Sí.
No voy a negar ahora, como me empeñé entonces a lo largo del juicio, que los
cráneos estaban ahí. Sucios y malolientes. Colocados unos encima de otros de
manera estratégica: cuatro, tres, dos, uno… formando una pirámide azteca. No. Ya
dije que aquello fue un auténtico circo de tres pistas. Los jueces y los
abogados disfrutaron de lo lindo. ¡Y qué decir de los periodistas! Y yo no
tenía cabeza para dar explicaciones sobre los cuchillos, sobre los restos que
encontraron entre las telas del sofá del cuarto de estar, sobre la colección de
pendientes y de uñas postizas en los cajones de la cómoda… sobre nada. Pero al
fin, después de tres años metido dentro del círculo, repasando día y noche,
noche y día, los perfiles de la letra E que tanto me tranquiliza, por fin
entiendo lo que ha sucedido.
En
realidad, todas aquellas mujeres eran la misma mujer. Todas se llamaban
Felicia, aunque cada una tuviera su propio apellido (alemán, danés, persa,
griego, qué más da), cada una su manera de hablar, sus pendientes, su color de
uñas, su falda, el detalle de su lencería… Pero a la hora de irse a la cama
todas eran iguales. Voraces, insaciables, incontrolables, egoístas. La
casualidad hizo que me encontrara con ellas y que terminaran subiendo a mi
casa, pero lo que entonces yo creía fruto de la embriaguez, del entusiasmo del
momento, en realidad obedecía a un plan oscuro y premeditado. Probablemente no
hice el amor con ninguna. A la hora de la verdad, Felicia desaparecía y
aparecía Malicia. Quiero decir Henar. A estas alturas usted ya me entiende,
¿verdad? Debí sospecharlo por su sonrisa maligna. La misma sonrisa de su
hermano Jaime, el maestro de ceremonias. Ellos las mataron. No yo.
Cuando
vi las fotografías lo entendí todo. Cuando recordé en los labios de Felicia que
me susurraban: “ellas no te merecían, Efrén; ellas no te merecían”, todo empezó
a cobrar sentido… He pensado contárselo al abogado, ahora que por fin lo comprendo.
Pedir que reabran el caso. Pero la verdad es que aquí, metido en el círculo, no
se está del todo mal. No hay que soportar el despertador a las cinco de la
mañana. No hay que aguantar el olor a colonia barata de las personas entrando
en el autobús. Su falta de educación. A mí mis padres me enseñaron por lo menos
a decir buenos días, y buenas tardes, y buenas noches… Y aquí también estoy a
salvo de ellos. Ahora solo busco la paz. La paz. La paz. Con que usted me crea
es suficiente.
Por Carlos Aganzo
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