manuel, Irene… todos. Bueno, todos no. Observé que faltaba… ¿cómo se llamaba? Era menuda, poco agraciada, tímida; muy peculiar. Si somos políticamente incorrectos, puede interpretar que era una chica fea y rara de narices. Para más desgracia, creo que yo le gustaba, porque nunca me quitaba ojo y se hacía la encontradiza conmigo constantemente. Cuando la pandilla le tomaba el pelo diciéndole que la “E” gigantesca de su carpeta era la inicial de Efrén, contestaba sonrojada que eran unos imbéciles, mientras se alejaba muerta de vergüenza. ¡Pobre chica…!
Algo me hizo reaccionar. Un hilo de voz lastimero en el cuarto de estar pedía socorro ahogadamente. Lo que vi a continuación aún hoy me eriza el vello: en el hueco entre dos sillones estaba mi antiguo vecino Jaime con la cara destrozada, sangrando por la boca. La pared también tenía manchas de sangre; al parecer, le habían golpeado cruelmente contra ella hasta partirle la cabeza. A pesar de contar apenas con fuerzas, me susurró agónico:
-Efrén, es usted… Efrén… ¿qué ha pasado con mi casa?
En ese momento hubiera podido jurar que el corazón me fuera a explotar en el pecho: yo aparecía absolutamente en todas.
Comprendo su cara de perplejidad, tampoco yo entonces daba crédito. Todas aquellas fotos eran de mi época de adolescente. En ellas reconocí a esos viejos amigos a los que perdí la pista una vez que terminó la época del Instituto: allí estaban Ángel, Carlos, Sara, Manuel, Irene… todos. Bueno, todos no. Observé que faltaba… ¿cómo se llamaba? Era menuda, poco agraciada, tímida; muy peculiar. Si somos políticamente incorrectos, puede interpretar que era una chica fea y rara de narices. Para más desgracia, creo que yo le gustaba, porque nunca me quitaba ojo y se hacía la encontradiza conmigo constantemente. Cuando la pandilla le tomaba el pelo diciéndole que la “E” gigantesca de su carpeta era la inicial de Efrén, contestaba sonrojada que eran unos imbéciles, mientras se alejaba muerta de vergüenza. ¡Pobre chica…!
Algo me hizo reaccionar. Un hilo de voz lastimero en el cuarto de estar pedía socorro ahogadamente. Lo que vi a continuación aún hoy me eriza el vello: en el hueco entre dos sillones estaba mi antiguo vecino Jaime con la cara destrozada, sangrando por la boca. La pared también tenía manchas de sangre; al parecer, le habían golpeado cruelmente contra ella hasta partirle la cabeza. A pesar de contar apenas con fuerzas, me susurró agónico:
-Efrén, es usted… Efrén… ¿qué ha pasado con mi casa?
Supongo que una persona cabal hubiese procedido inmediatamente a dar parte a las autoridades y llamado a la ambulancia para socorrer a mi moribundo vecino, pero la curiosidad me llevó a sonsacar egoístamente la máxima información posible a Jaime antes del fatal desenlace.
ResponderEliminar- No se preocupe por eso ahora, hombre. ¿Sabe quién le ha hecho esto? – le pregunté agachándome a su lado y sujetándole la cabeza para que pudiera verme bien.
- Alguien me atacó cuando abrí la puerta, golpeándome hasta dejarme casi inconsciente.
El pobre hombre hablaba entrecortado, ahogado por su propia sangre y apenas podía articular palabra. No sabía quién le había hecho aquello, ni si el golpe vino desde fuera o desde dentro de la casa.
- ¿Pero no había alquilado el apartamento a otra persona? ¿Por qué tenía en su dormitorio fotos mías y ropa de mujer? ¿Quién es Felicia? – las preguntas me brotaban a borbotones, sin esperar a que Jaime respondiese a cada una de ellas.
- No sé de qué me está hablando, Efrén, me está usted asustando…
Un estertor sanguinolento me salpicó el pijama y supe al instante que mi vecino había muerto. Me incorporé y percibí que mis manos estaban ensangrentadas. Apenas podía distinguirla en la oscuridad, pero sentía su viscosidad cálida impregnada en mis dedos. Advertí que el espejo del salón estaba hecho añicos y de repente, en la penumbra, vi su rostro reflejado a mi espalda. Era ella, tal cual la recordaba, o al menos eso intuía en aquel rompecabezas de cristales rotos. Me giré lo más rápido que pude, pero al darme la vuelta ya no estaba. Fui hasta la habitación de Jaime o de Felicia, ya no sabía bien a quién de los dos pertenecía, y comprobé desconcertado como sobre la colcha perfectamente estirada no quedaba rastro de la ropa ni de las pelucas, ni en la alfombra había fotografía alguna. Creí por un momento estar viviendo una alucinación e incluso pensé que aún seguía soñando, deseando infructuosamente que sonara el despertador. De pronto, un portazo me rescató del trance y pude escuchar el sonido mecánico del ascensor.
Corrí raudo con intención de bajar las escaleras y evitar su huida, pero al abrir la puerta alguien me impidió el paso.
—¡Jaime!, exclamé asustado.
ResponderEliminarEl del 2º A llevaba puesta mi camisa favorita y mis zapatillas de deporte. En el salón, excepto lo del moribundo, los muebles lucían ordenados y limpios.
Muchas ideas pasaron por mi cabeza, primero llamar al 112.
¿Cuánto tiempo llevaría herido? Felicia no haría mucho que se había largado, reconocí el aroma de su cuello en el salón. Me sentí de pronto como un pez atrapado en una red, y me puse más nervioso, muy nervioso. Busque el teléfono, pero no daba señal, el móvil estaba cargando; acerté a salir al rellano de la escalera y pedir auxilio. Estaba aturdido, Maquinalmente cogí una toalla del baño, la moje e intente aliviar las heridas de mi vecino. Sujetándole por la cabeza quise moverle al centro de la sala para tenderle, pero estaba agonizando, con los ojos me suplico que no lo hiciera.
—Es muy peligrosa —exhaló en su último resuello.
Otro vecino, el que puso paz entre nosotros cuando discutimos por el perro, el deportista del 5º A, subía las escaleras a pie y entró, fue él quien aviso a los de emergencias.
Llegaron rápidamente, aparecieron dos mujeres jovencísimas y un hombre mayor con un maletín naranja, botella de oxígeno, camilla y unas planchas metálicas. Iniciaron las maniobras de reanimación pero el golpe de la cabeza era muy fuerte, había perdido mucha sangre, la respiración no era perceptible y el corazón estaba parado. La rubia del fonendoscopio, la más menuda, fijó la hora de la muerte. Desde el portátil informo a la central. Al poco llegaron dos policías, les conté la escena que viví.
—Acompáñenos a la oficina —me pidieron—, tiene que declarar.
Camino de la comisaría, en el asiento de atrás recordé el primer día, el timbre, el tirador de la puerta. … me quede en blanco al pensar en lo de Paraíso 4.
Después, en el juicio se aportaron varias pruebas falsas: pelos que aparecieron en su cuarto y resultaron ser míos, rastros de sangre y jirones de mi piel curiosamente en las uñas de Jaime. También encontraron mi carné de la biblioteca, el de la foto, con restos de polvo blanco en un canto. Y para remate, caído entre el bidé y la taza del water un preservativo usado con restos de semen que el laboratorio determino como mío. Juro, igual que juré en el juicio que no tengo nada que ver. Soy inocente.
Sentí un filo helado que barría mi garganta hasta secarla. Un sudor frío humedeció mi ropa mientras las gotas se escurrían por mi frente intentando refrescar mi ardiente cara. No pude evitar las arcadas que promovía mi estómago convertido en nido de culebras. Apoyé mi temblorosa mano en la pared presintiendo el desfallecimiento que vino después. Mis pensamientos se agolpaban desbocados, mientras diversas imágenes violentaban mi razón haciéndome ver algo que yo no deseaba. El asedio a la cordura dio su fruto cuando me vi extrayendo las fotografías del álbum que guardaba en la estantería del despacho, pero, ¿cómo habían llegado a casa de Felicia?
ResponderEliminarAlgo estalló en mi cabeza, algo que resucitó momentos pasados que había guardado con celo en el olvido. Un descuido hizo bajar la guardia de mi yo y mi subconsciente entró victorioso en mi cerebro provocando recuerdos de sucesos que habían sido abandonados en el ayer y que suponía prescritos. Aquella oleada de atávicos pensamientos evocó iconos satánicos sujetados por unas manos jóvenes que se movían al compás de una letanía recitada en latín. El ceremonial proseguía con una persona que sujetaba una vela inclinada permitiendo verter la cera derretida sobre el suelo. Las primeras gotas trazaron una línea vertical, a continuación otra horizontal que la cortaba por uno de los extremos y después otra por el centro y por último… Cerré mis ojos intentando perder aquella visión, pero no era dueño de las percepciones que recibía. Mi aturdida mente visualizó un tablero, naipes y dados que ordenaban la página del manual que relataba el desafío y la persona encargada de realizarlo. Un individuo encapuchado daba órdenes. Un ser que ocultaba su rostro para conferir a su persona un halo sagrado y que tenía por objeto liderar aquel ritual mágico que él mismo había creado. La última visión antes de recobrar el conocimiento fue un círculo compuesto por un único sujeto.
Supongo que el golpe con el suelo me hizo regresar de aquella espeluznante pesadilla. Me incorporé hasta quedarme sentado sobre el parqué. Presioné la sien con los dedos de las manos y apartando, deliberadamente, la mirada del moribundo, le pregunté:
— ¿Dónde está Felicia?
—Esa pregunta ya la hizo Vd. anoche —respondió Jaime con una voz apenas audible.